Hola chicas!! Cómo están? Aquí les traigo el capítulo de hoy. ^_^
Espero les guste. Nos vemos hasta mañana. Besos y Cuídense. ^^;
Bella decidió que había llegado la hora de buscar a su marido.
Salvo por el momento de la cena, no habían estado juntos en toda la noche. Mientras tarareaba por lo bajo la letra de «I Get a Kick Out of You» echó un vistazo por el salón, si bien no pudo localizarlo entre la multitud. Decidió salir al recargado pasillo. Tal vez hubiera ido al baño.
Sus tacones resonaban sobre el pulido suelo de mármol. La música se fue perdiendo en la distancia mientras contemplaba encantada los cuadros que adornaban las paredes, musitando de vez en cuando si veía alguno conocido. Sus pasos la llevaron hasta un recodo del pasillo a través del cual se accedía a una estancia similar a una galería, con estanterías llenas de libros antiguos con cubiertas de piel cuidadosamente dispuestos. Contuvo el aliento al sentir el enorme deseo de acariciar los lomos de los volúmenes y de escuchar el crujido del papel antiguo al pasar las páginas, cargadas de historia.
— Ah, de modo que si quiero que se fije en mí esta noche debería convertirme en un libro, ¿no?
Bella se volvió al instante. Había un hombre en el vano de la puerta que la contemplaba con un brillo guasón en los ojos que parecía genuino. Llevaba el pelo corto peinado de tal manera que le daba el aspecto de un seductor acostumbrado a encandilar a las mujeres desde hacía siglos. Tenía los labios carnosos y una nariz prominente que destacaba en el conjunto de sus fuertes rasgos, típicamente italianos. Llevaba pantalones negros, camisa negra de seda y unos carísimos zapatos de piel; su porte era elegante y seductor. Bella supo de inmediato que se trataba de un hombre simpático, agradable y letal para las mujeres. La idea le arrancó una sonrisa. Sentía debilidad por los donjuanes italianos. Se le antojaban unos pavos reales que en el fondo deseaban que la mujer adecuada los mantuviera a raya.
— Sí que me he fijado en usted —replicó al tiempo que se volvía de nuevo y seguía contemplado los libros—. Sabía que acabaría hablando conmigo al final de la velada.
— ¿Y deseaba que llegara ese momento, signorina?
— Tanto que apenas puedo respirar. Bueno, ¿qué hacemos, usamos uno de los dormitorios de este lugar o vamos a su casa?
Un asombrado silencio siguió a las palabras de Bella, que miró por encima del hombro y vio que el hombre lucía una expresión a caballo entre la decepción y el deseo. Suponía que le habría gustado cortejarla, pero al mismo tiempo no le apetecía rechazar su invitación. Bella soltó una alegre carcajada al presenciar la lucha interna que estaba librando el caballero y su repentina falta de confianza.
De repente, esos ojos negros la miraron con un brillo cómplice.
— Está bromeando, ¿verdad?
Bella se dio media vuelta sin dejar de reír.
— Supongo que sí.
Él meneó la cabeza con jovialidad.
— Es una mujer malvada por tentar a un hombre de esa manera.
— Y usted es un nombre malvado por pensar que una mujer sería capaz de hacer algo así.
— Tal vez tenga razón. Una mujer como usted debería tener un marido que la vigilara a todas horas. Cualquiera se sentiría tentado de robar semejante tesoro.
— Ah, pero si fuera un verdadero tesoro, no me dejaría robar fácilmente. Mucho menos por el primero que se me acercara.
Él desconocido fingió ofenderse.
— Signorina, jamás la insultaría pensando que la búsqueda del tesoro sería breve. Estoy seguro de que usted requeriría un intenso trabajo.
— Signora —lo corrigió—. Estoy casada.
La expresión del hombre se tornó triste y apenada.
— Una lástima.
— Me parece que usted ya lo sabía.
— Es posible. Pero permítame presentarme. Soy el conde Emmett McCarty.
