Mi EXTRAÑO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 18/05/2013
Fecha Actualización: 16/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 45
Comentarios: 81
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Capítulos: 24

Estuvieron juntos por las razones equivocadas…

Son la pareja más escandalosa de Londres. Isabella, lady Pelham, y Edward Cullen, marqués de Grayson, están a igualados en todo; sus apetitos lujuriosos, sus constantes amantes, su pícaro ingenio, provocativa reputación y su absoluto rechazo a arruinar su matrimonio de conveniencia enamorándose el uno del otro. Isabella sabe que un libertino tan encantador jamás interesará a su protegido corazón ni que ella influenciará su corazón de libertino. Es una farsa muy agradable… hasta que un sorprendente giro de los acontecimientos aparta a Edward de su lado.

Ahora, cuatro años más tarde, Edward ha vuelto a casa con Isabella. Pero el granuja despreocupado y juvenil que se marchó ha sido reemplazado por un hombre taciturno, poderoso e irresistible que está decidido a emplear la seducción para alcanzar sus afectos. Ha desaparecido el compañero despreocupado que compartía su amistad y nada más, y en su lugar está la tentación hecha carne… un marido que desea el cuerpo y el alma de Isabella, y que no se detendrá ante nada para conquistar su amor. No, este no es el hombre con que se casó. Pero es el hombre que podría por fin robarle el corazón…

BASADA EN UN EXTRAÑO EN MI CAMA DE SYLVIA DAY

 

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Capítulo 1: Prólogo

Prólogo

 

Londres, 1815

 

—¿De verdad pretendes arrebatarle la amante a tu mejor amigo?

Edward Cullen, sexto marqués de Grayson, mantuvo los ojos fijos en la mujer en cuestión y sonrió. Quienes lo conocían bien sabían lo que significaba esa mirada.

—Por supuesto que sí.

—Ruin —farfulló Bartley—. Eso es caer muy bajo, incluso para ti, Cullen. ¿No te basta con ponerle los cuernos a Sinclair? Ya sabes lo que siente Carlisle por Bella. Lleva años enamorado de ella.

Cullen se quedó observando a lady Pelham con mirada experta. No tenía ninguna duda de que la mujer se adecuaba perfectamente a lo que él necesitaba. Era guapa y escandalosa, ni intentándolo encontraría mejor esposa para él, o una que pusiese más furiosa a su madre. Bella, que era como la llamaba cariñosamente todo el mundo, era de estatura media, pero poseía unas curvas de infarto; tenía un cuerpo hecho para dar placer a los hombres. La castaña viuda del conde de Pelham desprendía tanta sensualidad que causaba adicción, o eso decían. El estado físico y anímico de lord  Pearson, el antiguo amante de lady Pelham, había empeorado mucho desde que ella puso punto final a su relación.

Edward comprendía a la perfección que cualquier hombre se deprimiese al perder sus atenciones. Isabella Pelham brillaba como una piedra preciosa bajo la luz de la enorme lámpara de araña que presidía aquel baile de máscaras. Bella era una joya y valía hasta el último chelín de su elevadísimo precio.

La vio sonreír a Carlisle con aquellos labios demasiado perfectos para los dictados de la belleza clásica, pero perfectos para rodear el miembro de cualquier hombre. Muchos pares de ojos masculinos desperdigados por el salón la observaban, anhelando el día en que Bella dirigiese su mirada de color chocolate hacia ellos y eligiese entre ellos a uno como su próximo amante. A Edward le daban lástima. Ella era una mujer extremadamente selectiva y sólo se quedaba con un amante durante años. Ya hacía dos que llevaba a Carlisle atado con una correa muy corta y no parecía que estuviese perdiendo interés por él.

Pero ese interés no llegaba tan lejos como para que se aviniera a contraer matrimonio.

En las contadas ocasiones en que el vizconde le había suplicado que se casase con él, Bella le había rechazado aduciendo que no tenía interés en volver a pasar por el altar. Cullen, por su parte, no albergaba ninguna duda de que podía hacerla cambiar de opinión.

—No te sulfures, Bartley —murmuró—. Todo saldrá bien. Confía en mí.

—No se puede confiar en ti.

—Puedes confiar en que te daré quinientas libras si te llevas a Carlisle a la sala de juegos y lo alejas de Bella.

—Está bien. —Bartley se irguió y tiró de su chaleco hacia abajo, a pesar de que ninguno de los dos gestos sirvió para disimular su arrugada ropa—. Estoy a tu servicio.

