Mi EXTRAÑO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 18/05/2013
Fecha Actualización: 16/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 45
Comentarios: 81
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Capítulos: 24

Estuvieron juntos por las razones equivocadas…

Son la pareja más escandalosa de Londres. Isabella, lady Pelham, y Edward Cullen, marqués de Grayson, están a igualados en todo; sus apetitos lujuriosos, sus constantes amantes, su pícaro ingenio, provocativa reputación y su absoluto rechazo a arruinar su matrimonio de conveniencia enamorándose el uno del otro. Isabella sabe que un libertino tan encantador jamás interesará a su protegido corazón ni que ella influenciará su corazón de libertino. Es una farsa muy agradable… hasta que un sorprendente giro de los acontecimientos aparta a Edward de su lado.

Ahora, cuatro años más tarde, Edward ha vuelto a casa con Isabella. Pero el granuja despreocupado y juvenil que se marchó ha sido reemplazado por un hombre taciturno, poderoso e irresistible que está decidido a emplear la seducción para alcanzar sus afectos. Ha desaparecido el compañero despreocupado que compartía su amistad y nada más, y en su lugar está la tentación hecha carne… un marido que desea el cuerpo y el alma de Isabella, y que no se detendrá ante nada para conquistar su amor. No, este no es el hombre con que se casó. Pero es el hombre que podría por fin robarle el corazón…

BASADA EN UN EXTRAÑO EN MI CAMA DE SYLVIA DAY

 

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Capítulo 5: CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 4

Edward subió los escalones que conducían al club de caballeros Remington y supo que si no fuera por la frustración sexual que sentía, estaría nervioso. En aquel establecimiento tan conocido seguro que se encontraría con varios esposos de antiguas amantes suyas.

En el pasado, Cullen no se habría sentido para nada incómodo por ello. «En la guerra y en el amor no hay reglas que valgan», habría dicho, o algo por el estilo. Sin embargo, ahora sabía que no era así. Había reglas que valían para todo en la vida y él no estaba exento de seguirlas.

Le entregó el sombrero y los guantes a uno de los sirvientes que había en la entrada y cruzó la sala de juegos para dirigirse al salón de la parte posterior. Escudriñó la estancia en busca de una butaca y de cualquier tipo de alcohol, y lo reconfortó ver que el club no había cambiado. El olor a cuero y a tabaco le recordó que había cosas que no cedían al paso del tiempo. Un par de ojos azules se encontraron con los suyos y luego apartaron la mirada con un gesto claro de desprecio. Edward suspiró y aceptó que se lo merecía y luego se dispuso a pedir la que sabía que sería la primera de las infinitas disculpas que iba a tener que ofrecer a un número igual de incontables agraviados.

Hizo una leve inclinación de cabeza y dijo:

—Buenas tardes, lord Markham.

—Grayson.

El que antes había sido su mejor amigo ni siquiera lo miró.

—Lord Denby, lord William. —Edward saludó a los dos caballeros que estaban sentados con  Carlisle Markham y luego volvió a centrar su atención en el vizconde—. Te suplico que me concedas un segundo, Markham. Si lo haces, te estaré eternamente agradecido.

—Creo que no tengo ningún segundo que malgastar —contestó su antiguo amigo con frialdad.

—Lo entiendo. Entonces no tendré más remedio que pedirte disculpas aquí mismo —dijo Edward, que no estaba dispuesto a irse sin que lo escuchase.

Carlisle Markham volvió la cabeza hacia él.

—Siento que mi matrimonio te causase malestar. Como amigo tuyo que era tendría que haberme importado cómo iba a afectarte. Y también quiero felicitarte por tus recientes nupcias. Eso es todo lo que quería decirte. Que tengan un buen día, caballeros.

Edward inclinó la cabeza levemente y dio media vuelta. Encontró una mesa y una butaca de cuero para él solo y soltó el aliento al sentarse. Un poco más tarde, abrió un periódico e intentó relajarse, algo prácticamente imposible con todas las miradas que notaba posadas en él y por los caballeros que se acercaban constantemente a saludarlo.

