Edward estaba en el porche trasero con la vista clavada en las barcas que se mecían en el agua. Una sucesión de olas furiosas rompían contra la orilla, anunciando el invierno. El anaranjado atardecer combatía la amenazante oscuridad y enmarcaba el arco de luces del puente de Newburgh-Beacon. Edward metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de su traje de Armani y tomó una honda bocanada de aire fresco. La tranquilidad se apoderó de él mientras observaba sus queridas montañas y una vez más supo que ese era su lugar.
Diez años antes, toda la zona cercana al río estaba infestada de camellos y de adictos al crack. Las preciosas orillas se encontraban llenas de basura y los elegantes edificios de ladrillo estaban vacíos, mientras que sus ventanas rotas gritaban pidiendo auxilio. A la postre, los inversores reconocieron el potencial de la zona y comenzaron a invertir dinero en el proyecto soñado de renovación.
Edward y su tío estuvieron muy pendientes del desarrollo de dicho proyecto y esperaron su oportunidad. De alguna manera, ambos sospechaban que esta llegaría tarde o temprano y que Dreamscape podría conseguir beneficios en la zona. El primer valiente en abrir un bar consiguió atraer a un grupo nuevo de personas que querían tomarse una cerveza con unas alitas de pollo mientras contemplaban las gaviotas. A medida que la policía se iba desplegando por el lugar, se incrementaron los proyectos de limpieza por parte de varias organizaciones sin ánimo de lucro. Los últimos cinco años, el proyecto había captado el interés de los inversores. Los restaurantes y el spa que Edward quería construir cambiarían para siempre el valle del río Hudson. Y sabía que él estaba destinado a construirlos.
Recordó el encuentro con Hyoshi Komo. Por fin había cerrado el trato. Solo un hombre se interponía entre su sueño y él.
Emmett McCarty.
Soltó un taco mientras observaba el atardecer. Hyoshi había accedido a concederle el contrato solo si Emmett McCarty le daba el visto bueno. Si no podía convencer a McCarty de que él era el hombre indicado para el trabajo, Hyoshi escogería a otro arquitecto y Dreamscape no tendría la menor oportunidad.
No podía permitir que eso sucediera.
Había viajado muchísimo por el mundo para imbuirse de inspiración arquitectónica. Había contemplado las cúpulas doradas de Florencia y las elegantes torres de París. Había contemplado islas exóticas impolutas, la majestuosidad de los Alpes suizos y las áridas rocas talladas del Gran Cañón.
A sus ojos, nada se equiparaba a esas montañas, nada se le acercaba ni en su cabeza ni en su corazón.
Esbozó una sonrisa desdeñosa al reconocer la emotividad de semejante pensamiento. La sonrisa no desapareció de sus labios.
Observó las vistas un buen rato, mientras repasaba mentalmente los problemas con su mujer, con el contrato y con McCarty, pero seguía sin ocurrírsele nada. Su móvil sonó, interrumpiendo sus pensamientos.
Aceptó la llamada sin mirar quién era.
— Diga.
— ¿Edward?
Se mordió la lengua para no soltar una barbaridad.
— Kate, ¿qué quieres?
Ella hizo una pausa antes de contestar:
— Tengo que verte. Necesito discutir algo muy importante contigo y no puedo hacerlo por teléfono.
— Estoy en el río. ¿Por qué no vas mañana a mi despacho?
— ¿Junto al embarcadero?
— Sí, pero. . .
— Voy para allá. Llegaré en diez minutos.
Y colgó.
— Joder, lo que me faltaba. . . —masculló.
Repasó con rapidez sus alternativas y se recordó que tenía derecho a marcharse. Pero después lo asaltó el sentimiento de culpa. Kate podría seguir molesta por el hecho de que hubiera cortado con ella de forma tan abrupta. Tal vez necesitaba gritarle y desahogarse un poco más. Sabía que las mujeres preferían cerrar las etapas y que tenían cierta vena competitiva. Seguramente Kate se estuviera tirando de los pelos porque consideraba que Bella se lo había arrebatado.
De modo que decidió esperar y escuchar su sermón, dispuesto a disculparse y seguir con su vida. Un cuarto de hora después, Kate apareció.