Edward sonrió y le hizo una leve reverencia a su interesado amigo, que se fue por la derecha mientras que él seguía caminando por la izquierda. Lo hizo sin ninguna prisa, por los bordes del salón, abriéndose paso hasta su objetivo. Avanzó despacio, esquivando a las madres de las distintas debutantes que se interpusieron en su camino. La gran mayoría de los nobles solteros reaccionaban a esos encuentros sin disimular la expresión de hastío, pero Edward era tan conocido por su encanto como por su mala reputación. Así que aduló descaradamente a todas esas damas, besó unas cuantas manos

y dejó a todas las mujeres que se encontró a su paso convencidas de que algún día iría a verlas para proponerles matrimonio.

Miró con disimulo a Carlisle en un par de ocasiones y vio el momento exacto en que Bartley conseguía llevárselo de allí; justo entonces, aceleró la marcha y cogió la mano enguantada de Bella para besarle los nudillos, antes de que cualquiera de sus ávidos admiradores pudiese alcanzarla.

Cuando Edward levantó la cabeza, vio que ella le sonreía.

—Vaya, lord Grayson. No existe mujer que pueda resistirse a tan férrea determinación.

—Mi querida Isabella, tu belleza me ha atraído como la miel a las moscas.

Se puso la mano de ella sobre el antebrazo y la apartó de donde estaban, para pasear juntos alrededor de la zona de baile.

—Supongo que necesitas un respiro de las mamás casamenteras, ¿me equivoco? —Le preguntó Bella con voz ronca—. Pero me temo que ni confraternizando conmigo conseguirás perder atractivo. Sencillamente, eres demasiado guapo, Cullen. Algún día serás la perdición de una de esas pobres chicas.

Edward suspiró satisfecho al oír sus palabras y, al hacerlo, inhaló su exótico perfume floral. Ellos dos iban a llevarse muy bien. Gracias a los años que Bella llevaba con Carlisle, Edward había llegado a conocerla a la perfección y siempre le había gustado muchísimo.

—Ninguna de esas chicas es la adecuada para mí.

Ella se encogió de hombros y la delicada y blanca piel de su escote se movió por encima del borde del vestido de color zafiro.

—Todavía eres joven, Cullen. Cuando tengas mi edad, probablemente habrás sentado la cabeza lo suficiente como para no volver loca a tu esposa con tus exigencias.

—O podría casarme con una mujer mayor y ahorrarme el esfuerzo de cambiar mis costumbres.

—Esta conversación no es casual, estás buscando algo, ¿no es así, milord? —le preguntó ella, enarcando una de sus cejas perfectas.

—Te deseo, Bella —dijo él en voz baja—. Desesperadamente. Y me temo que no se me pasará siendo tu amante. Lo único que se me ocurre para solucionarlo es casarme contigo.

Su risa, femenina y suave, flotó en el aire entre los dos.

—Oh, Cullen. Adoro tu sentido del humor y lo sabes. Es muy difícil encontrar a hombres tan atrevidos y descarados como tú.

—Y, por desgracia, es muy difícil encontrar a una mujer tan sensual como tú, mi querida Isabella. Me temo que eres prácticamente única y que, por tanto, sólo tú puedes satisfacer mis necesidades.

Ella lo miró de reojo.

—Tenía la impresión de que estabas manteniendo a esa actriz tan guapa que es incapaz de recordar ningún diálogo.

Edward le sonrió.

—Sí, tienes razón.

Anne no sería capaz de actuar aunque le fuese la vida en ello. Sus talentos tenían que ver con otras áreas más carnales de la profesión.

—Ahora en serio, Cullen, eres demasiado joven para mí. Tengo veintiséis años, como sabes. Y tú tienes... —Entrecerró los ojos y lo recorrió con la mirada—. En fin, eres encantador, pero...

—Tengo veintidós años y podría follarte como nadie, Bella, de eso no tengas duda. Sin embargo, me has malinterpretado. Sí, tengo una amante. Dos en realidad y tú tienes a Carlisle...

—Sí y todavía no me he cansado de él.

—Podéis seguir juntos, no pondré ninguna objeción.

—Me alivia saber que cuento con tu aprobación —contestó ella, sarcástica, y luego volvió a reírse, un sonido que a Cullen siempre le había gustado—. Estás loco.

—Loco por ti, Bella, por supuesto. Lo he estado desde el principio.

—Pero no quieres acostarte conmigo.

Edward la miró como hacían todos los hombres, deteniéndose en sus pechos, que sobresalían por encima del escote.

—Yo no he dicho eso. Eres una mujer hermosa y yo soy un hombre muy cariñoso. No obstante, ya que vamos a casarnos, no hace falta que me preocupe por cuándo vamos a acostarnos, ¿no? Tenemos toda la vida para dar ese paso y si alguna vez lo damos, será por decisión de los dos y ambos disfrutaremos haciéndolo.