—Grayson —oyó decir a  Carlisle Markham.

Edward se puso tenso y bajó el periódico.

Su amigo se quedó mirándolo largo rato y luego señaló la butaca que Cullen tenía delante.

— ¿Puedo?

—Por supuesto.

Edward dejó la lectura y el vizconde ocupó el asiento.

—Se te ve distinto.

—Me gusta pensar que he cambiado.

—Yo podría afirmarlo si tu disculpa de antes ha sido sincera.

—Lo ha sido.

Markham se pasó una mano por los rizos rubios y le sonrió.

—Soy muy feliz en mi matrimonio, lo que sin duda ha contribuido a que me olvide del pasado. Pero dime una cosa, llevo años preguntándome si ella me dejó por ti.

—No. Hasta el día en que nos casamos, tú eras el único vínculo de unión que existía entre mi esposa y yo.

—No logro entenderlo. ¿Por qué me rechazó a mí y te aceptó a ti si no existía nada entre vosotros?

— ¿Algún hombre se cuestiona los motivos por los que su esposa accedió a casarse con él? ¿Acaso los sabemos alguno? Fuera cual fuese la causa, la conclusión es que soy el hombre más afortunado del mundo.

— ¿Afortunado? ¡Has estado ausente cuatro malditos años! —Exclamó el vizconde, escrutándolo con la mirada—. Casi no te había reconocido.

—Pueden pasar muchas cosas durante ese período de tiempo.

—O ninguna —dijo Markham—. ¿Cuándo has vuelto?

—Ayer.

—Hablé con Bella el día anterior y no me dijo nada.

—Ella no lo sabía. —Edward se rió cansado—. Y, por desgracia, mi regreso no le ha sentado tan bien como me gustaría.

Su amigo buscó una postura más cómoda en la butaca y le hizo señas a un lacayo para que le sirviese una copa.

—Me sorprende oír eso. Vosotros dos siempre os llevasteis muy bien.

—Sí, pero tal como has señalado antes, he cambiado. Ahora tengo otros gustos y otras prioridades.

—Siempre me pregunté cómo era posible que fueras inmune a los encantos de Bella —comentó el vizconde, riéndose—. El destino tiene un modo extraño de compensar las cosas si transcurre el tiempo necesario. Mentiría si te dijese que no me gusta verte sufrir.

Edward le sonrió de mala gana.

—Mi esposa es un misterio para mí, lo que complica todavía más mi dilema.

—Bella es un misterio para todo el mundo. ¿Por qué crees que hay tantos hombres que quieren poseerla? A todos nos cuesta resistir la tentación del reto que representa.

— ¿Te acuerdas de cómo fue su matrimonio con Pelham? —Le preguntó Edward, dándose cuenta de que era raro que nunca se hubiese interesado por el tema—. Me gustaría oír la historia, si te acuerdas.

Carlisle Markham cogió la copa que le llevó uno de los sirvientes y asintió.

—No encontrarás a ningún noble de mi edad que se haya olvidado de cómo era lady Isabella Swan de joven. Es la única hija de Swan y su padre la adoraba. Todavía la adora, por lo que yo sé. De todos era sabido que Bella tenía una dote más que sustanciosa, lo que atrajo a los cazafortunas, pero aunque no la hubiese tenido, habría sido igual de popular. Todos esperábamos impacientes su presentación en sociedad. Yo, sin ir más lejos, tenía intención de pedir su mano incluso entonces. Pero Pelham fue más taimado que el resto. Él no esperó, la sedujo en cuanto Bella salió de la academia para señoritas, impidiendo que los demás tuviésemos siquiera la oportunidad de cortejarla.

— ¿La sedujo?

