Una noche enamorada (3)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 18/06/2018
Fecha Actualización: 13/08/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 3
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Capítulos: 27

El desenlace de la historia entre Bella y Edward.

 

Bella nunca antes había conocido el puro deseo. El imponente Edward la ha cautivado, la ha seducido y la adora de formas que nunca había experimentado; conoce sus pensamientos más íntimos y hace todo lo que ella le pide. Él hará cualquier cosa para mantenerla a salvo, aunque para ello tenga que poner en peligro su propia vida. Pero el oscuro pasado de Edward no es lo único que amenaza su futuro juntos… Cuando descubren la verdad sobre el legado de Bella, sale a la luz un inquietante y perturbador paralelismo entre pasado y presente que hace que el mundo de Bella, tal y como lo conoce, se tambalee. Pronto se verá atrapada entre una incontrolable pasión y una peligrosa obsesión que podría destruirlos a los dos…

«Tú eres lo único que veo»

 

Los personajes le pertenecen Stephenie Meyer la historia le pertenece a Joodi Ellen Malpas del libro Una Noche.

 

Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes.

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Capítulo 22: Capítulo 21

Una ducha de agua caliente me calma un poco. Cuando salgo, la casa está en silencio. Asomo la cabeza por la puerta y me encuentro con que la abuela continúa durmiendo. Sigo a mis pies a la cocina. Gregory está delante de los fogones, removiendo algo en una olla.

 

—¿Dónde está Charlie? —pregunto acercándome.

 

—Fuera, hablando por teléfono. —El cucharón de madera choca contra la pared de la olla y las salpicaduras manchan los azulejos de la pared—. ¡Mierda!

 

—¿Qué es eso? —Arrugo la nariz al ver la papilla marrón que remueve sin cesar. Tiene un aspecto asqueroso.

 

—Se supone que es una sopa de puerro y patata. —Suelta el cucharón y retrocede. Se lleva un paño de cocina a la frente para limpiársela—. A la abuela le va a dar un ataque.

 

Me obligo a sonreír y veo que tiene gotas de papilla en las mejillas.

 

—Espera. —Le quito el paño y me pongo a limpiarle—. ¿Cómo has conseguido pringarte toda la cara?

 

No me contesta. Me deja hacer y me observa en silencio. Tardo más de lo necesario, hasta que me aseguro de que no le salen ampollas. Cualquier cosa con tal de evitar lo inevitable.

 

—Creo que ya está —musita cogiéndome la muñeca para que termine con la operación limpieza.

 

Miro sus ojos marrones y luego la camiseta blanca que le tapa el pecho.

 

—Y aquí también. —Reclamo mi mano y empiezo a limpiarle las quemaduras.

 

—Para, nena.

 

—No me hagas hablar —le suelto sin apartar la vista de la mano que sujeta mi muñeca—. Más tarde, pero ahora no.

 

Gregory apaga el fuego y me sienta en una silla.

 

—Necesito tu consejo.

 

—¿Ah, sí?

 

—Sí. ¿Lista?

 

—Sí —asiento con entusiasmo. Lo adoro por no presionarme. Por entenderlo—. Dime.

 

—Ben se lo va a contar a su familia este fin de semana.

 

Me muerdo el labio, feliz porque por una vez es para no reírme. Una sonrisa de verdad. No una sonrisa forzada o falsa. Una sonrisa como Dios manda.

 

—¿De verdad de la buena?

 

—Sí, de verdad de la buena.

 

—Y…

 

—¿Y qué?

 

—Que estás muy contento, claro está.

 

Por fin se le dibuja una enorme sonrisa en la cara.

 

—Claro está. —Pero la sonrisa desaparece tan pronto como había aparecido y la mía también—. Pero parece que sus padres no se lo esperan. No será fácil.

 

Le cojo la mano y le doy un apretón.

 

—Todo irá bien —le aseguro. Asiento cuando me mira poco convencido—. Te van a adorar. ¿Cómo no iban a hacerlo?

 

—Porque no soy una chica —dice riéndose y besándome el dorso de la mano—. Pero Ben y yo nos tenemos el uno al otro y eso es lo que cuenta, ¿verdad?

 

—Verdad —afirmo sin tardanza, porque sé que tiene razón.

 

—Es mi alguien, muñeca.

 

Me alegro muchísimo por mi mejor amigo. Debería andarme con pies de plomo por él. Al fin y al cabo, Ben ha sido un capullo integral en más de una ocasión, pero es genial que por fin haya decidido pasar de lo que los demás piensen de su sexualidad. Además, no soy quién para juzgar. Todos tenemos nuestros demonios, algunos más que otros. Edward, muchos más que la mayoría. Pero todo el mundo tiene arreglo. Se puede perdonar a todo el mundo.

 

—¿Qué te ocurre? —me pregunta sacándome de mi ensimismamiento.

 

—Nada. —Meneo la cabeza para dejar de pensar cosas raras y me siento más viva de lo que me he sentido… en varias horas. ¿Sólo han pasado unas horas?—. ¿Qué había en el sobre?

 

La incomodidad con la que Gregory se revuelve me indica que sabe a qué me refiero. Él estaba ahí, lo ha visto y lo sabe, y me da la impresión de que hay más por el modo en que evita mirarme a la cara.

 

—¿Qué sobre?

 

Pongo los ojos en blanco.

 

—¿Vas en serio?

 

Tuerce el gesto en señal de derrota.

 

—El hijo del mal me lo dio a mí. Me dijo que se lo entregara a Edward. Sabes que no es la primera vez que lo veo, ¿verdad? Es el mismo cabrón despiadado que apareció cuando os fuisteis a Nueva York. Lo dejé con Charlie en el apartamento de Edward, los dos mirándose, a ver quién aguantaba más tiempo sin reírse. En serio, parecían dos vaqueros a punto de desenfundar. Casi me desmayo cuando le he abierto la puerta.

 

—¿Lo has dejado pasar? —digo ahogando un grito.

 

—¡Qué va! ¡Ha sido tu abuela! Ha dicho que era un viejo amigo de Charlie y yo no sabía qué hacer.