— ¿Has bebido? —le preguntó ella, arrugando la frente.

—No.

Bella se detuvo en seco, obligando a Edward a detenerse también. Levantó la vista y lo miró a los ojos y después negó con la cabeza, incrédula.

—Pero si estás hablando en serio...

— ¡Por fin te encuentro! —exclamó una voz a sus espaldas.

Edward se mordió la lengua para no maldecir a Carlisle y se dio la vuelta para saludar a su amigo con una sonrisa. Isabella adoptó su misma expresión inocente, aunque, en realidad, ella no había hecho nada malo.

—Gracias por mantener los buitres a raya, Cullen —le dijo Carlisle, jovial, con el rostro iluminado de placer al estar de nuevo junto a su amada—. Me he distraído un momento por un asunto que al final no ha merecido la pena.

Edward soltó la mano de Bella con una floritura y dijo:

— ¿Para qué están los amigos si no?

— ¿Dónde estabas? —espetó Edward unas horas más tarde, cuando una figura encapuchada entró en su dormitorio.

Dejó de pasear de un lado a otro y el batín de seda negra se balanceó alrededor de sus piernas desnudas.

—Ya sabes que vengo cuando puedo, Cullen.

La capucha cayó hacia atrás y dejó al descubierto una melena tan rubia que parecía plata y el rostro del que él se había enamorado. Cruzó la estancia en dos zancadas y atrapó los labios de ella, abrazándola y levantándola del suelo mientras la besaba.

—No me basta con eso, Rose —replicó con la respiración entrecortada—. Ni de lejos.

—No puedo dejarlo todo sólo para atender tus necesidades. Soy una mujer casada.

—No hace falta que me lo recuerdes —se quejó Edward—. Nunca podré olvidarlo.

Escondió el rostro en la curva del cuello de su amada e inhaló profundamente. Era tan suave e inocente, tan dulce...

—Te he echado de menos —dijo él.

Rosalie, ahora lady Sinclair, se rió sin aliento con los labios húmedos por sus besos.

—Mentiroso. —Le hizo un mohín—. En las dos semanas que hace que no coincidimos, se te ha visto en compañía de esa actriz en varias ocasiones.

—Ya sabes que ella no significa nada para mí. Es a ti a quien amo.

Edward podría explicárselo, pero Rose jamás entendería su necesidad de follar de esa manera, salvaje y sin límites, igual que tampoco entendía las exigencias de su esposo.

Era demasiado delicada, poseía un carácter sumamente sensible, incapaz de comprender tal pasión. Era el respeto que sentía hacia ella lo que hacía que Edward buscase alivio en otras mujeres.

—Oh, Cullen —suspiró Rose y le enredó los dedos en los mechones de la nuca—. A veces creo que lo dices de verdad. Pero quizá sólo me amas del modo en que es capaz de amar un hombre como tú.

—Eso no lo dudes nunca —afirmó Edward con vehemencia—. Te amo más que a nada, Rose. Siempre te he amado.

Se detuvo un segundo para quitarle la capa y lanzarla al suelo, y luego la cogió a ella en volandas para llevarla hasta la cama que los estaba esperando.

La desnudó con suma eficiencia mientras la sangre le hervía por dentro. Se suponía que Rose iba a ser su esposa, pero cuando Edward había vuelto de su Grand Tour por el continente, descubrió que su amor de infancia se había casado con otro. Ella le dijo que él le había roto el corazón al irse de viaje y que los rumores de sus aventuras amorosas no habían tardado en llegar a sus oídos. Le recordó además que no le había escrito ni una sola vez, lo que la llevó a deducir que la había olvidado.

Edward sabía que había sido su propia madre la que había sembrado la semilla de la duda entre él y su amada y que se había encargado de regarla a diario. Para la marquesa, Rose no era digna de casarse con su hijo. Quería para Edward una mujer de alto rango, así que él estaba decidido a hacer completamente lo contrario, para devolverle la jugada y pagarle con la misma moneda.

Si Rose hubiese tenido más fe en ellos dos y lo hubiese esperado un poco más, a esas alturas estarían casados. En ese mismo instante podrían estar en su lecho matrimonial, uno del que ella no tendría que escabullirse antes de que saliese el sol.

Desnuda, con la piel resplandeciente como marfil a la luz de las velas, Rose lo dejaba sin aliento, como siempre. Edward la amaba desde que tenía uso de razón. Ella siempre había sido muy hermosa, pero no del modo en que lo era Bella. Ésta poseía una hermosura terrenal, muy carnal y sensual, mientras que Rose tenía otra clase de belleza más frágil y discreta. Eran tan distintas como una rosa de una margarita.

