Una noche enamorada (3)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 18/06/2018
Fecha Actualización: 13/08/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 3
Visitas: 46912
Capítulos: 27

El desenlace de la historia entre Bella y Edward.

 

Bella nunca antes había conocido el puro deseo. El imponente Edward la ha cautivado, la ha seducido y la adora de formas que nunca había experimentado; conoce sus pensamientos más íntimos y hace todo lo que ella le pide. Él hará cualquier cosa para mantenerla a salvo, aunque para ello tenga que poner en peligro su propia vida. Pero el oscuro pasado de Edward no es lo único que amenaza su futuro juntos… Cuando descubren la verdad sobre el legado de Bella, sale a la luz un inquietante y perturbador paralelismo entre pasado y presente que hace que el mundo de Bella, tal y como lo conoce, se tambalee. Pronto se verá atrapada entre una incontrolable pasión y una peligrosa obsesión que podría destruirlos a los dos…

«Tú eres lo único que veo»

 

Los personajes le pertenecen Stephenie Meyer la historia le pertenece a Joodi Ellen Malpas del libro Una Noche.

 

Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes.

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 19: Capítulo 18

La abuela tiene buen aspecto. Pero al verla sentada en silencio junto a la mesa de la cocina, con una taza de té entre las manos, me preocupo un poco. Esperaba encontrarla trasteando en la cocina, a pesar de que le hayan dicho que tiene que descansar. A la abuela nunca se le ha dado bien hacer lo que le dicen.

 

—Buenos días —saludo con alegría sentándome a su lado y sirviéndome una taza de té.

 

—Ni te molestes —responde la abuela a mi saludo. Ni un «hola», ni un «buenos días».

 

—¿Con qué?

 

—Con el té. —Arruga la nariz al olisquear su taza y tuerce el gesto—. Sabe a meada de gato.

 

La tetera choca contra el borde de la taza en la que intento servirme el té y Edward rompe a reír en la otra punta de la cocina. Lo miro de reojo. Está divino con un traje de tres piezas gris marengo, camisa azul claro y corbata a juego. Está para comérselo, tan repeinado, tan bien vestido y, por lo que parece, listo para irse a trabajar. Perfecto. Lo miro a los ojos y sonrío.

 

—Es una joya.

 

Me pongo muy seria. Lo sabe pero pasa de mi sarcasmo y se sienta con nosotras.

 

—Es usted muy amable, señora Taylor.

 

—¿Qué tal la ducha? —contraataca ella y la maldita tetera casi se me cae otra vez. Estoy segura de que he agrietado la taza. La miro con los ojos muy abiertos y me la encuentro sonriendo perversa. ¡La muy…!

 

—Caliente —dice Edward pronunciando cada sílaba muy despacio. Ahora es a él a quien miro con los ojos muy abiertos. No hay quien los aguante juntos, les encanta el tira y afloja. Pero también son encantadores y muy cariñosos el uno con la otra.

 

—Deberías haberle pedido a Isabella que te enseñara a subir y a bajar el mando de la temperatura.

 

Vuelvo a mirar a la abuela. Está jugueteando con el asa de la taza, pensativa, haciéndose la inocente. ¡Es incorregible!

 

—Eso he hecho —dice Edward con naturalidad, imitando los gestos de la abuela con su propia taza.

 

—¡Lo sabía! —Dice la abuela con un gritito ahogado—. ¡Eres un demonio!

 

Me rindo. Ni se dan cuenta de cómo los estoy mirando y me duele el cuello de tanto girarlo hacia uno y otra. Me recuesto en la silla y los dejo seguir con su juego mientras me invade una agradable sensación. Verla tan vivaracha y despierta hace maravillas con mi estado de ánimo.

 

Edward le lanza a la abuela una sonrisa arrolladora que sabotea sus intentos por mirarlo mal.

 

—Perdone, señora Taylor, no puedo disculparme por quererla tanto que me resulta doloroso no poder tocarla.

 

—Eres un diablo —repite la abuela en voz baja, con sus rizos ondeando debajo de las orejas cuando menea la cabeza—. Eres un diablo.

 

—¿Hemos terminado ya con las batallitas? —pregunto cogiendo los cereales—. ¿O me pongo cómoda para disfrutar del espectáculo?