La vio bajarse de su Mercedes biplaza color plata. Se acercó a él con una confianza y una elegancia que deslumbraba a los hombres. Edward admiró de forma desapasionada la camiseta negra que dejaba al descubierto su vientre plano y que mostraba el piercing que llevaba en el ombligo. Unos ajustados vaqueros de cintura baja se ceñían a sus caderas, adornados por un estrecho cinturón de cuero negro. La gravilla crujió bajo sus botas negras de tacón bajo hasta que se detuvo delante de él. En esos rojísimos labios apareció un puchero la mar de ensayado.
— Edward —echaba chispas por los ojos, pero su voz era gélida—, me alegro de verte.
Él la saludó con un gesto de cabeza.
— ¿Qué pasa?
— Necesito un consejo. Me han ofrecido un contrato para Lace Cosmetics.
— Es una gran empresa, Kate. Enhorabuena. ¿Qué problema hay?
Ella se inclinó hacia delante. El carísimo perfume de Chanel flotó en el aire.
— Es un contrato de dos años, pero tendría que mudarme a California. —Sus ojos color esmeralda adoptaron la mezcla justa de inocencia y de deseo—. Mi casa está aquí. Detesto esa mentalidad al estilo de los Vigilantes de la playa. Siempre he sido una neoyorquina de pro, como tú.
En alguna parte del cerebro de Edward comenzó a sonar una alarma.
— Debes tomar la decisión sola. Lo nuestro ha acabado. Estoy casado.
— Lo nuestro era real. Creo que te asustaste y te abalanzaste sobre la primera mujer a la que podías controlar.
Edward meneó la cabeza con cierta tristeza.
— Lo siento, pero no es verdad. Tengo que irme.
— ¡Espera!
En un abrir y cerrar de ojos, Kate se pegó a su pecho, salvando los escasos centímetros que los separaban, y le echó los brazos al cuello mientras se frotaba contra él.
«¡Dios!»
— Echo de menos esto —murmuró ella—. Sabes que somos geniales en la cama. Casado o no, te deseo. Y tú me deseas.
— Kate. . .
— Te lo demostraré.
Lo instó a bajar la cabeza para besarlo en los labios y Edward contó con un segundo para decidir qué narices hacer. ¿La apartaba y seguía el contrato a pies juntillas? ¿O aprovechaba la oportunidad para averiguar hasta qué punto lo controlaba su mujer?
De repente, pensó en Bella. Tensó los hombros e intentó apartarse, pero el demonio burlón de su interior comenzó a susurrarle una advertencia. Su mujer no era real, solo una imagen fugaz que acabaría rompiéndose y que le provocaría un enorme dolor, recordándole que nada duraba para siempre. Kate lo haría olvidar. Kate lo haría recordar. Kate lo obligaría a enfrentarse a la realidad de su matrimonio.
La realidad de que no se trataba de un matrimonio real.
De modo que aprovechó la oportunidad y se apoderó de sus labios, bebiendo de ellos tal como hacía en el pasado. El sabor de Kate le invadió la boca mientras ella le acariciaba la espalda en clara invitación para que la llevara al coche y la tomara allí mismo, y durante un breve lapso de tiempo se libraría de la frustración y el anhelo que sentía por otra persona.
Estuvo a punto de sucumbir a sus deseos, pero en ese momento se dio cuenta de otra cosa.
Actuaba de forma automática cuando antes lo hacía por el deseo. En ese momento solo sentía una leve excitación, que parecía ridícula en comparación con la abrumadora reacción que provocaba una sola de las caricias de Isabella. El sabor de Kate no lo complacía, sus pechos no le llenaban las manos y sus caderas eran demasiado huesudas.
En ese momento comprendió que no era Isabella, que nunca sería Isabella, y que no quería conformarse con eso.
Se apartó de ella.
Kate tardó un poco en aceptar su rechazo. La rabia se apoderó de sus facciones antes de que pudiera tranquilizarse.
Edward intentó disculparse, pero ella lo interrumpió.
— Aquí pasa algo, Edward. No me encajan las piezas.
Kate irguió la espalda con expresión digna y ofendida.