Y a Edward le gustaban mucho las margaritas.

Levantó una mano y le tocó un pecho.

—Todavía te están creciendo, Rose —le dijo, al notar que su seno pesaba un poco más que las otras veces que se lo había acariciado.

Ella cubrió la mano de él con una de las suyas.

—Edward —dijo con voz débil.

Él la miró a los ojos y le dio un vuelco el corazón al ver el amor reflejado en su mirada.

— ¿Sí, mi amor?

—Estoy enceinte.

Edward se quedó sin habla. Él siempre había tenido mucho cuidado y había usado protección.

— ¡Rose, Dios santo!

Los preciosos ojos azules de ella se llenaron de lágrimas.

—Dime que te hace feliz. Por favor.

—Yo... —Le costó tragar saliva—. Por supuesto que me hace feliz, cariño. —Tenía que hacerle la pregunta obligada—. ¿Y Sinclair?

Rose sonrió con tristeza.

—Creo que nadie pondrá en duda que el niño es tuyo, pero Sinclair no lo repudiará. Me ha dado su palabra. En cierto modo, está bien que las cosas sucedan así. Mi marido dejó a su última amante cuando ésta se quedó embarazada.

A Edward se le encogió el estómago al comprender lo que estaba pasando y se quedó tumbado en el colchón. Se la veía tan pequeña, tan angelical encima de aquella colcha de terciopelo rojo... Se quitó el batín negro y se tumbó encima de ella.

—Fúgate conmigo.

Bajó la cabeza y selló sus labios con un beso, gimiendo al notar el dulce sabor de su amada. Si las cosas fuesen distintas... Si ella lo hubiese esperado...

—Fúgate conmigo, Rose —volvió a suplicarle—. Tú y yo podemos ser muy felices juntos.

A ella le resbalaron lágrimas por las mejillas.

—Edward, mi amor. —Le cogió la cara entre sus pequeñas manos—. Eres un soñador.

Él escondió el rostro en el valle de sus pechos y movió las caderas encima del colchón, para ver si así conseguía dominar su erección. Recurriendo a su férrea disciplina, logró apaciguar un poco aquel instinto tan primario que parecía controlarlo.

—No puedes resistirte a mí.

—Por desgracia tienes razón —suspiró ella, acariciándole la espalda—. Si hubiese sido más fuerte, qué distintas serían nuestras vidas. Pero Sinclair... es muy buen hombre. Y ya le he humillado bastante.

Edward le cubrió de besos el vientre, apenas abultado, y pensó en el niño que estaba creciendo allí dentro. Se le aceleró el corazón y casi tuvo un ataque de pánico.

— ¿Y qué harás entonces, si no quieres venir conmigo?

—Mañana mismo me voy a Northumberland.

— ¡Northumberland! —Levantó la cabeza, sorprendido—. ¡Maldita sea! ¿Por qué te vas tan lejos?

—Porque allí es adonde quiere ir Sinclair. —Colocó las manos bajo los brazos de Edward y tiró de él hacia ella, al mismo tiempo que separaba las piernas—. Y, teniendo en cuenta las circunstancias, ¿cómo puedo negarme?

Edward tuvo la sensación de que Rose se le estaba escurriendo de entre los dedos y se incorporó un poco para penetrarla con su erección. Gimió de lujuria al notar cómo el sexo de ella lo envolvía.

—Pero volverás —dijo con voz ronca.

Rose movió su rubia cabeza de un lado a otro sobre la almohada, sacudida por el placer, y cerró los ojos.

—Dios, sí, volveré. —El interior de su cuerpo tembló alrededor del miembro de Edward—. No puedo vivir sin ti. Sin esto.

Abrazándose a ella, empezó a mover las caderas despacio, poseyéndola del modo que a Rose más le gustaba, aunque eso implicase contener sus propias necesidades.

—Te amo, Rose.

—Amor mío —suspiró ella, al alcanzar el placer entre sus brazos.

Clic.

Isabella se despertó con un gemido y, a juzgar por el suave color morado del cielo y por lo cansada que estaba, supuso que apenas acababa de salir el sol. Se quedó tumbada un momento, con la mente todavía aturdida, intentando discernir qué había perturbado su sueño.

Clic.

Se frotó los ojos con ambas manos y se sentó en la cama, después buscó el camisón para cubrir su desnudez. Miró el reloj de encima de la repisa y vio que sólo hacía dos horas que se había ido Carlisle. Ella confiaba en poder dormir hasta bien entrado el mediodía y seguía teniendo intención de hacerlo; en cuanto se hubiese ocupado de su recalcitrante pretendiente. Fuera quien fuese.

