Una semana más tarde, Edward observaba a su mujer circular por la estancia y admitió que había cometido un error.
Uno muy gordo.
Si fuera menos hombre, desearía retroceder en el tiempo para cambiar la escena del beso con Kate. La habría apartado al instante, le habría contado a su mujer lo sucedido con orgullo y habría disfrutado de un resultado muy distinto. Sin embargo, dado que detestaba semejantes tonterías, solo le quedaba una alternativa. Sufrir.
Bella circulaba entre los invitados como un majestuoso pavo real, vestida de un atrevido escarlata en vez del negro que prefería la sofisticada flor y nata de la alta sociedad. Llevaba el cabello recogido, aunque le caían unos cuantos mechones por el cuello y los hombros.
Casi lo había desafiado para que le dijera algo cuando llegó al pie de la escalera, pero en esa ocasión mantuvo la boca cerrada, le comentó que estaba muy guapa y caminó a su lado hasta el coche. Todo acompañado por el frío silencio que llevaba instaurado entre ellos toda una semana.
La irritación lo carcomía. Fue ella quien le tiró encima un cuenco de helado. ¿Se había disculpado acaso? No. Se limitaba a tratarlo con una cordialidad neutra que lo desquiciaba. Se mantenía lejos de él, encerrada en su dormitorio, y callada durante la cena.
Edward no quería averiguar por qué su distanciamiento despertaba en él el deseo de agarrarla y obligarla a demostrar alguna emoción. No quería analizar la soledad que lo consumía ni por qué echaba de menos sus partidas de ajedrez, sus discusiones o el tiempo que pasaba con ella por las noches. Echaba de menos las irritantes llamadas de teléfono a la oficina para hablarle de Otto o para suplicarle que adoptara a un perro del refugio.
De hecho, había logrado lo que quería desde el principio.
Una esposa de conveniencia. Una socia empresarial que vivía a su aire y que no se inmiscuía en sus asuntos.
Lo detestaba.
De repente, recordó el último beso. Sin embargo, las palabras de Bella lo desconcertaban. ¿No se daba cuenta de lo mucho que la deseaba?
La noche que apareció la policía creía haberle demostrado claramente su interés. En cambio, ella había enarbolado el episodio de Kate como prueba de que nunca la desearía de la misma manera. Jamás había soñado con Kate, ni se moría por tocarla ni por reír con ella. Jamás había querido discutir, jugar a cosas tontas o tener una vida con Kate.
¿Por qué le estaba pasando eso? Edward apuró el vaso y se dispuso a cruzar la estancia.
Tal vez había llegado la hora de averiguarlo.
— Marido a la vista.
Bella levantó la cabeza y vio que Edward se abría paso entre la multitud. Pasó de él y se concentró en Emmett y en el brillo travieso de sus ojos. Agitó un dedo delante de su nuevo amigo.
— Compórtate.
— ¿No es lo que hago siempre, cara?
— Es la segunda vez esta noche que me mantienes alejada de mi marido.
Sus zapatos resonaban sobre el parquet mientras la conducía hacia el despacho ubicado en la parte posterior de la casa, decorada en tonos tierra y rojizos, y con elegantes espejos dorados, tapices y esculturas de mármol que rompían la sofisticada monotonía de las habitaciones. La ópera que sonaba en el equipo de música se filtraba por toda la planta. Emmett la había decorado con una sensualidad inherente que Bella apreciaba.
— En ese caso, estoy haciendo bien mi trabajo, signora. Me he dado cuenta de que esta noche te pone triste.
Bella se detuvo y lo miró. Por primera vez, se permitió que aflorara la desgarradora emoción que le había provocado la confesión de Edward. Le había costado mucho fingir que no le importaba durante toda esa semana.
— Hemos discutido.
— ¿Quieres contármelo?
— Los hombres sois de lo peor.
Él asintió con la cabeza e hizo una floritura con la mano.
— A veces, sí. A veces, cuando llevamos el corazón por delante, somos maravillosos. Pero, sobre todo, nos da miedo abrirnos sin reservas a otra persona.
