— Se va a cabrear.
Bella se mordió el labio inferior y se preguntó por qué las palabras de Rose le habían provocado un escalofrío en la espalda. Al fin y al cabo, Edward Cullen no era un macho alfa. Sí, se irritaba un poco con ciertas situaciones, pero siempre reaccionaba de forma racional.
Le echó un vistazo al salón, lleno de perros. Muchos perros. Cachorros, mestizos, perros de raza, sabuesos. Había más en la cocina, saltando sobre las mesas mientras comían y bebían agua. Otros correteaban por todos lados, explorando su nuevo hogar, olisqueando las esquinas y pasando de una estancia a otra. El terrier de pelo áspero estaba mordisqueando un cojín. El caniche negro saltó al sofá, donde se acomodó para echarse una siestecita. Uno de los mestizos miró a su alrededor, listo para levantar la pata junto a un altavoz, pero Rose lo agarró a tiempo y lo sacó al patio antes de que la cosa llegara a mayores.
La preocupación se convirtió en un ataque de pánico absoluto.
Rosalie tenía razón.
Edward podría matarla.
Se volvió hacia su amiga.
— ¿Qué hago?
Rose se encogió de hombros.
— Dile la verdad. Que solo vas a quedártelos un par de noches como mucho, hasta que el refugio encuentre otro sitio donde alojarlos. Si los devuelves, los sacrificarán a todos.
Bella dio un respingo.
— ¿Y si Edward me obliga a deshacerme de ellos?
— Llévalos a tu apartamento.
— Es demasiado pequeño.
Rose levantó las manos cuando se percató de lo que estaba pensando Bella.
— Ni de coña. No pienso llevármelos a mi casa. Tengo una cita y sé que me va a dar más calorcito que un cachorro. Apáñatelas como puedas.
— Pero, Ros. . .
Rose se despidió de ella con la mano.
— Me piro. Madre mía, me encantaría ver el espectáculo cuando llegue mi hermano. Llámame al móvil.
Y cerró la puerta.
Bella examinó la estancia, donde reinaba el caos por culpa de los cachorros, y decidió que había sido un pelín impulsiva. Podría haberles dicho a los responsables del refugio que tenía espacio para alojar a unos cuantos y llevarlos después a su apartamento. Pero no, como estaba enfadada con Edward porque se había mostrado como un monstruo sin corazón con respecto al pez, había decidido darle una lección. Lástima que en ese momento estuviera muerta de miedo.
El sabueso comenzó a mordisquear la pata de la mesa. Isabella se armó de valor y trazó un plan de batalla. Los metería a todos en la sala de la planta baja y, de esa forma, quizá Edward ni se enterara de su presencia. Porque nunca entraba en esa habitación. Les dejaría todos los juguetes y la comida, y los sacaría a pasear por la puerta trasera. Convencida de que la estrategia funcionaría, los obligó a salir al pasillo arrojando una bolsa llena de juguetes para que corrieran a por ellos. Después, fue a buscar los cachorros que se habían quedado dormidos en el sofá. Cogió la comida, los cuencos llenos de agua y unos cuantos periódicos. Una vez que encontró en el patio trasero al único que quedaba suelto, lo llevó a la habitación y lo colocó todo de forma que estuvieran cómodos.
Contempló preocupada el precioso diván y la silla, tapizada con una tela estampada con espirales en colores plata y gris. Joder, ¿por qué Edward era tan rico? Nadie tenía salas de estar tan bonitas como esa, con moqueta, mesas labradas y exquisitas mantas que debían de costar más que el edredón de plumas que ella tenía en casa. Pasó una mano sobre un suave cobertor de lana. Necesitaba mantas viejas, pero estaba segura de que su marido no tenía ni una. Decidió buscar alguna en la planta superior, pero en ese momento lo oyó abrir la puerta.
Aterrada, dejó el cobertor de lana sobre la silla y cerró la puerta al salir. Acto seguido, corrió por el pasillo y se detuvo justo delante de él.