 

No me sorprende. La abuela sabe más de lo que nos imaginábamos.

 

—¿Qué hay en el sobre?

 

Se encoge de hombros.

 

—No lo sé.

 

—¡Gregory!

 

—¡Vale, vale! —Vuelve a revolverse nervioso—. Sólo he visto el papel.

 

—¿Qué papel?

 

—No lo sé. Edward lo ha leído y ha vuelto a guardarlo.

 

—¿Cómo reaccionó al leerlo?

 

No sé si es una pregunta tonta. Yo he visto su reacción cuando he entrado en la cocina. Tenía la cabeza entre las manos.

 

—Se le veía tranquilo y normal… —Se levanta, pensativo—. Aunque no tanto después de que te abrazara.

 

Me vuelvo rápidamente hacia él.

 

—¿Qué quieres decir?

 

—Pues… —Se revuelve un poco, incómodo. ¿O preocupado?—. Me preguntó así muy tranquilo si alguna vez tú y yo…

 

—¡No!

 

Retrocedo, temiéndome el horror de los horrores si algún día Edward descubre nuestro desliz bajo las sábanas.

 

—¡No! Pero, joder, nena. Ha sido de lo más incómodo.

 

—No se lo voy a contar jamás —le prometo, sabiendo exactamente a qué se refiere. Sólo lo sabemos Gregory y yo, a menos que a uno de los dos se nos escape y Edward se entere.

 

—¿Me lo juras con sangre? —pregunta con una risa sardónica. Le da un escalofrío de verdad, como si se estuviera imaginando lo que haría Edward si se enterase de nuestro pequeño tonteo.

 

—No seas paranoico —le digo. Es imposible que lo sepa. Ahora que me acuerdo—: ¿Le ha enseñado el papel a Charlie?

 

—No.

 

Aprieto los labios y me pregunto si Gregory está conchabado con Edward y con Charlie. Esa carta, o lo que fuera, ha bloqueado emocionalmente a mi caballero a tiempo parcial. Necesitaba pensar. Se ha ido a casa, a estar en su apartamento limpio y ordenado, a pensar. Y no me ha llevado con él a mí, que según dice le sirvo de terapia y para desestresarse.

 

—Creo que paso de la sopa —dice Charlie al entrar en la cocina. Gregory y yo lo miramos y lo vemos remover la olla con el cucharón, arrugando la nariz.

 

—Buena elección —dice Gregory regalándome una sonrisa. Lo miro, sin fiarme un pelo. Sabe más de lo que dice. Tose, controla la risa y se levanta de la mesa para escapar de mi mirada inquisitiva—. Prepararé otra cosa.

 

El móvil de Charlie empieza a sonar y lo veo buscándolo en el bolsillo. No me he imaginado la agitación en su apuesto rostro cuando ha mirado la pantalla.

 

—Disculpadme, tengo que cogerla —dice con el teléfono en la mano antes de salir al jardín por la puerta de atrás.

 

Me levanto tan pronto se cierra la puerta.

 

—Me voy a casa de Edward —anuncio agarrando el móvil de encima de la mesa y saliendo de la cocina. Estoy segura de que Edward no dejará a la abuela, ni siquiera aunque Gregory se encuentre aquí. La abuela estará a salvo. Todo apunta a que algo no va bien: el comportamiento de Gregory, la calma aparente de Charlie… Tengo un mal presentimiento.

 

—¡Isabella, no!

 

No pensaba que me fueran a dejar salir así como así, por eso corro por el pasillo antes de que Gregory pueda alcanzarme o avisar a Charlie de mi huida.

 

—¡No dejes sola a la abuela! —grito antes de salir de la casa y correr por la calle hacia la carretera principal.

 

—¡La madre que me trajo! —grita Gregory; la frustración en su voz hace eco y me golpea la espalda—. ¡A veces te odio!

 

Estoy en la parada del metro en un abrir y cerrar de ojos. Paso del móvil. Gregory y Charlie me están llamando pero en cuanto bajo a los túneles del metro por la escalera mecánica me quedo sin cobertura y ya no tengo que rechazar más llamadas.

 

 

 

Estoy en la escalera del edificio donde vive Edward, subiendo los peldaños a toda velocidad hasta el décimo piso sin que se me haya ocurrido usar el ascensor. Es como si llevara siglos sin venir aquí. Entro en el apartamento sigilosamente y de inmediato me envuelve una música suave. La canción marca el tono antes de que haya podido cerrar la puerta siquiera. Las notas profundas y poderosas me ponen al límite de la paz y la preocupación.

 

Cierro la puerta sin hacer ruido, rodeo la mesa y entro en la cocina. El iPhone está en su sitio. La pantalla me informa de lo que estoy escuchando, About Today de The National. Cierro los ojos para que la letra penetre en mi mente.

 

Recorro la sala de estar y me encuentro lo que me imaginaba. Todo está perfecto, a lo Edward, y no puedo negar que me tranquiliza. Debería ir al dormitorio o al estudio mientras me deleito con las pinturas que decoran las paredes del apartamento. Las obras de Edward. Los bellos lugares conocidos casi afeados. Distorsionados. Las cosas bonitas normalmente se aprecian a primera vista, pero a veces miras un poco más y descubres que no son tan bonitas como pensabas. Hay pocas cosas que sean tan hermosas por dentro como por fuera. Aunque hay excepciones.

 

Edward es una de esas excepciones.

 

Estoy como en una especie de trance, reconfortada por la música tranquila. No tengo intención de salir de él de momento, a pesar de que sé que tengo que encontrar a Edward y decirle que no va a perderme. Su apartamento y todo lo que contiene son como una agradable manta que me envuelve para que esté calentita y a salvo. Cierro los ojos y respiro hondo para aferrarme a todas las sensaciones, imágenes y pensamientos que me han dado tanta felicidad, como el sofá que puedo ver en mi oscuridad, donde dejó claras sus intenciones por primera vez. Recuerdo los cuencos de fresas grandes y maduras que tenía en la cocina. El chocolate derretido, la nevera y la lengua de Edward lamiendo cada parte de mí. Todo me catapulta al principio. Entro en su estudio, sumida en mis negras reflexiones, y veo el caos que tanto me sorprendió. Fue una sorpresa maravillosa. Su afición. Lo único en la vida de Edward que está desordenado. Al menos, era lo único hasta que me conoció.