Edward sabía que era un gesto para provocar el efecto más dramático posible. Era otra cosa que la distinguía de Bella.
— Te voy a contar mi teoría: tenías que casarte rápido por algún acuerdo comercial y ella te venía bien. —Kate se echó a reír al ver su expresión sorprendida—. Está jugando contigo, Edward. No podrás librarte de este matrimonio sin un hijo o sin desprenderte de un buen pellizco de tu fortuna, da igual lo que te haya dicho. Tu peor pesadilla se hará realidad. —Puso cara de asco—. Acuérdate de lo que te estoy diciendo cuando ella te salte con un «Vaya, un fallo lo tiene cualquiera». —Se alejó hacia el coche y se detuvo con una mano en la puerta—. Buena suerte. Voy a aceptar el trabajo de California. Pero si me necesitas, llámame.
Se metió en el coche y se marchó.
Edward sintió un escalofrío en la espalda que no anunciaba nada bueno. Pondría la mano en el fuego por Bella, confiaba en ella y sabía que jamás intentaría engañarlo para conseguir más dinero, porque ¿quién se casaba con un multimillonario y solo pedía ciento cincuenta mil dólares? Kate estaba cabreada porque no había podido retenerlo, eso era todo.
Dio un respingo al pensar en su beso. Su primera idea fue olvidar todo el asunto. Pero tenía que ser sincero con su mujer. Le explicaría que Kate y él se habían reunido en un lugar público junto al río, que ella había iniciado el beso y que se iba a mudar a California. Fin de la historia. Mantendría la calma y sería racional. Isabella no tenía motivos para ponerse celosa. Tal vez se molestara un poco, pero un beso se podía pasar por alto sin problemas.
Al menos, ese beso.
Otros eran mucho más difíciles de olvidar.
Con ese pensamiento en mente, echó a andar hacia el coche y volvió a casa.
Bella cerró los ojos y luchó contra una desesperación agotadora.
Estaba sentada en su destartalado Escarabajo amarillo, con las ventanillas subidas y Prince sonando a toda pastilla en la radio. El aparcamiento del banco se vació a medida que los cinco minutos se convertían en una hora y seguían avanzando. Clavó la mirada al otro lado del parabrisas e intentó reprimir el amargo regusto que le dejaba en la boca el fracaso y la decepción que le carcomía el estómago.
Nada de préstamo.
Otra vez.
Sí, Locos por los Libros tenía muy buenas perspectivas y por fin estaba consiguiendo beneficios. Pero al banco no le hacía mucha ilusión invertir más dinero en su negocio cuando acababa de pagar sus deudas y no contaba con un aval ni con ahorros que la respaldaran. Pensó en su episodio preferido de Sexo en Nueva York y se preguntó cuántos pares de zapatos tenía. Pero después se dio cuenta de que ni siquiera tenía tantos.
Por su puesto, su mister Big en realidad era su marido y le concederían el préstamo con un pequeño cambio en la solicitud. Se preguntó si estaría siendo tonta y demasiado orgullosa al no utilizar el contacto, y estuvo a punto de salir del coche.
A puntísimo.
Soltó un suspiro triste. Un trato era un trato, y ella ya había recibido el dinero. Acababa de regresar a la casilla de salida. Estaba atada durante un año a un hombre al que ni siquiera le caía bien. . . pero que de vez en cuando quería acostarse con ella hasta que se le aclaraban las ideas.
Y ella estaba tiesa.
Sí, claro, le había tocado la lotería.
Soltó un taco, arrancó el motor y metió la carta de denegación en la guantera. La idea inicial no había cambiado. No usaría el dinero de Edward para medrar en su vida profesional cuando su relación era temporal. Debía conseguir ese préstamo por sí sola. Si utilizaba a Edward, la cafetería no le pertenecería en realidad. No. Esperaría otro año, acumularía más beneficios y lo volvería a intentar. Tampoco tenía que suicidarse o deprimirse por un pequeño contratiempo.
