SÁLVAME

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 03/01/2013
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 62
Comentarios: 151
Visitas: 151541
Capítulos: 26

 RECOMENDADO POR LNM

“Si regalaran un diamante por cada disgusto que da la vida, seria multimillonaria”, pensó Isabella cuando encontró a su novio liado con su mejor amiga el día antes de su boda. Y tenía razón, porque a pesar de sus gafas de Prada, de sus bolsos de Chanel, de sus zapatos de Gucci y de todos los Carolina Herrera del mundo colgados en su armario, Isabella solo era una mujer amargada que vive en la mejor zona de Londres.

BASADA EN "TE LO DIJE" DE  MEGAN MAXWELL

 

MIS OTRAS HISTORIAS:

 

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

BDSM

Indiscreción

El Inglés

El Affaire Cullen

No me mires así

 El juego de Edward

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 9: CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 8

 

Tras un corto y tortuoso viaje, en el que la furgoneta saltó más que un canguro, en silencio llegaron hasta una enorme pero vieja casona de tejas oscuras. Sus ventanas de madera envejecida por el viento parecían desafiar el temporal que se desataba encima de ellos. A un lado había un granero viejo, y al otro, un frondoso bosque de pinos guardaba celosamente la intimidad de dos o tres pequeñas casitas. Bella, que al fin había entrado en calor, observaba el lugar mientras, horrorizada, pensaba qué hacía ella allí.

Pasados unos segundos se abrió la puerta. Una pequeña mujer de ojos claros les saludó desde el umbral

—Esperad aquí un momento —indicó Edward con voz profunda.

Bajándose del coche, con una encantadora sonrisa, fue hasta la mujer que sin dudarlo le abrazó con cariño.

—Dichosos los ojos que te ven, mi amor —saludó la anciana de rostro ajado por los años, años que habían respetado una tierna mirada.

—Hola, abuela —saludó Edward tan efusivamente como lo había recibido.

— ¿Por qué no avisaste de que venías? —Le regañó, señalándole con el dedo—. Tu abuelo dirá que podríamos haber calentado la casa antes de tu llegada, y llenar la nevera.

—No sabía que iba a venir hasta hace poco. ¿Cómo está el abuelo?

—Delicado, pero bien —asintió sonriente—. Ya sabes, luchando como un oso.

—Lo que me imaginaba —sonrió, y tomándola de las manos dijo—. Necesito hablar con vosotros. Aparte de Alice, ¿hay alguien más en la granja?

— ¡Por todos los demonios, Edward! —susurró la mujer, asustada—. No iras a darme un disgusto. Mira que no tengo ganas de sermones.

—No, Ona, tranquila —sonrió al ver su cara.

—En este momento sólo está Alice —y fijándose en la furgoneta preguntó—. Pero mi amor ¿quiénes son esas muchachas que esperan en la furgoneta? ¿Traes novia?

—De eso precisamente quería hablarte —sonrió al verla emocionada—. Pero Ona, no te emociones que nada tiene que ver con lo que estás pensando.

Edward, tras mirar hacia la furgoneta, entró en la casa con la mujer. Necesitaba su ayuda.

Desde el coche, Bella, arropada con la manta, continuaba callada.

—Vale. De acuerdo. Cargo con todas las culpas que quieras —dijo Rose—. Si quieres mañana llamo al conde y le cuento lo ocurrido.

—No, Rose —respondió su hermana—. Ya has hecho bastante. Por lo tanto, ¡cállate! Antes de que...

En ese momento la puerta de la casa se abrió. Apareció Edward, la anciana de antes y una muchacha joven.

—Rose —susurró Bella—. Dime que no nos vamos a quedar aquí.

Pero Edward, acercándose hasta ellas con una extraña sonrisa, abrió la puerta de Bella y les dio la bienvenida.

—Bienvenidas a mi hogar, señoritas.

La cara de Bella era un auténtico poema. ¿Cómo se iba a quedar allí?

En ese momento Stoirm saltó desde la parte trasera de la furgoneta y, pasando por encima de ella que gritó asustada, saltó al suelo.

—Qué lugar más alucinante —exclamó Rose, mientras un rayo cruzaba el cielo. Con cuidado bajó de la furgoneta y saludó a las dos mujeres, quienes con amabilidad la acompañaron al interior.

— ¿Piensas dormir en el coche? —preguntó Edward dirigiéndose a Bella.

