Necesitaba un hombre.
A ser posible uno al que le sobraran ciento cincuenta mil dólares.
Isabella Marie Swan contemplaba en silencio la pequeña fogata que ardía en el centro de su salón y se preguntaba si oficialmente acababa de volverse loca. El trozo de papel que tenía en la mano describía todas las cualidades que quería que tuviera su alma gemela. Lealtad. Inteligencia. Sentido del humor. Fuertes vínculos familiares y amor por los animales. Unos ingresos importantes.
La mayoría de los ingredientes ya se estaba cocinando. Un pelo procedente de un miembro masculino de la familia (su hermano todavía estaba cabreado con ella). Una mezcla de hierbas aromáticas (seguramente para concederle a su alma gemela un lado tierno). Y un palito para… en fin, esperaba que no fuera para lo que se temía.
Tomó una honda bocanada de aire, y después tiró la lista al cubo metálico y la observó arder. Se sentía un poco tonta por emplear un hechizo de amor, pero era la única opción que le quedaba y tenía muy poco que perder. Puesto que era la dueña de una librería independiente emplazada en una moderna ciudad universitaria en el norte del estado de Nueva York, pensaba que podía permitirse ciertas excentricidades. Como, por ejemplo, rezarle a la Madre Tierra para que le enviara al hombre perfecto.
Bella extendió el brazo para coger el extintor cuando vio que las llamas aumentaban. Al ascender el humo, se acordó de aquella vez que se le quemó la base de una pizza en el horno. Frunció la nariz, pulverizó con agua el cubo y alrededor de la alfombra y se fue a buscar una copa de vino tinto para celebrarlo.
Su madre tendría que vender Tara.
El hogar familiar.
Reflexionó sobre el dilema mientras cogía una botella de cabernet sauvignon. La librería ya tenía una hipoteca que apenas podía pagar. De modo que debía sopesar muy bien cómo llevar a cabo la ampliación para añadirle una cafetería, sobre todo porque estaba a dos velas. Echó un vistazo por el apartamento de estilo victoriano y tardó poco en llegar a la conclusión de que no había nada que vender. Ni siquiera en eBay.
Tenía veintisiete años y debería vivir en un bloque de pisos moderno, vestir ropa de marca y salir con un hombre distinto cada fin de semana. En cambio, adoptaba perros que recogía el refugio de animales local y se compraba pañuelos con estilo para alegrar un poco su ropa. Creía a pies juntillas que había que vivir el momento y estar abierta a cualquier posibilidad. Debía seguir los dictados de su corazón. Por desgracia, ese estilo de vida no salvaría el hogar de su madre.
Bebió un sorbo de vino y reconoció que poco más podía hacer. Nadie tenía el dinero suficiente y, esa vez, cuando llegara el funcionario del Tesoro, las cosas no acabarían bien. Ella no era Escarlata O’Hara. Además, tampoco pensaba que su patético intento de hechizo lograra llevar a su puerta al hombre perfecto.
En ese momento llamaron al timbre.
Se quedó boquiabierta. «¡Dios mío!», pensó. ¿Sería él? Se echó un vistazo a los pantalones de chándal anchos que llevaba y a la desastrada camiseta, y se preguntó si le daría tiempo a cambiarse. Estaba a punto de buscar algo en el armario cuando el timbre volvió a sonar, de modo que se acercó a la puerta, respiró hondo y aferró el pomo.
— Ya era hora de que abrieras.
Sus esperanzas cayeron en saco roto. Al abrir la puerta, Bella se encontró con su mejor amiga, Rosalie Cullen, y frunció el ceño.
— Se suponía que debías ser un hombre.
Rose resopló antes de entrar. Agitó una mano en el aire, cuyas uñas llevaba pintadas de color rojo cereza, y se dejó caer en el sofá.
— Ya, pues sigue soñando. Asustaste al último con el que saliste, así que no pienso concertarte otra cita a ciegas en la vida. ¿Qué ha pasado aquí?
— ¿Qué quieres decir con que lo asusté? ¡Pensé que iba a atacarme!
Rose enarcó una ceja.
—Se inclinó para darte un beso de buenas noches. Tú perdiste el equilibrio y te caíste de culo, y él se sintió como un imbécil. La gente se besa después de una cita, Bella. Es un ritual.
Bella recogió los papeles que había por medio, los metió en una bolsa de basura y después cogió el cubo.