— Algunos hombres nunca lo hacen.
— Sí. Algunos nunca lo hacen. Debes seguir intentándolo.
Lo miró con una sonrisa.
— Voy a darte el número de mi amiga Rose. Prométeme que la llamarás.
Emmett soltó un largo suspiro.
— Si eso te hace feliz, la llamaré y la invitaré a cenar.
— Grazie. Es que tengo un raro presentimiento con vosotros dos.
— Ah, en el fondo eres una casamentera, cara.
A medida que avanzaba la velada, bebió más champán, habló con más libertad y bailó con más parejas, siempre con mucho cuidado de no traspasar la fina línea entre el comportamiento apropiado en una fiesta y pasárselo bien. Edward no tardó en abandonar la idea de intentar hablar con ella. Se quedó de pie junto al bar, bebiendo whisky y mirándola. Su mirada la traspasaba desde el otro extremo de la estancia, aun cuando estaba oculta por la multitud. Como si la estuviera marcando como suya, sin una sola palabra o una caricia. La emocionante idea le provocó un estremecimiento. Después, se dio cuenta de que estaba fantaseando con la posibilidad de que Edward montara una escena y se la llevara a rastras para seducirla. Como en una de las novelas románticas que leía.
Claro. Como si don Lógico fuera capaz de algo así. Ya podía pasarse a la ciencia ficción y esperar que los extraterrestres invadieran el planeta. Eso era mucho más probable.
Se le había agotado la paciencia.
Edward estaba harto de verla pavonearse con diferentes hombres. Sí, cierto, solo bailaba una vez con ellos. Pero casi no se despegaba de McCarty, con quien había entablado una especie de relación muy cómoda. Reían y charlaban de tal forma que lo estaban cabreando.
Se suponía que su matrimonio tenía que parecer sólido para los desconocidos. ¿Y si empezaban a correr rumores sobre el conde italiano y Bella? El contrato del río pendería de un hilo, porque negociaría con don Cara Bonita mientras fantaseaba con retorcerle el cuello.
Ah, sí, estaba siendo muy lógico.
Tras apurar la última copa y dejarla en el bar, se dio cuenta de que el alcohol le había calentado aún más la sangre, derribando las barreras que ocultaban la verdad.
Quería hacer el amor con su mujer.
La quería de verdad, aunque fuera por un tiempo.
Y a la mierda con las consecuencias.
Desterró al hombre racional que le gritaba que diera un paso atrás, que esperase al día siguiente y que acabara los próximos meses con una educación muy cívica.
Atravesó la estancia y le dio un toquecito en el hombro.
Bella se dio media vuelta. Edward la cogió de la mano con toda la intención. Vio que se sorprendía, pero que lo ocultaba al instante.
— ¿Estás listo? —le preguntó ella con educación.
— Sí. Creo que estoy listo para varias cosas.
Bella se mordió el labio inferior, seguramente mientras se preguntaba si estaba borracho. Edward decidió concentrarse en separar a Emmett de ella lo antes posible.
— Emmett, me preguntaba si podrías pedirnos un taxi. No quiero conducir en estas circunstancias. Mañana mandaré a alguien para que venga a buscar el coche.
El conde asintió con la cabeza.
— Por supuesto. Vuelvo enseguida.
Sin soltar a Bella de la mano, la condujo hasta el guardarropa, decidido a no perderla de vista. Al cabo de unas horas estaría en el único sitio donde no se metería en líos. Y para llegar allí no había que cruzar ningún arcoíris.
Ese lugar estaba en su cama.
Bella no parecía haberse dado cuenta de que había cambiado algo entre ellos. Tras ponerse el abrigo, se despidió como si tal cosa de sus nuevos amigos. Le sorprendía que no sospechara que esa iba a ser su noche de bodas. Ese secreto hizo que tuviera todavía más ganas de salir de la casa de McCarty y de llevarla a un lugar donde por fin podría seducirla. Qué tontería no haberlo hecho antes. Debería haberse imaginado que el sexo era la forma más rápida de asegurar una relación estable.
