SÁLVAME

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 03/01/2013
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 62
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Capítulos: 26

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“Si regalaran un diamante por cada disgusto que da la vida, seria multimillonaria”, pensó Isabella cuando encontró a su novio liado con su mejor amiga el día antes de su boda. Y tenía razón, porque a pesar de sus gafas de Prada, de sus bolsos de Chanel, de sus zapatos de Gucci y de todos los Carolina Herrera del mundo colgados en su armario, Isabella solo era una mujer amargada que vive en la mejor zona de Londres.

BASADA EN "TE LO DIJE" DE  MEGAN MAXWELL

 

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Capítulo 10: CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 9

 

A la mañana siguiente, cuando Bella abrió los ojos, se sorprendió al verse sola en la habitación. ¿Dónde estaba Rose?

Se sentó en la cama y comenzó a restregarse los párpados mientras se despejaba. Fue entonces cuando notó que algo pastoso y húmedo chocaba con su mano. Al abrir los ojos vio pegada a ella la cabeza peluda de Stoirm, el maldito perro de Edward, que al escuchar el gritó desesperado de Bella, saltó al suelo algo incómodo.

— ¡Fuera de aquí, bestia salvaje! —volvió a gritar, mientras el animal, sentado a los pies de la cama, la observaba.

—Buenos días, hermanita —la saludó Rose, entrando por la puerta, mientras Stoirm decidía que estaba aburrido y salía de la habitación— ¿Por qué has gritado?

—Esa bestia. Estaba a punto de atacarme —su tono de voz no conseguía ser normal.

— ¿Stoirm? —Se sorprendió Rose—. Pero si ése es del pelaje tranquilo de Óscar. Por Dios, Bella, si les miraras a los ojos te darías cuenta de cómo son.

Pero la cara de susto y de asco de su hermana decía que no pasaba por su cabeza dedicarse a ver qué había en las pupilas de aquellos monstruos peludos y babosos.

—Toma —desistió y le tendió la ropa—. Aquí tienes ropa limpia y seca. Vístete y baja a desayunar. Ona hace unas tostadas con mantequilla que te van a dejar muerta.

A su vez Rose se puso un peto vaquero enorme, una camisa verde y un jersey rojo, además de unas botas de plástico azul

— ¿De qué vas vestida? —preguntó Bella, horrorizada por el aspecto de su hermana.

—De granjera —sonrió Rose—. Me encanta. Estoy calentita y me encuentro bien. Por cierto. Muy chulo tu pijama de tomates. ¡Es divertido!

—Son tomates cherry —aclaró.

—Si tú lo dices —se carcajeó al escucharla. Era irremediable.

Con horror, Bella miró lo que su hermana le había puesto encima de la cama. Tras ver que eran una falda azul de pana, un jersey verde de ochos y unas botas como de pocero preguntó.

— ¿Qué es esto?

—Ropa limpia —respondió Rose.

— ¿De qué temporada?

—Sin duda del Medievo —le ponía los sarcasmos a huevo—. ¡Joder Bells! Vístete y punto.

— ¿Pero de quién es esa ropa?

—No sé —contestó Rose—. Oí algo de una difunta.

— ¿Difunta? ¿Dónde está mi ropa? —gritó Bella apretando los puños.

Si su hermana y los demás pensaban que se iba a poner aquella horterada de mala calidad y con más años que Tutankamon, lo llevaban claro.

—Bella —suspiró Rose—. No te quejes. Nuestra ropa está en la lavadora y Ona nos ha dejado lo que ha podido.

— ¿En la lavadora? —Gritó Bella al pensar en su traje—. Mi traje Versace y la camisa de Carolina Herrera... ¿Están en la lavadora?

—Cómo diría el Fiti de los Serrano (personaje de una serie de tv) ¡Mayormente!

Levantándose como un resorte, sin importarle la pinta que llevaba, salió disparada escaleras abajo. No podía ser. No podía creer que la única ropa que tenía estuviera dando vueltas y vueltas dentro de un bombo de metal.

Sin saludar a nadie entró en la cocina, y clavando su mirada en la lavadora, pudo ver cómo su traje de Versace se retorcía en un mar de espuma blanca.