El sentimiento de culpa le comía las entrañas. Las mentiras ya sumaban una verdadera montaña. Primero les había mentido a sus padres. Y después a Edward. ¿Cómo le iba a explicar que no iba a expandir el negocio cuando ya había firmado el cheque? Y sus padres creían que nadaba en la abundancia. Le preguntarían a Edward cuándo iba a empezar con el proyecto para Locos por los Libros. Al fin y al cabo, ¿por qué no iba a ayudar a su mujer con el negocio?
El complicado castillo de naipes se tambaleaba y amenazaba con desplomarse.
Volvió a casa envuelta en una nube de pesar y aparcó junto al coche de Edward. Ojalá hubiera preparado la cena, pensó. Sin embargo, después se dio cuenta de que solo podría comerse una ensalada, porque se había saltado la dieta en el almuerzo con una deliciosa y grasienta hamburguesa doble y un paquete grande de patatas fritas.
Su mal humor empeoró aún más.
Cuando entró, la casa era un oasis que olía a ajo, a hierbas aromáticas y a tomates. Soltó el bolso en el sofá, se quitó los zapatos y se levantó la falda para quitarse las medias antes de entrar en la cocina.
— ¿Qué haces?
Edward se volvió hacia ella.
— Preparando la cena.
Lo miró con el ceño fruncido.
— Solo quiero una ensalada.
— Ya está lista. Está en el frigorífico, enfriándose. ¿Cómo te ha ido hoy?
Le irritó que usara un tono de voz tan agradable.
— Genial.
— Vaya, vaya, ¿tan bien te ha ido?
Bella pasó de él y se sirvió un enorme vaso de agua. El agua y la lechuga seca combinaban a la perfección.
— ¿Le has dado de comer al pez?
Edward removió la salsa que burbujeaba en la olla y el olor hizo que Bella salivara. No acababa de entender cómo era posible que hubiera aprendido a cocinar como una abuela italiana, pero las circunstancias comenzaban a irritarla de verdad. Por el amor de Dios, ¿qué clase de marido volvía a casa del trabajo y preparaba una cena digna de un chef? ¡No era normal!
Edward añadió los espaguetis a la olla.
— Pues ha sido algo muy curioso, la verdad. Porque imagínate la sorpresa que me he llevado al entrar en el despacho y encontrarme no con un pez en una pecera pequeña, sino con un acuario enorme lleno de peces.
La sangre de Bella hervía por la necesidad de una buena discusión.
— Otto se sentía solo y tú estabas cometiendo crueldad animal. Estaba aislado. Ahora tiene amigos y un lugar donde nadar.
— Sí, con unos túneles muy monos y piedras y algas para jugar al escondite con sus amigos.
— Estás siendo sarcástico.
— Y tú estás muy gruñona.
Bella golpeó la mesa con el vaso. El agua resbaló por el borde. Con un giro beligerante, soltó el vaso y se dirigió al mueble bar para servirse un whisky. El líquido le quemó la garganta y le calmó los nervios. De reojo vio que a Edward le temblaban un poco los hombros, pero al mirarlo con suspicacia no detectó el menor indicio de que estuviera riéndose de ella.
— He tenido un mal día.
— ¿Quieres hablar del tema?
— No. Y tampoco voy a comer espaguetis.
— Vale.
Edward la dejó tranquila mientras se tomaba otro vaso de whisky y comenzaba a relajarse. Se sentó en la acogedora estancia, rodeada por los sonidos de la cocina tradicional. Entre ellos se hizo el silencio. Edward llevaba un delantal sobre los vaqueros desgastados y la camiseta. La elegancia con la que se movía en un ambiente tan doméstico la dejó sin aliento.
Lo observó mientras ponía la mesa y se servía un plato de comida, tras lo cual sacó su ensalada. Después, empezó a comer. Al final, la curiosidad pudo con Bella.
— ¿Cómo va el contrato del río?
Edward enrolló con pericia los espaguetis en el tenedor y se los llevó a la boca.
— Me he tomado una copa con Hyoshi y ha accedido a darme su voto.
Una enorme sensación de placer atravesó la bruma que la envolvía.
— Edward, es genial. Ya solo te queda Emmett.
Lo vio fruncir el ceño.
— Sí. McCarty puede suponer un problema.
— Puedes hablar con él el sábado por la noche.