El taxi llegó y se marcharon a casa enseguida. Bella guardaba silencio a su lado, con la vista clavada en el exterior, pasando de él.
Al llegar a casa, Edward pagó al taxista y entró en la casa detrás de ella. La vio colgar el abrigo en el armario y subir la escalera.
— Buenas noches.
Sabía que la rabia era la mejor manera de conseguir toda su atención.
— ¿Isabella?
— ¿Sí?
— ¿Te has acostado con él?
Ella giró el cuello de una manera que le recordó a la niña de El exorcista. Tenía la boca abierta y respiraba con fuerza. Una inmensa satisfacción lo recorrió al ver su reacción, y la conexión que existía entre ellos cobró vida.
— ¿Qué has dicho?
Edward se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo del sofá. Se plantó delante de ella, con los brazos en jarras, e hizo acopio de todas sus fuerzas para cabrearla al máximo. Porque sabía que en su cabreo encontraría sinceridad: encontraría a la mujer apasionada que mantenía escondida por la ridícula creencia de que no la deseaba.
— Ya me has oído. Me preguntaba si os había dado tiempo de llegar al dormitorio o si McCarty se limitó a echarte un polvo contra la pared antes del postre.
Bella siseó y apretó los puños.
— No me acuesto con otros hombres ni los beso en público porque respeto nuestro matrimonio mucho más que tú. Y Emmett también.
La inmediata defensa de McCarty hizo que un nido de serpientes le carcomiera las entrañas con furia.
— Has dejado que te toquetee delante de mis socios.
— ¡Estás loco! Se ha comportado como un perfecto caballero. Además, ¡tú le metiste mano a Kate en un aparcamiento público!
— Eso fue distinto. La aparté.
— Claro, después de meterle la lengua en la boca. Se acabó.
Entrecerró los ojos.
— Todavía no.
Bella parpadeó y retrocedió un paso. Después, lo miró a los ojos y le clavó un último dardo.
— Me voy a la cama. Puede que controles con quién me acuesto y con quién no, pero no puedes controlar mis fantasías.
Su gélido tono contradijo las palabras burlonas que quedaron flotando en el aire.
Esa fue la gota que colmó el vaso.
Edward se acercó a ella con paso seguro y lento, unos ademanes que hicieron que ella retrocediera a su vez. Bella quedó atrapada contra la pared cuando llegó a su altura. Despacio, apoyó las manos en la pared a ambos lados de su cabeza. La tenía atrapada contra su cuerpo. Cuando separó las piernas, Bella quedó entre ellas.
Se inclinó y murmuró contra sus labios:
— Si estás tan desesperada por echar un polvo, solo tenías que pedirlo.
Bella se puso completamente tensa.
— Tú no me interesas.
El pulso que latía frenético en la base de su garganta contradecía esas palabras.
— No cuela.
— Vete con tus jueguecitos en busca de Kate.
— Me deseas. ¿Por qué no lo admites de una vez?
La rabia emanaba de ella en oleadas.
— No se trata de ti, se trata de tu dinero.
Edward sabía que esa treta le había funcionado antes, pero esa noche le dio igual.
Acortó la distancia que los separaba otro centímetro. Sus pechos se pegaron a su torso. Tenía los pezones duros bajo la tela escarlata y le rogaban que los liberase. Bella jadeaba con fuerza, y su perfume se le subió a la cabeza. Se le puso dura al instante. Bella abrió los ojos al sentir su erección.
— Sé que vas de farol, nena.
La cara de Bella reflejó su absoluta sorpresa cuando él apartó una mano de la pared para desabrocharse la camisa, quitarse la corbata y después agarrarla de la barbilla con firmeza.
— Demuéstralo.
Se apoderó de su boca sin darle la oportunidad de pensar, de retroceder o de apartarse de él. Invadió su boca, introduciendo la lengua en esa sedosa cavidad antes de succionar con fuerza la carne húmeda que encontró.
Ella lo agarró de los hombros con un gemido ronco.
Acto seguido, explotó.
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