Mi EXTRAÑO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 18/05/2013
Fecha Actualización: 16/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 45
Comentarios: 81
Visitas: 58558
Capítulos: 24

Estuvieron juntos por las razones equivocadas…

Son la pareja más escandalosa de Londres. Isabella, lady Pelham, y Edward Cullen, marqués de Grayson, están a igualados en todo; sus apetitos lujuriosos, sus constantes amantes, su pícaro ingenio, provocativa reputación y su absoluto rechazo a arruinar su matrimonio de conveniencia enamorándose el uno del otro. Isabella sabe que un libertino tan encantador jamás interesará a su protegido corazón ni que ella influenciará su corazón de libertino. Es una farsa muy agradable… hasta que un sorprendente giro de los acontecimientos aparta a Edward de su lado.

Ahora, cuatro años más tarde, Edward ha vuelto a casa con Isabella. Pero el granuja despreocupado y juvenil que se marchó ha sido reemplazado por un hombre taciturno, poderoso e irresistible que está decidido a emplear la seducción para alcanzar sus afectos. Ha desaparecido el compañero despreocupado que compartía su amistad y nada más, y en su lugar está la tentación hecha carne… un marido que desea el cuerpo y el alma de Isabella, y que no se detendrá ante nada para conquistar su amor. No, este no es el hombre con que se casó. Pero es el hombre que podría por fin robarle el corazón…

BASADA EN UN EXTRAÑO EN MI CAMA DE SYLVIA DAY

 

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Capítulo 22: CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 21

Edward calculó la distancia que había hasta la ventana del segundo piso de su casa de Londres, echó el brazo hacia atrás, apuntó y tiró el guijarro. Esperó hasta oír el satisfactorio clic antes de echar el brazo de nuevo hacia atrás para lanzar otro.

Empezaba a clarear y el gris oscuro del cielo se estaba convirtiendo en rosa. Recordó otra mañana y otra ventana. Pero el objetivo que perseguía era el mismo.

Tuvo que lanzar varios guijarros para obtener el resultado deseado, pero al final se levantó la cortina y la cabeza despeinada de Bella apareció en la ventana.

— ¿Qué estás haciendo, Grayson? —le preguntó, con aquella voz ronca y sensual que él tanto adoraba—. Te lo advierto, no estoy de humor para recitar a Shakespeare.

—Doy gracias a Dios por eso —contesto él con una sonrisa insegura.

Al parecer, ella también recordaba muy bien aquella mañana. Y eso le dio esperanzas.

Con un suspiro, Isabel se sentó en el alféizar de la ventana y arqueó las cejas a modo de pregunta. Al parecer, no la sorprendía demasiado que un hombre lanzase piedras a su ventana para llamar su atención. Durante toda su vida adulta, los hombres habían intentado colarse en su dormitorio.

Pero ahora Bella se acostaba en la cama de él y le había prometido que estaría allí durante el resto de su vida. El placer que le proporcionaba pensar eso se extendió por el cuerpo de Edward a toda velocidad y le calentó la sangre. Pero luego se quedó helado con la misma rapidez.

Los rayos del sol habían iluminado el rostro de Bella y Edward vio que sus ojos de color jerez estaban tristes y que tenía la punta de la nariz roja. A juzgar por su aspecto, se había quedado dormida llorando y era culpa de él.

—Bella —le suplicó sin pudor—. Déjame entrar. Aquí fuera hace frío.

La expresión cautelosa de ella se tornó más reservada. Se apoyó en la ventana y el cabello suelto le resbaló por el hombro que le había quedado al descubierto entre la bata mal abrochada. Por el modo en que se le movían los pechos, Edward supo que debajo de la prenda iba desnuda.

El efecto que le causó ese descubrimiento fue tan previsible como el amanecer.

— ¿Hay algún motivo por el que no puedas entrar? —le preguntó ella—. La última vez que lo pregunté, esta casa era tuya.

—No me refería a la casa, Bella —especificó Edward—. Me refería a tu corazón.

Bella se quedó inmóvil.

—Por favor. Deja que me explique. Deja que arregle las cosas entre tú y yo. Necesito que arreglemos las cosas.

—Edward —suspiró ella en voz tan baja que él apenas oyó su nombre transportado por la fría brisa de la mañana.

—Te amo con desesperación, Bella. No puedo vivir sin ti.

Ella se llevó una mano a los labios, que no dejaban de temblarle. Él dio un paso hacia la casa, todas y cada una de las células de su cuerpo buscaban a Bella.