—Esto es una pesadilla —gimió a punto de llorar, sin percatarse de cómo la miraban todos—. Primero el coche. Luego el móvil. Más tarde el portátil. Ahora el traje. ¿Qué más puedo perder? ¿Qué más me puede pasar?

—Princesita —tosió Edward conteniendo la risa—. Creo que acabas de perder otra vez las bragas.

— ¿Otra vez? —Rose tenía curiosidad por saber a qué se había referido.

— ¡Oh, Dios! —gritó Bella horrorizada y, agachándose sin decir nada más, las cogió e hizo un gurruño dentro de su mano, para que no se vieran.

Edward, que almorzaba junto a su abuelo y un par de mozos, dejó de reír a carcajadas. Aquella muchacha cuanto más desastrosa y enfadada estaba, más preciosa se ponía.

«Algo no me funciona bien», pensó Edward concentrándose en su desayuno.

—Buenos días, Bella —saludó Tom tras dar a su nieto un empujón, pero la muchacha estaba tan furiosa que no le oyó.

—Buenos días, hija mía —saludó con cariño Ona—. ¿Has dormido bien?

— ¿Cómo se le ocurre meter mi traje en la lavadora? —Gritó a la anciana—. Ese traje se lava en seco.

— ¡Ay, Dios! No lo sabía —se disculpó la anciana.

— ¿Sabe cuánto cuesta ese traje? —volvió a gritar Bella.

—Bella —intervino Rose—. Basta ya.

—Pero... pero... ¿Aquí todo el mundo está chalado? —Gritó Bella sin hacerle caso—. Ese traje cuesta mil quinientos euros, que en libras serán más de mil.

— ¡Por todos los santos! —susurró asustada Ona, mientras apagaba la lavadora—. Hija mía, no lo sabía.

—Fui yo quién le dijo a Ona que lo lavara —aclaró la voz de Edward a su espalda.

Volviéndose hacia él, mientras echaba humo por las orejas, vio un atisbo de diversión en sus ojos. ¿Qué le pasaba a ese hombre?

—Muchacha —intervino Tom—. Estoy seguro de que Edward lo hizo sin maldad.

—Bella —susurró Rose en español—. Controla la vena del cuello y tu lengua de víbora, que estoy temiendo lo peor. Recuerda que esta gente nos ha dado cobijo gratis sin pedir nada a cambio.

Por desgracia aquellas palabras llegaron tarde.

—Eres un maldito... un maldito cabronazo —ladró Bella mirando a Edward, quién con una tranquilidad pasmosa volvía a sentarse en la silla—. Eres retorcido y prepotente. Y te juro que antes de que yo vuelva a Londres vas a pagar por todo lo que estás haciendo.

—Princesita. No jures lo que nunca cumplirás —indicó Edward.

Ona miró a su marido, quien con un gesto divertido no perdía prenda de lo que sucedía entre su nieto y la española.

—Te voy a aplastar como a un gusano —siseó Bella señalándole.

— ¡Por todos los santos! Qué genio tiene la española —susurró Tom a su nieto.

—Lady Dóberman —se mofó Edward y señalándola dijo—. Ten cuidado con tus movimientos si no quieres mostrarnos también tu precioso trasero.

Con la poca dignidad que le quedaba, se bajó la camiseta y alzando la barbilla como una princesa, salió de la cocina, donde continuaban las carcajadas. ¡Había sido bochornoso!

Unas horas después el hambre comenzó a hacerle temblar las manos. Bella llevaba metida en aquella habitación casi tres horas. Se negaba a bajar, y por supuesto se negaba a utilizar la ropa que la esperaba encima de la cama. Desde la ventana de la habitación vio a Edward salir acompañado por dos hombres y por su hermana, cuando unos golpes en la puerta llamaron su atención.

— ¿Se puede? —preguntó Tom

—Sí. Por supuesto —asintió Bella.

—Te he traído un vaso de leche con galletas. ¿No tienes hambre muchacha?

—No mucha —mintió agarrando la bandeja—. Pero te lo agradezco Tom.

—Anda, anda, come algo o enfermarás —animó el anciano sonriendo.

—La leche ¿es desnatada?

—No muchacha. Es leche de vaca, concretamente de mi Geraldine.