Tembló de frío al acercarse a la ventana, contra la que seguían impactando los guijarros con su correspondiente ruidito. Isabella apartó la cortina y miró hacia su jardín trasero.

Suspiró resignada.

—Ya que no voy a poder dormir, mejor que sea por alguien tan guapo como tú.

El marqués de Grayson sonrió al verla. Edward iba completamente despeinado y tenía los ojos enrojecidos. Le faltaba el pañuelo y llevaba el cuello de la camisa desabrochado, dejando al descubierto la piel  de su garganta y unos rizos de vello rubio del pecho. Al parecer, también había perdido la chaqueta y Bella no pudo evitar devolverle la sonrisa.

Cullen le recordaba muchísimo a Pelham cuando lo había conocido, nueve años atrás. Durante un tiempo ella había sido muy feliz con él, a pesar de lo poco que duró esa época.

— ¡Oh Romeo, Romeo! —Recitó, sentándose en el alféizar de la ventana—. ¿Dónde estás, Rom...?

—Oh, por favor, Bella —la interrumpió él con una de sus risas tan profundas—. Déjame entrar, ¿quieres? Aquí fuera hace frío.

Ella negó con la cabeza

—Cullen, si te abro la puerta, todo Londres lo sabrá antes de la cena. Vete antes de que alguien te vea.

—No pienso irme, Isabella. Así que más te vale dejarme entrar si no quieres que monte un espectáculo.

Ella vio el modo en que Edward apretaba la mandíbula y supo que hablaba en serio. Bueno, tan en serio como era capaz de hablar un hombre como él.

—Entonces ve a la puerta de delante —claudicó—. Seguro que ya hay alguien despierto y te abrirán.

Se levantó del alfeizar, cogió una bata blanca y, saliendo del dormitorio, entró en su cuarto tocador, donde descorrió las cortinas para dejar pasar la pálida luz rosada de la mañana. Esa habitación era su preferida, con aquellos tonos marfil y los muebles con acabados dorados de primera clase. Pero lo que más le gustaba no era la paleta de colores, sino el enorme retrato de Pelham que colgaba de la pared del fondo.

Cada día se detenía frente al cuadro y se permitía recordar durante un segundo lo mucho que lo odiaba por haberle roto el corazón. El conde, evidentemente, se mantenía impertérrito, con la sonrisa de la que ella se había enamorado inmortalizada en su rostro para siempre. Cuánto lo había amado y adorado, del modo en que sólo puede hacerlo una niña. Pelham lo había sido todo para ella, hasta que una noche, mientras asistía a un concierto organizado por lady Warren, oyó a dos mujeres hablar acerca de las proezas sexuales de su marido.

Apretó la mandíbula al recordar el incidente y todo el resentimiento de antaño afloró a la superficie. Habían pasado casi cinco años desde que Pelham recibió su merecido en un duelo por una de sus amantes, pero a Isabella continuaba doliéndole la traición y la humillación.

Oyó que alguien golpeaba suavemente la puerta y, tras dar permiso para entrar, ésta se abrió y apareció su mayordomo a medio vestir.

—Mi señora, el marqués de Grayson solicita unos minutos de su tiempo. —El hombre se aclaró la garganta—. Está esperándola en la puerta de servicio.

Isabella se mordió el labio para no sonreír y su mal humor se desvaneció al imaginarse a Grayson, altivo y arrogante como sólo él sabía serlo, esperándola medio vestido en la entrada de servicio.

—Dígale que lo recibiré.

Lo único que delató la sorpresa del sirviente fue el levantamiento de una de sus cejas canosas.

Mientras el mayordomo iba a buscar a Cullen, Isabella aprovechó para prender las velas de la habitación. Estaba cansada. Ojalá la visita de Edward fuese breve y se marchase de allí en cuanto le hubiese contado lo que fuera tan urgente. Al recordar la extraña conversación que habían tenido aquella misma noche, Bella se preguntó si él necesitaría ayuda. Quizá se le había aflojado algún tornillo de la cabeza.

Era verdad que entre los dos siempre había existido una amistad algo inusual y que se trataban con más familiaridad que la de unos meros conocidos, pero su relación nunca había ido más allá. Isabella siempre se había llevado bien con los hombres. Al fin y al cabo, le gustaban mucho. Pero siempre había mantenido una distancia muy respetuosa entre ella y lord Grayson, porque Carlisle, su amante, era el mejor amigo de Cullen. Un amante al que había abandonado hacía apenas unas horas, cuando el atractivo vizconde le pidió por tercera vez que se casase con él.