—Sí, la sedujo. Todo el mundo lo vio clarísimo. El modo en que se miraban el uno al otro... Vivieron una gran pasión. Siempre que estaban cerca la tensión sexual entre ellos podía palparse en el aire. Yo tuve envidia de Pelham, de que una mujer tan sensual como Isabella lo adorase y lo desease de esa manera. A mí me habría gustado poder compartir eso mismo con ella, pero no pudo ser. Incluso después de que él empezase a serle infiel, Bella seguía adorándolo, aunque era evidente que le dolía muchísimo. Pelham fue un idiota.

—Y que lo digas —masculló Edward, analizando en silencio el ataque de celos que sentía.

Markham se rió y bebió un largo trago.

—Tú me recuerdas a él. O, mejor dicho, me lo recordabas. Pelham tenía veintidós años cuando se casó con Bella y era tan engreído como tú. De hecho, Bella solía decir a menudo que le recordabas a su difunto marido. Cuando os casasteis, pensé que había aceptado tu proposición precisamente por eso, pero después de la boda tú seguiste con tus distracciones y ella con las suyas. Nos dejasteis a todos muy confusos y más de uno nos pusimos furiosos. Era una injusticia que Bella hubiese vuelto a casarse con un hombre que, al parecer, no sentía el más mínimo interés por ella.

Edward se quedó mirándose las manos, ahora enrojecidas y resecas por el trabajo duro. Hizo girar la alianza de oro que llevaba en el dedo anular, un anillo que Bella y él habían comprado en broma, diciendo que jamás vería la luz del sol. Edward no estaba seguro de por qué quería llevarlo, pero le gustaba. Era una sensación extraña la de saber que pertenecía a alguien. Se preguntó si Bella habría sentido lo mismo esa tarde, cuando él le compró el anillo, y si por eso lo había rechazado.

El vizconde se rió.

—La verdad es que debería odiarte, Cullen. Pero me lo estás poniendo condenadamente difícil.

Edward levantó las cejas casi hasta el nacimiento del cabello.

—No he hecho nada para impedir que me odies.

—Estás pensativo y preocupado. Y si eso no demuestra que has cambiado, entonces no tengo ni idea de qué significa. Anímate. Bella es tuya y, a diferencia de mí o de Pearson, o de cualquier otro, a ti no puede abandonarte.

—Pero está  Jacob Hargreaves —le recordó Edward a su amigo.

—Ah, sí, es verdad —dijo Carlisle Markham con una sonrisa de oreja a oreja—, ya te he dicho que el destino suele ajustar cuentas.

—Estoy muy decepcionada de que tu errante esposo no esté en casa —se quejó Reneé  duquesa de Sandforth.

—Madre —Bella negó con la cabeza—, no puedo creerme que hayas venido corriendo sólo para curiosear y ver a Edward.

—Y de qué te sorprendes —contestó la duquesa, sonriendo como el gato que se ha comido al canario—. Cariño, ya sabes que la curiosidad es uno de mis mayores vicios.

—Uno de muchos —farfulló Bella.

Su madre ignoró el comentario.

—Lady Pershing-Moore vino a verme y no puedes ni imaginarte lo horrible que fue ver que ella estaba al tanto hasta del más mínimo detalle sobre el aspecto de Cullen, mientras que yo ni siquiera sabía que había vuelto a la ciudad.

—Lo único que es horrible es esa señora. —Bella paseó de un lado a otro de su tocador—. Estoy segura de que a estas alturas ya ha chismorreado tanto como ha podido.

— ¿Está tan guapo como me dijo?

Ella suspiró y reconoció la verdad.

—Sí, me temo que sí.

—Esa mujer me juró y perjuró que estaba tan guapo que era incluso indecente; ¿eso también es verdad?

Bella se detuvo y miró a su madre a los ojos. La duquesa seguía siendo una belleza, aunque su melena castaña tenía ahora vetas plateadas.

—No voy a hablar de eso contigo, madre.

— ¿Por qué no? —contestó su excelencia ofendida—. ¡Es fantástico! Tienes un amante que quita el aliento y ahora tu joven esposo ha vuelto a casa incluso más atractivo que antes. Te envidio.