 

—Yo ya he terminado —dice Edward tomándose la libertad de servirme la leche en los cereales—. ¿Y usted, señora Taylor?

 

—También —dice dándole un sorbito a su té y haciendo una mueca de disgusto—. Estás como un queso, Edward Masen, pero haces un té lamentable.

 

—Estoy de acuerdo —añado levantando mi taza y torciendo el gesto—. Está malísimo. Lo peor.

 

—Tomo nota —gruñe—. Nunca dije que fuera un experto haciendo té. —La sonrisa traviesa vuelve a su rostro y tengo que dejar la taza despacio, con cautela—. Pero si hablamos de adorar…

 

Me atraganto con los cereales, cosa que rápidamente atrae la atención de la abuela.

 

—Ya, ya… —dice taladrándome con sus ojos azul marino—. ¿Qué es eso de adorar?

 

Me niego a mirarla y fijo la mirada en mi cuenco.

 

—Se me da muy bien —declara Edward con chulería.

 

—¿Te refieres al sexo?

 

—¡Señor, dame fuerzas! —Cojo la cuchara, la hundo en los cereales y me llevo a la boca una buena cucharada de desayuno.

 

—Yo lo llamo adorar.

 

—Entonces es verdad que lo tuyo no sólo es amor sino adoración —pregunta la abuela con una sonrisa.

 

—Vaya que sí.

 

Me quiero morir y rezo para que la divina providencia intervenga y me salve. Son imposibles.

 

—Parad, por favor —les suplico.

 

—Está bien —dicen al unísono, sonriendo como un par de idiotas.

 

—Mejor. Tengo que ir al supermercado.

 

—Pero me gusta hacer yo la compra —protesta la abuela, una muestra de lo que me espera—. Tú no vas a dar pie con bola.

 

—Pues hazme una lista —replico solucionando el problema al instante—. No vas a salir de casa.

 

—Ya te llevo yo, Isabella —dice Edward colocando el azucarero un poco más a la derecha y la leche un pelín más a la izquierda—. Y no me discutas —añade con una mirada de advertencia.

 

—No me pasará nada —digo sin dar el brazo a torcer. Se puede meter el tono y las miradas por donde le quepan—. Tú si quieres quédate aquí con la abuela.

 

—Tengo que ir al Ice.

 

Le miro, sé que no va a ir a trabajar de verdad.

 

—¡Por el amor de Dios! No necesito que nadie se quede aquí a cuidarme —refunfuña la abuela.

 

—Discrepo —salgo. Ya tengo bastante con Edward tocándome la moral. Sólo me faltaba la abuela.

 

—Tiene razón, señora Taylor. No debería quedarse sola.

 

Me encanta ver que Edward le lanza a la abuela una mirada de advertencia idéntica a la que me acaba de lanzar a mí y aún me gusta más ver que la abuela no le discute.

 

—Está bien —masculla—, pero no voy a quedarme aquí encerrada para siempre.

 

—Sólo hasta que recuperes las fuerzas —la tranquilizo. Le doy un apretón a Edward en la rodilla por debajo de la mesa como muestra de agradecimiento, y para mi sorpresa, no hace ni caso.

 

—Te llevo a hacer la compra —repite, se levanta de la mesa y recoge un par de platos.

 

Mi agradecimiento se esfuma en un abrir y cerrar de ojos.

 

—Noooooo, tú te quedas aquí con la abuela.

 

—Noooooo, yo te llevo al supermercado —replica sin hacer ni caso de la advertencia manifiesta de mi orden—. He hablado con Gregory. Él y Jasper no tardarán en llegar.

 

Me derrumbo en la silla. La abuela resopla disgustada, pero permanece en silencio y Edward asiente, aprobando él solo el anuncio que acaba de hacer. Lo tiene todo planeado. No me gusta. No puedo comprar un test de embarazo con Edward pegado a mis talones.

 

Mierda…

 

 

 

Después de poner al día a Gregory sobre el estado de la abuela y de asegurarme de que he preparado toda su medicación para que él no tenga que leerse las instrucciones, Edward me conduce a su coche cogida de la nuca y me coloca en el asiento del copiloto. Parece un tanto enojado después de haber recibido una llamada mientras yo hablaba con Gregory. No hay ni rastro del hombre afable y relajado del desayuno. Como siempre, es como si ni siquiera estuviera conmigo, y aunque su distanciamiento habitual desaparece cada vez con más frecuencia, sus costumbres de siempre vuelven a la carga. No creo que hoy me perdone si toco los mandos de la temperatura, así que bajo la ventanilla. Edward pone la radio para acabar con el incómodo silencio y yo me reclino y dejo que Paul Weller me haga compañía. Durante el trayecto, llamo a casa dos veces y en ambas ocasiones la abuela me dice que soy una estreñida. Va a tener que aguantarse, y punto.