— ¡Oh, Dios! —Dijo Bella soltando la taza—. Esta leche ¿ha pasado las normas de sanidad e higiene?

Al decir aquello y ver la cara del anciano, se arrepintió y cogiendo de nuevo la taza dio un trago que le supo a gloria.

—Esta exquisita, Tom. Gracias.

—Oye muchacha. Ona y yo sentimos lo del traje, y queremos que no te preocupes, nosotros te lo pagaremos.

— ¡Por favor... Por favor! —se alarmó al escucharle—. Eso no lo voy a consentir. Me he comportado cómo una estúpida e iba a pediros disculpas por cómo me he puesto.

—Y luego está este nieto mío.

— ¡Oh, no me lo menciones! —gruñó Bella al recordarlo. Sin darse cuenta dio otro trago de leche que le estaba resultando exquisita.

«Estáis hechos el uno para el otro», pensó Tom sonriendo, pero levantándose dijo,

—Muchacha, mis tripas dicen que tengo que dejarte. Hasta luego.

—Hasta luego, Tom —sonrió al verle desaparecer.

Sobre las dos de la tarde un olor a estofado de carne comenzó a llegar hasta ella. Eso hizo que sus tripas gritaran amenazando con torturarla si no las alimentaba. Tras coger de malos modos aquella ropa, decidió ponérsela. Pero cuando vio unos calzoncillos dentro del montón su humillación creció y los tiró contra la pared. ¡No pensaba ponérselos!

Pero el hambre aumentó, por lo que cogiendo los calzoncillos se quitó las enormes bragas de Ona, y se los colocó bajo el resto de la ropa. Con cautela fue hacia el baño, donde se lavó los dientes con el dedo y se cogió con la goma una coleta alta. Mirándose en el espejo puso un puchero. La cara le tiraba. Necesitaba su crema Dior reafirmante de día, el contorno de ojos y su maquillaje de Elizabeth Arden. Pero convencida de que en aquella casona no conocerían nada de eso, suspiró y bajó.

—Hola, hija mía —saludó Ona al verla entrar—. No creo que tarden mucho en llegar los hombres para comer.

Sin decir nada, Bella se sentó. El hambre la mataba, pero no estaba dispuesta a confesarlo.

—Veo que la ropa que encontramos para ti te sienta bien —y mirándola preguntó—. ¿Estás más tranquila ahora?

—Sí señora —respondió molesta y avergonzada.

—En referencia al traje —confesó la anciana—. No fue Edward fui yo. Lo vi tan sucio que...

—No se preocupe, señora. No pasa nada.

—Oh sí... sí pasa —insistió Ona—. Ganar mil libras cuesta mucho esfuerzo y trabajo, hija. No te preocupes. Le diré a Edward que el próximo día que vaya al pueblo, saque esa cantidad de mi cuenta. Yo te lo pagaré.

Al volver a escuchar aquello Bella se sintió mal. Aquella mujer, sin conocerla, le había abierto las puertas de su casa y no se merecía que ella se lo hubiera pagado así.

—Señora...

—Llámame Ona —susurró, dándole unas palmaditas en las manos.

—Ona, antes hablé con Tom y le dije que no voy a aceptar vuestro dinero, pero sí necesito que aceptes mis disculpas por cómo te he hablado está mañana. No tengo excusa, lo sé. Pero no sé qué pasa, todo me sale mal.

— ¿Por qué dices eso, hija? —señaló la mujer sentándose a su lado.

—Porque sí. Los días que estuve en Edimburgo han sido un completo desastre —omitió contar los episodios con Edward—. Ayer tenía una reunión el conde Edward Cullen Masen. ¿Lo conoces?

—Sí hija —asintió, sintiéndose una traidora—. Por estas tierras todos lo conocemos.

—A esa reunión no llegué por culpa de mi hermana —prosiguió angustiada—. Luego el maldito coche se hundió en el barro. Las vacas nos atacaron, y todas mis herramientas de trabajo, el móvil, el portátil, el GPS... Todo se perdió.

— ¿Las vacas os atacaron? —preguntó Ona sorprendida.

—Sí —asintió con un puchero—. Se comieron el techo del coche y...

—No creas nada de lo que te dice, Ona —dijo Edward entrando en la cocina, seguido por Alice y Tom—. Conociéndola seguro que fue ella quién atacó primero a las pobres vacas.