— Isabella Swa. . . quiero decir, Isabella Cullen.
El conde se percató de su titubeo y pareció tomar nota.
— Recién casada, ¿verdad?
— Sí.
— Sin embargo, deambula usted sola por un pasillo y nadie la ha visto en compañía de su esposo en toda la noche. —Meneó la cabeza—. Las costumbres americanas son atroces.
— Mi marido ha asistido a la fiesta por cuestiones de negocios.
— Edward Cullen, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza.
— Supongo que lo conoce. Va a presentar un proyecto para la rehabilitación de la zona del río.
Emmett mantuvo una expresión neutra. Era obvio que detrás de la fachada de hombre carismático se ocultaba un agresivo hombre de negocios, y Bella estaba segura de que ya conocía su identidad antes de acercarse a ella. Edward subestimaba al conde si pensaba que podía engatusarlo con una simple conversación. Saltaba a la vista que el hombre que tenía delante mantenía el placer separado del trabajo.
— Todavía no he tenido el gusto de conocerlo.
Se inclinó hacia ella muy sutilmente. Los efluvios almizcleños de su colonia se alzaron entre ellos. La miró a los ojos y sus miradas se entrelazaron un instante.
Bella esperó sentir el asalto del deseo sexual, esperó que saltaran chispas, esperó que el deseo recorriera su cuerpo y le confirmara que Edward Cullen no era la causa de sus problemas.
Nada. Ni siquiera un hormigueo.
Suspiró para sus adentros y se resignó a luchar contra la atracción que sentía por Edward y a admitir que tal vez aún estuviera colada por él como cuando era pequeña. Si Emmett McCarty no le provocaba ni una pizca de deseo sexual, lo llevaba muy crudo.
A continuación, suspiró de verdad y dijo:
— Creo que adorará a mi marido tanto como yo lo adoro.
El conde captó la indirecta y la aceptó con elegancia.
— Ya veremos. En cuanto a nosotros, ¿podemos ser amigos?
Bella sonrió.
— Sí. Amigos.
— La acompañaré hasta el comedor para tomarnos una copa y me contará todo lo que haya que saber de usted.
Bella aceptó el brazo que le ofrecía y salieron juntos de la biblioteca.
— Emmett, creo que conozco a la mujer perfecta para usted. Es una gran amiga mía. Y tal vez sea la horma de su zapato.
— Signora, se subestima —replicó él al tiempo que le guiñaba un ojo con gesto pícaro—. Todavía sufro por su pérdida.
Bella soltó una carcajada justo cuando entraban en el comedor y alzó la mirada, sorprendida de que su marido se plantara frente a ellos. Edward se detuvo delante de ella, intimidándola con su altura. Bella abrió la boca para hablar, pero antes de poder hacerlo, Edward la estrechó entre sus brazos.
La sorpresa le impidió hablar durante unos segundos.
— Hola, cariño. Estaba hablando con el signore McCarty. Creo que todavía no os conocéis, ¿verdad?
Los hombres se observaron mutuamente como harían dos gallos de pelea. Edward fue el primero en rendirse, seguramente porque era lo que le convenía a sus intereses empresariales y no por falta de testosterona; le tendió la mano al conde.
— Emmett, ¿cómo está? Veo que ya conoce a mi esposa.
Mientras se estrechaban las manos, Bella observó, perpleja, la expresión de su marido. ¿No le había dicho Edward que engatusara a Emmett McCarty con su burbujeante conversación o se estaba volviendo loca? ¿No le había insinuado que quería información de primera mano a ser posible? Sin embargo, en ese momento parecía estar irritado, como si ella lo hubiera traicionado.
Edward olía a jabón y a limón. Le colocó la mano en la cintura y sintió que le rozaba la curva del vientre con la yema de los dedos. Imaginó que dichos dedos descendían unos centímetros. . . ¿qué se sentiría al tener esos dedos en su interior, llevándola a los lugares que deseaba descubrir pero que tanto miedo le daban? Se concentró de nuevo en la conversación que mantenían.