—Quiero volver al hotel —dijo hundiéndose en el asiento de la furgoneta.

—Creo que eso de momento va a ser imposible —le respondió él.

—Pero yo no puedo dormir ahí —no pudo evitar señalar la casa en tono despectivo—. No conozco a esas personas, no me gusta la casa. Es vieja, y parece sucia.

—Disculpa, princesita —respondió Edward, molesto—. La casa de mis abuelos es vieja, pero por tu bien, omite decir delante de mi abuela que crees que su casa está sucia, porque te aseguro que como digas eso te arrepentirás.

—No pienso moverme de aquí.

—De acuerdo —asintió Edward, y alejándose añadió—. Que pases buena noche. Ah... y abrígate, con lo empapada que estás no dudo que tendrás frío.

Bella lo vio alejarse cargado con un pequeño trolley color azul. Le llamó la atención la marca Victorinox. Una marca suiza bastante cara. Aquella maleta era muy parecida a una que le regaló a Mike. Pero no le cabía la menor duda que sería una mala imitación de mercadillo. Segundos después salió Rose, que dando unos golpecitos a la ventanilla le indicó que la bajara.

—Bella. ¿A qué coño estás esperando para entrar?

—No pienso hacerlo.

— ¡Dios, qué cruz! —Gritó Rose—. Vamos a ver Bella; estás empapada y con barro hasta en las orejas. Tienes frío. Hambre. Y aún así ¿vas a quedarte aquí?

—Qué parte de la palabra no, no entiendes. ¿Acaso crees que voy a entrar a esa horrorosa casa, y voy a confraternizar con esas dos mujeres rurales?

—Eres... eres... —suspiró Rose regresando a la casa—. ¡Que te den morcillas so pija! Congélate mientras yo estoy calentita, limpia y cenadita.

Verla desaparecer le molestó. Pero según pasaban los minutos, la noche caía y el motor de la furgoneta se enfriaba, comenzó a dudar. ¿Debería de entrar?

En el interior de la casa Rose se había duchado y cambiado de ropa. Ona, la abuela de Edward, se había desvivido por hacerle agradable su estancia allí y Alice, la muchachita de aspecto masculino, la observaba muy callada. En dos ocasiones Ona intentó salir en busca de Bella, pero Edward no la dejó. Si quería entrar sería ella la que tendría que llamar a la puerta.

Sobre las doce de la noche, el viento era frío y la lluvia torrencial. Edward comenzó a incomodarse. ¿Cómo podía ser tan testaruda aquella mujer? Por lo que, maldiciendo, salió al exterior y tras abrir la puerta de la furgoneta, agarró a Bella, que estaba dormida, y despertándola de malos modos la hizo andar delante de él hasta el interior de la casa.

Tan sorprendida estaba por aquella intromisión en su sueño que cuando quiso reaccionar el calor de la chimenea la envolvía y la cara sonriente de Ona le ofrecía un caldito caliente que ésta aceptó sin dudar. Estaba congelada.

Rose, al ver a su hermana allí, se relajó, y Ona, viendo el cansancio de aquella pobre muchacha le indicó que la siguiera para mostrarle dónde podía dormir. Detrás de ella, como una sonámbula, se fue Rose, que estaba deseando meterse entre sábanas calientes.

En el salón, el fuego de la chimenea comenzó a calentar el cuerpo de Bella, que con disimulo observaba cómo Alice no dejaba de mirar por la ventana y cómo Edward no paraba de echar leña en la chimenea.

—Esta miel casera te hará bien.

Dijo Ona, acercándose con un bote en una mano y una cuchara llena de miel en la otra.

—No, gracias —rechazó—. No me apetece.

Bella, con gesto altivo miró hacia Edward, que con ojos graves había visto cómo Ona dejaba la cuchara y el tarro de miel sobre la mesa.

—Deberías quitarte el barro del cuerpo —señaló Ona volviéndose hacia ella—. Puedes ducharte si quieres.

— ¿Tienen ducha? —preguntó incrédula.

—Claro, hija mía —asintió Ona sonriendo mientras agarraba a su nieto para que no soltara alguna insensatez.

Esa muchacha parecía bonita a pesar de la costra de barro seco que cubría su cuerpo.

—Me llamo Bella —dijo en un perfecto inglés mirando a la mujer.

—Soy muy mala para los nombres, hija mía—señaló Ona—. La cabeza, ya sabes...

