Una noche enamorada (3)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 18/06/2018
Fecha Actualización: 13/08/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 3
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Capítulos: 27

El desenlace de la historia entre Bella y Edward.

 

Bella nunca antes había conocido el puro deseo. El imponente Edward la ha cautivado, la ha seducido y la adora de formas que nunca había experimentado; conoce sus pensamientos más íntimos y hace todo lo que ella le pide. Él hará cualquier cosa para mantenerla a salvo, aunque para ello tenga que poner en peligro su propia vida. Pero el oscuro pasado de Edward no es lo único que amenaza su futuro juntos… Cuando descubren la verdad sobre el legado de Bella, sale a la luz un inquietante y perturbador paralelismo entre pasado y presente que hace que el mundo de Bella, tal y como lo conoce, se tambalee. Pronto se verá atrapada entre una incontrolable pasión y una peligrosa obsesión que podría destruirlos a los dos…

«Tú eres lo único que veo»

 

Los personajes le pertenecen Stephenie Meyer la historia le pertenece a Joodi Ellen Malpas del libro Una Noche.

 

Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes.

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Capítulo 21: Capítulo 20

—¿Qué haces tú ahí? —La sangre no me llega a la cabeza pero no me siento y empiezo a hacer ejercicios de respiración, lo cual es una buena idea. Creo que voy a desmayarme.

 

—Como han interrumpido nuestra encantadora conversación, he pensado en hacerte una visita —dice con una voz glacial—. Es una pena que no estés en casa pero tu abuela sabe cómo entretenerme. Es una mujer excepcional.

 

—Como le toques un pelo… —Echo a andar hacia la puerta, la determinación y la energía parecen bloquear mi cansancio—. Como la mires mal siquiera…

 

Se echa a reír. Es una risa maquiavélica y fría.

 

—¿Por qué iba a querer hacerle daño a una anciana tan adorable?

 

Echo a correr. Me alejo del despacho de Edward y atravieso los pasillos del sótano del Ice. Es una pregunta muy seria y tiene una buena respuesta:

 

—Porque eso me destruiría y destruyéndome a mí, destruirías también a Edward, por eso.

 

—Chica lista, Isabella —dice y entonces oigo una voz al fondo. La abuela. Su voz alegre pone fin a mi escapada y me detengo en lo alto de la escalera. Más que nada porque el sonido de mis pasos y mi respiración agitada me impiden escuchar lo que dice la abuela.

 

—Disculpa —dice Aro tan pancho y silencia el teléfono. Imagino que lo está apretando contra su pecho—. Dos azucarillos, señora Taylor —dice tan contento—. Pero siéntese, por favor. No debería hacer esfuerzos. Ya me encargo yo.

 

Vuelve a pegarse el teléfono al oído y respira fuerte, como para indicarme su presencia. ¿Dónde está Gregory? Cierro los ojos y rezo para que no les pase nada. La culpa no me deja ni respirar. La abuela ni siquiera es consciente de que la he puesto en peligro. Ahí está, haciendo el té, preguntando cuántos azucarillos quiere ese hijo de mala madre, sin saber lo que pasa.

 

—¿Le digo que prepare tres tazas? —pregunta Aro y mis pies vuelven a ponerse en movimiento. Corro hacia la salida del Ice—. Hasta pronto, Isabella. —Me cuelga y mis miedos se multiplican por mil.

 

La adrenalina corre por mis venas y tiro de las puertas con todas mis fuerzas… No se mueven ni un milímetro.

 

—¡Abre! —Tiro repetidamente y mis ojos buscan una cerradura—. ¡Abríos de una vez!

 

—¡Isabella! —El tono preocupado de Edward me taladra la espalda pero no me doy por vencida. Tiro y tiro hasta que me duelen los hombros pero las malditas puertas no se abren.

 

—¡¿Por qué no se abren?! —grito, temblando y mirando alrededor. Estoy dispuesta a derribarlas con lo que sea con tal de llegar cuanto antes junto a la abuela.

 

—¡Estate quieta, Isabella! —Me coge por detrás y me inmoviliza pero la adrenalina sigue haciendo efecto—. ¿Qué demonios te pasa?

