Dos semanas después Edward se preguntaba si los hombres perdían el poder en cuanto se acostaban con una mujer.
En la última reunión que mantuvo con McCarty, el italiano le aseguró que tomaría una decisión a finales de año. La reunión fue un momento muy incómodo para él, ya que McCarty le preguntó por Isabella de inmediato, pero consiguió salir airoso del trance. Los inversores habían reducido la lista a dos candidatos: StarPrises, un importante estudio de Manhattan, y él. Por delante quedaba una última reunión en Navidad donde revelarían la maqueta final del proyecto. Menos mal que contaba con el respaldo de Drysell, porque estaban a punto de librar la última batalla. Por desgracia, ignoraba de qué lado se inclinaba McCarty, y esa incertidumbre lo tenía de los nervios.
Estaba deseando llegar a casa y disfrutar de una buena cena, tras lo cual vería el partido de los Giants. Y después se metería en la cama con su mujer. Sin intención alguna de dormir.
Abrió la puerta, estampó los pies en el suelo con fuerza para quitarse la nieve de los zapatos e intentó calcular cuánto tiempo tardaría en comer, en ver el partido y en llegar a la parte más importante de la velada. . . y de repente pisó una caca de perro.
Gritó, furioso, y levantó el zapato. Un zapato italiano cosido a mano que en ese momento lucía un tono más marrón que el original. Su precioso parquet estaba manchado. La casa olía a mierda en vez de a comida. Iba a matarla.
— ¡Isabella!
La susodicha llegó procedente de la cocina, colorada ya fuera por la culpa o por la vergüenza, y se detuvo al verlo. Tras ella distinguió una sombra alargada. Edward entrecerró los ojos al ver al sucio sabueso que lo atormentaba desde que era pequeño. En ese instante decidió, que con sexo o sin sexo, esa mujer estaba fuera de control.
— Se larga. Ahora mismo.
— Pero. . .
— Lo digo en serio, Isabella. ¡Por el amor de Dios, quiero a ese perro fuera de mi casa! Mira lo que acaba de hacer.
Bella desapareció y, cuando volvió con un paquete de toallitas húmedas y una bolsa de basura, se dispuso a limpiarlo todo. Edward se quitó el zapato con cuidado y rodeó la caca de perro mientras contemplaba que su mujer procedía a limpiar y a explicarle lo sucedido con idéntico fervor.
— Escúchame un momento. Sé que no podemos quedárnoslo. Ni siquiera voy a intentar convencerte. Es que me llamaron del refugio para decirme que se le había agotado el tiempo y que lo sacrificarían hoy. No sé por qué nadie quiere quedarse con él, es un perro precioso, y te prometo que si nos lo quedamos solo un par de días, le encontraré un hogar.
La sombra se mantuvo en el vano de la puerta de la cocina, con los ojos amarillentos carentes de emoción mientras aguardaba el veredicto. Edward gruñó, disgustado.
— Nadie lo quiere porque es el perro más feo que he visto en la vida. Incluso podría ser peligroso.
Bella resopló.
— Es un encanto de animal, ni siquiera sabe gruñir. Los del refugio me han dicho que lo encontraron en una carretera desierta con una pata rota. Seguro que lo tiraron de algún coche.
«¡Mierda!», pensó Edward.
— Sé que está sucio, pero creo que es un perro inteligente y que el problema es que nadie lo ha educado. Lo mantendré en la habitación del fondo, lo limpiaré todo y te prometo que se irá dentro de un par de días. Edward, por favor, ¿sí? Dame solo un par de días.
Irritado por sus súplicas y por su propia reacción, se quitó el otro zapato y se acercó al animal. Como si quisiera desafiarlo, se plantó frente a él y esperó a que le demostrara algún signo de violencia o de comportamiento callejero a modo de excusa para echarlo de su casa.
No obtuvo la menor reacción. El perro no meneó el rabo, ni bajó la cabeza, ni le gruñó. Nada. Esos ojos amarillos se limitaron a observarlo con expresión vacía.
Sintió un escalofrío en la columna mientras le daba la espalda al animal, decidido a no dejarse afectar.
— Unos días. Y lo digo en serio.
Bella parecía tan aliviada y preocupada que comenzó a preguntarse si en realidad todavía tenía algún poder sobre ella. De modo que decidió aprovecharse de su ventaja.
— ¿Has preparado la cena?
— Ya casi está. Filetes de salmón con verduras de temporada y un pilaf de arroz. El vino está en el frigorífico. La ensalada está preparada. Tendrás tiempo de sobra para ver el partido de los Giants.
Edward ladeó la cabeza, impresionado por esa habilidad de darle a un hombre lo que quería justo después de haber claudicado. Dio un paso hacia ella.
— Creo que voy a ducharme antes de cenar.
— Te subiré una copa de vino. Si quieres, puedes comer viendo la tele.
— Es posible.
Bella se apresuró a cogerle el abrigo, tras lo cual lo invitó a subir al piso de arriba. Edward decidió que unos cuantos días en compañía de un perro merecerían la pena si así era como Bella iba a demostrarle su gratitud. Con esa agradable idea, entró en el dormitorio y se quitó la ropa.
Bella acompañó a su perro temporal hasta la habitación trasera, que ya había cubierto con sábanas viejas que había cogido de su apartamento. Le dejó un comedero lleno y un cuenco con agua, tras lo cual se despidió de él besándolo en la cabeza. Se le rompía el corazón cada vez que lo miraba y veía que no meneaba el rabo. Jamás lo movía. Había algo en ese perro que la conmovía mucho, pero se contentaba con haberle proporcionado un poco más de tiempo para encontrarle un hogar donde lo quisieran.
Era el momento de satisfacer a su marido.