— Felicidades, Edward. Isabella me ha dicho que están recién casados. Debe de ser difícil obligarse a asistir a un evento social por cuestiones de negocios, ¿verdad?
— Desde luego.
Edward inclinó la cabeza.
Bella contuvo el aliento cuando sintió el roce de sus labios y de su nariz en la oreja. Se le endurecieron los pezones y experimentó un hormigueo. Rezó para que la copa preformada del sujetador ocultara la evidencia de la traición de su cuerpo.
Emmett apenas fue capaz de disimular que el gesto le resultó gracioso.
— Al parecer, Garret cree que es usted el hombre perfecto para el trabajo. Tal vez deberíamos concertar una reunión para que expusiera sus ideas.
— Gracias. Llamaré a su secretaria para concretar la fecha y la hora.
Bella se percató del tono eficiente de la voz de Edward y supo que Emmett también había reparado en él. Edward no se prestaba a ciertos jueguecitos típicos, por ejemplo el de fingir ser demasiado importante como para hacer una llamada en persona a fin de concertar una reunión.
— Muy bien. —El conde tomó una de las manos de Bella y la besó en la palma—. Isabella, ha sido un placer conocerla. —Pronunció su nombre con un sedoso acento italiano—. Dentro de dos semanas celebro una cena a la que acudirán unos cuantos amigos íntimos. ¿Le apetece venir?
Consciente de que Emmett la había invitado a ella sola, se volvió hacia Edward y le preguntó:
— Cariño, ¿tenemos algún compromiso?
En esa ocasión, el gesto de Edward no fue sutil en absoluto. Se situó tras ella y la abrazó por la cintura, estrechándola contra su cuerpo. Su trasero acabó presionado contra su entrepierna y se sintió atrapada por sus duros muslos. Tras colocarle las manos justo debajo de los pechos, contestó:
— Iremos encantados.
— Maravilloso. Será un placer volver a verlos. A las ocho en punto. —Emmett se despidió de Edward con un asentimiento de cabeza y, después, le sonrió a Bella —. Que pasen una buena noche.
Edward la soltó poco después de que el conde se marchara. La repentina ausencia de su calor corporal le provocó a Bella un escalofrío en la espalda. Su rostro perdió la expresión de un amante y adoptó un rictus impersonal.
— Vamos.
Sin pronunciar una palabra más, salió de la estancia, le pidió los abrigos a la encargada del guardarropa y se despidió. Bella charló un instante con los pocos amigos que había hecho y siguió a su marido hasta el coche.
El silencio se prolongó durante todo el trayecto hasta que llegaron a casa. Hastiada por la tensión, Bella fue la primera en hablar.
— ¿Te lo has pasado bien?
Edward gruñó.
Bella lo tomó como una afirmación.
— La comida estaba muy buena, ¿verdad? Me ha sorprendido comprobar que algunas mujeres son muy agradables. Y me han invitado a la inauguración de la exposición de Millie Dryer. ¿A que es genial?
Edward resopló.
— ¿Qué tal tus planes? ¿Has conseguido lo que querías?
Como respuesta obtuvo otro sonido extraño.
— No me ha ido tan bien como a ti, al parecer.
La ira se apoderó de ella al instante y replicó con voz cortante:
— ¿Cómo dices?
— Da igual.
Bella apretó los puños. El frío que la había acompañado durante la noche se transformó en un calor abrasador.
— Eres un hipócrita y un capullo. Me pediste que buscara a Emmett McCarty y que le sonsacara información. ¿Me has tomado por una idiota, Edward? Primero me utilizas y ahora te cabreas. He hecho lo que querías. Así que estamos en paz, ya no te debo ningún favor.
— Me limité a sugerirte que intentaras averiguar algo que fuera útil para mis planes. Te pedí que lo engatusaras, no que le provocaras un calentón que va a durarle varios días.
Giró al llegar a la avenida de entrada y aparcó frente a la casa haciendo que los neumáticos chirriaran.
Bella contuvo el aliento.