 

—¡Abre la puerta! —grito pegando puntapiés.

 

—¡Mierda! —grita Edward y espero que me suelte pero me sujeta con más fuerza, luchando contra mis manotazos y patadas—. ¡Cálmate!

 

No puedo calmarme. No sé ni lo que es eso.

 

—¡La abuela! —grito liberándome de su abrazo y chocando contra las puertas de cristal. Siento un dolor agudo en la cabeza y a continuación oigo maldecir a Edward y a Charlie.

 

—¡Ya basta! —Edward me da la vuelta y me sujeta contra las puertas por los hombros. Unos enormes ojos azules examinan mi cabeza y luego se fijan en las lágrimas de desesperación que ruedan por mis mejillas—. ¿Qué pasa?

 

—¡Aro está en casa! —digo a toda velocidad, esperando que Edward lo comprenda rápido y me lleve a casa cuanto antes—. He llamado para ver cómo se encontraba la abuela y ha contestado él al teléfono.

 

—¡Hijo de…! —dice Charlie acercándose con premura. Edward parece patidifuso pero Charlie ha entendido a la perfección mis frases fragmentadas—. Abre la puerta, Masen.

 

Edward parece que vuelve a la vida, me suelta y se saca unas llaves del bolsillo. Abre la puerta y me conduce rápidamente al exterior, y me deja con Charlie mientras cierra otra vez.

 

—Métela en el coche.

 

No tengo ni voz ni voto en los preparativos, ni quiero tenerlos. Los dos trabajan deprisa y con eso me basta.

 

Me meten en el asiento trasero del coche de Edward y me ordenan que me abroche el cinturón de seguridad. Charlie se sienta delante y se vuelve hacia atrás. Me mira decidido, muy serio:

 

—No le va a pasar nada, no lo permitiré.

 

Le creo. Es fácil porque durante todo este infierno y a pesar de todo el dolor hay una cosa que ha quedado muy clara y es lo que ambos, tanto Charlie como Edward, sienten por mi abuela. La quieren mucho, casi tanto como yo. Trago saliva y asiento. La puerta del conductor se abre y Edward ocupa su sitio.

 

—¿Estás en condiciones de conducir? —pregunta Charlie mirando detenidamente a Edward.

 

—Sí.

 

Arranca el motor, mete primera y salimos del aparcamiento mucho más rápido de lo recomendable. Edward conduce como un poseso. En circunstancias normales rezaría por mi vida, incluso le diría que frenase un poco, pero éstas no son circunstancias normales. El tiempo apremia. Yo lo sé, Charlie lo sabe y Edward lo sabe. Después de haberles oído hablar de Aro, después de haber tenido el placer de disfrutar de su compañía, no me cabe la menor duda de que, ya sea directa o indirectamente, cumplirá cualquier amenaza que haga. Es un hombre que carece de moral, de corazón y de conciencia. Y en estos momentos se está tomando el té con mi querida abuela. Empieza a temblarme el labio inferior y de repente me parece que Edward no corre lo suficiente para mi gusto. Miro por el retrovisor y noto la sensación familiar de unos ojos azules que se me clavan en el alma. Me mira asustado. Tiene la frente bañada en sudor. Sé que está intentando tranquilizarse con todas sus fuerzas pero es una batalla perdida. Ni siquiera puede ocultar su miedo, no tiene sentido que intente quitarme el mío.

 

Tardamos siglos en recorrer las calles de Londres que llevan a casa. Edward realiza un sinfín de maniobras ilegales: da marcha atrás en un atasco, conduce en dirección contraria y maldice sin cesar mientras Charlie le va indicando atajos.

 

Cuando por fin llegamos a mi casa con un frenazo, me quito el cinturón al vuelo y corro por el sendero sin cerrar siquiera la puerta del coche. Apenas oigo los dos pares de zapatos de vestir que corren detrás de mí, pero sí que noto los fuertes brazos que me atrapan y me levantan del suelo.

 

—Espera un momento, Isabella —dice Edward en voz baja y sé bien por qué—. No permitas que vea lo preocupada que estás. Se alimenta del miedo.