— Le olía el aliento a ajo y no me apetecía que se acercara.
Rose cogió la copa de vino y bebió un buen sorbo. Estiró sus largas piernas, enfundadas en unos pantalones de cuero negro, y colocó los pies, calzados con botas de tacón alto, en el borde de la destartalada mesa.
— Si no recuerdo mal, llevas sin acostarte con nadie unos diez años, ¿no?
— Bruja.
— Monja.
Bella claudicó y se echó a reír.
— Vale, tú ganas. ¿A qué se debe que me honres con tu presencia un sábado por la noche? Estás muy guapa.
— Gracias. He quedado con alguien a las once. ¿Quieres venir?
— ¿Y acompañarte a una cita?
Rose hizo un mohín y apuró el vino.
— Me lo pasaré mejor contigo. Ese tío es un plomo.
— Y ¿por qué has quedado con él?
— Porque está bueno.
Bella se sentó junto a Rose en el sofá y suspiró.
— Ojalá pudiera ser como tú, Rose. ¿Por qué no soy tan desinhibida?
— A mí me gustaría serlo un pelín menos. —Rose esbozó una sonrisa tristona, y después señaló el cubo—. Dime, ¿qué has quemado?
Bella suspiró.
— Acabo de usar un hechizo. Para. . . esto. . . para conseguir un hombre.
Su amiga echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
— Vale. Y ¿qué pinta el cubo?
Bella se puso colorada como un tomate. Rose jamás le permitiría que olvidara ese momento.
— El fuego era en honor de la Madre Tierra —susurró.
— ¡Por Dios Bendito!
— Escúchame. Estoy desesperada. Todavía no he encontrado al hombre de mi vida y me ha surgido otro problema que debo solucionar. Así que he unido las dos cosas para reducir la lista.
— ¿Qué lista?
— Una de mis clientas me contó que se ha comprado un libro de hechizos de amor y que, después de hacer una lista con todas las cualidades que buscaba en un hombre, lo encontró de repente.
Rose pareció interesarse al llegar a ese punto.
— ¿Apareció un hombre en su vida con todas las cualidades que ella quería?
— Ajá. La lista tiene que ser muy específica. No puede ser general, porque de esa forma el universo puede sentirse confundido y no te envía a nadie. Según me dijo la chica, si sigues el hechizo al pie de la letra, aparecerá el hombre adecuado.
Los ojos verdes de Rose relucieron.
— Enséñame el libro.
Nada como otra soltera para hacer que una se sintiera mejor acerca de la búsqueda de un hombre, pensó Bella, y le arrojó a Rose el librito con las tapas forradas de tela. Ya no se sentía tan tonta.
— mmm. . . Enséñame la lista.
Bella señaló el cubo.
— La he quemado.
— Sé que tienes otra copia debajo del colchón. Déjalo, ya la cojo yo.
Su amiga caminó hasta el futón de color amarillo chillón y metió la mano debajo de los cojines. Al cabo de unos segundos alzó la lista con gesto triunfal entre las brillantes uñas rojas, relamiéndose los labios como si estuviera a punto de zambullirse en una novela romántica de alto voltaje. Bella se sentó en la alfombra y encorvó los hombros. Que comenzara la humillación.
— «Número uno» —leyó Rose—. «Que sea fan de los Mets.»
Bella se preparó para el estallido.
— ¿Béisbol? —chilló Rose, que comenzó a agitar la hoja en el aire para conferirle un poco más de dramatismo al momento—. Joder, ¿cómo es posible que el béisbol sea tu prioridad número uno? Hace años que no ganan nada. En Nueva York hay más seguidores de los Yankees que de los Mets, y en esa categoría está incluida la práctica totalidad de la población masculina.
Bella apretó los dientes. ¿Por qué todo el mundo tenía que criticar su elección de equipos neoyorquinos?
— Los Mets tienen carácter y mucha fuerza, y necesito un hombre capaz de apoyar a un perdedor. Me niego a acostarme con un seguidor de los Yankees.
— Eres un caso perdido. Me rindo —dijo Rose—. «Número dos: que le gusten los libros, el arte y la poesía.» —Hizo una pausa para analizarlo y después se encogió de hombros—. Lo acepto. «Número tres: que crea en la monogamia.» Un dato muy importante que agregar a la lista. «Número cuatro: que quiera hijos.» —Alzó la vista—. ¿Cuántos?