— ¡Vete a la mierda, Edward Cullen! Ese hombre me ha tratado con educación y no se ha pasado de la raya desde que le dejé claro que estoy casada. Pero se te escapa el detalle más importante, niño bonito. Emmett no mezcla los negocios con el placer. Aunque me desnudara delante de él y le suplicara que te diera el contrato, sería capaz de negarse. No puedo ayudarte con este hombre. Apáñatelas como puedas.
Salió del coche y caminó hasta la casa.
Edward soltó un taco y la siguió.
— Vale. En ese caso no tendremos que asistir a su fiesta. Me limitaré a concertar una reunión de trabajo.
Bella abrió la puerta y meneó la cabeza.
— Pues no vayas. Yo sí iré.
— ¿Cómo?
— Que yo voy a ir. Me cae bien y creo que será divertido.
Edward cerró la puerta de golpe, entró en tromba en el salón y se quitó la corbata de un tirón.
— Eres mi mujer. No irás a ninguna fiesta sin mí.
Bella se quitó el abrigo y lo colgó en el armario.
— Soy una socia que se limita a seguir las reglas. Tú y yo somos libres para vivir a nuestro aire siempre y cuando no nos acostemos con terceras personas, ¿verdad?
Edward acortó la distancia que los separaba y la miró echando chispas por los ojos.
— Me preocupa mi reputación. No quiero que el conde se lleve una impresión equivocada.
Bella levantó la barbilla, pero se mantuvo en sus trece.
— Cumpliré nuestro trato, pero iré a la fiesta de Emmett. Hace mucho tiempo que no me divierto en compañía de un hombre. De un hombre simpático, divertido y. . . cariñoso.
Pronunció la última palabra tras una pausa, de modo que quedó suspendida en el aire y resonó como un trueno. Fascinada, observó al hombre impasible que conocía transformarse en algo distinto. Sus ojos se oscurecieron, apretó el mentón y todo su cuerpo se tensó. Levantó las manos y la aferró por los brazos. Parecía dispuesto a zarandearla o a hacer otra cosa. Algo completamente. . . irracional.
La recorrió una descarga eléctrica y separó los labios para respirar. A la espera de que lo iba a suceder.
— ¿Tanto deseas a un hombre, Isabella? —le preguntó él con tono burlón.
Acto seguido, inclinó la cabeza de modo que sus labios quedaron separados por apenas unos milímetros. Con deliberada lentitud, sus manos ascendieron por los brazos hasta cerrarse en torno a su cuello y, con los pulgares, la instó a levantar la cabeza, de modo que se percató del ritmo alocado de su pulso, visible gracias al escote del vestido. Sin apartar la mirada de sus ojos, prosiguió con la tortura acariciándole las clavículas y la curva de los hombros. Después, descendió. Por la parte delantera. Hasta que ambas manos se detuvieron justo sobre sus pechos. El deseo avivó los sentidos de Bella. Su cuerpo se derritió. Sintió que se le endurecían los pezones, ansiosos por recibir sus caricias. Se le escapó un gemido en cuanto los rozó con los pulgares. Edward también gimió, satisfecho, y siguió acariciándola de forma insoportable. Bella sintió su erección, sintió su presión en la parte inferior del abdomen y se mojó al instante.
— A lo mejor debería darte lo que tanto deseas. —Edward presionó para frotarse contra ella a modo de aperitivo, y Bella se estremeció. Acto seguido, introdujo las manos bajo el vestido para acariciar su cálida piel—. Si te doy lo que quieres, a lo mejor no necesitas ir en busca de McCarty.
Bella sintió un nudo en las entrañas a medida que esos experimentados dedos la acariciaban y le pellizcaban los pezones con suavidad y delicadeza, pese a sus hirientes palabras.