El ceño de Edward se hizo más pronunciado.
— Preferiría no ir a la fiesta.
— Ah, vale, pues iré sola.
— Ni hablar, yo también voy.
— Nos lo pasaremos bien. Así tendrás otra oportunidad para hablar con él en un ambiente distendido.
Dejó la ensalada que tenía delante y observó con expresión hambrienta el cuenco de los espaguetis. Podría comerse un poco sin que se notara mucho. Al menos tenía que probar la salsa.
— Si McCarty veta el trato, nos quedamos fuera.
— No lo hará.
— ¿Cómo lo sabes?
— Porque eres el mejor.
Se concentró en la pasta. Cuando por fin levantó la mirada, vio una extraña expresión en la cara de Edward. Parecía inquieto.
— ¿Cómo lo puedes saber?
Bella sonrió.
— He visto tu trabajo. Cuando éramos pequeños, te observaba mientras construías cosas en el garaje. Siempre creí que serías carpintero, pero cuando vi el restaurante Monte Vesubio, supe que habías encontrado tu vocación. Ese sitio me emocionó, Edward. Todo entero. La cascada, las flores y el bambú, incluso el parecido que guarda con una antigua casita japonesa en las montañas. Eres un arquitecto brillante.
Edward parecía haberse quedado anonadado por su comentario. ¿No sabía que siempre había admirado su talento, aunque estuvieran continuamente metiéndose el uno con el otro? ¿Incluso después de todos los años que habían pasado separados?
— ¿Por qué te sorprendes tanto?
La pregunta pareció sacarlo de su ensimismamiento.
— No lo sé. Ninguna otra mujer se había interesado por mi profesión. Nadie la comprende de verdad.
— Porque son tontas. ¿Puedo terminarme esta ración o quieres más?
Edward contuvo una sonrisa mientras le acercaba el cuenco.
— Sírvete.
Bella se esforzó por no gemir cuando la suculenta salsa de tomate le tocó la lengua.
— Bella, ¿qué pasa con la ampliación de la librería?
Un espagueti se le quedó atascado en la garganta y casi se ahogó. Él se levantó de un salto y comenzó a darle palmadas en la espalda, pero ella se apartó y bebió un enorme sorbo de agua. El poema de Walter Scott sobre la mentira le pasó por la cabeza, burlándose de ella. Porque, efectivamente, la mentira tenía las patas muy cortas. . .
— ¿Estás bien?
— Sí. Se me ha ido por otro lado. —Cambió de tema—. Tenemos que ir a casa de mis padres el día de Acción de Gracias.
— No, detesto las fiestas familiares. Y no has contestado mi pregunta. Ya tienes el dinero y creía que tenías que comenzar con la cafetería enseguida. Se me han ocurrido unas cuantas ideas que me gustaría comentarte.
El corazón le latía tan deprisa que casi no podía pensar. La cosa iba mal. Fatal.
— Esto. . . Edward, no esperaba que me ayudases con la cafetería. Ya tienes demasiadas cosas entre manos con lo del proyecto del río y con el consejo de administración controlando todos tus pasos. Además, ya he contratado a alguien más o menos.
— ¿A quién?
«Joder.»
Gesticuló para restarle importancia.
— Ahora no me acuerdo del nombre. Un cliente me lo ha recomendado. Él. . . esto. . . está con los planos y empezaremos pronto. Aunque es posible que espere hasta la primavera.
Edward frunció el ceño.
— No tienes por qué esperar. Ese tío me da mala espina. Dame su número para llamarlo y hablar con él.
— No.
— ¿Por qué no?
— Porque no quiero que te metas.
Sus palabras lo golpearon como un gancho de derecha que lo pillara desprevenido. Dio un respingo, pero se recuperó enseguida. La tristeza que le provocaban las mentiras se enconó, pero Bella se recordó que todo era un asunto de negocios, aunque de alguna manera supiera que le había hecho daño.
La cara de Edward mostró desinterés.
— Vale, si lo prefieres así. . .
— Es que me gustaría que nos atuviéramos al trato en nuestra relación. Que te involucres con el proyecto de mi cafetería no es una buena idea. ¿No crees?