 

Estoy abierta de piernas en la mesa y él traza líneas en mi vientre con pintura roja, o, como sé ahora, me escribe su declaración de amor. Demons suena de fondo. Muy apropiado.

 

Estamos enredados en su sofá desvencijado, envueltos el uno en el otro, pegados como lapas. Y las vistas. Son casi tan espectaculares como Edward.

 

¿Casi?

 

Sonrío para mis adentros. Ni de lejos.

 

Mis reflexiones no podrían ponerse mejor pero entonces esos maravillosos fuegos artificiales que había perdido empiezan a cosquillear bajo mi piel y mi oscuridad se llena de luz. Una luz brillante, fuerte, soberbia.

 

—Bang —susurra en mi oído y siento el calor de su boca en la mejilla, como si mi cuerpo estuviera cayendo en esa luz maravillosa. No puedo distinguir los sueños de la realidad y tampoco me apetece. Si abro los ojos, estaré sola en el apartamento. Si abro los ojos, cada pensamiento perfecto del tiempo que hemos pasado juntos se perderá en nuestra fea realidad.

 

Ahora siento sus manos cálidas en mi piel y la extraña sensación de estar moviéndome… sin moverme.

 

—Abre los ojos, mi dulce niña.

 

Los cierro aún más fuerte, no estoy preparada para perder un solo sueño más: el de sus caricias, el de su voz.

 

—Abre los ojos. —Unos labios suaves me fustigan y gimo—. Hazlo. —Unos dientes mordisquean mis labios, pegados a su boca—. No dejes de iluminarme con tu luz, Isabella Taylor.

 

Me quedo sin aliento y abro los ojos. Tengo ante mí lo más espectacular que voy a ver en la vida.

 

Edward Masen.

 

Mis ojos recorren los contornos de su rostro y cada uno de sus detalles perfectos. Están todos ahí: los penetrantes ojos azules rebosantes de emoción, la boca apenas entreabierta, la sombra que crece en su barbilla, el pelo ondulado, el mechón rebelde en su sitio… todo. Es demasiado bueno para ser verdad. Extiendo el brazo para tocarlo, la punta de mis dedos se toma su tiempo para sentirlo todo, para comprobar que no es producto de mi imaginación.

 

—Soy de carne y hueso —susurra atrapando mis dedos para detener su silenciosa expedición. Me besa los nudillos y se lleva mi mano a la nuca, donde mis dedos se hunden en la mata de pelo—. Soy tuyo.

 

Su boca desciende sobre la mía y me coge en brazos, me pega a su cuerpo. Nos saboreamos, nos acariciamos y nos recordamos el uno al otro el poder de nuestra unión.

 

Mis muslos se enroscan a su cintura con fuerza. Sé que esto no me lo estoy imaginando. Tengo las entrañas ardiendo, echando chispas, en llamas. Me consumen, se apoderan de mí, me regeneran. Lo necesito. Los dos lo necesitamos. Ahora mismo no existe nada más, sólo Edward y yo.

 

Nosotros.

 

El mundo puede esperar.

 

—Adórame —le suplico sin que nuestras lenguas se separen, bajándole la chaqueta por los hombros, impaciente. Me muero por estar piel con piel—. Por favor.

 

Gime, me suelta primero un brazo, luego el otro, para librarse de la lujosa tela. Yo me ocupo de la corbata, tirando del nudo de mala manera, pero no protesta: tiene tantas ganas como yo de eliminar todo lo que se interpone entre nosotros. Me sujeta por el trasero con una mano y con la otra me ayuda y se saca la corbata por encima de la cabeza, sin deshacer el nudo, y luego el chaleco. Me atrevo a cogerlo de la camisa y a abrirla de un tirón. Me preparo para la regañina que me espera, aunque ya he decidido que me da igual, pero no dice nada. Los botones saltan y se desperdigan por todas partes, repiqueteando al caer al suelo. Empiezo a tirar de la tela, a bajársela primero por un brazo y luego por el otro. Siento el calor de su pecho desnudo contra mi vestido, estamos un paso más cerca de estar desnudos. La camisa se reúne en el suelo con la chaqueta, la corbata y el chaleco, y mis manos se aferran a sus hombros mientras nuestro beso se vuelve más y más intenso. No me dice lo que me dice siempre. No intenta que vaya más despacio ni me frena. Me permite que lo bese con frenesí y tocarlo cuanto quiera mientras gimo y gruño las ganas que le tengo.

 

Consigo quitarme las Converse y ascender un poco más por su cuerpo hasta que tiene que echar la cabeza atrás para no romper nuestro beso.

 

—Quiero estar dentro de ti —jadea echando a andar—. Ahora mismo.

 

Se detiene y se lleva las manos a la espalda para bajarme las piernas sin dejar de comerme la boca como un animal hambriento. Ya de pie, mis manos van a por su cinturón, se lo quitan a toda prisa y lo tiran al suelo. Lo siguiente son los pantalones. Están desabrochados en un santiamén y se los bajo todo lo que puedo sin separar mi boca de la suya, hasta los muslos. Edward hace el resto y se quita el bóxer. Luego da un puntapié para librarse de todo: pantalones, bóxer, zapatos y calcetines. Mi deseo de volver a ver su cuerpo en toda su perfecta desnudez no puede más que mis ansias de seguir besándolo, pero cuando me levanta el bajo del vestido para sacármelo por la cabeza no me queda otra opción que separarme de él y aprovecho la interrupción para contemplarlo. La tela de mi vestido me tapa la cara un instante e interrumpe mis observaciones, pero consigo unos segundos extra cuando Edward me acaricia la espalda para desabrocharme el sujetador y bajármelo muy despacio por los brazos. Los pezones se me ponen duros, sensibles, y las palpitaciones de mi entrepierna le suplican que la acaricie. Lo miro a los ojos, está sin aliento, igual que yo. Tira mi sujetador sin mirar dónde cae y mete el pulgar por el elástico de mis bragas. Pero no me las quita, se conforma con ver cómo me desespero más y más. Que no empiece con su manía de controlarlo todo. Ahora no.