Se estremeció bajo sus manos, abrumada por las emociones y las sensaciones, pero su mente mantuvo la claridad en todo momento. La respuesta de su cuerpo la obligaba a jugar para ganar. Si Edward ganaba esa batalla, su posición se debilitaría. Iba a besarla. En ese mismo momento. Le resultaría tan placentero que le suplicaría más, de modo que tanto su orgullo como su cordura acabarían hechos jirones. Edward quería besarla por un solo motivo: porque su poder y su masculinidad se habían visto amenazados y quería afianzar su posición. En el fondo, no la deseaba a ella. Lo movía el afán de la conquista sexual, el afán de establecer su dominación, y ella era la mujer que tenía más cerca.
De modo que se sobrepuso, recuperó el control como pudo y sacó el as que guardaba en la manga.
Se pegó a él y dejó que sus labios se quedaran apenas a unos milímetros de distancia de los de Edward. Sintió el roce de su aliento en la boca.
— No, gracias —susurró al tiempo que le apartaba las manos de su cuerpo—. Prefiero que nos atengamos a lo acordado. Buenas noches.
Tras darle la espalda, se marchó escaleras arriba.
Las manos de Edward descansaban a ambos lados de su cuerpo, vacías. La había saboreado por un instante: sus curvas, su olor, su calor. No obstante, en ese instante estaba solo, en mitad de la sala, igual que la noche de bodas. Un hombre casado, empalmado y sin alivio a la vista. Sorprendido por la ridícula tesitura en la que se encontraba, intentó repasar los acontecimientos de la noche para ver en qué momento se había equivocado.
Nada más verla con McCarty, lo había poseído una furia incandescente. El calor comenzó a invadirlo por los pies, subió hasta su estómago, siguió hacia el pecho y por fin rodeó su cabeza como si fuera una banda de hierro al rojo vivo.
La mano de Bella descansaba en el brazo del italiano, que debía de estar contándole algo muy gracioso, porque la vio echar la cabeza hacia atrás y soltar una carcajada, con las mejillas sonrosadas. Sus labios brillaban bajo las luces de las arañas. Actuaban como si fueran amigos de toda la vida, cuando en realidad acababan de conocerse.
Pero lo peor fue verla sonreír.
Una sonrisa deslumbrante, hechizante e incitante que dejaba bien claro a la persona que la recibía que era justo lo que estaba buscando, todo lo que deseaba. Era una sonrisa capaz de provocarle a cualquier hombre unos sueños muy calientes y de torturarlo durante el día. Edward jamás había sido el receptor de esa sonrisa, y eso lo enloqueció.
Así que el tiro le salió por la culata y le destrozó el plan. Si bien esperaba que Bella logrará entretener al conde y sonsacarle un poco de información que pudiera serle útil para cerrar el trato, no había imaginado que acabaría pasándoselo tan bien a su lado.
Soltó un taco al tiempo que recogía la corbata, dispuesto a irse a la cama. Mientras subía la escalera, reflexionó sobre las palabras de Bella. Si McCarty separaba los negocios del placer, había hecho una mala jugada. Tal vez, cuando concertara la reunión con él, debería concentrarse en el aspecto logístico de la construcción y dejar de lado el plano sentimental del asunto. Tal vez McCarty solo se mostrara apasionado en su relación con las mujeres. Tal vez quisiera un hombre frío y eficaz a la cabeza del equipo de arquitectos.
Edward se detuvo en la puerta de Bella. La luz estaba apagada. Aguardó un instante y aguzó el oído por si la escuchaba respirar. Se preguntó qué llevaría para dormir. De repente, se la imaginó con un diminuto conjuntito negro y se puso a cien, aunque la simple idea de verla con unos leggins y una sudadera corta de franela ya le provocaba sensaciones que no había sentido con ninguna otra mujer. ¿Estaría despierta en la cama, fantaseando con McCarty? ¿O estaría pensando en su último beso, ansiando más?
Caminó hasta su dormitorio. Bella lo había rechazado. Había rechazado a su marido, joder. Y al final estaba atrapado precisamente con lo que más lo horrorizaba: una esposa que le hacía tilín. Cerró la puerta del dormitorio y se obligó a desterrar esos pensamientos de su mente.
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