— Hola.
Edward parecía mirarla con expresión recelosa. Algunos mechones rubios le cubrían la frente mientras la observaba con los ojos entrecerrados, como si no se fiara de la cordialidad que le demostraba. Bella se sintió culpable, pero decidió desentenderse del sentimiento.
— Hola —replicó él al tiempo que echaba un vistazo por la casa, un gesto que hizo que Bella contuviera el aliento—. ¿Qué pasa?
— Nada —contestó ella—. Estaba a punto de preparar la cena. A menos que estés cansado y quieras acostarte ahora mismo.
Edward enarcó una ceja al percibir el deje esperanzado de su voz.
— Son las seis.
— Cierto. Bueno, supongo que tienes mucho trabajo que hacer, ¿verdad? Te subiré la comida al estudio si quieres.
A esas alturas Edward parecía ya irritado.
— Ya he trabajado bastante por hoy. Quiero relajarme con una copa de vino y ver el partido.
— ¿Juegan los Mets?
— No lo sé. De todas formas no han pasado de fase y tampoco se clasificaron como los primeros de su liga. Los Yankees todavía tienen una oportunidad.
Bella se removió, bastante molesta.
— Van demasiado alejados de los puestos de cabeza. No lo lograrán. Los Yankees no llegarán este año a la final.
Edward soltó un suspiro impaciente.
— ¿Por qué no ves a los Mets arriba?
— Quiero la tele grande.
— Y yo.
Bella se mostró muy gruñona. Se aferró a la emoción, agradecida por el hecho de que el miedo hubiera desaparecido. Le dio la espalda a Edward y se marchó hacia la cocina.
— Vale, pues reclamo el favor que me debes.
Edward colgó su abrigo negro de lana en el armario, pero se detuvo en el vano de la puerta. La observó sacar los ingredientes para la ensalada que después no iba a comerse y cortar la verdura que pensaba preparar en el wok. Después, se acercó al frigorífico, sacó una botella de vino y le sirvió una copa a Bella.
— ¿Qué has dicho?
— Que reclamo el favor que me debes. Quiero ver a los Mets en la tele grande del salón. Quiero que tú te quedes arriba y veas allí el partido de los Yankees. Y no quiero escuchar ni un solo ruido. Ni un grito, ni un silbido, ni un «¡Vamos, Yankees!». ¿Queda claro?
Cuando miró hacia atrás, Bella vio que Edward la observaba boquiabierto, como si le hubieran salido cuernos. Intentó no reparar en lo monísimo que estaba con la boca abierta y con esos increíbles hombros que tensaban la camisa gris. ¿Por qué narices tenía que ser tan atractivo? Tanto las mangas de la camisa como el cuello seguían impecables a pesar de que la había llevado puesta durante todo el día. Los pantalones de color gris oscuro aún mantenían la raya, como si estuvieran recién planchados. Se había desabrochado los botones de los puños y se había remangado, como acostumbraba a hacer. Bella se fijó en el vello rubio que le cubría los brazos y esos dedos tan fuertes que aferraban la copa con fuerza. Se estremeció al pensar en que dichos dedos podían tocar muchas otras cosas. Intentó no comérselo con los ojos como si fuera una adolescente y siguió cortando las verduras.
— Estás loca. —Al parecer, Edward necesitó recuperarse de la sorpresa porque tardó un rato en hablar —. Se supone que este tipo de favores se reserva para cosas muy importantes.
— Yo decido cuándo solicito el favor.
Edward se acercó. Su calor corporal amenazaba con hacer trizas su cordura. Ansiaba apoyarse en su pecho y dejar que sus brazos le rodearan la cintura. Ansiaba sentir el apoyo de esos fuertes músculos y fingir que eran un matrimonio de verdad. Se darían el lote en la cocina y acabarían haciendo el amor en la recia mesa de roble, entre el vino y la pasta. Después compartirían la cena, hablarían tranquilamente y verían juntos el partido de los Mets. Se obligó a tragar saliva y a olvidar la fantasía.