 

Meneo la cabeza un poco, observando cómo la comisura de sus labios dibuja la más tenue de las sonrisas. Luego da un paso adelante, sin sacar los pulgares de su sitio, para que yo tenga que andar hacia atrás hasta que mi espalda está contra la pared. El frío me pilla por sorpresa y dejo escapar una bocanada de aire. Echo la cabeza atrás.

 

—Por favor —le suplico cuando empiezo a notar que me baja las bragas por los muslos. Las palpitaciones entre mis piernas se aceleran hasta convertirse en un zumbido constante. Tengo las bragas en los tobillos.

 

—Líbrate de ellas —me ordena con dulzura y obedezco, intentando concentrarme en lo que va a pasar a continuación. No me hace esperar mucho. Siento calor entre los muslos. ¿La fuente? Los dedos de Edward.

 

—¡Dios! —Aprieto los párpados mientras me acaricia en lo más íntimo. Me pego más a la pared, intentando escapar de su tortura.

 

—Estás muy mojada —ruge metiéndome un dedo y presionando mi pared frontal. Me agarro a sus hombros y empujo hasta que tengo los brazos estirados—. Date la vuelta.

 

Trago saliva y trato de procesar la orden pero sus dedos siguen dentro de mí, inmóviles, y si me muevo habrá roce, cosa que hará que me cedan las rodillas y me quede tirada en el suelo hecha una bola de deseo y lujuria. Así que no me muevo para no acrecentar mis ganas de poseerlo.

 

—Date la vuelta.

 

Meneo la cabeza con obstinación, mordiéndome el labio inferior y clavándole las uñas cortas debajo de la clavícula. De repente, una mano aparta mis brazos y su cuerpo se pega al mío. Sus dedos se hunden más en mí.

 

—¡No! —No tengo dónde esconderme. Estoy contra la pared, indefensa.

 

—Así —musita mordisqueándome la mandíbula y la mejilla. Estamos todo lo pegados que se puede mientras me da la vuelta, asegurándose de que sus dedos siguen dentro de mí. Tal y como yo me temía, las sensaciones que producen mis movimientos no hacen más que enloquecerme un poco más y empiezo a respirar hondo, despacio, para no gritar de desesperación.

 

—Las manos contra la pared.

 

Obedezco al instante.

 

—Hacia atrás. —Una mano me coge de la cintura y me guía hacia atrás. Me roza el talón con el pie para que lo mueva hacia el lado. Estoy abierta de piernas, a su merced—. ¿Estás cómoda?

 

Retuerce los dedos en mi interior y pongo el culo en pompa para chocar contra su paquete.

 

—¡Edward! —grito y apoyo la cabeza contra la pared.

 

—¿Estás cómoda?

 

—¡Sí!

 

—Bien. —Me suelta la cintura y al momento siento la punta de su erección, dura y ancha, a punto de entrar. Contengo la respiración—. Respira, mi dulce niña.

 

Es una advertencia y me quedo sin aire en los pulmones cuando me saca los dedos para dejar paso a su polla dura. No me da tiempo a extrañarlo. La desliza dentro de mí con un juramento ininteligible.

 

Me siento completa.

 

—Muévete —le suplico apretándome contra su pelvis, metiéndomela hasta el fondo—. Edward, muévete.

 

Hago fuerza con los brazos hasta que me separo de la pared y puedo echar la cabeza hacia atrás.

 

Atiende a mis súplicas. Unas manos suaves sujetan mis caderas y me clava los dedos, preparándose.

 

—No quiero que te corras, Isabella.

 

—¿Qué? —exclamo, me echo a temblar sólo de pensar en contener mi orgasmo. Casi todos aparecen de la nada. Es el chico especial, tiene un talento que ninguno de los dos logramos comprender—. ¡Edward, no me pidas lo imposible!

 

—Puedes hacerlo —me asegura en vano, restregándose contra mi culo—. Concéntrate.

 

Siempre me concentro y no sirve para nada; tendré que confiar en su habilidad y su experiencia mientras me mantiene en el limbo. La tortura que me espera en sus manos cae como un jarro de agua fría sobre mi mente nublada por el deseo. Voy a gritar de desesperación, es posible que hasta le muerda y le arañe. Siempre me mantiene en tierra de nadie, y el mero hecho de que me lo haya advertido me preocupa.

 

Cierro los ojos y dejo escapar un grito fragmentado mientras sale de mí y me deja dentro sólo la punta.

 

—Edward —ya estoy suplicando.

 

—Dime cuánto me deseas.

 

—Te deseo muchísimo —confieso, conteniéndome para no echar el culo atrás y volver a sentirme llena.

 

—¿Muchísimo?

 

La pregunta me pilla por sorpresa, igual que mi respuesta.

 

—Todo.

 

Sigue detrás de mí. Está pensando en lo que le he dicho.

 

—¿Todo?

 

—Todo —afirmo. Su fuerza y su energía borrarán gran parte de mi agonía. Lo sé.

 

—Como quieras. —Se inclina hacia adelante, me pega el pecho a la espalda y me muerde en el hombro—. Te quiero —susurra y luego besa la marca que sus dientes han dejado en mi piel—. ¿Lo entiendes?

 

Lo entiendo perfectamente.

 

—Sí. —Acerco la mejilla a su cara y disfruto del roce de su barba antes de que se enderezca y coja aire. Me preparo.

 

Pero no hay preparación suficiente en el mundo para que yo no grite cuando me embiste. Esperaba que se detuviera al instante, asustado, al oírme gritar, pero no lo hace. Rápidamente se retira y ataca de nuevo con un gruñido. Los primeros empujones son para ajustar el ritmo. Es incansable, implacable. Me clava los dedos en la piel y tira de mí sin parar, arrancándome un grito tras otro. Tengo fe en que sabe lo que pienso y no intento contener los gritos. Cada vez que su cuerpo choca contra el mío se me escapa uno del alma y no tardo en tener la garganta seca y rasposa. Pero eso no me detiene. Mi cuerpo no me pertenece. Es de Edward y lo está disfrutando. Es casi brutal, pero la pasión y el deseo que hay entre nosotros me mantiene en un estado de éxtasis total.