A sus 80 años, y a pesar de la vitalidad que en ella había, olvidaba los nombres, en especial, los que no le interesaban. Algo que no le importaba mucho, pero preocupaba a los que la querían.

—No te preocupes, Ona —señaló Edward dándole un cariñoso beso en la mejilla—. Yo tengo casi  cuarenta y también los olvido —y volviéndose hacia Bella dijo—. ¿Acaso crees que todavía nos bañamos una vez al año y en el río? —increpó, ganándose una recriminadora mirada de su abuela.

—Ah... ¿Pero tú conoces el jabón? —señaló Bella para jorobarlo.

—Y tú —siseo Edward—. ¿Conoces la amabilidad?

— ¡Eres un garrulo!

—Y tú una pija insufrible.

—Ven conmigo, muchacha —sonrió Ona—. Te daré ropa limpia y podrás ducharte.

Sin mirar ni contestar a Edward, Bella se levantó y siguió a la anciana. Tras subir por unas estrechas escaleras de madera, le indicó la habitación donde dormiría. Posteriormente fueron hasta un baño limpio, arreglado, pero sin grandes lujos.

—Este jabón es muy bueno —dijo la anciana—. Lo trae mi Edward de Edimburgo. Aquí tienes un albornoz limpito, unos calcetines y un par de toallas. Como le he dejado un pijama a tu hermana, he cogido uno de Edward para ti.

—No se preocupe —asintió horrorizada mirando lo que había encima del pijama.

—Ah... siento tener que dejarte ropa interior de la mía. No es bonita, pero sí práctica. Alice utiliza calzoncillos, dice que está más cómoda. ¿Necesitas algo más?

—No, gracias.

Al cerrar la puerta en la que no había pestillo y quedarse sola en el baño, miró a su alrededor. Todo era viejo y sin marca. Demasiado usado para su gusto. Cogió la braga con las puntas de los dedos, y horrorizada la examinó. ¿Acaso creía esa anciana que se iba a poner aquellas bragas de cuello alto?

Mirando los botecitos de jabón, sonrió con maldad. Aquel jabón era del hotel, al igual que el albornoz.

«Te voy a aplastar por ratero», pensó Bella.

Tras quitarse el sucio traje, y casi llorar al ver cómo estaba, se metió con cuidado en la ducha. No quería rozarse con nada, aunque poco después tuvo que contener un suspiró de placer al notar el agua caliente recorrer su piel. Poder quitarse el barro seco del pelo y del cuerpo en aquel momento era un auténtico placer.

De pronto sintió que la puerta del baño se abría y que alguien entraba en el baño acompañado por una ráfaga de aire frió.

— ¡Estoy yo! —gritó Bella molesta.

—Lo siento —dijo una débil voz masculina—. Será un segundo.

Acto seguido escuchó vomitar a alguien. Algo que le repugnó.

¿Qué más podía ocurrir?

Pero al escuchar los jadeos de angustia de ese alguien, los recuerdos acudieron a su mente como una montaña de arena. Odiaba recordarlo, por lo que quitándose lo más deprisa que pudo el jabón del cuerpo se puso el albornoz, y al abrir la cortina, se quedó paralizada con lo que encontró.

Sentado en el suelo, junto al WC, un enorme anciano con un pijama a rayas respiraba con dificultad.

—No se preocupe —jadeó el hombre—. Le prometo, muchacha por San Fergus, que no la miraré.

Bella observó cómo el hombre tapaba sus ojos con la mano. Aquello, a pesar de lo extraño y grave de la situación, le hizo sonreír tímidamente. Pasados unos segundos el gigante de barbas blancas intentó levantarse, pero estaba pálido y sus grandes manos le temblaban tanto que le era inútil. ¿Qué le ocurría?

— ¿Está usted bien? —preguntó Bella, agachándose junto a él.

—Eso creía —murmuró el anciano desviando la mirada—. Lo siento muchacha. Creí que no había nadie.

Bella observó algo conocido para ella en los ojos de aquel hombre. Aquellos ojos reflejaban tristeza, humillación y, si cabe, dolor. Sin pensárselo, se agachó junto a él y con el esfuerzo de los dos consiguieron que éste se sentara en la taza de WC. Después, tomando una toalla y mojándola con agua, Bella, se la pasó al hombre con cuidado por la cara, momento en que por primera vez el hombre la miró y sonrió.

—Lo siento, muchacha —volvió a repetir—. De verdad que lo siento.