Bella sonrió al pensarlo.
— Me gustaría que fueran tres, pero también me conformaría con dos. ¿Debería haber especificado el número?
— No, la Madre Tierra seguro que lo tiene claro. —Rose siguió—. «Número cinco: que sepa cómo comunicarse con una mujer.» Esta es importante. Estoy harta de leer libros sobre Venus y Marte. Me he leído la saga completa y sigo sin enterarme. «Número seis: que le gusten los animales.» —Gimió—. ¡Esta es tan mala como la de los Mets!
Bella gateó por la alfombra para acercarse a su amiga.
— Si odia los perros, no podré continuar con mi programa en el refugio de animales. Además, ¿y si fuera un cazador? Me despertaría en plena noche y me encontraría a un ciervo muerto mirándome desde la repisa de la chimenea.
— Eres una exagerada. —Rose retomó la lista—. «Número siete: que tenga un código ético y moral estricto, y que crea en la honestidad.» Esta debería ser la condición número uno en la lista, pero ¡qué narices! Yo no soy fan de los Mets. . . «Número ocho: que sea un buen amante.» —Alzó las cejas —. En mi lista, esta sería la número dos. Pero me enorgullece que hayas sacado el tema. A lo mejor tienes remedio, después de todo.
Bella tragó saliva al tiempo que el temor le provocaba un nudo en el estómago.
— Sigue leyendo —dijo.
— «Número nueve: que tenga fuertes vínculos familiares.» Tiene sentido. Tu familia me recuerda a Los Walton. Vale, la número diez. . .
Se hizo el silencio. Bella observó a Rose, que releyó la condición número diez.
— Bella —dijo al cabo de unos segundos—, creo que no he leído bien la número diez.
Bella suspiró.
— Te aseguro que la has leído bien.
Rose leyó la última condición en voz alta:
— «Que tenga ciento cincuenta mil dólares en efectivo y disponibles.» —Alzó la mirada—. Necesito detalles.
Bella levantó la barbilla.
— Necesito un hombre a quien pueda querer y al que le sobren ciento cincuenta mil pavos. Y lo necesito ya.
Rose meneó la cabeza, como si acabara de salir de debajo del agua.
— ¿Para qué?
— Para salvar Tara.
Rose parpadeó.
— ¿Tara?
— Sí, la casa de mi madre. ¿Recuerdas la mansión de Lo que el viento se llevó? ¿Te acuerdas de que mi madre solía bromear y decir que necesitaba más algodón para pagar las facturas? Rose, no te he contado lo mal que han ido las cosas. Mi madre quiere vender la propiedad y yo me niego. No tienen dinero y tampoco tienen otro sitio adonde ir. Haré cualquier cosa con tal de ayudarlos, incluso casarme. Como Escarlata.
Rose gimió y cogió su bolso. Sacó el teléfono y marcó un número.
— ¿Qué estás haciendo?
Bella se esforzó por controlar el pánico que la invadía al pensar que su amiga quizá no la entendiera. Al fin y al cabo, era la primera vez que buscaba un hombre para que le solucionara los problemas. ¡Ay, hasta las torres más altas caían!
— Estoy cancelando la cita. Creo que debemos discutir este nuevo tema. Después llamaré a mi terapeuta. Es muy buena, muy discreta y admite pacientes a medianoche.
Bella se rió.
— Rose, eres una amiga estupenda.
— Qué remedio me queda. . .
Edward Cullen tenía una fortuna en la punta de los dedos.
Sin embargo, para lograr lo que deseaba necesitaba una esposa.
Edward creía en muchas cosas. En trabajar duro para conseguir un objetivo. En controlar la furia y en recurrir al sentido común si se producía un enfrentamiento. Y en levantar edificios. En edificios sólidos y bonitos desde el punto de vista estético. En ángulos suaves y líneas rectas en perfecta armonía. En ladrillos, hormigón y cristal como símbolos de la solidez que la gente anhelaba en su día a día. En el asombro fugaz que demostraban las personas cuando veían por primera vez la creación final. Todas esas cosas le daban sentido a su vida.
Edward no creía en el amor eterno, en el matrimonio ni en la familia. Esas cosas no tenían sentido, y había decidido no incorporar esa faceta social a su vida.
Por desgracia, el tío Aro había cambiado las reglas.