— Claro. Lo que tú digas.
El silencio los rodeó, empezando a ser incómodo. Carraspeó.
— De vuelta a lo de Acción de Gracias, tienes que ir. No te queda otra.
— Diles que tengo que trabajar.
— Vas a ir. Es importante para mi familia. Si no vamos, sospecharán que pasa algo malo.
— Detesto el día de Acción de Gracias.
— Ya te he oído, pero me da igual.
— Las reuniones familiares no estaban en el contrato.
— Hay ocasiones en las que no podremos ceñirnos al contrato al pie de la letra.
Al escucharla, Edward levantó la cabeza de repente, como si le estuviera prestando toda su atención.
— Creo que tienes razón. Debemos permitirnos cierta flexibilidad y admitir que tal vez cometamos algunos errores por el camino.
Bella asintió con la cabeza y se llevó los últimos espaguetis a la boca.
— Exacto. ¿Vas a ir?
— Claro.
Ese cambio de opinión tan drástico hizo que sospechara, pero se desentendió del asunto. El plato vacío se burlaba de ella. Joder, ¿qué había hecho?
— Y es curioso que hayas mencionado lo del contrato —continuó él—. Porque ha surgido un problemilla, pero ya está resuelto.
A lo mejor podría hacer algo más de ejercicio en la cinta de correr. Y un poco de pesas. Incluso volver a la clase de yoga.
— No iba a comentártelo, pero quería ser sincero. Seguramente ni te importará.
Llamaría a Rose por la mañana para ir a clase de kickboxing. La clase quemaba un montón de calorías y la defensa personal se le daba muy bien.
— Kate me ha besado.
Levantó la cabeza al instante.
— ¿Qué has dicho?
Edward se encogió de hombros.
— Me llamó y me dijo que quería verme. Dijo que se iba a mudar a California. Fue ella quien me besó, así que supongo que era su idea de despedida. Fin de la historia.
Entrecerró los ojos al escucharlo. Esa aparente despreocupación ocultaba algo más. Además, sabía que la manera de sonsacárselo consistía en fingir que el asunto no era nada del otro mundo.
— ¿Un beso de despedida? Eso no suena muy grave.
Edward se sentó de nuevo, muy aliviado, mientras ella hacía como que comía las hojas de ensalada que le quedaban para eliminar parte de la tensión.
— ¿En la cara o en la boca?
— En la boca. Pero fue visto y no visto.
— Vale. Así que nada de lengua, ¿no?
La silla crujió cuando Edward se removió. Acababa de pillar a ese hijo de puta.
— Pues no. . .
— ¿Seguro?
— Tal vez un poco. Pasó tan deprisa que no me acuerdo.
Incluso de niño se le daba fatal mentir. Siempre acababa metido en líos, mientras que Rose se libraba del castigo porque era muy buena mintiendo. Era como si le creciera la nariz y le gritara la verdad al mundo.
— Vale. Lo importante es que me has contado la verdad. ¿Dónde ha sido?
— En el río.
— ¿Después de la reunión?
— Sí.
— Te llamó al móvil.
— Le dije que no fuera, pero según ella era importante, así que la esperé. Le dije que no quería verla más.
— Y después ella te besó y tú la apartaste.
— Eso es.
— ¿Dónde tenía las manos?
Edward parecía confuso. Parecía estar pensando la respuesta, como si se tratara de una pregunta trampa.
— ¿A qué te refieres?
— Sus manos. ¿Dónde las puso? ¿Te las colocó en el cuello o en la cintura? ¿Dónde?
— En el cuello.
— Y tú ¿dónde pusiste las tuyas?
— ¿Antes o después de apartarla?
«Bingo», pensó.
— Antes.
— En la cintura.
—Vale. Así que parece que tardaste un poco en apartarla, que hubo lengua y que su cuerpo estuvo pegado al tuyo. . . ¿durante cuánto tiempo?
Edward miró con cierta desesperación el vaso vacío de whisky, pero respondió la pregunta.
— No mucho.
— ¿Un minuto? ¿Un segundo?
— Un par de minutos. Después la aparté.
— Sí, eso ya lo has dicho.