—No se preocupe, por favor —aquel hombre le gustaba. No sabía por qué, pero le gustaba—. ¿Está usted mejor? ¿Quiere que avise a alguien?

—Eres una de las españolas ¿verdad?

—Sí —sonrió—. Veo que Edward le ha informado de que tiene invitadas. Aunque le agradecería que no me contara lo que le ha dicho de mí, así me evitaré decirle lo que pienso yo de él.

—Es un buen muchacho —sonrió el anciano, orgulloso—. Algo testarudo, pero un hombre de provecho.

—Es su nieto ¿verdad?

—Sí —asintió con rotundidad, y extendiendo la mano dijo— Mi nombre es Tom Buttler.

—Encantada señor Buttler, mi nombre es Bella Swan.

— ¿Bella? Qué nombre más positivo —sonrió el anciano—. Pero no me llames de usted que me hace mayor. Soy el marido de Fiona, y sólo te diré una cosa respecto a mi nieto. No saques conclusiones aceleradas. Te equivocarás.

—Encantada de conocerle —sonrió y cogió aquella temblorosa mano—. En cuanto a su nieto. Tranquilo. Espero perderle de vista pronto para no equivocarme.

—Me encantaría continuar está charla contigo —indicó el anciano—. Pero tengo que volver a la habitación. Como Ona se entere de que he venido al baño sin avisarla se enfadará.

—Será nuestro secreto. Le ayudaré a volver sin que su mujer se entere —sonrió Bella.

Abriendo con sigilo la puerta del baño, Bella sacó su empapada cabeza y tras comprobar que todo estaba tranquilo agarró de la cintura al gigante y con pasos cortos pero seguros llegaron hasta la habitación que había al fondo del pasillo. Al entrar en aquella cálida estancia Bella se sorprendió y, tras ayudarle a entrar en la cama, observó la habitación con curiosidad. Aquella cama tallada con dosel era una maravilla. ¡Era preciosa! El gran hogar encendido estaba bordeado por madera tallada de roble. A un lado un gran ventanal, ahora cerrado, tenía una deslumbrante cortina veneciana en color Burdeos. Al otro lado del hogar, una bonita librería, junto a un sillón orejero también burdeos y una mesita de lectura daban un toque de distinción a la habitación, que podía haber estado en cualquier lado menos en esa casa perdida en el campo.

—Tom —dijo sorprendida—. Tienes una habitación preciosa.

—Gracias —asintió mirando su alrededor—. Todo lo que ves lo ha hecho mi Edward para nosotros.

— ¿En serio? —murmuró más que preguntó Bella, incrédula, admirando el fino tallaje del dosel.

—Mi nieto es un artista —añadió Tom con orgullo.

—De la cuerda floja —señaló Bella haciéndole sonreír.

El anciano la miró con ojos llenos de ternura.

— ¿Qué hace una mujer como tú en tierras escocesas?

—Vine por trabajo —dijo ella sin dejar de observar la habitación.

—Si yo tuviera cuarenta años menos y fueras mi mujer —indicó haciéndola sonreír—, no te permitiría viajar sola. Y menos a Escocia.

—No estoy casada, Tom. Soy una mujer trabajadora, libre de compromiso y eso me da derecho a elegir dónde quiero ir.

— ¿Y cómo es posible que sigas soltera? No entiendo a los hombres de hoy en día.

—Los tiempos cambian, Tom —señaló sin profundizar en el tema.

— ¿En España no valoran lo que es una mujer?

—No sabría qué responderte a eso —dijo acercándose—. En España, como en el resto del mundo, una mujer libre, lista e independiente, asusta.

En ese momento se escucharon risas, y a alguien subiendo por las escaleras.

—Tom, me marcho —susurró ella, yendo hacia la puerta—. Si no al final te descubrirán.

—Bella ¿volverás para charlar conmigo?

—Mañana me marcharé. Pero prometo venir antes a despedirme de ti.

Cuando se quedó sólo en la habitación, Tom sonrió. Edward no tenía un pelo de tonto. Su nieto era más listo de lo que él pensaba.

De nuevo en el baño, se miró en el espejo. Estaba horrorosa y lo peor de todo, no tenía su crema antiarrugas Christian Dior con ácido ascórbico.

¡Dios qué orejas tengo! Murmuró ahuecándose el pelo.