—Te juro que seré tuyo para siempre, esposa mía, pero no para satisfacer mis necesidades, como hacía antes, sino porque quiero satisfacer las tuyas. Tú me has dado tanto... amistad, risas, aceptación. Nunca me has juzgado ni me has condenado. Cuando no sabía quién era, a ti no te importaba. Cuando te hago el amor, soy tan feliz que no deseo nada más.

—Edward.

Su nombre dicho con la voz rota le dolió por dentro.

— ¿Me dejas entrar? —imploró.

— ¿Por qué?

—Porque quiero darte todo lo que soy. Incluidos mis hijos, si es que tenemos la suerte de tenerlos.

Ella se quedó en silencio tanto rato que Edward se mareó, porque había estado conteniendo el aliento.

—Acepto hablar contigo. Nada más.

A él le quemaron los pulmones.

—Si todavía me amas, lo demás podemos solucionarlo.

Ella extendió un brazo.

—Sube.

Edward giró sobre sus talones y fue hacia la puerta principal y después subió la escalera desesperado por estar con su esposa. Pero cuando entró en sus aposentos se detuvo en seco. Lo que veía en aquel preciso instante era su hogar, a pesar de la tensión todavía palpable entre ellos dos.

En la chimenea de mármol ardían las brasas de un fuego, del techo colgaban las telas de seda de color marfil e Bella estaba de pie frente a la ventana, con sus curvas cubiertas por la bata de seda roja. Ese color le quedaba muy bien y aquella habitación donde ellos habían pasado tantas horas hablando y riendo, era el decorado perfecto para su nuevo comienzo. Allí Edward derrotaría a los demonios que intentaban separarlos.

—Te he echado de menos —le dijo emocionado—. Cuando no estás a mi lado, me siento muy solo.

—Yo también te echo de menos —confesó ella, tragando saliva—. Pero entonces me pregunto si alguna vez te he tenido de verdad. A veces pienso que Rose tiene una parte de ti prisionera.

— ¿Igual que Pelham contigo? —Se quitó el abrigo y la chaqueta, tomándose su tiempo, porque se dio cuenta de que Bella lo miraba con recelo. Volvió la cabeza y su mirada se fijó en el retrato del conde—. Tú y yo elegimos muy mal en el pasado y los dos llevamos las heridas de las decisiones que tomamos.

—Sí, tal vez los dos estemos estropeados a nuestra manera —dijo cansada, acercándose a su sofá preferido.

—Me niego a creer eso. Todo sucede por algún motivo. —Edward lanzó el chaleco encima del respaldo de una silla dorada y se agachó frente a la chimenea para avivar las brasas. Echó más carbón hasta que notó que el calor se extendía por la habitación—. Estoy seguro de que si no hubiese conocido a Rose, ahora no sabría valorarte como lo hago. Si no hubiese podido compararte con ella, no me habría dado cuenta de lo perfecta que eres para mí.

Bella resopló.

—Tú sólo creías que era perfecta cuando pensabas que había renunciado a ser madre.

—Y tú —siguió él, ignorando su comentario—, dudo que hubieras aceptado mi pasión desbocada si antes Pelham no te hubiese enseñado lo que era ser la receptora de una seducción semejante.

El silencio que recibió Edward como respuesta estaba repleto de posibilidades. Sintió que la chispa de esperanza que había guardado cerca de su corazón empezaba a arder hasta convertirse en un fuego que podría rivalizar con el que quemaba ante sus ojos.

Se puso en pie.

—Sin embargo, creo que ha llegado el momento de que reduzcamos este matrimonio a cuatro bandas a una unión más íntima, formada sólo por nosotros dos.

Se volvió para mirarla y vio que estaba sentada completamente erguida y que su precioso rostro estaba pálido, con los ojos llenos de lágrimas. Apretaba los dedos con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos y en el momento en que él se acercó y se sentó a sus pies, le cogió las manos para calentárselas.

—Mírame, Bella. —Cuando ella se enfrentó a sus ojos, él le sonrió—. Hagamos otro trato, ¿de acuerdo?

— ¿Otro trato? —Arqueó una de sus bien delineadas cejas.

—Sí. Yo acepto empezar de cero contigo. En todos los sentidos. No someteré nuestro amor al peso de la culpabilidad del pasado.

— ¿En todos los sentidos?

—Sí. No me quedaré con nada, te lo prometo. Pero, a cambio, tú tienes que quitar ese retrato. Y tienes que prometerme que, a partir de ahora, creerás que eres perfecta. Que no hay nada... —Se le quebró la voz y tuvo que cerrar los ojos y coger aire.

Separó los dos extremos de la bata de seda y apoyó la mejilla en la piel satinada del interior del muslo de Bella. Respiró hondo e inhaló el perfume de su esposa, lo que logró calmar los sentimientos que amenazaban con ahogarlo.