Al escucharle se tensó.

Los sentimientos que estaban aflorando junto a Ona la habían dejado demasiada tocada, y sin poder remediarlo, posó su cabeza encima de la mesa comenzando a golpearse y a gimotear.

Ona, con un gesto serio, regañó a su nieto, mientras Edward perdió su sonrisa, incrédulo por lo que estaba viendo. ¡La mujer de hierro estaba llorando! Entonces... ¿Tenía corazón?

En ese momento entró Rose junto a Doug y Set, quienes se quedaron clavados en la puerta al ver la estampa.

—Bella —corrió Rose junto a su hermana—. ¿Qué ha pasado?

—No te preocupes, hija mía —señaló Ona tranquilizándola—. La tensión de lo ocurrido ayer y de no llegar a una reunión con un tal conde Cullen la ha desbordado.

Al escuchar aquel nombre con disimulo todos se miraron.

—Ese conde es un buen jefe y tiene un particular sentido del humor —se mofó Doug, quién junto a Set estaban al tanto del engaño.

—Y un cabezota —asintió Tom sonriendo.

—Mi hermana tenía ayer una reunión de negocios con ese tipo —aclaró Rose—. Pero por mi culpa no llegó.

—Hola a todo el mundo —saludó Emmett, entrando para sorpresa de Rose y de todos en la cocina.

—Hola Emmett, corazón mío —saludó Ona, feliz de verle.

— ¡Por San Fergus! Mi otro hombretón —sonrió Tom dándole un abrazo. Después, miró a las muchachas y añadió—. Este es Emmett, mi otro nieto.

— ¿Sois hermanos? —preguntó Rose.

—Oh..., no —sonrió Tom— pero como si lo fueran. Edward es hijo de nuestra hija Esme y de Masen... —tras carraspear ante la mirada de advertencia de Edward, terminó— y Emmett lo es de nuestra hija Isabella y de Carlisle.

— ¿Pero qué ven mis ojos? —Sonrió Emmett para cortar el tema—. ¿Qué hacéis vosotras aquí?

—Chico —señaló Rose encantada con aquella aparición— eres como el kétchup, estás en todas las salsas.

— ¿Os conocéis? —disimuló Tom ante los gestos de Ona.

—Sí abuelo —sonrió Emmett.

Encantado, Tom guiñó un ojo a Ona quien con una sonrisa le ordenó callar mientras Bella continuaba dándose pequeños golpes contra la mesa.

—Pues a mí el conde me parece una buena persona —prosiguió Set.

—Sí —asintió Doug—. Además de un rompecorazones.

— ¿En serio? —se mofó Edward al escucharle—. Esa faceta del jefe no la conocía.

—Le encantan los Brownies —asintió con timidez Alice.

— ¿De quién habláis? —preguntó Emmett.

—Del conde Cullen —informó Ona, y al ver su cara intuyó que estaba tan metido en el ajo como Edward.

—Ufff..., no me digas más —silbó Emmett mirando a Edward—. ¿Recuerdas la última vez que estuvimos de pesca con él?

—Sí. Lo recuerdo —asintió Edward advirtiéndole con la mirada.

Cuantas más cosas oía del conde más se desesperaba Bella.

—Tengo que marcharme —dijo Bella, secándose las lagrimas con el pañuelo de Ona—. Necesito volver al hotel. Seguro que el conde ha dejado algún aviso para mí. Tengo que conseguir hablar con él antes de que se enteren en mi empresa —miró a Edward y preguntó—. ¿Podrías llevarme hasta el pueblo más cercano?

Al escuchar aquello, el escocés la miró. Deseaba perderla de vista, pero un extraño sentimiento le hacía retenerla.

—No. Imposible —respondió con rotundidad, ganándose una sonrisa de su abuelo.

—Pero yo necesito regresar a Edimburgo —protestó Bella.

—Pues ya sabes, princesita —señaló Edward—. Búscate la vida.

Las chispas que saltaron entre aquellos dos iban a producir un cortocircuito. Todos los miraron, pero nadie dijo nada hasta que Ona, incomoda, rompió el silencio.

—Emmett, pensé que no regresarías hasta el viernes.