Ella se apretó el puente de la nariz y suspiró.

—No deberías hacerlo. Todo esto es un desastre.

— ¡Ajá! —Su madre se puso en pie de un salto—. Edward te desea. Ya era hora, deja que te lo diga. Empezaba a pensar que tu esposo estaba mal de la cabeza.

Bella estaba convencida de que lo estaba. Ellos dos hacía años que se conocían y habían vivido juntos durante seis meses sin que saltase la más mínima chispa de deseo. Y ahora ardía en llamas sólo con mirarlo. Pensándolo mejor, quizá la que estaba mal de la cabeza era ella.

—Tengo que encontrarle una mujer —masculló.

— ¿Tú no eres una mujer? Estaba convencida de que el médico me había dicho que sí.

—Madre, Dios santo. Estoy hablando en serio, por favor. Edward necesita una amante.

Se acercó a la ventana y apartó la cortina y luego se quedó mirando el jardín. No pudo evitar recordar la mañana en que había visto a Edward bajo la ventana de su casa de la ciudad, suplicando que lo dejase entrar. Suplicando que se casase con él.

«Di que sí, Bella.»

Otro recuerdo, éste más reciente, fue del día anterior, cuando Edward se había detenido a su espalda en el lugar exacto donde estaba ahora y había hecho que lo desease. Estropeándolo todo.

— ¿Qué tiene que ver que te desee con que necesite una amante? —le preguntó la duquesa.

—Tú no lo entenderías.

—En eso tienes razón. —Su madre se acercó y le puso las manos sobre los hombros—. Pensaba que habías aprendido un par de cosas con Pelham.

—Con él aprendí toda la lección.

— ¿No echas de menos la pasión, el fuego? —La mujer extendió los brazos y giró sobre sí misma con la exuberancia de una muchacha, mientras su falda verde oscuro revoloteaba a su alrededor—. Yo vivo por eso, cariño. Anhelo sentir esas miradas indecentes sobre mi piel, esas caricias, esos movimientos.

—Ya lo sé, madre —dijo Isabella cortante.

Mucho tiempo atrás, sus padres habían decidido que cada uno buscaría sus respectivas historias de amor fuera del matrimonio y los dos parecían muy felices con el arreglo.

—Cuando vi que empezabas a tener amantes, pensé que habías dejado de creer en esa tontería del amor eterno.

—Y así es.

—No te creo. —Su madre frunció el cejo.

—Sólo porque crea que la fidelidad es una muestra de respeto, no significa que piense que va ligada al amor, o la posibilidad de que éste llegue a existir. —Bella se acercó a su escritorio, donde antes había estado confeccionando el menú y la lista de invitados de su próxima cena.

—Isabella, cariño —su madre suspiró y volvió a sentarse en el sofá, donde se sirvió otra taza de té—, no es propio de un marido serle fiel a su esposa, en especial si el marido es guapo y encantador.

—A mí me gustaría que no me mintieran al respecto —contestó ella enfadada, fulminando con la mirada el retrato que colgaba de la pared—. Le pregunté a Pelham si

me amaba, si me sería fiel. Y él me dijo que todas las mujeres palidecían a mi lado. Y yo le creí como una idiota. —Levantó las manos exasperada.

—Aunque sus intenciones hubiesen sido buenas, a los hombres les resulta imposible resistir a todas las busconas que quieren meterse en sus camas. Esperar que un caballero atractivo actúe en contra de su propia naturaleza sólo servirá para que te hagas daño.

—Es evidente que no quiero que Edward actúe en contra de su naturaleza, si no, no estaría buscándole una amante.

Bella vio que su madre se ponía tres cucharadas de azúcar en el té, además de una cantidad exagerada de leche. Negó con el gesto cuando la mujer levantó la tetera para ofrecerle otra taza.

—No entiendo por qué no quieres disfrutar de las atenciones de tu esposo mientras dure esta atracción. Dios santo, a juzgar por lo que me dijo lady Pershing-Moore sobre el aspecto de Cullen, yo misma me acostaría con él si estuviese interesado en mi persona.