 

Me libero de los brazos de Edward y me llevo las manos a la frente, intentando meter un poco de sentido común en mi mollera a través de la niebla del pánico que cubre mi mente.

 

—Las llaves —balbuceo—. No llevo llaves.

 

Charlie casi se echa a reír. Lo miro.

 

—Ya sabes lo que toca, Edward.

 

Frunzo el ceño y me vuelvo hacia Edward. Pone los ojos en blanco y se lleva la mano al bolsillo.

 

—Ya te dije que necesitábamos instalar un sistema de seguridad —gruñe y saca una tarjeta de crédito.

 

—Lo más probable es que la abuela lo haya invitado a pasar —le espeto pero no me mira con desdén. Simplemente desliza la tarjeta entre la madera y el cerrojo, la mueve un poco, aplica cierta presión y en dos segundos la puerta está abierta y lo aparto a un lado.

 

—¡Espera! —Me coge al vuelo y me sujeta contra la pared del recoveco de la puerta—. Maldita sea, Isabella. No puedes entrar a la carga como el séptimo de caballería —susurra sujetándome con una mano mientras se guarda la tarjeta de crédito en un bolsillo con la otra.

 

—Vamos a esperar hasta que la oigamos gritar, ¿entendido?

 

—Es igual que su madre —musita Charlie y desvía mi atención de Edward.

 

Arquea las cejas con cara de «Ya me has oído»; luego ladea la cabeza con un gesto de «¿Me lo vas a discutir?». Lo odio.

 

—Quiero ir con mi abuela —mascullo imponiéndome a la poderosa presencia de Charlie con una mirada feroz.

 

—Ahórrate la insolencia, Bella —me advierte Edward—. No es el momento.

 

Me suelta y se dedica a la ridícula tarea de arreglarme la ropa, sólo que no le dejo encontrar la calma que busca aseándome. Lo aparto y me odio a mí misma cuando me pongo a terminar lo que ha empezado. Me retiro el pelo de la cara y me aliso el vestido. Después me coge de la mano y tira de mí para que entremos por la puerta principal.

 

—En la cocina —le digo empujándolo por el pasillo—. Ha dicho que iba a hacer el té.

 

En cuanto lo digo, se oye un estrépito al final del pasillo. Pego un brinco, Edward maldice y Charlie se abre paso entre nosotros antes de que yo pueda decirles a mis piernas que se muevan. Edward echa a correr detrás de él y yo los sigo, con mis miedos elevados al cubo.

 

Entro en la cocina y choco contra la espalda de Edward antes de ponerme delante de él. Inspecciono el espacio abierto y no veo nada, sólo a Charlie mirando al suelo. Lo miro fijamente, buscando cualquier expresión facial o reacción. Mi mente no está preparada para enfrentarse a lo que le ha llamado la atención.

 

—¡Recórcholis! —La maldición de señorita de la abuela atraviesa el terror y me infunde valor para mirar el suelo. Está de rodillas, con un recogedor y un cepillo, recogiendo azúcar y los restos de un plato roto.

 

—¡Déjame a mí! —Un par de manos aparecen de la nada y se pelean con sus dedos—. Ya te lo he dicho, boba. ¡Yo estoy al mando!

 

Gregory le quita el recogedor y mira a Charlie exasperado.

 

—¿Todo bien, campeón?

 

—Muy bien —contesta Charlie mirando a Gregory y a la abuela—. ¿Qué ha ocurrido?

 

—Esta mujer —dice Gregory señalando a la abuela con el cepillo, que ella aparta al tiempo que aprieta los labios— no hace lo que le dicen. ¿Quieres levantarte de una vez?

 

—¡Por el amor de Dios! —grita la abuela golpeándose los muslos—. ¡Volved a meterme en el hospital porque entre todos me estáis volviendo loca!

 

Me he quedado tan tranquila que creo que no puedo tenerme en pie. Miro a Gregory, que a su vez mira a Charlie. Muy serio.

 

—Será mejor que te la lleves de aquí.