—Y yo Ona. Y yo —asintió con una sonrisa—. Pero traigo una nota del conde.

— ¿Para mí? —preguntó Bella al escuchar aquel nombre.

—No —respondió Emmett—. Para Edward.

— ¿Para Edward? —exclamó Rose.

—Me tiemblan las piernas, muchacho —se mofó Tom mirando a Emmett—. Déjame que me siente.

Bella cada vez entendía menos. ¿Qué tenía que ver Edward con el conde?

Sin quitarle el ojo de encima vio cómo éste abría la carta, y tras leer unas breves líneas, maldijo en voz alta.

— ¿Qué pasa, tesoro? —preguntó Ona, deseando tirarle el cucharón a la cabeza.

—Otra vez se ha marchado de viaje —respondió cogiendo un vaso de agua—. Quiere que me ocupe de todo hasta su vuelta.

—Este conde —asintió Tom, con una sonrisa—, vive como un príncipe.

Sin saber de lo que hablaban, Bella se acercó a Edward y arrancándole la carta de las manos, la leyó.

 

Estimado Edward,

Las fábricas de plata de México han reclamado mi presencia. Estaré fuera un tiempo. No sé si será una semana, un mes o tres días. En todo caso, y como siempre, quedas al mando de todo.

Un saludo

Conde E.C. Masen

 

Tras mirar a su hermana y verla tan sorprendida como ella, suspiró. Aquello no podía estar ocurriendo. Aquel idiota con cara de merluzo que llevaba días amargándole la existencia era la única persona que podía convencer al conde para que firmara el contrato.

—No me lo puedo creer —susurro Bella—. ¿Tú conoces al conde?

—Son íntimos —se mofó Tom, ganándose una mirada de disgusto de su mujer.

—Trabajo para él —respondió Edward alejándose, pero ella le siguió— y si mal no recuerdo, es tu amigo también ¿verdad?

—Sí, claro —asintió Bella avergonzada. No pensaba decir la verdad.

— ¿Conoces al conde Cullen, Bella? —preguntó incrédulo Tom.

—Sí —añadió ella rascándose la cabeza—. Digamos que somos viejos amigos.

—Estos jóvenes, cada día están más locos —protestó Ona alejándose.

—Pues Edward —aclaró Emmett—, es la mano derecha del conde. Cuando él no está, mi primo es el jefe.

«Tierra trágame», pensó Bella.

La sonrisa de Edward, y sus ojos divertidos, lo confirmaron todo. Se sentía con poder.

 

* * *

 

Mientras comían el delicioso estofado que Ona había preparado para todos, Bella intentó ser comedida en sus comentarios. No dijo nada sobre las calorías del estofado ni las grasas. Tampoco sobre las servilletas de papel, ni sobre la ausencia de vasos de cristal en la mesa.

Cada vez que alguno de aquellos trogloditas apoyaba la chapa de la cerveza contra la mesa, y daba un golpe seco para abrirla, les hubiera gritado y hasta asesinado. Lo hacían adrede. Lo sabía. Todas las cervezas se abrían en su lado de la mesa.

«Esto me costará una úlcera», pensó Bella.

Edward, ajeno a sus pensamientos, parecía contento. Se reía a carcajadas ante los comentarios de su abuela, mientras Emmett disfrutaba charlando con Rose. Ni una sola vez la miró ni se dirigió a ella. Ahora tenía él la sartén por el mango y lo iba a utilizar.

A pesar de los instintos asesinos que sentía hacia él cada vez que hablaba en gaélico para que ella no se enterara, intentó no matarlo. Si lo asesinaba el contrato nunca se firmaría y eso, una mujer como ella, no lo iba a consentir.

Era una experta en conseguir los mejores tratos. Sabía cuándo tenía que reírles las gracias a los clientes para conseguir lo que ella quería. Debía tener tacto, por lo que al acabar la comida y ver que Edward se disponía a marcharse junto a Set y Doug, sin pensárselo, le detuvo.

— ¿Podríamos hablar un segundo?

—No tengo tiempo, guapa —respondió pasando por su lado.

—Edward —dijo cogiéndole del brazo. Eso sí le paró—. Necesito hablar contigo.

— ¿Edward? — repitió sorprendido.