— ¿Vas a solicitar el favor para ver un dichoso partido de béisbol?
— Ajá.
Bella echó el ajo y los pimientos en el wok y Edward se acercó un poco más, hasta tal punto que ella notó el roce de la hebilla del cinturón en la espalda. Pese a estar cubierta por la gruesa tela de los vaqueros, la idea de que pudiera tocarla de forma más íntima hizo que le temblaran las manos. Su cálido aliento le acarició la nuca al tiempo que apoyaba las manos en la encimera y la aprisionaba entre sus brazos.
— Los favores son algo valioso. ¿Quieres malgastar este en un ridículo partido que no tiene la menor relevancia?
— Para mí todos los partidos de los Mets son relevantes. Al contrario de lo que os pasa a vosotros, que no os los tomáis en serio porque os lo tenéis muy creído. Ganar es fácil para vosotros. Así que dais la victoria por sentada.
Edward le gruñó al oído:
— Yo no siempre gano.
Bella se aferró al tema del béisbol.
— Mantuvisteis la arrogancia incluso después de perder la final con los Sox. Ni siquiera les demostráis respeto a los demás equipos.
— No sabía que los pobres Yankees eran capaces de formar tanto alboroto.
— Son los seguidores, más que el equipo en sí. Nosotros, los seguidores de los Mets, sabemos lo que es perder. Y cada partido que ganamos es una pequeña victoria que sabemos apreciar y que celebramos en su justa medida. También somos más fieles.
— Ajá. ¿Te refieres a los seguidores o al equipo?
— ¿Ves? Te lo estás tomando a broma. Si perdierais más a menudo, seríais un poquito más humildes. La victoria sería aún más dulce.
Edward le colocó las manos en las caderas y se pegó a ella, de modo que sintió el roce de su erección.
— Tal vez tengas razón —lo oyó murmurar.
Soltó el cuchillo, que rebotó sobre la tabla de cortar. Acto seguido, Bella se dio media vuelta, aunque acabó estrellándose contra su pecho. Edward la agarró por los hombros y le levantó la barbilla. La tensión entre ellos crepitó. Bella separó los labios, una invitación inconsciente motivada por su réplica.
— ¿Qué? —le preguntó.
Un brillo salvaje iluminó los ojos azules de Edward.
— A lo mejor empiezo a apreciar las cosas que no puedo tener. —Le pasó un dedo por una mejilla y después trazó el borde de su labio inferior. Acto seguido, presionó el pulgar sobre el voluptuoso centro —. A lo mejor estoy aprendiendo lo que significa anhelar algo.
Bella tenía la boca seca. Se pasó la lengua por los labios para humedecérselos, y la tensión sexual aumentó. Se encontraban al borde de realizar un descubrimiento trascendental que cambiaría la índole de su relación, y ella tenía que luchar contra su instinto, que le decía que diera un salto al vacío, fueran cuales fuesen las consecuencias.
De modo que se obligó a continuar con la extraña conversación.
— Entonces ¿estás de acuerdo conmigo? ¿Entiendes que los Mets son mejores?
Edward esbozó una sonrisa burlona, enseñándole sus blanquísimos dientes.
— No. Los Yankees son mejores. Si ganan, es por algo. —Y susurró contra sus labios—: Porque lo desean con más ganas. Isabella, si se desea algo con desesperación, al final acabas consiguiéndolo.
Bella le dio un empujón en el pecho y se dio media vuelta, deseando poder clavar el cuchillo en otra cosa que no fuera la verdura. La típica arrogancia de un seguidor de los Yankees.
— Te avisaré cuando la cena esté preparada. Hasta entonces, espero que te quedes arriba.
La carcajada de Edward resonó por la cocina. Nada más alejarse, Bella sintió que el frío la envolvía. Contuvo el aliento mientras lo oía subir la escalinata, pero de momento los perros seguían en silencio.