Debía llamar al Hospital Montepríncipe en cuanto regresara a España. El doctor Zurriniaga de Vascongrelos, el cirujano que le hizo la liposucción, tenía que hacerle una otoplastia ¡urgente! Odiaba sus orejas.

Hastiada y aburrida de su imagen al natural, cogió la parte de arriba del pijama y estuvo a punto de chillar al ver el dibujo.

— ¡Tomates! —Murmuró incrédula—. ¡Me voy a poner un pijama con tomates!

Acostumbrada a utilizar maravillosos pijamas de Moschino, DKNY o Armani, normalmente de seda, aquel pijama de franela indocumentado, plagado de tomates rojos, era peor que ponerse una copia barata de mercadillo.

—Pensaré que son tomatitos Cherry —murmuró con un gemido—. Eso me hará sentir mejor.

Convencida de que aquello era su única opción, se puso la parte de arriba. Le llegaba hasta la mitad de los muslos. Solo eso le valía de camisón. Eso sí. De tomates Cherry.

—Oh, Dios mío... Oh, Dios mío. Ni mi madre lleva esto —susurró escandalizada, mientras cogía con cuidado la enorme braga blanca de algodón.

— ¿Cómo voy a ponerme esto?

Pero al final, a pesar de que le chirriaban los dientes, se la puso. No podía andar por el mundo sin bragas. El problema era que igual que se las ponía, se le caían. Le estaban enormes, al igual que el pantalón, por lo que, acordándose de los apaños que siempre hacía su madre, se quitó la goma del pelo que llevaba en la muñeca y le hizo un gurruño —palabra oriunda del pueblo de su madre— se sujetó las bragas.

Con valor, y tras contar hasta cuarenta consiguió mirarse al espejo. ¿Aquella era ella? Estaba patética. Cualquier que la viera en ese instante, pensaría que era una pueblerina profunda en vez de la jefa de publicidad de la prestigiosa empresa R.C.H.

¿Cómo había podido llegar a aquella situación?

La imagen de su hermana se cruzó en su mente. ¡Ella era la culpable de todo!

Necesitaba con urgencia volver a Edimburgo para conseguir ropa en condiciones y localizar al conde. ¿Qué habría pensado por el desplante? Si en su empresa se enteraban de lo ocurrido, sería el fin de su carrera.

—Princesita —dijo la voz de Edward golpeando la puerta—. ¿Te falta mucho?

—No —respondió avergonzada.

¿Cómo iba a salir así?

Estaba horrible con aquel enorme y horroroso pijama de tomates, por muy Cherry que fueran. Eso sin comentar las tremendas bragas de cuello alto.

—Me gustaría darme una ducha antes de que amanezca. ¿Sería posible?

Aquel odioso hombre sólo quería provocarla. Y no. Aquella noche no iba a conseguirlo.

—Si me metes prisa —respondió apoyándose en la pared—. Puede que consigas ducharte para las navidades del 2020.

—Ah, sí. ¡Esas tenemos! —siseó Edward, y sin pensarlo dos veces abrió la puerta a lo bestia—. Entonces permíteme que mire el espectáculo hasta el 2020. Por lo menos me divertirá el payaso contratado para el evento.

— ¡Cromañón! —espetó intentando no gritar. Tom estaba cerca—. ¡Sal de aquí inmediatamente! Tu abuela puede venir y pensar lo que no es.

—No te preocupes —respondió y cerró la puerta tras de sí—. Mi abuela me conoce, y sabe que tú no eres mi tipo de mujer.

—Déjame salir —pidió Bella cogiendo la ropa sucia del suelo.

— ¿Ahora tienes prisa? O quizás tienes miedo de estar a solas conmigo como el otro día en el ascensor.

Ella hizo como que no le había oído.

— ¿Dónde puedo guardar mi ropa? Todo es de marca y necesitará pasar por el tinte cuando volvamos a Edimburgo.

Ahora el sordo era él.

—Vaya. Qué curioso... ese pijama de tomates me suena.

Estaba preciosa. Sin pizca de maquillaje, y con el pelo mojado retirado de la cara, era un espectáculo muy sexy.

Vista así no parecía la agresiva mujer que había conocido.

—Me lo dejó tu abuela —se defendió—. Y no son simples tomates. Son tomates Cherry.

Aquello le hizo sonreír. ¡Tomates Cherry! Era tan pija que necesitaba catalogar la clase de tomate que llevaba el pijama para justificar su valía.