 

Charlie entra en acción y se agacha para recoger a la abuela.

 

—Vamos, Marie.

 

Me siento un poco inútil viéndolo ayudar a la abuela a levantarse. Estoy más tranquila, confusa y preocupada. Es como si Aro nunca hubiera estado aquí. Pero no me he imaginado la llamada y desde luego no he soñado el tono alegre de la abuela de fondo. Si no fuera por la mirada que Gregory le ha lanzado a Charlie, me cuestionaría mi salud mental. Pero he visto esa mirada. Ha estado aquí. ¿Y acaba de irse? Gregory parece asustado, ¿cómo es que la abuela está como una rosa?

 

Tuerzo el gesto al notar algo cálido en mi brazo y bajo la vista. Es la mano perfecta de Edward, que me coge del hombro. Me pregunto adónde habrán ido los fuegos artificiales, hace mucho que no los siento. La inquietud se los ha tragado.

 

—Creo que deberías… —dice Edward llevándome de vuelta a la cocina. La abuela está ya de pie, con el brazo de Charlie sobre los hombros.

 

Me aclaro el nudo que tengo en la garganta antes de ocupar el lugar de Charlie y llevarme a la abuela de la cocina. Estoy segura de que ahora Gregory les dará el parte a Charlie y a Edward de lo acontecido. Entramos en el salón y la acomodo en el sofá. La tele está encendida pero sin voz y me la imagino sentada en el sofá con el mando en la mano, escuchando cómo Gregory le abría la puerta a Aro.

 

—Abuela, ¿ha venido antes alguien a verte? —Le remeto las mantas por debajo del cuerpo, evitando mirarla a los ojos.

 

—Os creéis que soy más corta que las mangas de un chaleco.

 

—¿Por qué dices eso? —Me maldigo por invitarla a explicármelo. Aquí la tonta soy yo y sólo yo.

 

—Puede que sea vieja, mi querida niña, pero no soy tonta. Vosotros creéis que sí.

 

Me siento en el reposabrazos del sofá y jugueteo con mi diamante, con la cabeza gacha.

 

—Nadie te toma por tonta, abuela.

 

—Vaya que sí.

 

La miro con el rabillo del ojo y veo que tiene las manos en el regazo. No se lo discuto para no insultarla aún más. No sé qué es lo que cree que sabe pero puedo garantizar que la verdad es mucho mucho peor.

 

—Esos tres están hablando de mi invitado, probablemente estén tramando cómo librarse de él. —Hace una pausa y sé que está esperando que la mire a la cara. No lo hago. No puedo. Que haya llegado a esa conclusión me ha dejado anonadada y sé que hay más. No me hace falta que me vea la cara de susto. Sólo le confirmaría lo que piensa—. Porque te ha amenazado.

 

Trago saliva y cierro los ojos. No paro de dar vueltas a mi anillo.

 

—Aro, así se llama ese hijo de mala madre, es más malo que un dolor —dice.

 

Me vuelvo hacia ella horrorizada.

 

—¿Qué te ha hecho?

 

—Nada. —Se inclina hacia adelante, me coge de la mano y me da un apretón para tranquilizarme. Por raro que parezca, funciona—. Ya me conoces. Nadie interpreta mejor el papel de ancianita dulce y tonta mejor que yo. —Sonríe levemente y le devuelvo la sonrisa—. Porque soy más corta que las mangas de un chaleco.

 

Me sorprende su sangre fría. Ha acertado en todo y no sé si dar las gracias u horrorizarme. Sí, su teoría tiene huecos que no pienso rellenar, pero en líneas generales ha dado en el clavo. No necesita saber más. No quiero hacer una estupidez como puntualizar la conclusión a la que ha llegado, así que permanezco en silencio, pensando en el siguiente paso.

 

—Sé mucho más de lo que quisiera, mi querida niña. Me he esforzado mucho por mantenerte lejos de la inmundicia de Londres y lamento mucho haber fracasado.

 

Frunzo el ceño mientras ella dibuja círculos en el dorso de mi mano para reconfortarme.

 

—¿Sabes de ese mundo?

 

Asiente y respira hondo.