Bella cerró los ojos y soltó un largo suspiro. Luego, su madre prosiguió:

—Tendrías que seguir el ejemplo de tu hermano, cariño. Él es mucho más práctico en lo que atañe a estos temas.

—La mayoría de los hombres lo son. Jasper no es ninguna excepción.

—Tu hermano ha confeccionado una lista con las damas casaderas y...

— ¿Una lista? —Bella abrió los ojos escandalizada—. ¿No te parece que eso es ir demasiado lejos?

—Es perfecto. Tu padre y yo también lo hicimos y mira lo felices que somos.

Ella se mordió la lengua.

— ¿Acaso sientes cariño por  el conde Hargreaves y por eso te resistes a acostarte con tu esposo? —le preguntó la duquesa con voz más afectuosa.

—Ojalá fuera eso. Entonces todo sería más sencillo.

Podría dejar a un lado la repentina preocupación que Cullen decía sentir por ella y resolver el asunto igual que se quitaba de encima a los pretendientes que no deseaba: con una sonrisa y un poco de humor. Pero le costaba mucho sonreír y tener sentido del humor cuando le dolían los pechos de lo excitada que estaba y se notaba tan húmeda entre las piernas.

—Cullen y yo nos llevamos bien. Me gusta, es un hombre muy divertido. No me importaría vivir con alguien así durante el resto de mi vida. Pero no podría vivir con un hombre que me hiciera daño. Yo soy mucho más sensible que tú y todavía me duelen las cicatrices de las heridas que me hizo Pelham.

— ¿Y crees que si le encuentras una amante a Cullen dejarás de parecerle atractiva? No, no me contestes a eso, cariño. Sé que a ti los hombres casados no te gustan. Tus escrúpulos son admirables. —La duquesa se levantó y se acercó al sofá donde estaba su hija. Se sentó a su lado y le rodeó la cintura con un brazo para ayudarla a repasar los preparativos de la cena—. No invites a lady Cartland —dijo, fingiendo un escalofrío—. Yo no se la presentaría ni a mi peor enemigo, es peor que la peste.

Bella se rió.

—De acuerdo. —Mojó la pluma en el tintero y tachó el nombre—. ¿A quién podríamos invitar?

— ¿Cullen no estaba con alguien cuando se fue? ¿Además de lady Sinclair?

—Sí... —Bella se quedó pensando un segundo—. Ah, sí, ahora me acuerdo. Anne Bonner, la actriz.

—Pues invítala. Cullen no se fue porque se hubiese aburrido de ella, así que tal vez todavía exista algo entre los dos.

Una punzada de soledad cogió desprevenida a Bella, que dejó la mano inmóvil y le cayó una gota de tinta en el papel.

—Gracias, madre —dijo en voz baja, agradeciendo la compañía de su progenitora.

—De nada, cariño. —La duquesa se inclinó hacia adelante y presionó la mejilla con la de ella—. ¿Para qué está una madre, si no para ayudar a su hija a buscarle una amante a su esposo?

Bella estaba tumbada en la cama, intentando leer algo, pero nada parecía capaz de mantener su atención. Pasaban pocos minutos de las diez y se había quedado en casa, tal como Cullen le había pedido. Si él no se había presentado a recoger su premio, no era culpa de ella, y si creía que podría hacerlo más tarde, estaba muy equivocado. Bella no iba a darle una segunda oportunidad. Ya la había obligado a cancelar los planes de esa noche y no iba a volver a hacerlo; y mucho menos después de que él no hubiese tenido el detalle de aparecer.

Claro que eso era precisamente lo que ella quería que sucediese; que Cullen saciase su placer en alguna otra parte. Era exactamente lo que quería. Todo iba a las mil maravillas. Quizá no tuviese ni que organizar esa cena de bienvenida.

Qué alivio. Podía dejar a un lado los preparativos y retomar su vida de antes de que hubiese vuelto su esposo.