— ¿Sabes? —dijo dando un paso hacia ella—. Ese pijama me lo regaló Ona, hace años para Navidad. Mi deber moral me hace decirte que no es de marca, a pesar de que los tomates sean Cherry.

—Déjame salir —dijo, sintiéndolo demasiado cerca.

—Te dejaré salir cuando pagues el alquiler del pijama.

Al escuchar aquello Bella estuvo a punto de gritar. Aquel tipo era un prepotente engreído. Por lo que dando un paso hacia atrás, se alejó todo lo que pudo de él, mientras Edward, divertido, observaba cómo ella cambiaba de color. Le gustaba rabiosa.

—Mira, hombre de las cavernas —resopló, deseando matarlo allí mismo—. Daría lo que fuera por no estar aquí. Daría lo que fuera por no llevar tu horroroso pijama. Daría lo que fuera incluso por un cepillo de dientes, pero...

—Yo daría lo que fuera porque te callaras y me besaras —dijo interrumpiéndola. Sin moverse, Bella vio cómo Edward le quitaba la ropa sucia de las manos y la atraía hacia él. Consciente de cómo el tacto y el sabor de los besos de aquel idiota comenzaban a hacerle perder fuerza, intentó resistirse, pero no lo consiguió. Le gustaban sus besos. No sabía por qué. Pero le gustaban, y eso comenzaba a asustarla.

Ajeno a los pensamientos de Bella, Edward devoraba con pasión aquellos sabrosos labios. A pesar de la resistencia que ella opuso al principio, era consciente de cómo poco a poco comenzó a mover su lengua junto a la de él. Notó cómo le mordía el labio inferior y soltando un gruñido de satisfacción él se lo mordió a ella. Edward llevaba deseando besarla desde que la vio partir por la mañana del hotel, y tenerla allí, tan preciosa e indefensa, lo había hecho irresistible.

Inclinándose sobre ella, puso sus manos bajo sus hombros, y alzándola la colocó contra la puerta, momento en el que Bella le miró tan extasiada que le hizo arder de deseo. Edward la sujetó contra la puerta, y con cuidado metió sus fuertes manos bajo la camiseta del pijama, y pronto sus manos toparon con la tela sobrante de las bragas haciéndole sonreír, mientras Bella respondía a sus besos con verdadero ardor.

Con una sonrisa de lobo hambriento en su boca, la separó de él. Le apetecía seguir seduciéndola, pero aquello sólo le traería más quebraderos de cabeza. Su propósito no era aquel. Por lo que recuperando su autocontrol a pesar de tenerla ante él cómo una gatita mansa, se preparó para un nuevo ataque.

—Con esto me doy por satisfecho, princesita.

Al escucharlo, Bella abrió los ojos.

¡¿Cómo?! Estuvo a punto de gritar.

Pero al ver su sonrisa profidén, lo entendió. Sólo pretendía humillarla. Así que cogiendo con rabia la ropa del suelo, le señaló con el dedo.

—No vuelvas a hacer lo que has hecho.

— ¿Por qué? Parecía que te gustaba —susurró divertido—. Mi habitación es la segunda de la derecha. Si te apetece un rato de buen sexo, estaré encantado de hacerte un hueco en mi cama.

Bella, rabiosa como una leona que ha perdido a sus cachorros, iba a responderle cuando notó cómo algo le resbalaba por las piernas hasta caerle a los pies.

«Oh Dios mío, que bochorno», pensó al ver la mirada divertida de Edward y las horrorosas bragas hechas un gurruño a sus pies.

— ¡Uau... princesita! —Rió a carcajadas—. Nunca a nadie se le habían caído las bragas al suelo tan rápido ante una invitación a mi cama.

Ella notó cómo la cólera y el bochorno le tintaban la cara de rojo.

—Antes se congela el infierno que acostarme yo contigo —bufó avergonzada y agachándose, sacó los pies y las cogió.

Se sentía como una caldera a punto de estallar, y así se dirigió hacia la habitación que le había indicado Ona. Por todo el camino le persiguieron las carcajadas de aquel idiota, que no dejó de oír hasta que una vez dentro cerró la puerta. Allí vio a Rose dormida en una enorme cama. Sin querer pensar ni mirar a su alrededor se puso de nuevo las bragas, se hizo el gurruño, se metió en la cama, y tapándose hasta las orejas, se durmió.

 

 

Capítulo 8: CAPÍTULO 7 Capítulo 10: CAPÍTULO 9

 
14431373 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10749 usuarios