Bella se levantó y comenzó a recoger los platos. Edward titubeó como si no supiera muy bien qué hacer, pero al final se quedó sentado. Se hizo un silencio incómodo. Bella terminó de recoger sin pronunciar palabra, dejando que la tensión aumentara. El momento de su rendición fue como un chasquido.
— No tienes motivos para enfadarte —le dijo Edward.
Ella metió los platos en el lavavajillas y después se volvió hacia el frigorífico. Con movimientos precisos, sacó el helado, el jarabe de chocolate, la nata montada y las cerezas.
— ¿Por qué iba a enfadarme? Ese beso no ha significado nada, aunque tú violaras el contrato.
— Acabamos de decir que a veces no se puede seguir el contrato al pie de la letra. ¿Qué haces?
— Preparándome el postre. Bueno, ¿qué hizo Kate cuando la apartaste?
Siguió montando el helado y dejando que él sintiera la presión.
— Se enfadó porque la había rechazado.
— ¿Por qué la apartaste, Edward?
Parecía incomodísimo.
— Porque nos hicimos una promesa. Aunque no nos acostemos, prometimos que no seríamos infieles.
— Muy lógico. Me sorprende que pudieras pensar con tanta claridad después de un beso así. Conmigo lo entiendo. Pero Kate parece inspirarte una respuesta más apasionada.
Edward se quedó boquiabierto. Bella puso la nata montada sobre el helado y esparció unas cuantas cerezas por encima, tras lo cual se alejó un poco para admirar su obra.
— ¿Crees que reacciono de forma más apasionada con Kate?
Ella se encogió de hombros antes de contestar:
— Cuando la conocí, me resultó evidente que saltan chispas cuando estáis juntos. Nosotros no tenemos ese problema. A mí solo me has besado porque estabas cabreado o aburrido.
— ¿Aburrido? —Edward se frotó la cara con las manos antes de enterrar los dedos en el pelo. Se le escapó una carcajada seca—. No me lo puedo creer. No tienes ni idea de lo que he sentido cuando Kate me ha besado.
Bella notó que le clavaban un puñal en el corazón, con tanta precisión como el bisturí de un cirujano. En esa ocasión no le sangró la herida; se limitó a aceptar con resignación que el hombre con el que se había casado siempre desearía a una supermodelo, no a ella. Que siempre sucumbiría a la tentación de dar un último sorbo antes de que se impusiera la dichosa ética. Era legalmente fiel, pero en su cabeza era infiel.
Ella era algo secundario, y Edward nunca la desearía como deseaba a su ex. Al menos, no en el plano físico.
La furia se apoderó de ella, una furia candente y satisfactoria, mientras contemplaba su postre perfecto. Edward Cullen adoraba la lógica y la razón, y había analizado en profundidad su respuesta. Empleaba la sinceridad porque era un hombre justo. Sin embargo, a ella le enfurecía su aparente incapacidad para reconocer que tenía todo el derecho del mundo a cabrearse tras enterarse de que su marido había besado a una ex amante. Edward esperaba que se comportase con tranquilidad, con mesura, y que perdonase su indiscreción para dejarla en el olvido.
«¡Que le den!»
Con un movimiento muy elegante, cogió el pesado cuenco y se lo volcó en la cabeza.
Edward chilló y se levantó de un salto, luciendo una expresión de auténtica incredulidad, mientras el helado de chocolate, el jarabe y la nata montada le resbalaban por la cabeza y las mejillas y se le metían en las orejas.
— ¡Joder!
Su rugido fue un grito de indignación y de confusión, y una demostración de emoción tan sincera que Bella se sintió mejor de inmediato.
Satisfecha, se limpió las manos en el paño de cocina y retrocedió. Incluso consiguió esbozar una sonrisa educada.
— Si fueras el hombre tan inteligente y razonable que pareces ser, deberías haber apartado a Kate de inmediato y haberte ceñido al trato. En cambio, te has dado el lote con ella en público, junto al río; le has metido la lengua en la boca y la has acariciado. Pues esta es mi respuesta inteligente y razonable a tu traición, hijo de puta. Que disfrutes del postre.
Se dio media vuelta y subió la escalera.
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