 

Empiezo a tramar un plan para conseguir unos minutos a solas en Tesco para poder comprar lo que necesito y quedarme tranquila o que me dé un ataque. Sólo se me ocurre una cosa.

 

Edward aparca, cogemos un carrito y nos sumergimos en el caos del supermercado. Recorremos los pasillos, yo armada con la lista que nos ha dado la abuela y él con cara de estresado. Hay carritos abandonados por todas partes y en los estantes nada está en su sitio. Me muero de la risa por dentro y me apuesto a que está conteniéndose para no ordenarlos. Pero cuando suena su móvil, se lo saca del bolsillo y mira la pantalla, frunce el ceño mucho más que antes y rechaza la llamada. Creo que el caos que impera en Tesco no es lo único que le molesta. No le pregunto quién llama porque no quiero saberlo. De hecho, sigo tramando nuestra separación.

 

—Tengo que coger unas cosas para la abuela de la sección de droguería —digo fingiendo con todo mi ser que no es importante—. Toma la lista y termina de buscar lo que falta.

 

Le doy la lista, a la que he añadido unos cuantos artículos que sé que están en la otra punta del supermercado.

 

—Te acompaño —contesta sin vacilar, estropeándome los planes.

 

—Iremos más rápido si nos separamos —le digo de improviso—. Sé que odias este sitio.

 

Aprovecho su malestar y echo a andar antes de que pueda abrir la boca, mirando de vez en cuando hacia atrás para asegurarme de que no me sigue. Está mirando la lista con el ceño fruncido más tremendo del mundo.

 

Doblo la esquina y sigo caminando deprisa, mirando los carteles de los pasillos en busca de lo que quiero. Sólo tardo unos momentos en llegar al pasillo correcto y en empezar a mirar una caja tras otra de pruebas de embarazo… cada una con su caja individual de metacrilato, una medida de seguridad de lo más idiota. «Genial», mascullo y cojo la primera que garantiza resultados rápidos y precisos. Le doy la vuelta, inspecciono los dibujos mientras echo a andar de nuevo y entonces choco contra algo.

 

—¡Perdón! —exclamo mientras la caja se me cae de las manos. El metacrilato rebota contra el suelo a mis pies con un estrépito. Hay otro par de pies que no conozco. No me gusta el escalofrío que me recorre la espalda ni la sensación de vulnerabilidad que me invade de repente.

 

—Lo siento. —El hombre tiene voz de pijo y lleva un traje caro. Se agacha para recoger la caja antes de que pueda verle la cara y se queda unos segundos en cuclillas, mirando la prueba de embarazo con interés. No le he visto la cara, sólo la coronilla mientras sigue acuclillado a mis pies. Desde luego el pelo salpicado de gris no me suena, pero hay algo que me dice a las claras que él sí que me conoce. Está en este pasillo conmigo a propósito, un pasillo lleno de artículos de higiene femenina. Puede que esté en un supermercado, con gente por todas partes, pero la sensación de peligro se palpa en el ambiente.

 

El extraño se levanta y le veo la cara. Tiene los ojos negros y albergan toda clase de amenazas. Una cicatriz le recorre la mejilla izquierda hasta la comisura de los labios, que son finos y dibujan una sonrisa falsa que acentúa la cicatriz. Es una sonrisa que intenta darme una falsa sensación de seguridad.

 

—Creo que esto es suyo —dice extendiendo la mano con la caja y obligo a mis manos a dejar de temblar antes de cogerla. Sé que he fracasado cuando arquea una ceja y, pese a que he cogido la caja, él no la suelta. Está comprobando lo mucho que tiemblo.

 

Bajo la mirada porque no puedo soportar por más tiempo la dureza de la suya.