Corrió hacia el salón, puso el partido en el televisor, subió el volumen y volvió a la sala de estar para echarles un vistazo a los animales.
El cobertor de lana estaba hecho trizas.
Se lo quitó al labrador negro que aún lo estaba mordisqueando y lo escondió en el cajón inferior de la cómoda. Como las hojas de periódico ya estaban sucias, las cambió por otras limpias, tras lo cual dejó unas cuantas sobre el sofá y la silla, a modo de precaución extra. Llenó los cuencos de agua y supuso que tendría que sacarlos de nuevo dentro de una hora más o menos, antes de acostarse.
Cerró la puerta, corrió hacia la cocina y terminó la cena mientras animaba a gritos a su equipo.
Edward bajó a cenar, pero no tardó en regresar a la planta de arriba. Agotada por el engaño que estaba llevando a cabo, Bella se juró que a partir de ese momento sería sincera con los encargados del refugio de animales.
Logró sacar a los perros en grupos pequeños durante las primeras horas de la noche.
Cuando el partido terminó y los Mets ganaron a los Marlins por cuatro a tres, se puso a bailar para celebrar la victoria, limpió la cocina, les echó un vistazo a los perros y subió la escalera para acostarse. Le dolía todo el cuerpo y todo le daba vueltas, pero había ganado.
Tenía que levantarse a las cinco de la mañana para darles de comer a los animales, sacarlos a pasear y limpiarlo todo antes de que Edward se fuera al trabajo.
La idea era espantosa, pero se duchó en un tiempo récord y se metió en la cama. Ni siquiera se molestó en ponerse un camisón. Se metió desnuda bajo el edredón y se quedó dormida.
Había alguien en la casa.
Edward se sentó en la cama y aguzó el oído. Alguien estaba arañando una puerta. Como si quisiera abrir, pero no fuera capaz de insertar la llave en el ojo de la cerradura.
Salió de la cama y caminó descalzo hasta la puerta del dormitorio; la abrió una rendija. El pasillo estaba en silencio. Hasta que lo escuchó de nuevo.
Un murmullo. Casi como un gruñido.
Sintió un escalofrío en la espalda mientras sopesaba sus opciones. ¿Quién narices había entrado en su casa? La alarma no había saltado, lo que significaba que el ladrón la había desconectado. No tenía una pistola a mano, ni una botella, ni un palo. ¿Qué otras armas se usaban en el Cluedo? Un revólver, un candelabro, un cuchillo, una cuerda o una tubería de plomo.
Sería mejor llamar a la policía.
Enfiló el pasillo caminando de puntillas y pasó junto a la puerta de Bella. Se detuvo y decidió que despertarla sería un error, ya que podría sufrir un ataque de pánico y convertirse en un objetivo para el intruso, algo con lo que prefería no lidiar. Su prioridad era mantenerla a salvo. Agarró un bate de béisbol del armario del pasillo, cogió el teléfono inalámbrico y marcó el número de la policía para denunciar un allanamiento de morada.
Después comenzó a bajar la escalera con la intención de darle una buena paliza a ese hijo de puta.
Se detuvo al bajar el último peldaño y se ocultó entre las sombras. Lo único que se escuchaba era el zumbido del frigorífico. Permaneció inmóvil un rato, recorriendo con la mirada las estancias vacías. La puerta principal estaba bien cerrada, con la cadena y la alarma conectada. Qué raro. Si alguien la hubiera desconectado, la luz roja estaría apagada. Tal vez habían entrado por la puerta trasera, pero no había escuchado que rompieran los cristales. A menos que. . .
La puerta de la sala de estar se sacudió. Edward se acercó a ella, manteniéndose pegado a la pared y con el bate en alto mientras contaba los segundos y deseaba que apareciera la policía. Aunque no fuera Clint Eastwood, se daría por satisfecho si podía atizarle un buen golpe. Escuchó una respiración fuerte. Como si fueran jadeos. Un arañazo.