 

—En cuanto vi a Edward Masen sospeché que estaba relacionado con él. Que Charlie reapareciera de la nada en cuanto te fuiste a América no hizo más que confirmarlo. —Estudia mi rostro y me echo para atrás, sorprendida por lo que acaba de decir. Ella se empeñó en juntarme con Edward con la cena y todo lo que hizo para que estemos juntos, pero sigue antes de que pueda preguntarle el motivo—. Pero por primera vez en mucho tiempo vi tus ojos llenos de vida, Isabella. Te ha dado la vida. No podía quitártelo. Ya he visto antes esa mirada en los ojos de una chica y he tenido que soportar la horrible devastación que queda cuando se la quitan. No voy a volver a pasar por eso.

 

Mi alma empieza a desplomarse en caída libre hacia mis pies. Sé lo que va a decir a continuación y no estoy segura de poder soportarlo. Se me llenan los ojos de lágrimas de dolor y en silencio le ruego que no siga.

 

—Esa chica era tu madre, Isabella.

 

—Para, por favor. —Sollozo intentando ponerme de pie y escapar pero la abuela me tiene bien cogida la mano y no me deja—. Abuela, por favor.

 

—Esa gente me robó a toda mi familia. No voy a dejar que te lleven a ti también —dice con voz fuerte y decidida, sin titubeos—. Deja que Edward haga lo que tenga que hacer.

 

—¡Abuela!

 

—¡No! —Me acerca más a ella de un tirón y me coge la cara con las manos—. Deja de esconderte como un avestruz, mi niña. ¡Tienes algo por lo que luchar! Debería haberle dicho esto mismo a tu madre y no lo hice. Debería habérselo dicho a Charlie y no lo hice.

 

—¿Lo sabías? —digo a trompicones, preguntándome con qué me va a sorprender a continuación. Mi pobre cerebro está siendo bombardeado con demasiada información.

 

—¡Pues claro que lo sabía! —Parece muy frustrada—. ¡También sé que mi pequeña ha vuelto y nadie ha tenido la decencia de contármelo!

 

Pego tal brinco del susto que me planto en el otro extremo del sofá. Tengo el corazón en la garganta.

 

—Tú… —No consigo articular ni una palabra, me ha dejado sin habla. Hasta qué punto he subestimado a mi abuela—. ¿Cómo…?

 

Se recuesta en la almohada, tan tranquila, mientras yo estoy pasmada con la espalda pegada al sofá, buscando algo que decir, cualquier cosa.

 

Nada.

 

—Voy a echar una cabezada —dice poniéndose cómoda, como si los últimos cinco minutos no hubieran ocurrido—. Y cuando me despierte, quiero que todos dejéis de tratarme como si me chupara el dedo. Déjame descansar.

 

Cierra los ojos y obedezco al instante, temiéndome las represalias en caso de no hacerlo. Levanto mi cuerpo sin vida del sofá y empiezo a salir de la sala de estar. Dudo una, dos, tres veces, pensando en que deberíamos seguir hablando. Pero para hablar necesito poder articular palabras y no me sale ninguna. Cierro la puerta sin hacer ruido y me quedo de pie en el pasillo, secándome los ojos y alisándome el vestido arrugado. No sé qué hacer con todo esto. Aunque una cosa es segura: ya no puedo hacer el avestruz porque me han sacado la cabeza del agujero. No sé si estar agradecida o preocuparme por el hecho de que esté al corriente de todo.

 

Los susurros procedentes de la cocina me sacan de mis pensamientos y mis pies echan a andar por la moqueta y me llevan hacia una situación que no hará otra cosa que añadir más preocupaciones a mi estado actual. Nada más entrar en la cocina me da mala espina. Edward tiene la cabeza entre las manos, sentado junto a la mesa, y Charlie y Gregory están apoyados en la encimera.

 

—¿Qué pasa? —pregunto intentando imprimir fuerza a mi voz. No sé a quién trato de engañar.

 

Tres cabezas se vuelven hacia mí pero yo sólo tengo ojos para Edward.