 

—Gracias. —Me trago el miedo e intento seguir andando pero me bloquea el paso. Me aclaro la garganta, cualquier cosa con tal de conseguir la seguridad que necesito tan desesperadamente para poder engañarlo—. Perdone. —Esta vez doy un paso hacia el otro lado y él hace lo mismo con una risa siniestra.

 

—Parece que no vamos a ninguna parte, ¿no? —Da un paso al frente y se acerca demasiado a mi espacio personal, lo que duplica mi nerviosismo.

 

—No —concedo, intentando avanzar de nuevo, y otra vez me bloquea el paso. Respiro hondo y me obligo a levantar la vista hasta que mis ojos dan con su cara. Es la viva imagen del mal. Mana de cada poro de su ser y hace que me achique al instante. Sonríe, alarga la mano, coge un mechón de mi pelo y lo retuerce entre los dedos. Me quedo helada, paralizada de terror.

 

Emite un sonido pensativo… siniestro… de mal agüero. Luego se agacha y me pega la boca al oído.

 

—Dulce niña —susurra—. Por fin nos conocemos.

 

Retrocedo de un brinco con un grito quedo, me llevo la mano al pelo y a la cara para borrar las huellas de su aliento mientras él permanece ligeramente echado hacia adelante, con una sonrisa diabólica en las comisuras de sus labios y estudiándome con detenimiento.

 

—¿Isabella?

 

Alguien me llama a lo lejos con tono de preocupación y observo cómo el extraño se yergue, mira por encima de mi hombro y esa sonrisa perversa se hace más grande. Doy media vuelta y me quedo sin aire en los pulmones al ver a Edward acercándose a grandes zancadas hacia mí. Está muy serio pero su mirada refleja un cúmulo de emociones: alivio, miedo, cautela… enfado.

 

—Edward —susurro. La energía fluye por mis músculos muertos y mis piernas entran en acción y recorren la distancia que me separa de su pecho, al que me aferro con todas mis fuerzas. Está temblando. En este momento todo grita «¡peligro!».

 

Edward apoya la barbilla en mi coronilla y me sostiene con un brazo contra su pecho. Sobre nosotros pesa un silencio de plomo entre el bullicio y la actividad frenética del supermercado, como si estuviéramos en una burbuja y nadie excepto nosotros tres fuera consciente del peligro y de la hostilidad que contaminan la atmósfera del local. No me hace falta mirar para saber que el desconocido sigue detrás de mí, noto su presencia igual que noto a Edward intentando reconfortarme con su abrazo y lo tenso que se le ha puesto todo el cuerpo. Me oculto en mi escondite, no pienso moverme de aquí.

 

Edward tarda una eternidad en relajarse un poco y yo me atrevo a mirar atrás. El hombre avanza por el pasillo, con las manos en los bolsillos, mirando las estanterías como si viniera a comprar a diario. Pero, al igual que Edward, parece un pez fuera del agua.

 

—¿Te encuentras bien? —pregunta Edward apartándome un poco y estudiando mi rostro lívido—. ¿Te ha hecho algo?

 

Niego con la cabeza, pensando que sería de locos decirle nada que hiciera estallar a mi bomba humana. Tampoco creo que haga falta. Edward sabe quién es ese hombre y lo que ha pasado sin que yo tenga que decirle nada.

 

—¿Quién es? —Hago la pregunta de la que no quiero saber la respuesta y, a juzgar por la expresión de dolor de Edward, está claro que él tampoco quiere decírmelo. O confirmármelo. Es el bastardo sin moral.

 

No estoy segura de si Edward nota que he llegado a esa conclusión o si simplemente no quiere aclararme nada, pero mi pregunta no recibe contestación y rápidamente saca el móvil del bolsillo. Aprieta un botón y a los pocos segundos está hablando con alguien al otro lado.

 

—Se acabó el tiempo. —Es lo único que dice antes de colgar y cogerme de la mano.

 

Pero su rápida y apremiante cadena de movimientos se corta cuando algo llama su atención.

 

Algo que llevo en la mano.

 

Todos los huesos de mi cuerpo derrotado se rinden. No hago el menor amago de ocultarlo. No intento excusarme ni inventarme nada. Está inexpresivo, se queda un siglo mirando la caja antes de alzar sus ojos azules vacíos hacia mis ojos llorosos.

 

—Por Dios bendito —exhala y se lleva la yema del pulgar y del índice a la frente. Cierra los ojos con fuerza.