Sintió un nudo en las entrañas y su ácido sentido del humor estuvo a punto de arrancarle una carcajada. Se levantó del sillón de cuero y se quitó la chaqueta azul marino, la corbata de rayas y la camisa blanca. Tras desabrocharse el cinturón con un rápido movimiento, se quitó los pantalones y se puso unos más cómodos de deporte, junto con una camiseta a juego. Se calzó las Nike Air y entró en el santuario de su despacho, lleno de maquetas, bocetos, fotos inspiradoras, una cinta de correr, algunas mancuernas y un bar muy completo. Usó el mando a distancia para encender el reproductor MP3 y al instante los primeros acordes de La Traviata inundaron la estancia. No tardarían mucho en aclararle las ideas.
Se subió a la cinta y trató de no pensar en el tabaco. Habían pasado cinco años desde que lo dejó, pero aún le daban ganas de fumarse un cigarrillo cuando el estrés superaba lo normal. Molesto por semejante debilidad, comenzó a hacer ejercicio. Correr lo relajaba, sobre todo en ese entorno tan controlado. No había voces altas que interrumpieran su concentración, no tenía que sufrir el calor achicharrante del sol ni había piedras que le dificultaran el camino. Fijó los parámetros y comenzó a correr, consciente de que encontraría una solución al problema.
Aunque comprendía las intenciones de su tío, se sentía traicionado. Al final, uno de los pocos miembros de su familia a los que quería lo había utilizado como si fuera un simple peón.
Edward meneó la cabeza. Debería haberlo visto venir. Su tío Aro había pasado sus últimos meses de vida recalcando la importancia de la familia y le había dejado claro que su actitud dejaba mucho que desear. Edward no comprendía por qué eso le resultaba sorprendente. Al fin y al cabo, su familia debería haber protagonizado anuncios de algún método anticonceptivo.
A medida que se relacionaba con distintas mujeres, Edward había comprendido una cosa: todas querían casarse y el matrimonio conducía al caos. Enfrentamientos provocados por las emociones. Niños exigiendo cada vez más atención. La búsqueda de espacio personal hasta que al final todo acababa de la misma manera que acababan todas las relaciones. Con un divorcio. Con niños como víctimas.
«No, gracias», pensó.
Aumentó tanto la inclinación de la cinta como la velocidad, con la mente convertida en un hervidero de pensamientos. El tío Aro había mantenido hasta el final el firme convencimiento de que una mujer sería la salvación de su sobrino. El infarto había sido fulminante. Cuando los abogados se presentaron en busca del dinero, cual bandada de buitres atraídos por el olor de la sangre, Edward supuso que los pormenores legales serían sencillos. Rosalie, su hermana, había dejado claro que no quería saber nada del negocio.
El tío Aro no tenía más familia. De modo que, por primera vez en su vida, Edward creyó en la buena suerte. Por fin tenía algo que podía considerar completamente suyo.
Hasta que se leyó el testamento.
Y comprendió que todo era una broma pesada.
Heredaría la mayoría de las acciones de Dreamscape en cuanto se casara. El matrimonio debía durar al menos un año y podía ser con una mujer de su elección. También se aceptaba cualquier acuerdo prematrimonial. Si Edward decidía no cumplir los deseos de su tío, heredaría el cincuenta y uno por ciento de las acciones, pero el control se repartiría entre los miembros del consejo de administración. Edward se convertiría en una figura decorativa. Su vida consistiría no en crear edificios, sino en asistir a reuniones y en implicarse en la política de la empresa. Justo lo que no quería.
Y su tío lo sabía muy bien.
Así que Edward tenía que encontrar una mujer para casarse.
Pulsó el botón para disminuir la inclinación de la cinta y redujo la velocidad. Su respiración se hizo más pausada. Con una precisión metódica, su mente apartó el vacío emocional y sopesó las posibilidades. Tras bajar de la cinta y coger una botella fría de agua mineral del minibar, se dirigió a su sillón. Después de beber un sorbo de agua helada, dejó la botella en el escritorio. Esperó unos minutos mientras organizaba sus pensamientos y cogió el bolígrafo de oro, que comenzó a girar entre los dedos.
Una vez que empezó a escribir, tuvo la impresión de que cada palabra era un clavo que cerraba la tapa de su ataúd.
Encontrar una esposa.