¿Qué narices era eso?
Se detuvo y aferró el pomo de la puerta. El subidón de adrenalina le había disparado el pulso. A fin de no perder el control, luchó contra el miedo. Levantó el bate, giró el pomo y abrió la puerta, estampándola contra la pared.
— ¡Aaah!
A su lado pasó un grupo de perros. Dos, cuatro, seis, ocho. Un grupo de bichos peludos le rodeó las piernas. Perros con manchas, cachorros, adultos. . . todos ladrando y meneando los rabos, y con las lenguas fuera. Aunque seguía con el bate de béisbol en alto, los perros no se sentían amenazados. Al contrario, al ver a un humano en plena noche, todos parecían contentísimos y con muchas ganas de jugar.
Durante unos segundos se convenció de que era un sueño y de que se despertaría en su cama.
Después se convenció de que la escena era real.
Y supo que cometería un crimen.
Relacionado con su esposa.
La sala estaba destrozada. Había jirones de papel por todas partes. En la mullida moqueta se apreciaban manchas que no parecían de agua. Uno de los cojines del sofá tenía el relleno fuera. La única planta de la estancia estaba ladeada y uno de los cachorros estaba escarbando en la tierra. La enciclopedia Anales de arquitectura estaba toda mordisqueada.
Edward cerró los ojos y contó hasta tres.
Después los abrió de nuevo.
Acto seguido, llamó a su mujer a grito pelado.
Bella apareció al instante, obviamente aterrada. Al ver el problema que se le había presentado, intentó retroceder, pero, como iba corriendo, se resbaló y acabó dándose de bruces contra Edward. El impacto hizo que expulsara el aire de los pulmones con fuerza y que se aferrara a sus hombros para guardar el equilibrio mientras lo miraba a los ojos.
Edward supo que ella era consciente del peligro que corría. Esos ojazos azules estaban totalmente abiertos por el miedo, al tiempo que retrocedía y extendía los brazos al frente como si quisiera repeler un ataque. Edward apenas fue consciente del gesto. Estaba demasiado concentrado intentando ver algo a través de la neblina roja que lo cubría todo.
Una pata peluda lo golpeó en la entrepierna. Tras apartarla, preguntó con voz furiosa:
— ¿Qué narices está pasando?
Bella dio un respingo.
— Edward, lo siento. No sabía qué hacer porque me llamaron del refugio diciéndome que estaban a tope y me pidieron que me quedara con algunos esta noche, así que no pude decirles que no. Edward, no podía negarme porque los habrían dormido. Verás, es que a los refugios de animales les cuesta la vida misma conseguir dinero ahora mismo. Pero sé que odias a los animales, así que se me ocurrió que podrían pasar la noche aquí, tranquilitos, y llevarlos a otro sitio por la mañana.
— ¿Pensaste que podías ocultarme una habitación llena de perros?
Edward intentaba controlar la ira con todas sus fuerzas. Sin embargo, se percató de que subía la voz poco a poco y entonces comprendió por qué los trogloditas arrastraban a las mujeres del pelo.
Era consciente de que Bella lo observaba para intentar adivinar cuál sería su reacción. Se estaba mordiendo el labio inferior mientras daba saltitos apoyando el peso del cuerpo primero en un pie y luego en otro, como si estuviera devanándose los sesos en busca de una explicación que no acabara enfureciéndolo todavía más.
De repente, uno de los perros le dejó un hueso en el pie. Al mirar hacia abajo vio al animal, que lo observaba con la lengua fuera y meneando el rabo.
— Quiere que se lo tires —señaló Bella.
Edward la miró echando chispas por los ojos.
— Sé muy bien lo que quiere el dichoso perro. No soy imbécil. Al contrario de lo que tú crees, claro está. Has solicitado tu favor para encerrarme arriba de modo que no me enterara de lo que estaba pasando. —Se percató de que la expresión de Bella se tornaba culpable—. Isabella, se te da genial eso de mentir. No sabía hasta qué punto.