 

—Isabella. —Se levanta y se me acerca. No me gusta que se ponga la máscara para ocultar su desesperación—. ¿Qué tal está?

 

La pregunta vuelve a sumirme en las tinieblas e intento explicarles su estado. Aquí sólo vale la verdad.

 

—Lo sabe —musito. Me preocupa que quieran detalles. Edward me mira inquisitivo. No me preocupo en vano.

 

—Explícate —me ordena.

 

Suspiro y dejo que me lleve junto a la mesa de la cocina y me siente en una silla.

 

—Sabía que Aro no era trigo limpio. Sabe que tiene algo que ver con vosotros dos. —Señalo a Edward y a Charlie—. Lo sabe todo.

 

Por la cara de Charlie, sé que no lo pilla de nuevas.

 

—Va a echarse una siesta y dice que cuando se despierte, quiere que dejemos de tratarla como si se chupara el dedo.

 

Charlie deja escapar una risotada nerviosa, igual que Gregory. Sé lo que están pensando, más allá de la sorpresa inicial. Piensan que es demasiado para ella, que acaban de salir del hospital. No sé si tienen razón. ¿La he subestimado? No lo sé, pero sí sé que estoy a punto de dejarlos de piedra.

 

—Sabe que mi madre ha vuelto.

 

Todo el mundo enmudece.

 

—Jesús bendito —susurra Gregory, que se apresura a darme un abrazo—. Ay, pequeña, ¿estás bien?

 

Asiento contra su hombro.

 

—Estoy bien —le aseguro, a pesar de que no estoy nada bien. Lo dejo acunarme, consolarme, que me dé besos y me pellizque las mejillas. Cuando se aparta, me mira durante una eternidad con todo el afecto del mundo.

 

—Estoy aquí para lo que necesites.

 

—Lo sé. —Le cojo las manos y se las estrecho. Aprovecho la oportunidad para ver qué cara se les ha quedado a los otros dos. Charlie parece estar admirado y preocupado a partes iguales. Cuando miro a Edward veo… nada. Ha puesto cara de póquer. La máscara está en su sitio pero hay algo en sus ojos. Podría pasarme la vida intentando descifrar lo que es. No lo consigo.

 

Me levanto, Gregory se queda en cuclillas y yo me acerco a Edward. Me sigue con la mirada hasta que me tiene delante, casi rozando su pecho, mirándolo a los ojos. Pero no me abraza ni da muestras de sentir nada.

 

—Me voy a casa —susurra.

 

—Yo de aquí no me muevo. —Lo dejo claro antes de que empiece a darme órdenes. No voy a salir de esta casa ni a dejar a la abuela sola hasta que todo esto haya acabado.

 

—Lo sé. —Que se rinda tan fácilmente me alarma pero consigo mantener la compostura; no tengo ganas de dejar al descubierto más debilidades—. Tengo… —Hace una pausa y se queda pensativo—. Tengo que irme a casa a pensar.

 

Me dan ganas de echarme a llorar. Necesita de la tranquilidad y de su normalidad de siempre para ordenar sus ideas. Su mundo acaba de explotar, es un caos y parece que él está a punto de derrumbarse. Lo entiendo, de verdad, pero una pequeña parte de mí está destrozada. Quiero ser yo la que lo tranquilice, en sus brazos, dándole lo que más le gusta. Pero no es momento para ser egoísta. Edward no es el único que encuentra paz cuando estamos inmersos el uno en el otro.

 

Se aclara la garganta y mira al otro lado de la cocina.

 

—Dame lo que ha dejado para mí.

 

Un sobre acolchado de color marrón aparece a mi lado y Edward lo coge sin dar las gracias.

 

—Vigiladla.

 

Se da la vuelta y se va.

 

Lo observo desaparecer por el pasillo, luego oigo la puerta que se abre y se cierra. Ya lo echo de menos y no hace ni dos segundos que se ha ido. Es como si el corazón fuera a dejar de latirme en el pecho, por ridículo que parezca. Siento que me ha abandonado.

 

Estoy perdida.

Capítulo 20: Capítulo 19 Capítulo 22: Capítulo 21

 
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