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, y cómo sonaba en su boca, le gustó. Pero su reacción le sorprendió a sí mismo.

—Me has ascendido de categoría. Ya no soy «el bufón» «el payaso» o «el cromañón» —reprendió viendo cómo ella se contenía— Puedo continuar, pero prefiero no hacerlo, porque me dan ganas de meterte en la furgoneta y dejarte tirada donde te encontré.

Escuchar aquello, y sobre todo escucharlo mientras todos miraban, era bastante humillante. Mirándole a los ojos vio cómo se desfogaba. Aquella sensación no le gustó. Por primera vez en su vida Bella fue consciente de su forma de hablarle a los demás y en especial de la impotencia que les hacía sentir.

—Edward. Necesitaría hablar de negocios contigo.

—Lo siento, princesita —dijo alejándose malhumorado—. De negocios no hablo. Tendrás que esperar al conde.

—De acuerdo —gritó perdiendo la paciencia—. ¿Cuándo volverá tu jefe?

—No lo sé —se dio la vuelta para mirarla—. Quizá una semana. Tres como mucho. El conde es un hombre responsable. No creo que esté mucho tiempo alejado de sus deberes.

—Lo esperaré —gritó dándose la vuelta—. Lo esperaré y hablaré con él.

— ¿Habéis terminado de copular verbalmente? —susurró Emmett, pasando por su lado.

Edward lo miró extrañado, pero al volver su mirada hacia ella y verla marchar con aquel genio, le hizo sonreír.

¿Era masoquista? No. No lo creía.

Pero la fuerza que aquella mujer irradiaba le tenía tan fascinado y malhumorado que estaba comenzando a no saber en realidad qué quería.

El claxon de la furgoneta llamó su atención. En aquel momento Emmett se despedía de Rose y subía a la furgoneta con los muchachos. Él también se encaminó hacia allí. Tenían cosas que hacer.

Alice, que estaba junto a la puerta, vio a Bella acercarse.

— ¿Y tú qué miras? —gritó Bella de malos modos.

—Nada —susurró la muchacha, desapareciendo de su vista.

Con la vena del cuello a punto de estallar, Bella subió las escaleras de dos en dos cuando se encontró con Ona.

— ¿Qué te pasa hija mía? —preguntó la mujer al verla alterada.

—Ona. No te enfades por lo que te voy a decir. Pero a veces cogería a tu nieto y lo ahogaría.

—Te entiendo —asintió la mujer—. A veces yo misma me he arrepentido de no haberlo hecho cuando era un bebé.

Aquello les hizo sonreír.

— ¡Ona! —llamó Alice desde la cocina.

—Dime, hija —gritó desde la escalera.

— ¿Ha venido ya el cartero?

—No. Aún no. Pero no creo que tarde en llegar.

Al escuchar aquello Bella sonrió. ¡El cartero! Debía estar alerta. Con un poco de suerte quizás aquel hombre podría sacarlas de allí.

Una hora después, mientras charlaba con Ona y con Rose, sentadas en la cocina, el cartero apareció. Bella estuvo a punto de gritar de alegría al verlo aparecer con un coche. Aquello la podría alejar de aquel mundo rural.

—Ona. ¿Crees que el cartero nos puede llevar hasta el pueblo más cercano? —preguntó Bella.

—Me imagino que sí —asintió la mujer—. Pero... ¿para qué quieres ir al pueblo?

—Necesito volver a Edimburgo. Esperaré al conde allí.

— ¿No podríamos quedarnos unos días más aquí? —protestó Rose.

—No —bufó Bella.

—Oh, qué pena —se decepcionó Ona—. ¿Por qué te quieres marchar tan pronto?

—Es una aburrida aguafiestas —protestó Rose.

Bella, con una dura mirada, ordenó callar a su hermana quién sacando la mano derecha le hizo un gesto con el dedo que no le gustó.

—Creo que deberíais esperar a que Edward regresara —señaló la anciana.

—Ona. No lo tomes a mal. Pero yo no tengo que esperar a nadie —respondió Bella con su habitual gesto de superioridad.

—Venga, Bella. Un par de días, mujer —gimió Rose.

—Mira, Rose, quédate tú. Yo necesito volver al hotel.

Acostumbrada a los suspiros de su hermana, Bella miró a la anciana.