En cualquier caso, a pesar de que Cullen poseía la habilidad de impedirle pensar durante unos segundos debido a lo guapo que era, Bella no sentía ningún interés por él. El marqués se parecía mucho a Pelham, era un hombre demasiado egoísta y egocéntrico como para anteponer las necesidades de otra persona a las suyas propias.

La puerta que tenía detrás se abrió y, cuando se dio la vuelta, chocó contra el impresionante torso de un hombre de más de metro ochenta. Cullen la levantó cogiéndola por la cintura y empezó a dar vueltas con ella sin dejar de reír de aquel modo tan sensual. Una risa que dejaba claro que el hombre no tenía ninguna preocupación en este mundo.

— ¡Edward! —Se quejó ella, empujándolo por los hombros—. Suéltame.

—Mi querida Bella —le dijo Edward con los ojos resplandecientes—. Esta mañana he recibido la noticia más maravillosa que puedas imaginarte. ¡Voy a ser padre!

Isabella parpadeó confusa y notó que se mareaba por culpa de la falta de sueño y de las vueltas que él le seguía dando.

—He pensado que eres la única persona que conozco que se alegrará por mí. El resto del mundo se horrorizará al descubrirlo. Por favor, Bella, sonríe. Felicítame.

—Lo haré si me dejas en el suelo.

Él la dejó de inmediato y dio un paso hacia atrás esperando su respuesta.

Bella rió al ver lo impaciente que estaba.

—Felicidades, milord. ¿Puedo saber cómo se llama la afortunada que va a convertirse en tu esposa?

Parte de la alegría que brillaba en aquellos ojos azules se desvaneció, pero la seductora sonrisa de Cullen siguió intacta en sus labios.

—Bueno, ésa sigues siendo tú, Isabella.

Ella se quedó mirándolo para ver si así adivinaba qué estaba tramando, pero no lo consiguió. Le señaló unas sillas que había cerca y tomaron asiento.

—Estás muy guapa así, despeinada, después de darte un revolcón en la cama —dijo él de buen humor—. Es comprensible que tus amantes lamenten tanto perderse esta visión.

— ¡Lord Grayson! —exclamó Isabella, llevándose una mano al pelo. La moda del momento era una melena corta  y ondulada, pero ella prefería el cabello largo. Y sus amantes también—. Te pido por favor que te apresures a explicarme el motivo de tu visita. He tenido una noche muy larga y estoy cansada.

—Yo también he tenido una noche muy larga, todavía no me he acostado. Pero...

— ¿Me permites sugerirte que duermas un poco antes de decir lo que sea que quieras decirme? Seguro que cuando hayas descansado un poco verás las cosas de otro modo.

—No lo haré —insistió él, tozudo, y levantó un brazo para rodear el respaldo de la silla en la que estaba sentado, quedando un poco de costado, en una pose atractiva por lo poco estudiada que era—. Lo he pensado largo y tendido y son muchos los motivos por los que somos perfectos el uno para el otro.

—Cullen —se rió ella—, ni te imaginas lo equivocado que estás.

—Escúchame, Bella. Necesito una esposa.

—Pero yo no necesito un marido.

— ¿Estás segura de eso? —le preguntó, arqueando una ceja—. A mí me parece que sí.

Isabella se cruzó de brazos y se recostó en el respaldo del sofá. Tanto si estaba loco como si no, Cullen era un hombre fascinante.

— ¿Ah, sí?

—Piénsalo un momento. Sé que te gusta tener amantes, pero tarde o temprano los dejas a todos, y no porque te hayas aburrido de ellos. Tú no eres de esa clase de mujeres. Los dejas porque se enamoran de ti y entonces quieren más. Tú te niegas a acostarte con hombres casados, así que todos tus amantes son solteros y terminan queriendo casarse contigo. —Hizo una pausa—. Pero si estuvieses casada... —Cullen dejó las palabras flotando en el aire.

Isabella se quedó mirándolo fijamente. Y luego parpadeó.

— ¿Y qué diablos sacarías tú de un matrimonio como el que estás describiendo?

—Muchas cosas, Bella. Muchas cosas. Podría quitarme de encima a todas las debutantes que sólo piensan en casarse. Mis amantes entenderían que no pueden obtener nada más de mí. Mi madre... —fingió un estremecimiento—, mi madre dejará de presentarme a futuras candidatas para ocupar su lugar y yo no sólo tendré una esposa encantadora y muy bella, sino además una que no me pedirá que le entregue algo tan absurdo como mi amor o mi fidelidad.

Por algún extraño e incomprensible motivo, Isabella descubrió que le gustaba lord Grayson. A diferencia de Pelham, Cullen no pretendía engatusar a una pobre debutante con declaraciones de amor sin fin y de devoción eterna. No quería contraer matrimonio con una chica que terminaría amándolo y a la que le dolerían sus indiscreciones. Y se sentía feliz porque iba a tener un hijo bastardo, por lo que Bella dedujo que estaba dispuesto a mantenerlo.