Bella abandonó la actitud temerosa y se enderezó, descalza como estaba.
— ¡Tenía que mentirte! ¡Estoy viviendo con un hombre que odia a los animales y que prefiere ver a esos cachorritos inocentes en la cámara de gas antes que permitir que le desordenen la casa!
Edward apretó los dientes y soltó un taco.
— No intentes echarme la culpa a mí, guapa. Ni siquiera lo hablaste conmigo, te has limitado a meter a un montón de perros en la sala de estar. ¿Has visto lo que han hecho? ¿Dónde está el cobertor naranja de lana?
Bella echó la cabeza hacia atrás y gritó, frustrada.
— ¡Debería haber imaginado que te preocuparían más tus ridículas posesiones materiales! Eres como ese tío de Chitty Chitty Bang Bang que encerraba a los niños para que la ciudad estuviera limpia y tranquila, ¿lo recuerdas? No quiera Dios que las cosas no estén tan ordenadas como tú quieres que estén. Cada cosa debe estar en su sitio. Hay que asegurarse de que el cobertor de lana no se estropee.
Edward sabía que su genio estaba a punto de estallar.
Y estalló.
Apretó los puños y soltó un grito que debió de gustarles a los perros, ya que se pusieron a aullar al mismo tiempo mientras saltaban en torno a sus pies, formando un torbellino de patas, lenguas y rabos.
— ¡Chitty Chitty Bang Bang! ¡Estás loca! Deberían encerrarte en un manicomio. Me has mentido, me has destrozado la casa y encima me comparas con el malo de una película infantil, porque no eres capaz de ser una persona normal ni de comportarte como una adulta responsable y pedirme disculpas.
Bella se puso de puntillas y replicó, muy cerca de su cara:
— Lo he intentado, pero insistes en actuar de forma irracional.
Edward la agarró por los brazos. Sintió el roce de algo sedoso mientras la zarandeaba con suavidad.
— ¿Irracional? ¡Irracional! ¡Es de madrugada, acabo de encontrarme con una habitación llena de perros y tú te pones a hablar de una película absurda!
— No es absurda. ¿Por qué no puedes ser como Ralph Kramden en la serie The Honeymooners? Vale que era un poco irritante, pero salvó a todos los perros de un refugio cuando descubrió que iban a matarlos. ¿Por qué no puedes ser un poco más compasivo?
— ¿Ahora me vienes con The Honeymooners? Hasta aquí hemos llegado, no aguanto más. ¡Vas a coger a todos estos perros y a llevarlos de vuelta al refugio porque, como no lo hagas, Isabella, te prometo que los llevo yo!
— No lo haré.
— Lo harás.
— Oblígame.
— ¿Que te obligue? ¡Que te obligue!
Apretó con los dedos la sedosa tela mientras se esforzaba por mantener el poco autocontrol que le quedaba. Cuando por fin se tranquilizó un poco, parpadeó y miró hacia abajo.
Y en ese momento se percató de que su mujer estaba desnuda. La bata de color verde lima que llevaba se le había deslizado por los hombros y se le había abierto por la parte delantera. El cinturón estaba en el suelo. Aunque esperaba atisbar un trocito de encaje de algún picardías sensual, se encontró con mucho más.
¡Por Dios, era perfecta!
Ni un centímetro de tela estropeaba la perfección de su cálida piel. Tenía unos pechos generosos, ideales para las manos de un hombre, con unos pezones del color de las fresas maduras que le suplicaban que los lamiera. Sus caderas tenían la forma del tradicional reloj de arena que tantos artistas habían plasmado en sus obras, en vez de ser huesudas como dictaba la moda actual. Sus piernas eran kilométricas. Unas diminutas bragas rojas le impidieron ver la única parte de ese cuerpo que estaba cubierta.