Soltó el aliento y se planteó la posibilidad de dormir, pero justo entonces oyó un ruido procedente de su tocador. Y no fue la impaciencia lo que la empujó a dejar el libro de inmediato, se dijo. Sencillamente, iba a investigar. Cualquiera haría lo mismo si oyera ruido en la habitación de al lado.

Aceleró el paso y abrió la puerta del pasillo. Y se quedó boquiabierta.

—Hola, Bella —le dijo Cullen de pie en el pasillo, vestido sólo con una camisa arremangada y pantalones.

Iba descalzo, sin pañuelo de cuello y con los antebrazos al descubierto. Tenía el cabello húmedo porque, al parecer, acababa de bañarse.

Maldito fuera.

— ¿Qué quieres? —le preguntó de mal humor porque hubiese ido a verla vestido, o, mejor dicho, desvestido de esa manera.

Cullen arqueó una ceja y levantó un brazo para enseñarle la cesta que llevaba en la mano.

—Cena. Me lo prometiste. No puedes echarte atrás.

Bella retrocedió un paso para dejarlo entrar e intentó ocultar su sonrojo. No había visto la cesta porque se había quedado embobada mirándolo a él y eso sí que era embarazoso.

—No has venido a comer.

—Creía que no tenías ganas de estar conmigo —le dijo Cullen, jugando con el doble sentido. Entró en la habitación y Bella no pudo evitar respirar hondo cuando él pasó por su lado. La tela de la carpa parecía envolverlos y aislarlos—. La cena, sin embargo, estaba garantizada.

— ¿Y tú sólo acudes a actos garantizados?

—Es evidente que no, de lo contrario no estaría aquí. —Se sentó en el suelo, junto a una mesa baja, y abrió la cesta—. Tu mal humor no me asusta y no me hará cambiar de opinión, Bella. He esperado todo el día que llegase este momento y tengo intención de disfrutarlo. Si no tienes nada agradable que decirme, ponte uno de estos sándwiches de faisán en la boca y deja que te mire.

Ella se quedó contemplándolo atónita, hasta que él levantó la vista y le guiñó un ojo. Bella fingió que se sentaba en el suelo por cortesía, pero en realidad se le habían aflojado las rodillas.

Él sacó dos copas y una botella de vino de la cesta.

—Estás preciosa con esa bata de seda rosa.

—Creía que habías cambiado de opinión. —Levantó el mentón—. Y me he puesto cómoda.

—No te preocupes —contestó Cullen, seco—. No me hago ilusiones acerca de que te hayas ataviado así para seducirme.

—Eres un canalla. ¿Dónde has estado?

—Antes nunca me lo preguntabas.

Antes a ella no le importaba, pero eso no iba a decírselo.

—Antes solías contármelo todo, ahora apenas me das ninguna información.

—En Remington.

— ¿Toda la tarde?

Él asintió y cogió su copa.

—Oh. —Bella había oído hablar de las cortesanas que ofrecía el club. Remington era el bastión de la masculinidad—. ¿Lo has pasado bien?

— ¿No tienes hambre? —le preguntó Edward, ignorando la pregunta que le había formulado.

Bella levantó su copa de vino y bebió.

Él se rió. El sonido se derramó encima de ella como líquido caliente.

—Eso no es comida.

Bella se encogió de hombros.

— ¿Lo has pasado bien? —insistió.

Edward la miró exasperado.

—No me habría quedado hasta tan tarde si me hubiesen estado torturando.

—Sí, claro.

Se había bañado y se había cambiado de ropa, así que supuso que tendría que estar agradecida de que no se hubiese presentado apestando a sexo y a perfume, como había hecho Pelham en más de una ocasión. Se le revolvió el estómago cuando la imagen que se formó en su mente fue la de Cullen y no la de su primer marido y se levantó para tumbarse en la otomana y mirar el techo.

—No tengo hambre —dijo.