 

Continúa a un ritmo despiadado hasta que lo único que evita que me caiga al suelo es él. No corre el aire entre su entrepierna y mi culo, contra el que arremete una y otra vez, el sonido de piel desnuda chocando contra piel desnuda se va haciendo más fuerte a medida que empezamos a sudar. La penetración profunda no sólo me llena el cuerpo sino también el alma, cada embestida me recuerda a ese lugar maravilloso al que me lleva cada vez que me hace suya, ya sea en plan tierno y controlado, o salvaje y despiadado. Aquí no hay control. Al menos no lo parece, aunque sospecho que está ahí. No, sé que está ahí. He aprendido que, lo haga como lo haga, siempre me adora. Lo hace todo con amor, ese amor sin límites que siente por mí.

 

Empiezo a notar un cosquilleo en el clítoris. Es el principio del fin. ¡Dios mío, no voy a poder pararlo! Lo intento todo: la concentración, la respiración, todo. Pero el choque constante de su cuerpo musculoso contra el mío no me permite hacer más que aceptarlo. Absorberlo. Tomo todo lo que tiene para darme. Siempre será así.

 

—¡Te estás tensando por dentro, Bella! —grita sin bajar el ritmo, casi asustado, como si supiera la batalla campal que se libra en mi interior. No tengo ocasión de confirmarle que tiene razón. Sale de mí y me da la vuelta. Me levanta y vuelve a penetrarme.

 

Grito rodeándole la cintura con las piernas y dando manotazos al aire. La repentina pérdida de fricción no me ha servido de ayuda. Va demasiado rápido.

 

—Mi nombre, nena —jadea en mi cara—. Grita mi nombre.

 

Para enfatizar su orden, me levanta un poco y luego me deja caer.

 

—¡Edward!

 

—¡Eso es! Otra vez. —Repite el mismo movimiento, esta vez más fuerte.

 

—¡Joder! —grito, mareada por las profundidades a las que llega.

 

—¡Mi nombre!

 

Me estoy cabreando. El empeño de Edward por controlar mi orgasmo inminente me está poniendo insolente.

 

—¡Edward! —grito tirándole del pelo, echando la cabeza atrás mientras sigue penetrándome. Cada vez la tiene más dura, lleva mucho tiempo así, pero el cabrón se niega a acabar.

 

—¿No vas a arañarme? —me provoca y mis uñas se lanzan a la carga, a cumplir su misión. Me sorprende mi propia violencia pero no me detengo. Le clavo las uñas y le arranco la piel—. ¡Aaaah! —ruge de dolor, echando la cabeza atrás—. ¡Joder!

 

Ninguno de sus gritos ni sus improperios me contiene. Le estoy arañando como una posesa, y es raro pero creo que le gusta.

 

—Eres una floja, mi dulce niña —resopla, retándome.

 

Me mira a los ojos. Va en serio. ¿Quiere que le haga daño? Sus caderas se detienen de sopetón y mi clímax se diluye.

 

Pierdo el hilo.

 

—¡Muévete! —Le tiro del pelo, tan fuerte que le hago doblar la cabeza. Pero él sonríe—. ¡Muévete, cabrón! —Arquea las cejas con interés pero sigue sin moverse y empiezo una loca carrera por intentar recuperar la fricción. No funciona—. ¡Maldito seas, Edward!

 

Sin pensármelo dos veces, le clavo los dientes en el hombro y muerdo con todas mis fuerzas.

 

—¡Joder!

 

Sus caderas vuelven a la carga y resucitan mi orgasmo languideciente.

 

—¡Serás…! ¡Joder!

 

Ahora sí que va a por todas y arremete contra mí como una mala bestia.

 

No le suelto el hombro. Le hago gritar, gemir, gruñir mientras le tiro del pelo sin parar. Estoy siendo tan bestia como Edward y me encanta. El placer es indescriptible y el dolor ocupa el lugar de la pena. Me está sacando los pesares a golpe de polla, aunque sea sólo temporalmente, pero ahí va. Me tortura. Lo torturo. Mi espalda golpea una y otra vez la pared y los dos emitimos sonidos guturales de satisfacción.

 

—Hora de acabar, Isabella —jadea levantándome la cabeza de su hombro y comiéndome la boca. Nos besamos como si fuera la primera vez. Rápido, con ansia y desesperación, y en un abrir y cerrar de ojos estoy en el suelo, debajo de Edward. Nos mantiene unidos y me embiste con fuerza hasta que retuerzo los tobillos y grito a pleno pulmón cuando el orgasmo me atraviesa y las contracciones largas y palpitantes de mis entrañas lo aprietan con furia contra mi pared interna. Gruñe, baja el ritmo, masculla palabras ininteligibles en mi cuello. Lo he dejado seco y yo estoy rebosante, disfrutando del calor pegajoso dentro de mí.

 

—Dios santo —jadeo dejando caer los brazos por encima de mi cabeza.

 

—Estoy de acuerdo —gime saliendo de mí y tumbándose boca arriba a mi lado. Ladeo la cabeza y veo que se ha tirado al suelo sin ningún cuidado y resopla mirando el techo. Está chorreando, con el pelo enmarañado y la boca más abierta que de costumbre, intentando que el aire le llegue a los pulmones.

 

—Dame lo que más me gusta.

 

—¡No puedo moverme! —protesto, alucinada de que se atreva a pedírmelo—. Me has dejado exhausta con este polvo.

 

—Lo harás por mí —insiste cogiéndome de la cintura—. Ven.

 

No me deja elección. Además, quiero envolverlo con mi cuerpo y con mi boca. Me levanto, ruedo hacia él y tumbo mi cuerpo sin fuerzas sobre el suyo. Lo único que todavía funciona es mi boca, que está lamiendo, chupando y mordiendo su cuello.

 

—Sabes a gloria —afirmo—. Y hueles divino.

 

—Chupa más fuerte.