— ¿Y qué me dices de tener hijos, Cullen? Yo no soy joven y tú necesitas un heredero.

En ese momento hizo aparición la famosa y devastadora sonrisa de él.

—No te preocupes por eso, Isabella. Tengo dos hermanos más jóvenes que yo, uno de los cuales ya está casado. Seguro que ellos tendrán hijos en el caso de que tú y yo no podamos.

Ella se atragantó con un ataque de risa. Que estuviese planteándose aceptar aquel absurdo plan...

Pero a decir verdad, le había dicho adiós a Carlisle, a pesar de lo mucho que se arrepentía de haber tenido que tomar esa decisión. Carlisle estaba loco por ella, el pobre inconsciente, e Isabella se sentía muy egoísta al haberlo retenido durante casi dos años. Había llegado el momento de que encontrase a una mujer digna de estar con él. Una mujer que pudiese amarlo, algo que ella jamás podría hacer. La capacidad de Isabella de experimentar ese sentimiento tan elevado había muerto con Pelham, en el duelo que acabó con la vida de éste.

Desvió de nuevo la vista hacia el retrato de su marido. Isabella se odiaba por haber tenido que hacerle daño a Carlisle. Éste era un buen hombre, un amante cariñoso y un gran amigo. También era el tercero al que había tenido que romperle el corazón, porque no quería estar sola y necesitaba a alguien con quien satisfacer sus anhelos sexuales.

Isabella pensaba a menudo en lord Pearson, en cómo lo había destruido el hecho de que ella lo abandonase. Estaba cansada de sentirse culpable y casi a diario se enfadaba consigo misma por causar tanto dolor a esos hombres, pero sabía que volvería a hacerlo. No iba a poder resistirse a su anhelo de no estar sola.

Cullen tenía razón. Tal vez, si estuviese casada, habría podido encontrar el modo de disfrutar de una relación puramente sexual con un hombre sin que éste le pidiese más. Y no tendría que preocuparse de que Edward se enamorase de ella, de eso estaba segura. Él le había confesado que amaba profundamente a otra mujer y sin embargo tenía un montón de amantes. Al igual que Pelham, Cullen era incapaz de entender que el amor de verdad estuviese íntimamente ligado a la fidelidad y la constancia.

Pero ¿sería ella capaz de ser infiel, sabiendo el dolor que podía llegar a causar eso en la otra persona?

El marqués se inclinó hacia adelante y le cogió las manos.

—Di que sí, Bella —le suplicó con sus increíbles ojos azules.

Y entonces Isabel descubrió que a Cullen jamás le dolería que ella le fuese infiel. Al fin y al cabo, estaría demasiado ocupado con sus amantes como para darse cuenta. Aquello era una cuestión práctica, nada más.

Quizá fue el cansancio lo que le impidió razonar como lo haría normalmente, pero dos horas más tarde, Isabella estaba sentada en el carruaje de Grayson, rumbo a Escocia.

 

Seis meses más tarde

 

—Isabella, ¿puedo hablar contigo un momento, por favor?

Edward se quedó mirando el vano de la puerta, en ese momento vacío, hasta que las curvas de su esposa, que había pasado por delante de él hacía unos segundos, volvieron a llenarla.

— ¿Sí, Edward? —Isabella entró en su despacho con una ceja enarcada.

— ¿Estás libre el viernes por la noche?

—Ya sabes que para ti estoy siempre disponible —le contestó, riñéndolo con la mirada.

—Gracias, tesoro. —Se reclinó contra el respaldo de la silla y le sonrió—. Eres demasiado buena conmigo.

Ella se acercó al sofá y se sentó.

— ¿Y qué acto social tenemos que honrar con nuestra presencia?

—La cena de los Middleton. Accedí a reunirme allí con lord Rupert, pero Bentley me ha informado hoy que lady Middleton también ha invitado a los Grimshaw.

—Oh. —Isabel arrugó la nariz—. Qué malvado de su parte invitar a una de tus amantes con su esposo, sabiendo que tú también vas a ir.

—Y que lo digas —convino Edward, levantándose para rodear la mesa e ir a sentarse junto a ella.

—Esa sonrisa tuya es peligrosa, Cullen. No deberías dejar que apareciese tan a menudo.

—No puedo contenerla. —Le pasó un brazo por los hombros y la acercó a él, inhalando el exótico perfume floral que ahora le resultaba tan familiar como excitante—. Soy el hombre más afortunado del mundo y soy lo bastante listo como para reconocerlo. ¿Sabes cuántos nobles desearían tener una esposa como la mía?