No pensaba perder más tiempo rezongando sobre la injusticia que eso suponía. Había decidido hacer una lista que detallara todas las cualidades que necesitaba en una esposa para, de esa forma, intentar averiguar si conocía a alguna mujer apropiada.
Inmediatamente, recordó a Kate, pero no tardó en alejarla de sus pensamientos. La despampanante supermodelo con la que salía en esos momentos era perfecta para lucirla en los eventos sociales y también era genial en la cama, pero no podía considerarla como esposa. Kate era una gran conversadora y disfrutaba mucho con su compañía, pero mucho se temía que se estaba enamorando de él. Ya le había insinuado su deseo de tener niños, un detalle que sentenciaba su relación. Si tenía algo claro con respecto al matrimonio, era que las emociones acabarían por arruinarlo. Si Kate se enamoraba de él, terminaría siendo víctima de los celos y se convertiría en una mujer exigente, como todas las esposas. Ningún acuerdo prematrimonial sobreviviría a su avaricia en cuanto se sintiera traicionada.
Edward bebió otro sorbo de agua mientras acariciaba el cuello de la botella con el pulgar de forma distraída. En una ocasión había leído que si se hacía una lista con las cualidades que se buscaban en una mujer, aparecería una de repente. Frunció el ceño mientras analizaba la idea. Estaba casi seguro de que la teoría afirmaba estar relacionada con algo del universo. Algo así como recibir lo que se entregaba al cosmos. Alguna chorrada metafísica en la que él no creía.
Sin embargo, a esas alturas estaba desesperado. Colocó el bolígrafo en el margen izquierdo del papel y comenzó a escribir.
Una mujer que no me quiera.
Una mujer con la que no desee acostarme.
Una mujer que no tenga familia.
Una mujer que no tenga animales.
Una mujer que no quiera tener hijos.
Una mujer con una carrera profesional independiente.
Una mujer que se plantee el matrimonio como un proyecto empresarial.
Una mujer que no sea demasiado sensible ni impulsiva.
Una mujer en la que pueda confiar.
Releyó lo que había escrito. Sabía que se había dejado llevar por el optimismo al añadir algunas de las cualidades que deseaba en una mujer, pero si la teoría del universo funcionaba, era mejor especificar bien lo que quería. Necesitaba una mujer que se planteara el matrimonio entre ellos como una oportunidad desde el punto de vista empresarial. Tal vez alguien que necesitara dinero en abundancia. Tenía la intención de ofrecerle unos buenos beneficios, pero quería que el matrimonio fuera simplemente un papel firmado. Sin sexo no había celos. Sin una mujer sensible no había amor.
Si no había caos, el matrimonio sería perfecto.
Repasó la lista de las mujeres con las que había salido en el pasado, así como los nombres de todas las amigas que tenía y de todas las mujeres con las que se había relacionado en el ámbito profesional.
No encontró lo que buscaba.
La frustración amenazaba con apoderarse de él. Era un hombre de treinta años bastante atractivo, inteligente y con una posición económica estable. Sin embargo, no conocía a ninguna mujer con la que pudiera casarse.
Tenía una semana de plazo para encontrar a su futura esposa.
En ese momento lo llamaron al móvil.
— Cullen —dijo, al contestar.
— Edd, soy yo. Rose. —Su hermana guardó silencio—. ¿Has encontrado ya esposa?
Edward estuvo a punto de reír entre dientes. Su hermana era la única mujer del mundo que lograba hacerlo reír. Aunque a veces fuera de sí mismo.
— Estoy en ello ahora mismo.
— Creo que la he encontrado.
Edward sintió que se le aceleraba el pulso.
— ¿Quién es?
Otra pausa por parte de Rose.
— Tendrás que escuchar sus condiciones, pero no creo que te supongan problema alguno. Debes tener amplitud de miras. Aunque sé que no es tu fuerte. Eso sí, puedes confiar en ella.
Edward le echó un vistazo a la última frase de su lista. De repente, un zumbido en los oídos lo puso en alerta.
— ¿Quién es, Rose?
El silencio se prolongó durante unos segundos.
— Bella —contestó Rose.
La estancia comenzó a dar vueltas a su alrededor nada más escuchar ese nombre, sacado de su pasado. Su mente esbozó un único pensamiento, que comenzó a parpadear una y otra vez como si se tratara de un cartel de neón: «Ni en broma».
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