 

Dejo de comérmelo a besos y levanto la cabeza muy despacio. Sé que estoy frunciendo el ceño. Ni en un millón de años me habría imaginado que Edward Masen quisiera llevar un chupetón en el cuello.

 

—¿Cómo dices?

 

—Chupa más fuerte. —Arquea las cejas un poco para enfatizar su orden—. ¿Voy a tener que decírtelo tres veces?

 

Esto tiene su gracia. Vuelvo a su cuello, lo muerdo y me pregunto si retirará la orden, pero tras unos minutos de mordiscos inocentes me lo pide por tercera vez.

 

—¡Más fuerte!

 

Mis labios se cierran sobre su cuello y chupo. Fuerte.

 

—Más fuerte, Bella.

 

Me coge de la nuca y me baja la cabeza. Me cuesta respirar. Pero hago lo que me dice y me meto un buen trozo de piel en la boca, chupo y chupo hasta cortarle la circulación. Se va a ver en tecnicolor por encima del cuello de sus camisas pijas. ¿Qué demonios le pasa? Pero no puedo parar. Para empezar, Edward me tiene bien cogida del cuello y no me deja levantar la cabeza. Además, me está gustando esto de que todo el mundo pueda ver la marca que le he hecho a mi caballero de finos modales.

 

No sé cuánto tiempo pasamos así. Lo único que sé es que me duelen los labios y la lengua. Cuando por fin me suelta, cojo aire y contemplo la monstruosidad que he creado en su cuello perfecto. Tuerzo el gesto. Ahora ya no es perfecto. Es un horror y estoy segura de que Edward opinará lo mismo cuando se la vea. Es tan fea que no puedo dejar de mirarla.

 

—Perfecto —suspira. A continuación bosteza, vuelve a cogerme de la nuca y rodamos como dos posesos hasta que lo tengo encima, sentado en mis caderas. Sigo sin entender nada y Edward tampoco me aclara nada cuando se pone a dibujar el contorno de mis senos con la punta de los dedos.

 

—Es bien fea —confieso preguntándome cuándo irá a ver el horror que le he hecho.

 

—Puede —musita sin preocuparse todo lo que debería. Sigue trazando mi torso tan contento.

 

Me encojo de hombros. Desde luego, si el rey del estrés no mueve un músculo, yo tampoco voy a preocuparme. En vez de eso le hago la pregunta que me rueda por la mente desde que he llegado… antes de que me tocara con esas manos y me distrajera con su adoración. Aunque esta vez ha sido un poco más bestia. Bueno, no sólo un poco. Sonrío. Ha sido un polvo de los buenos y, para mi sorpresa, he disfrutado cada segundo.

 

—¿Qué hay en el sobre? —digo despacio, sabiendo que es terreno pantanoso.

 

No me mira y tampoco deja de acariciarme con las yemas de los dedos, dibujando todas mis líneas invisibles.

 

—¿Qué pasó entre Gregory y tú? —Me mira. Lo sabe. Mi amigo tenía motivos para preocuparse—. Gregory parecía incómodo cuando se lo pregunté.

 

Cierro los ojos y guardo silencio. No consigo ocultar lo culpable que me siento.

 

—Dime que no significó nada.

 

Trago saliva y le doy vueltas a la mejor manera de enfocarlo. ¿Confieso o lo niego todo? Mi conciencia se abre paso.

 

—Estaba intentando consolarme —digo atropelladamente—. Se nos fue de las manos.

 

—¿Cuándo?

 

—Después de lo del hotel.

 

Hace una mueca y respira hondo para calmarse.

 

—No hubo sexo —continúo, nerviosa, deseando aclararle sus peores sospechas. No me gusta que se haya puesto a temblar—. Sólo tonteamos un poco. Los dos nos arrepentimos. Por favor, no le hagas daño.

 

Sus fosas nasales se abren y se cierran, como si estuviera intentando no explotar con todas sus fuerzas.

 

—Si le hago daño a él, te lo estoy haciendo a ti. Ya te he hecho sufrir bastante —dice apretando los dientes—. Pero no volverá a suceder.

 

Es una afirmación, no una petición, ni una pregunta. No volverá a suceder. Permanezco en silencio hasta que veo que su respiración vuelve a la normalidad. Está más tranquilo pero mi pregunta sigue sin respuesta y quiero obtenerla.

 

—El sobre.

 

—¿Qué pasa con el sobre?

 

Me muerdo el interior de la mejilla, deliberando si debo insistir o no. Se está poniendo distante.

 

—¿Qué había dentro?

 

—Una nota de Aro.

 

Lo sabía pero que me lo haya dicho me sorprende.

 

—¿Qué decía? —Esta vez lo pregunto sin rodeos.

 

—Me explica cómo puedo salir de este mundo.

 

Abro mucho la boca. ¿Hay una salida? ¿Aro va a liberarlo de sus cadenas invisibles? ¡Dios mío! La sola idea de que todo esto termine, de poder seguir con nuestras vidas, es demasiado para mí. No me sorprende que Edward parezca estar en paz pero hay un pequeño detalle que me devuelve a la dura realidad. Un gran detalle. Estaba en la cocina de mi casa cuando leyó la carta y se quedó hecho una mierda, nada que ver con su máscara impasible. Estaba atormentado, preocupado. ¿Qué ha cambiado para que ahora esté tan tranquilo? Me armo de valor y le pregunto lo que debería haberle preguntado antes de que me invadiera el entusiasmo.

 

—¿Cómo puedes salir de este mundo? —Estoy conteniendo la respiración, lo que significa que no me va a gustar la respuesta.

 

Pero a pesar de mi pregunta, sus dedos no titubean, continúa acariciándome y él sigue sin mirarme a la cara.

 

—Eso no importa porque no pienso hacerlo.

 

—¿Tan malo es?

 

—Lo peor —responde sin vacilar, poniendo cara de enfado antes de poner cara de asco—. Tengo otra salida.

 

—¿Cuál?

 

—Matarlo.

 

—¿Qué?