Ella le deslizó los dedos por el cabello y se lo acarició hasta la raíz, amándolo en silencio.

—Yo no cambiaría nada de ti —susurró Edward, observando la belleza de su esposa y la fuerza interior que la convertían en la mujer que era. Única e incomparable—. Y lo que seguro que no cambiaría es tu edad. Sólo una mujer con experiencia es capaz de mantener a raya a un hombre tan dominante como yo.

—Edward. —Ella se sentó en el suelo, a su lado, y lo atrajo contra su torso para abrazarlo y pegarlo a su corazón—. Supongo que ya tendría que saber que cuando tiras piedras a mi ventana mi vida está a punto de cambiar drásticamente.

—Sí, tendrías que saberlo.

—Eres un seductor y una canalla —añadió con una sonrisa, pegada a la frente de él.

—Sí, pero soy tu seductor y tu canalla.

—Sí. —Se rió quedamente—. Es verdad. Eres muy distinto del hombre con el que me casé, pero lo único que no ha cambiado, gracias a Dios, es que sigues siendo un seductor. Y así es exactamente como te quiero.

Él se movió, sujetó a Bella por la espalda y la tumbó despacio en el suelo.

—Yo también te quiero.

Ella lo miró; su melena era una bandera de fuego, su piel tan pálida como el marfil iba apareciendo por la abertura de la bata. Edward apartó la tela con una de sus bronceadas manos y dejó al descubierto los pechos y las curvas que tanto veneraba.

Después se metió una mano en el bolsillo y sacó el anillo con el rubí que le había comprado. Con dedos temblorosos, lo deslizó en el lugar al que pertenecía y besó la piedra antes de darle la vuelta a la mano de Bella y presionar los labios contra su palma.

El calor se extendió por la piel de Edward como la brisa de verano, todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo se pusieron alerta y la boca se le hizo agua. Bajó la cabeza y lamió primero un pezón y luego el otro, separando los labios cada vez más, para capturar el pecho en su boca. Cerró los ojos, la sangre recorría sus venas repletas de deseo y de amor y bebió el sabor de su esposa con tragos largos y desesperados.

—Sí... —suspiró ella cuando le mordió con cuidado la punta de uno de los pechos, demostrándole la necesidad que sentía de devorarla entera.

Se movieron lánguidamente, sin prisa. Cada caricia, cada beso, cada murmullo era una promesa que se hacían. Se prometieron que se olvidarían de todos los demás. Que

se amarían. Que confiarían el uno en el otro y que dejarían el pasado atrás. Se casaron por los motivos equivocados, pero al final su unión se basaba en lo único que de verdad importaba.

La ropa fue desapareciendo hasta que su piel se tocó por todas partes. Él le sujetó un muslo y lo apartó para hundir su miembro en lo más profundo de su ser. Estaban más unidos de lo que podrían unirlos nunca las alianzas de oro que llevaban.

Edward levantó la cabeza y observó el rostro de Bella mientras le hacía el amor. Los gemidos de ella llenaban el aire y lograron que los testículos de él se le pegasen al cuerpo. Le temblaron los brazos del esfuerzo de sujetarse para no aplastar a Bella. Ésta movió la cabeza de un lado a otro, le puso los talones en la espalda y le clavó las uñas en los antebrazos. Su melena de fuego estaba esparcida sobre la alfombra y desprendía aquel aroma que lo embriagaba.

Dios, adoraba hacerle el amor. Edward estaba seguro de que nunca se cansaría de ver a Bella indefensa de deseo, o de sentir el sexo de ella aprisionándolo en su interior.

—Dulce Bella —le dijo, libre por primera vez de la desesperación que había marcado sus encuentros en el pasado.

—Edward.

Él gimió de placer. Cuando ella decía su nombre con aquella voz tan sensual sentía como si lo acariciase. Se agachó hacia ella, presionó los labios sobre los suyos y se bebió sus gemidos mientras movía su miembro del modo que sabía que a Bella le gustaba, con embestidas largas, profundas y lentas.

— ¡Oh, Dios! —exclamó ella y los muros de su sexo se cerraron alrededor de él al alcanzar el clímax.

—Te amo —susurró Edward.

Tenía la boca pegada a la oreja de ella, el torso a sus pechos. Y entonces la siguió hasta el precipicio y, sin dejar de estremecerse, eyaculó en su interior, dándole, con infinita alegría, la promesa de la vida que crearían juntos.

Bella fue a su encuentro y respondió a todas sus caricias. Estaban hechos el uno para el otro.

Capítulo 21: CAPÍTULO 20 Capítulo 23: EPÍLOGO

 
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