Un segundo más tarde, la inundó el olor de Edward, junto con el de ropa limpia y el jabón de sándalo. Se había sentado a su lado en el suelo y le cogió una mano.

— ¿Qué puedo hacer? —le preguntó en voz baja, pasándole los dedos callosos por la palma de la mano, haciendo que pequeños escalofríos le recorriesen la piel—. Me duele ver que mi presencia te disgusta, pero no puedo alejarme de ti, Bella. No me pidas que lo haga.

— ¿Y si te lo pidiera igualmente?

—No podría hacerlo.

— ¿Incluso después de lo bien que lo has pasado esta noche?

Él detuvo los dedos y luego se rió desde lo más profundo de su garganta.

—Tendría que ser un buen marido y tranquilizarte, pero sigo siendo lo bastante canalla como para que me guste verte sufrir un poco. Casi tanto como sufriría yo.

—Los hombres con tu aspecto nunca sufren, Cullen —contestó ella sarcástica, volviendo la cabeza para mirarlo a los ojos.

— ¿Hay otros hombres como yo? Qué disgusto.

— ¿Ves cómo cambia nuestra relación cuando empiezas a comportarte como mi amigo en vez de cómo mi esposo? —comentó ella—. Mentiras, evasivas, verdades a medias. ¿Por qué quieres que vivamos de esta manera?

Él se pasó una mano por el pelo y suspiró exhausto.

— ¿Puedes responder a eso, Cullen? —Insistió Bella—. Ayúdame a entender por qué quieres echar a perder nuestra amistad, por favor.

Los ojos de él buscaron los suyos, llenos del mismo pesar que Bella había detectado en ellos el día anterior. Le dio un vuelco el corazón al ver tanta emoción contenida.

—Dios, Bella. —Apoyó la mejilla en el muslo de Bella y su cabello broncíneo se esparció por la seda de la bata de ella—. No sé cómo hablar de esto sin parecer melodramático.

—Inténtalo.

Él se quedó mirándola largo rato; sus largas pestañas cubrían a medias sus ojos y proyectaban una sombra alargada en sus mejillas. Los dedos con que le estaba acariciando la mano se detuvieron y los entrelazó con los de ella. Ese gesto tan íntimo fue para Bella como recibir un golpe. Por un instante le costó respirar.

—Después de la muerte de Rose, me odié, Bella. No tienes ni idea de cómo la había engañado... de cuántas maneras y cuántas veces. Fue una auténtica lástima que una mujer como ella muriese por culpa de un hombre como yo. Me llevó mucho tiempo aceptar lo repugnante que había sido mi comportamiento, pero me di cuenta de que, aunque no podía cambiar el pasado, sí podía honrar su memoria e intentar ser un hombre distinto en el futuro.

Bella  le apretó la mano con fuerza y Cullen le devolvió el gesto. Fue entonces cuando notó que llevaba la alianza. Él nunca antes se la había puesto; vérsela la sacudió desde lo más hondo,con tanta intensidad que incluso tembló.

Cullen movió la cabeza encima del muslo de Bella y la acarició con la mejilla, haciendo que ella empezara a excitarse. Él malinterpretó su reacción y dijo:

—Es una historia deprimente. Lo siento.

—No... Sigue, por favor. Quiero saberlo todo.

—Intentar cambiar el carácter de uno mismo es una tarea muy ardua y descorazonadora —dijo Cullen al fin—, creo que pasaron años enteros sin que encontrase ningún motivo para sonreír. Hasta que ayer entraste en mi despacho. Entonces, en aquel preciso instante, te vi y noté una chispa en mi interior. —Levantó sus manos entrelazadas y le besó los nudillos—. Y más tarde, en esta misma habitación, sonreí. Y me sentí bien, Bella. Esa chispa se ha convertido en algo más, en algo que no había sentido en años.

—Anhelo —dijo ella con la respiración entrecortada y la mirada fija en el rostro impasible de él.

Conocía bien esa sensación, porque era la misma que ahora la estaba carcomiendo por dentro.