 

Me revuelvo bajo su cuerpo, presa del pánico, pero no consigo moverme y me pregunto si se ha sentado así a propósito, a sabiendas de que iba a acribillarlo a preguntas y de que iba a echar a correr en cuanto me las respondiera. No sé por qué actúo como si me sorprendiera. Después de lo que dijo Charlie y viendo la cara de Edward, me temía que fuera a decir exactamente eso. ¿Y lo que Aro le propone es aún peor? ¿Cómo es posible?

 

—No te muevas —dice muy tranquilo, demasiado. Eso me asusta aún más. Me coge las muñecas con una mano y las sujeta por encima de mi cabeza. Ahora soy yo la que resopla agotada en su cara—. Es el único modo.

 

—¡No lo es! —le discuto—. Aro te ha dado otra salida ¡Acéptala!

 

Menea la cabeza, inflexible.

 

—¡No! ¡Fin de la conversación!

 

Aprieta los dientes y me mira en señal de advertencia. No me importa. No hay nada peor que matar a alguien. No voy a permitir que lo haga.

 

—¡De eso nada! —le grito—. ¡Suéltame!

 

Me revuelvo e intento darme la vuelta. No lo consigo.

 

—¡Para! —Empotra mis muñecas contra el suelo, encima de mi cabeza, y consigo soltarlas un poco—. ¡Maldita sea! ¡Deja de revolverte!

 

Permanezco quieta pero sólo porque estoy agotada. Jadeo en su cara, intentando lanzarle una mirada asesina con las fuerzas que me quedan.

 

—No hay nada peor que matar a alguien.

 

Respira hondo. Está intentando infundirse ánimos y se me tensa todo el cuerpo.

 

—Sé que lo que me pide te destruirá, Isabella. Y no hay garantías de que no vuelva a pedirme que haga otra cosa. Mientras siga con vida es una amenaza para nuestra felicidad.

 

Niego con la cabeza, terca como una mula.

 

—Es demasiado peligroso. Nunca lo conseguirás. Seguro que tiene un montón de matones guardándole las espaldas. —Me está entrando el pánico. He oído a Gregory hablar de armas—. Y no podrás vivir cargando semejante peso en tu conciencia.

 

—Es demasiado peligroso no hacerlo y Aro me ha dado la ocasión perfecta.

 

Sus palabras me confunden y me callo un momento antes de comprenderlo todo.

 

—Ay, Dios. Quiere que acudas a una cita.

 

Asiente levemente, sin decir nada mientras asimilo la noticia. Esto no hace más que ir a peor. Tiene que haber otro modo.

 

Dentro de mí algo posesivo y muy profundo se revuelve sólo de pensar que alguien más lo toque y lo bese. Una parte de mi cerebro grita: «Déjalo matar a Aro. ¡El mundo estará mejor sin él!». Y una parte de mí asiente. Pero mi conciencia también tiene voz y me mira con cara de pena, sin decir nada, aunque sé lo que diría si me hablara:

 

«Que vaya a esa cita».

 

«Sólo será una noche».

 

«No significará nada para él».

 

—Es la hermana de un importante traficante de drogas ruso —dice en voz baja—. Me desea desde hace años pero me da asco. Se excita degradando a su compañero. Lo único que quiere es el poder. Si Aro me entrega a ella, podrá hacer negocios con los rusos. Ser su socio le reportaría grandes beneficios y lleva mucho tiempo deseándolo.

 

—¿Por qué no unen fuerzas sin ti?

 

—Porque la hermana del ruso se niega a menos que me consiga.

 

—Suéltame —le susurro. Lo hace, se separa de mí y se arrodilla a mi lado. Salta a la vista que no quiere hacerlo. Yo también me arrodillo, me acerco a él y lo pillo con el ceño fruncido. Pero me deja hacer. Le pongo las manos en los hombros para darle la vuelta y cuando le veo la espalda me llevo un buen susto.

 

Qué desastre. Es un laberinto de líneas rojas. De algunas manan gotas de sangre y otras se han hinchado. Parece un mapa de carreteras. Quería que le hiciera daño de verdad pero por razones que no tenían que ver sólo con la combinación de dolor y placer. Quería que lo marcara. Ahora pertenece a alguien.

 

A mí.

 

Me llevo las manos a la cara y me tapo los ojos. No puedo evitar hipar entre sollozos.

 

—No llores —me susurra dándose la vuelta y abrazándome. Me besa repetidamente, me acaricia el pelo y me estrecha contra su pecho—. No llores, por favor.

 

La culpa me corroe y me grito a mí misma que tengo que hacer lo correcto, y más viendo a Edward dispuesto a realizar una cosa tan abominable por mí. Por mucho que me diga que Aro es el diablo en persona, que se lo merece, no logro convencerme para dejar que lo lleve a cabo. Edward cargará con la culpa el resto de su vida y ahora que lo sé, yo también. No puedo dejar que nos haga eso. Sería como tener la soga al cuello el resto de nuestras vidas.

 

—Chisssst… —me consuela acurrucándome en su regazo.

 

—Vayámonos —sollozo. Es la única alternativa—. Podemos coger a la abuela e irnos muy muy lejos.

 

Hago una lista mental de todos los sitios a los que podríamos ir mientras me mira con ternura, como si yo no entendiera nada.

 

—No podemos hacer eso.

 

Lo definitivo de su respuesta me indigna.

 

—Sí podemos.

 

—No, Isabella. No es posible.

 

—¡Podemos! —le grito. Tuerce el gesto y cierra los ojos. Está intentando ser paciente—. ¡No digas que no podemos porque no es verdad!

 

Podríamos irnos ahora mismo. Coger a la abuela e irnos. Me da igual adónde siempre que estemos muy lejos de Londres y de este mundo cruel y ruin. No sé muy bien por qué Edward dice que va derecho al infierno, a mí me parece que ya vive en él. Y me está arrastrando a mí.

 

Abre lentamente los ojos azules. Unos ojos azules atormentados. Me dejan sin aliento y se me para el corazón, pero no es como siempre.

 

—Yo no puedo irme —dice claramente, con un tono y una mirada que me retan a interrumpirlo. No ha terminado. Es verdad que no puede salir de Londres y hay una razón de peso—. Tiene una cosa que podría hacerme mucho daño.

 

Odio el instinto natural de mi cuerpo de alejarse de sus brazos.