Sirvió una copa de vino y subió la escalera, desde donde escuchó el agua de la ducha correr. La emoción le provocó un delicioso nudo en las entrañas. Sintió que se mojaba así sin más, solo con la idea de hacer el amor con Edward. Se le endurecieron los pezones al abrir la puerta del cuarto de baño y descubrir una nube de vapor. Después de dejar la copa en el lavabo, comenzó a desnudarse.
— Cariño, tienes el vino en el lavabo.
—Gracias —replicó él, aunque su voz sonaba amortiguada.
Bella apartó la cortina y se metió con él en el enorme plato de ducha con una sonrisa.
— De nada.
El asombro que sintió Edward fue tal que parecía que alguien le había dado un martillazo en la cabeza.
Bella aprovechó la oportunidad para pasarle las manos por el cuello y se pegó a su cuerpo, enloqueciendo al sentir el roce húmedo de esos duros músculos y del vello de su torso. Al parecer, era insaciable en lo que a él se refería. Aunque nunca se habían duchado juntos, dado que aún no habían alcanzado ese nivel de intimidad, Edward se adaptó a las circunstancias sin protestar.
Y con gran rapidez.
Apenas dos segundos después tenía una palpitante erección. Gimió mientras la estrechaba con fuerza e inclinaba la cabeza para capturar sus labios, saborearlos y reclamarlos, provocándole una oleada de placer.
La besó con poca delicadeza y mucha pasión, mientras ella clavaba las uñas en su piel desnuda y se frotaba contra su cuerpo enjabonado. Entre tanto, el agua caía sobre ellos como si fuera una cascada, mojándole el pelo y aplastándoselo a ambos lados de la cara. Le devolvió el beso con frenesí, acariciándole la lengua con la suya, tras lo cual se apartó y se arrodilló frente a él.
— Bella. . .
— Calla —le dijo ella justo antes de abrir la boca y empezar a chupársela.
El agua le caía en la cabeza y en la espalda mientras se la acariciaba con la lengua, encantada con su sabor, con su textura y con las palabras malsonantes que él mascullaba y que dejaban bien claro hasta qué punto le gustaba lo que le estaba haciendo.
En un momento dado, Edward la instó a levantarse y la alzó en brazos al tiempo que separaba las piernas para guardar el equilibrio. Se demoró un instante para mirarla a los ojos y después la penetró hasta el fondo.
Bella jadeó. Su cuerpo lo acogió con alegría, cerrándose en torno a él. El deseo la abrasó cuando Edward la aferró por las caderas y comenzó a moverla arriba y abajo. El placer le arrancó un gemido y a medida que el ritmo de los movimientos aumentaba, le mordió un hombro, echó la cabeza hacia atrás y gritó al llegar al orgasmo.
Edward la siguió poco después, si bien ella estaba ya desplomada contra su torso y temblorosa, besándolo una y otra vez, totalmente saciada. Edward la estrechó un buen rato bajo el agua y, cuando Bella levantó por fin la cabeza, le echó el pelo hacia atrás.
— El perro puede quedarse una semana.
Bella se echó a reír y trazó el contorno de su cara con los dedos, encantada al verlo tan relajado y bromeando con ella. Adoraba todas las facetas de ese hombre tan obstinado que era su compañero de negocios, su marido y mucho más.
— No he hecho esto por el perro. Ha sido por motivos totalmente egoístas.
— La mujer de mis sueños.
— Te he traído vino. La cena está preparada.
Edward guardó silencio y se limitó a contemplarla. Por increíble que pareciera, Bella sintió que se le aceleraba el pulso y que se le endurecían los pezones. Un tanto avergonzada, hizo ademán de marcharse, pero él la detuvo con una sonrisa pícara mientras recorría su cuerpo con un dedo con el que acabó penetrándola.
Jadeó por la sorpresa mientras Edward le acariciaba el clítoris. Se agarró a sus hombros y negó con la cabeza, reacia a someterse al poder que tenía sobre ella.
— No puedo. . .
— Sí que puedes. Otra vez, Bella.
La penetró hasta el fondo con el dedo, frotando la palma de la mano contra su sexo hasta que ella arqueó las caderas en su afán por sentirlo aún más. En cuanto la tuvo dura, Edward le separó los muslos y la penetró de nuevo. Bella le hizo el amor con un abandono salvaje desconocido para ella hasta ese momento. Al cabo de un rato, una vez saciados y aun estremeciéndose por los rescoldos del placer, Edward la estrechó con fuerza, cerró el grifo y la secó con suavidad. Sus caricias fueron delicadas y no dejó de mirarla con los párpados entornados, como si quisiera esconder lo que sentía por ella. Bella le permitió que guardara sus secretos, dispuesta a recibir con gran avaricia, con una desesperación que la asombraba, lo que estuviera dispuesto a darle. Pero Edward no tenía por qué saberlo. No tenía por qué vislumbrar siquiera lo profundos que eran sus sentimientos hacia él, ni tampoco tenía por qué descubrir el secreto que siempre había sospechado y que acababa de reconocer en ese momento.
Lo amaba.
Con toda el alma. Lo quería por completo, lo bueno y lo malo, quería a su amigo, a su amante, a su compañero y a su rival. Deseaba pasar el resto de la vida a su lado y entregarse por entero, aunque sabía que él no correspondía sus sentimientos. Enterró su descubrimiento en un lugar secreto de su corazón. Y después comprendió que aceptaría lo que él quisiera darle, aunque jamás fuera suficiente.
Lo besó, sonrió y se esforzó por mantener alejada la tristeza de su cara.
— ¿Listo para cenar?
Edward la miró con cierto asombro, casi como si supiera que le estaba ocultando algo importante, pero acabó devolviéndole la sonrisa.
— Sí.
Edward la cogió de la mano y salieron juntos del cuarto de baño.
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