—Y deseo y vida, Bella. Y eso lo he sentido estando fuera. No puedo ni imaginar qué sentiría si estuviese dentro. —La voz de Cullen se tornó profunda y cargada de deseo y sus ojos perdieron la tristeza y el tormento que Bella había visto en ellos cuando había entrado en la habitación—. Muy dentro de ti, tan profundo como fuese posible.

—Edward...

Edward giró la cabeza y le besó el muslo por encima de la bata, con los labios abiertos. Ella se tensó de arriba abajo y arqueó la espalda pidiéndole más sin decir nada.

Atormentada, apartó la cabeza de él.

— ¿Y qué crees que pasará con nosotros cuando hayas saciado ese anhelo? No podremos volver a estar como antes.

— ¿De qué estás hablando?

— ¿Alguna vez te ha pasado que te aburres de una comida que antes era tu preferida? Cuando el anhelo está saciado, el mismo plato que antes te hacía salivar

puede darte asco. —Se sentó, apartándose. Se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro, como hacía cuando estaba nerviosa—. Entonces nos separaríamos de verdad. Yo probablemente me iría a vivir a otra casa y, cuando nos encontrásemos en actos sociales, sería muy incómodo.

Edward también se puso en pie y la siguió con la mirada. Una mirada que parecía casi táctil, dada su intensidad.

—Tú ves a tus antiguos amantes a diario. Todos se comportan educadamente contigo y tú con ellos. ¿Por qué iba a tener que ser distinto?

—Porque a ellos no los veo cuando tomo café por la mañana. No dependo de ellos para que paguen mis cuentas o para que se ocupen de mi bienestar. ¡Ellos no llevan mi alianza! —Se detuvo y cerró los ojos, temblando de pies a cabeza por culpa de lo que se le había escapado.

—Bella —dijo Edward en voz baja.

Ella levantó una mano y abrió los ojos en dirección al retrato que colgaba de la pared. Aquel dios dorado atrapado en su juventud eterna le devolvió la mirada.

—Te encontraré una amante. El sexo es sexo y será menos complicado que te acuestes con otra mujer.

Él se movió con tanta agilidad que Isabel no lo vio acercarse. Se sorprendió cuando con un brazo la rodeó por la cintura y con el otro por el torso, atrapándole un pecho de forma muy posesiva. Ella soltó un pequeño grito al notar que sus pies dejaban de tocar el suelo, y Edward le hundió el rostro en el hueco del cuello. Bella notó el cuerpo de Edward pegado al suyo, abrazándola con fuerza pero también con infinita ternura.

—No necesito que me ayudes a buscar sexo. Te necesito a ti. —Le lamió y mordió la delicada piel del cuello y luego respiró hondo y apretó los brazos con los que la rodeaba con un gemido—. Quiero que sea complicado. Y sudoroso y sucio. Que Dios me ayude, porque me ha condenado a desear a mi propia esposa.

Bella notó su erección quemándole la espalda y se derritió en sus brazos con algo parecido a la desesperación.

—No.

—Puedo ser cariñoso, Bella. Puedo amarte bien.

Aflojó los brazos y, con la punta de los dedos, le acarició el pezón. Ella se movió nerviosa, el anhelo que sentía entre las piernas era casi insoportable.

—No... —gimió, deseándolo con cada poro de su cuerpo.

—Llevo tu anillo en mi dedo —dijo él entre dientes, sin ocultar la frustración que sentía—. Tienes que saber soy tuyo. Que soy distinto de los demás. —Le lamió la curva de la oreja y luego le mordió el lóbulo—. Deséame, maldita sea. Deséame como yo te deseo.

Entonces se apartó de ella soltando una maldición y se fue de la estancia dejando a Bella sola con sus dos mitades; la que decía que una aventura con él no iba a durar y la que le decía que no le importaba si duraba o no.

Capítulo 4: CAPÍTULO 3 Capítulo 6: CAPÍTULO 5

 
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