Se quedó sin palabras. Dejó de respirar y de repente expulsó el aire como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Bella estaba a punto de decirle algo, pero guardó silencio al percatarse del cambio en su expresión. Edward supo cuál fue el momento exacto en el que ella comprendió que se le había abierto la bata. El momento exacto en el que ella comprendió que estaba prácticamente desnuda delante de él. La vio abrir la boca por el espanto mientras trataba de cerrarse la bata, una vez recuperada la cordura.
Edward usó las décimas de segundo de las que dispuso para tomar una decisión.
Cuando vio que Bella intentaba aferrar la bata para colocársela, se lo impidió. Inclinó la cabeza y se apoderó de sus labios. La sorpresa la inmovilizó, y Edward decidió aprovecharlo a su favor. Con un certero movimiento introdujo la lengua entre esos carnosos labios y se dispuso a explorar su ardiente, suave y femenino interior. Ebrio por su sabor, le acarició la lengua con una urgencia febril, suplicándole de esa forma que le devolviera el beso.
Y Bella lo hizo.
De buena gana.
Como si se tratara de una puerta que alguien echara abajo de una patada, ambos perdieron el control, y Edward tuvo la impresión de que incluso escuchaba el golpe. Bella separó los labios y le devolvió el beso con voracidad, al tiempo que emitía un gemido gutural. Edward la apoyó contra la pared y la retó a devolverle cada roce de su lengua mientras ella lo abrazaba y arqueaba la espalda. La posición hizo que sus pechos se elevaran, como si se los ofreciera. Edward creyó que todo le daba vueltas, embriagado por su sabor. Le rodeó los pechos con las manos, tras lo cual comenzó a frotar esos endurecidos pezones con el pulgar. El deseo de saborearla, de explorarla por completo, lo enloqueció. Los perros seguían correteando alrededor de sus piernas, si bien sus ladridos eran un lejano sonido de fondo debido al rugido de la sangre en sus oídos.
Edward se apartó de sus labios para mordisquearle el cuello. La caricia hizo que Bella se estremeciera, momento que él aprovechó para inclinar la cabeza y soltar un murmullo satisfecho, tras lo cual se dispuso a darse un festín con sus pechos. Le lamió con suavidad un pezón y lo mordisqueó, logrando que ella se retorciera, atrapada contra la pared, y le pidiera más. Animado por su reacción, separó los labios, se metió el pezón rosado en la boca y lo succionó con fuerza al tiempo que deslizaba las manos por la espalda y la cogía por el trasero. La tenía tan dura que le palpitaba, suplicándole que la poseyera en ese mismo momento.
— Edward. . .
— No me digas que pare —la interrumpió él, alzando la vista.
La miró de arriba abajo. Tenía los pechos húmedos por sus besos y los pezones enhiestos. Se estremecía por entero. Había separado los labios, que estaban hinchados por sus besos, y jadeaba como si le costara trabajo respirar. El azul de sus ojos estaba oscurecido por el deseo y lo miraba de forma penetrante. Pasó un segundo mientras Edward aguardaba. Apenas un instante. O un siglo.
— No pares —dijo ella, que le agarró la cabeza y tiró de él para besarlo.
Edward capturó sus labios con ferocidad, como si estuviera preso y ella fuera su último sorbo de libertad. Se dejó arrastrar por la dulzura de su cuerpo hasta que. . .
— ¡Policía!
El aullido de las sirenas se coló poco a poco en el mundo sensual que habían creado. Alguien llamaba con insistencia a la puerta. . . al tiempo que unos haces de luz intermitentes iluminaban la casa a través de las ventanas. Los perros comenzaron a ladrar con más fuerza.
Edward se apartó a trompicones de Bella, como si despertara de un largo estupor. Ella parpadeó y después, con gestos casi mecánicos, cogió la bata. Edward se volvió y caminó hacia la puerta. Una vez allí, desconectó la alarma y se demoró un instante con la mano en el pomo de la puerta.