 

Me siento lejos, y reúno el valor para preguntarle qué es.

 

—¿Qué cosa? —digo con un hilo de voz.

 

La nuez de su cuello sube y baja cuando se traga el nudo que tiene en la garganta, su bello rostro cambia de expresión y su cara dice… Nada.

 

—Maté a un hombre.

 

La soga que estaba intentando evitar ponerme al cuello empieza a estrangularme y lo hace deprisa. Trago saliva varias veces, abro los ojos como platos y no consigo despegarlos de su rostro impasible. Tengo la boca seca y me cuesta respirar.

 

Me alejo despacio, aturdida, tanteando el suelo que piso para asegurarme de que sigue ahí. Estoy cayendo en el infierno.

 

—No puede probarlo —digo; la cabeza me va a estallar y mi lengua dice cosas que no puedo controlar. Puede que sea mi subconsciente, que se niega a creer que sea verdad. No lo sé—. Nadie le creería.

 

Así es como tiene encadenado a Edward. Le hace chantaje.

 

—Tiene pruebas, Bella. En vídeo. —Está muy tranquilo. No hay miedo ni pánico—. Si no hago lo que quiere, me delatará.

 

—Dios mío. —Me paso las manos por el pelo y miro en todas direcciones. Edward irá a la cárcel. Nuestras vidas se habrán acabado—. ¿A quién? —pregunto obligándome a mirarlo mientras escucho a Gregory, el sarcasmo en su voz aquel día que dijo que habría que añadir el ser un asesino a la larga lista de defectos de Edward.

 

—Eso no importa. —Aprieta los labios. Creo que necesito enfadarme pero no lo consigo. Mi novio acaba de confesar que ha matado a alguien y yo estoy aquí haciéndole preguntas como una idiota. No quiero creer que hay una razón para que yo esté reaccionando así. Debería echar a correr, pies para qué os quiero, sin embargo estoy sentada en el suelo de su apartamento, desnuda, mirándolo.

 

—Explícate —mascullo y me cuadro para demostrar mi fortaleza.

 

—No quiero —susurra agachando la cabeza—. No quiero contaminar tu mente pura y bella con eso, Bella. Me he prometido a mí mismo muchas veces que no te mancillaría con mi pincel sucio.

 

—Demasiado tarde —contesto en voz baja, y rápidamente me mira a los ojos. A ver si se da cuenta de una vez que mi mente, aparentemente pura y bella, lleva mucho tiempo llena de mierda, y no sólo la de Edward. Yo también he vivido lo mío—. Cuéntamelo.

 

—No puedo contártelo —suspira con el rostro cubierto de vergüenza—. Pero puedo enseñártelo.

 

Se levanta lentamente y me tiende la mano. Por instinto, la acepto. Me ayuda a levantarme y nuestros cuerpos desnudos se rozan. El calor de su piel desnuda me envuelve al instante. No me aparto. No me está sujetando, no me retiene a la fuerza. He elegido quedarme. Las yemas de sus dedos me levantan la barbilla para que lo mire.

 

—Quiero que me prometas que no saldrás corriendo después de verlo, aunque sé que no es justo.

 

—Te lo prometo —digo en voz baja sin pensar. No sé por qué, pero Edward no me cree, porque me besa en los labios con una leve sonrisa.

 

—Nunca dejas de sorprenderme. —Me coge de la mano y me conduce al sofá, no le preocupa que esté desnuda—. Siéntate.

 

Me pongo cómoda mientras va hacia uno de los armarios y abre un cajón. Saca algo antes de volver junto al televisor. Observo en silencio cómo saca un DVD de un sobre que me resulta familiar y lo mete en el aparato. Luego me mira. Me da el mando a distancia.

 

—Pulsa «Play» cuando estés lista —me dice ofreciéndomelo de nuevo para que lo coja—. Yo estaré en mi estudio. No puedo verlo…

 

«…otra vez».

 

Iba a decir que no podía volver a verlo. Menea la cabeza, coge la mía con ambas manos y me besa en la coronilla. Luego inspira, es la inspiración más larga de la historia, como si estuviera intentando memorizar mi olor para el resto de su vida.

 

—Te quiero, Isabella Taylor. Siempre te querré.

 

Y con eso veo cómo la distancia entre nosotros se hace más grande y me deja sola en la habitación.

 

Quiero gritarle que vuelva, que me coja de la mano, que me abrace. El mando a distancia me quema la mano y quiero estamparlo contra la pared de enfrente. La pantalla está oscura. Como mi mente. Le doy vueltas al mando a distancia. Me pego al respaldo, como intentando guardar las distancias con algo que sé que va a hacer saltar por los aires lo poco que queda de mi mundo. Edward me lo ha confirmado. Así que cuando dejo de darle vueltas al trasto pulso el botón. Sólo me pregunto qué demonios estoy haciendo durante una fracción de segundo antes de que la imagen de una habitación vacía ponga fin a mis pensamientos. Frunzo el ceño y me inclino hacia adelante un poco para ver bien la estancia, que parece muy pija. Está llena de muebles antiguos, entre ellos una enorme cama con dosel, y se nota que no son imitaciones. Las paredes están revestidas con paneles de madera y las pinturas de paisajes parecen estar colgadas al azar en sus intrincados marcos dorados. Es todo muy pijo y lujoso. Sé que la cámara está en un rincón porque puedo ver toda la habitación. Está vacía y en silencio. Se abre la puerta que hay en la pared opuesta de la cámara y doy un salto hacia atrás. Se me ha caído el mando a distancia.

 

—¡Jesús! —El corazón se me va a salir del pecho e intento controlar la respiración. No dura mucho porque casi deja de latirme cuando aparece un hombre en el umbral. Se me hiela la sangre en las venas. El hombre está desnudo, excepto por una venda que le tapa los ojos. Tiene las manos en la espalda y no tardo en saber por qué. Está maniatado. Creo que me van a sangrar los ojos.

 

Es joven, parece un adolescente. No tiene músculo en el pecho ni las piernas fuertes y tiene el vientre plano, sin rastro de abdominales marcados.

 

Pero está muy claro quién es ese chico.

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