Bella se rió.

—Sigues siendo igual de atractivo y de descarado que siempre.

—Y a ti te encanta. Nuestro matrimonio te ha convertido en una dama muy famosa.

—Querrás decir infame —lo corrigió sarcástica—. Todo el mundo me ve como una mujer mayor que se ha buscado a un hombre más joven para disfrutar de su vigor sexual.

—Mi vigor sexual. —Le pasó un dedo por un mechón de pelo—. Me gusta cómo suena.

Unos leves golpes en la puerta hicieron que ambos se volviesen y mirasen por encima del respaldo del sofá. Un lacayo estaba observándolos.

— ¿Sí? —le preguntó Edward, molesto porque había interrumpido uno de los pocos momentos de tranquilidad que había podido tener con su esposa.

Isabella siempre estaba ocupada en algún té político y en tonterías de mujeres, y él apenas podía disfrutar de charlar con ella. Bella tenía mala fama, sí, pero también era encantadora y además era la marquesa de Grayson. Quizá la buena sociedad murmurase sobre ella, pero jamás se atreverían a darle la espalda.

—Ha llegado una carta urgente, milord.

Edward levantó una mano y movió los dedos, impaciente. En cuanto cogió la misiva, frunció el cejo al reconocer la caligrafía.

— ¡Dios santo, qué cara has puesto! —Exclamó Isabella—. Será mejor que te deje a solas.

—No. —La sujetó con el brazo que tenía alrededor de los hombros y la retuvo a su lado—. Es de la marquesa viuda y seguro que cuando termine de leerla necesitaré que me hagas cambiar de humor como sólo tú puedes hacerlo.

—Como quieras. Si prefieres que me quede, me quedaré. Todavía faltan horas para que tenga que salir.

Edward sonrió al pensar en las horas que iba a pasar con ella y abrió la carta.

— ¿Querrás jugar al ajedrez? —le sugirió Isabella, sonriéndole provocadora.

Él fingió estremecerse de miedo.

—Ya sabes cuánto odio ese dichoso juego. Piensa en algo menos aburrido.

Entonces centró su atención en la carta, pasando la mirada rápidamente por encima de las líneas. Pero cuando llegó a un párrafo que parecía haber sido añadido a última hora, leyó más despacio y las manos empezaron a temblarle. Su madre sólo le escribía cuando quería hacerle daño, y seguía estando furiosa con él por haberse casado con lady Pelham.

... es una pena que el bebé no haya sobrevivido al parto. Era un niño. Gordito y bien formado y con el pelo muy negro, a pesar de lo rubios que son sus padres. El doctor dijo que lady Sinclair era demasiado estrecha y el niño demasiado grande. Estuvo horas desangrándose. Me han dicho que fue una muerte muy dolorosa...

A Edward le falló la respiración y se mareó. La perfecta caligrafía que su madre había utilizado para describir tales horrores se volvió borrosa, hasta que fue incapaz de seguir leyendo.

Rose.

Le quemó el pecho y se quedó mirando atónito a Isabella, al notar que ella le estaba golpeando la espalda.

— ¡Respira, maldita sea! —le ordenó preocupada—. ¿Qué diablos dice la carta? Dámela.

Los dedos de Edward se quedaron inertes y el papel cayó sobre la alfombra.

Tendría que haber estado con ella. Cuando Sinclair empezó a devolverle las cartas sin abrir, tendría que haber hecho algo más que pedirles a sus amigos que fuesen a verla y a saludarla en su nombre. Él sabía que Rose era su vida. Era la primera chica a la que

había besado, la primera a la que le había regalado flores, o la primera a la que le había escrito un poema. Edward era incapaz de imaginarse una época en su vida en la que Rose no hubiese estado presente, aunque fuese desde la periferia.

Y ahora se había ido para siempre; su lujuria y su egoísmo la habían matado. Su querida y dulce Rose, que se merecía mucho más de lo que él le había dado.

Le zumbaron los oídos y vio que Isabella le estaba apretando con fuerza una mano. Quizá su esposa le estaba diciendo algo. Se volvió y se apoyó en ella, recostando la mejilla en su pecho, y lloró. Lloró hasta que el corpiño de Isabella quedó empapado y hasta que las manos que le acariciaban la espalda empezaron a temblar de preocupación. Lloró hasta que no pudo llorar más y durante todo ese tiempo se odió a sí mismo.

Isabella y él no fueron a cenar a casa de los Middleton. Esa misma noche, Edward hizo las maletas y se fue al norte.

No volvió.

Capítulo 2: CAPÍTULO 1

 
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