— ¿Estás bien? —le preguntó a Bella.
Ella no paraba de temblar, pero logró contestar:
— Sí.
Al otro lado de la puerta, se encontró con un policía de uniforme. Los ojos vidriosos de Edward y su evidente erección debieron de resultarle sospechosos al agente, que inspeccionó el interior del vestíbulo con la mirada hasta posarse sobre una mujer vestida con una bata y rodeada por un grupo de perros. La escena hizo que enfundara su arma.
— Señor, ha informado usted de un allanamiento.
Edward se preguntó si ese momento se convertiría en el más bochornoso de su vida hasta la fecha. Mientras se pasaba una mano por el pelo alborotado, se esforzó por recuperar el uso de la razón y de la lógica.
— Cierto. Lo siento, agente, es que ha habido un error. Por favor, pase.
Sabía que si no lo dejaba entrar, el agente sospecharía. El policía comprobó con un rápido vistazo que la mujer parecía normal y que los perros no trataban de protegerla de un loco, tras lo cual ladeó la cabeza y la saludó:
— Señora. . .
Ella tragó saliva.
— Agente, lo siento mucho. —Acto seguido, intentó explicar lo sucedido, como si supiera que Edward tenía la mente abotargada—. Mi marido pensó que alguien había entrado en la casa, pero ha sido culpa mía. Resulta que esta tarde escondí a todos estos perros en la sala de estar con la esperanza de que él no los descubriera, y al escuchar el ruido que han debido de hacer ha pensado que había un intruso.
Edward cerró los ojos. Definitivamente el momento era muy bochornoso. Trató de interrumpirla y dijo:
— Bella, ¿y si nos. . .?
— No, Edward, déjame terminar. Verá, agente, a mi marido no le gustan los animales y yo colaboro de vez en cuando con el refugio de animales, dando alojamiento temporal a perros abandonados, pero esta vez no quería que él lo descubriera, así que intenté hacerlo a sus espaldas y meterlos en un lugar donde él no los viera.
El policía asintió con la cabeza educadamente.
— ¿No se percató usted de que tenía una habitación llena de perros, señor?
Edward apretó los dientes, frustrado.
— Ella me obligó a quedarme en la planta de arriba.
— Entiendo.
— Pero, de todas formas, mi marido escuchó algo y llamó a la policía. Cuando intenté ver qué pasaba, él ya había descubierto a los perros y se enfadó y empezó a gritar y, cuando bajé, tuvimos una discusión y luego ha llegado usted.
El policía vio el bate de béisbol en el suelo.
— Señor, ¿ha intentado detener a un intruso con un simple bate de béisbol?
Edward se preguntó por qué de repente se sentía como si fuera el acusado. Se encogió de hombros.
— Aunque llamé a la policía, se me ocurrió que podía intentar detener al intruso.
— ¿No tiene una pistola?
— No.
— Le recomiendo que llame a la policía la próxima vez que crea que alguien ha entrado en su casa y que, después, se encierre con su mujer en una habitación y espere a que lleguemos.
Aunque le salía humo por las orejas, Edward se las arregló para asentir con la cabeza.
— Por supuesto.
El policía anotó algo en su cuadernillo.
— Señora, ¿estarán usted y los perros bien durante el resto de la noche?
— Sí, por supuesto.
— En ese caso, me voy. Antes les haré unas preguntas para el informe. —Tras anotar la información esencial, se detuvo para darle unas palmaditas al labrador negro en la cabeza. Esbozó una sonrisa—. Son muy monos. Está haciendo usted una labor extraordinaria, señora Cullen. No me gustaría que sacrificaran a estos animales.
Bella sonrió de oreja a oreja, vestida tan solo con su bata verde lima y con todo el pelo alborotado.
— Gracias.
— Buenas noches.
El agente se marchó tras despedirse con un gesto de cabeza.
Edward cerró la puerta y se volvió para enfrentarse a su mujer.
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