—Ona. ¿Podrías preguntarle al cartero si nos puede llevar?

La anciana, tras mirarla, asintió. Sabía que aquello a Edward no le gustaría, pero no podían retener allí a las muchachas contra su voluntad. Por lo que levantándose se alejó.

— ¡La madre que te parió! —Protestó en español Rose—. Con lo bien que estamos aquí. No entiendo por qué narices tenemos que volver al hotel.

— ¡Mírame! —Gruñó Bella—. ¿Has visto la pinta que tengo? Sí ¿verdad? Pues perdona hermanita, pero no estoy dispuesta a que el conde regrese y me encuentre así. Además. Necesito un baño caliente, y alejarme de ese cromañón antes de que termine con mi paciencia y cometa un asesinato.

— ¿Sabes, Bella? —indicó su hermana canturreando—. Creo que te gusta Edward.

—Oh... sí —asintió incrédula—. Y a la boda asistirán Goofy y Pluto.

— ¡Quién sabe, hermanita! puede que hayas encontrado a tu hombre ideal.

—No voy a hablar de algo que no merece la pena hablar —respondió Bella cortando el tema. Ona se acercaba.

Apenas habían sido dos días, pero cuando se despidió de Ona y de Tom, a Bella se le encogió el corazón. No estaba acostumbrada a mostrarlo, pero aquellas personas se lo habían arrebatado.

—Creo que a Edward no le gustará que no estés cuando vuelva —señaló Tom.

—Mira, Tom —indicó Bella tras besarlo—, lo que le guste o no a tu nieto, es lo que menos me importa.

—Que tengáis buen viaje, tesoros —sonrió Ona.

—Adiós —se despidieron las muchachas alejándose hacia el coche.

Ona y Tom se miraron, y cuando creyeron que estaban lo suficientemente lejos fue el anciano quién habló.

—Esa española, con esa fuerza y ese carácter, es la mujer de Edward.

—No comiences, viejo cascarrabias, con tus planes casamenteros —sonrió Ona, pero mirándole con una sonrisa dijo—. ¿Y qué te parece la otra para Emmett?

— ¡Son magníficas! —asintió emocionado—. Dios me ha dado vida para conocerlas.

—Dios te ha dado vida para eso y para mucho más —sonrió Ona dando un cariñoso beso a su marido.

Sacando la mano por la ventanilla del coche del cartero ambas se despidieron y éste las llevó hasta el pueblo de Dornie, donde tras hablar el cartero con la mujer de la tienda, avisó a un taxista vecino que sin dudarlo las llevó hasta Edimburgo.

Al anochecer Edward y Emmett regresaban cansados. Tras una dura tarde de trabajo Emmett había conseguido convencerlo. Debía escuchar a la española, y dejar que el conde tomara una decisión.

Cuanto antes solucionara el problema, antes se marcharía. Pero al llegar y saber que se habían ido, su convencimiento se nubló.

—Lo siento, chicos —protestó Ona al escucharlos—. Esas muchachas querían marcharse, y yo no soy nadie para retenerlas aquí. Además —dijo señalando a Edward—. Tú dijiste con muy malos modos que se buscara la vida.

—Podrías habernos avisado —indicó Emmett decepcionado. Saber que Rose estaba allí le había alegrado el día. Aunque le había fastidiado la noche.

—Edward —dijo Tom, tomando la mano de su mujer—, si yo tuviera cuarenta años menos y mi amada Fiona no existiera, esa española no se me escapaba.

—Esa mujer es una bruja —respondió Edward malhumorado—. Una tirana sin educación.

—Pues quién lo diría, hijo —sonrió Ona a su marido—. Para ser una tirana que no tiene educación te estás preocupando demasiado por su ausencia. De todas formas, Edward, ella se marchó a Edimburgo hasta que el conde regrese. Contigo, cariño mío, no tiene más que hablar.

— ¿Sabes, Ona? —Respondió Edward cogiendo las llaves de la furgoneta—. El problema para ella es que yo aún no he dicho mi última palabra.

— ¡Ése es mi chico! —sonrió Tom viéndolo salir. Había acertado. La española le gustaba.

 

Capítulo 9: CAPÍTULO 8 Capítulo 11: CAPÍTULO 10

 
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