 

—Creo que la píldora del día después no ha funcionado. —Se me traba la lengua, sé que no necesito decir más y que por ahora no me va a pedir que lo haga.

 

Se pasa las manos por el pelo, apartándose los rizos de la cara e hinchando las mejillas. Más gestos de terror.

 

—¡Mierda!

 

Hago una mueca al oírlo maldecir. Ahora los nervios ocupan el lugar del miedo.

 

—No quería decir nada hasta estar segura.

 

—¡Mierda!

 

Edward me coge por la nuca y me empuja hacia el final del pasillo, donde nos espera un carro de la compra lleno. Echa la prueba de embarazo sin ningún cuidado, coge el carro por la mano libre y lo empuja hacia la caja.

 

Empiezo a andar como una autómata; mis músculos trabajan sin recibir instrucciones, tal vez porque aprecian lo delicado de la situación o lo explosivo del estado de ánimo de Edward. Estoy colocando las cosas en la cinta transportadora, callada y recelosa, mientras Edward lo recoloca todo como a él le gusta. Dejo que siga él y me voy al otro extremo, a meterlo todo en bolsas. Entonces Edward se pone a mi lado, y lo saca y vuelve a meterlo todo. Me cruzo de brazos y le dejo seguir a él. La mandíbula le tiembla de vez en cuando mientras los movimientos de su mano, rápidos y precisos, ordenan los artículos en las bolsas que luego coloca en el carrito. Está intentando reinstaurar la calma en su mundo, que se desmorona.

 

Después de abonarle el importe a la cajera, a la que se le caía la baba, nos reclama al carrito y a mí y nos conduce con mano firme hacia la salida de los confines del supermercado. Pero la intranquilidad de Edward no desaparece, aunque ahora ya no sé a qué se debe, si a mis noticias sorpresa o al hombre siniestro y su visita inesperada.

 

Sólo de pensarlo me pongo a mirar en todas direcciones.

 

—Se ha ido —dice Edward cuando llegamos a su coche, ya en el exterior—. Sube.

 

Hago lo que me dice sin chistar y dejo que Edward descargue solo el botín en el maletero. No tardamos en salir zumbando del aparcamiento y en estar en la carretera. El aire es irrespirable pero no hay escapatoria.

 

—¿Adónde vamos? —pregunto; de repente me preocupa que no tenga intención de llevarme a casa.

 

—Al Ice.

 

—¿Y qué hay de la abuela? —le discuto con calma—. Llévame a casa primero.

 

No tengo ganas de acompañar a Edward al Ice. Preferiría dedicarme a mi pasatiempo favorito y esconder la cabeza un poco más.

 

—No —responde resuelto, sin dejar margen para la negociación. Conozco este tono. Conozco esta forma de actuar—. No podemos perder el tiempo, Isabella.

 

—¡Cuidar de la abuela no es perder el tiempo!

 

—Gregory cuidará de ella.

 

—Quiero cuidar yo de ella.

 

—Y yo de ti.

 

—¿Eso qué quiere decir?

 

—Quiere decir que ahora mismo no tengo tiempo para tus impertinencias. —Toma una curva cerrada a la derecha y derrapa hacia una perpendicular—. Esto no se va a solucionar a menos que lo solucione yo.

 

El corazón apenas me late en el pecho. No me gusta la determinación que noto en los rasgos endurecidos de su rostro y en su voz grave. Debería sentirme aliviada al verlo tan decidido a arreglar las cosas. El problema es que no estoy segura de cómo va a hacerlo, pero una vocecita en mi cabeza me dice que no me va a gustar. ¿Y por dónde va a empezar? Si me da cinco minutos le haré una lista de toda la mierda con la que tenemos que lidiar, aunque entonces nos enfrentaríamos a nuestro problema de siempre: ¿qué es lo prioritario? Algo me dice que mi posible embarazo no encabezará la lista. Ni la reaparición de mi madre.

 

No. Todo indica que nuestro encuentro con ese tipo de mal agüero ocupa el primer lugar en nuestra lista de mierdas pendientes. El cabrón sin moral. El hombre del que Edward me ha estado ocultando. El hombre que tiene la llave de las cadenas de Edward.

Capítulo 18: Capítulo 17 Capítulo 20: Capítulo 19

 
14431611 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10749 usuarios