El ambiente ha estado tenso e incómodo entre nosotros desde que salimos de Central Park. Edward me ha dejado a mi rollo al volver a la suite y se ha recluido en el espacio del despacho que da al balcón. Tiene negocios que atender. No es raro en él pasarse una hora haciendo llamadas, pero ahora lleva cuatro, y en todo este tiempo no ha asomado la cabeza, ni me ha dicho nada ni ha dado señales de vida.
Estoy en el balcón. Siento el sol en mi rostro y me reclino sobre la tumbona, deseando en silencio que Edward salga del estudio. Desde que llegamos a Nueva York nunca habíamos estado tanto tiempo sin establecer algún tipo de contacto físico, y ansío tocarlo. Estaba deseando escapar de la tensión cuando volvimos de nuestro paseo, y me sentí aliviada para mis adentros cuando masculló su intención de trabajar un poco, pero ahora me siento más perdida que nunca. He llamado a la abuela y a Gregory y he charlado ociosamente de nada en particular con ellos. También me he leído la mitad del libro de historia que Edward me compró ayer, aunque no recuerdo nada.
Y ahora estoy aquí tumbada (ya van casi cinco horas), jugueteando con mi anillo y dándole vueltas a la cabeza acerca de nuestra conversación en Central Park. Suspiro, me quito el anillo, vuelvo a ponérmelo, le doy unas cuantas vueltas más y me quedo paralizada cuando oigo movimiento al otro lado de las puertas del despacho. Veo que el pomo gira, cojo rápidamente el libro y entierro la nariz en él, para dar la impresión de estar concentrada en mi lectura.
La puerta cruje y levanto la vista de la página por la que lo he abierto al azar. Edward se encuentra en el umbral, observándome. Está descalzo, con el botón superior de los vaqueros desabrochado y descamisado. Tiene el pelo revuelto, como si hubiese estado pasándose los dedos entre los rizos; y en cuanto lo miro a los ojos sé que eso es justo lo que ha estado haciendo. Se hallan cargados de desesperación. Intenta sonreír y, cuando lo hace, siento que un millón de dardos de culpa se me clavan en el corazón. Dejo el libro en la mesa, me incorporo, me siento con las rodillas cerca de la barbilla y me abrazo las piernas. Todavía se puede cortar la tensión con cuchillo, pero tenerlo cerca de nuevo me hace recuperar la serenidad perdida. Unos fuegos artificiales estallan bajo mi piel y se abren camino hacia el interior de mi cuerpo. La sensación me resulta familiar y reconfortante.
Se pasa unos instantes en silencio, con las manos metidas ligeramente en los bolsillos y apoyado contra el marco de la puerta, pensando. Entonces suspira y, sin mediar palabra, se acerca y se sienta a horcajadas en la tumbona detrás de mí, dándome un golpecito para que me mueva hacia adelante para dejarle sitio. Desliza los brazos sobre mis hombros y me estrecha contra su pecho. Cierro los ojos y absorbo esta sensación: su tacto, sus latidos contra mi cuerpo y su respiración en mi pelo.
—Lo lamento —susurra, pegando los labios a mi cuello—. No pretendía entristecerte.
Empiezo a trazar lentos círculos sobre la tela de sus vaqueros.
—No pasa nada.
—No, sí que pasa. Si me concediesen un deseo —empieza deslizando los labios lentamente hasta mi oreja— pediría ser perfecto para ti. Para nadie más, sólo para ti.
Abro los ojos y me vuelvo para mirarlo.
—Pues creo que tu deseo se ha hecho realidad.
Se ríe un poco y coloca una mano sobre mi mejilla.
—Y yo creo que eres la persona más bonita que jamás haya creado Dios. Aquí —dice recorriendo mi rostro con la mirada—. Y aquí. —Me pone la palma de la mano en el pecho. Me besa los labios con ternura, y después la nariz, las mejillas y la frente—. Hay algo para ti en la mesa.
Me aparto automáticamente.
—¿El qué?
—Ve a ver. —Me insta a levantarme, se recuesta sobre la tumbona y me hace un gesto con las manos hacia las puertas del despacho—. ¡Venga!
Mi mirada oscila entre las puertas y Edward varias veces, hasta que enarca una ceja expectante y muevo el culo. Atravieso el balcón con recelo y llena de curiosidad mientras siento sus ojos azules clavados en mi espalda, y cuando llego a la puerta, miro por encima del hombro. En su rostro perfecto atisbo una leve sonrisa.
—Ve —me dice. Coge mi libro de la mesa y empieza a pasar las páginas.
Junto los labios con firmeza, me dirijo a la lujosa mesa y exhalo al sentarme en la silla verde de piel. Pero el corazón casi se me sale del pecho cuando veo un sobre en el centro, perfectamente colocado con la parte inferior paralela al borde del escritorio. Busco mi anillo y empiezo a girarlo en el dedo, preocupada, cautelosa, curiosa… Lo único que veo al mirar este sobre es otro sobre, el que me dejó en la mesa del Ice, el que contenía la carta que me escribió cuando me abandonó. No estoy segura de querer leerlo, pero Edward lo ha dejado aquí. Edward ha escrito lo que sea que contenga, y esas dos combinaciones hacen que Isabella Taylor sienta una curiosidad tremenda.
Lo cojo, lo abro y noto que el pegamento todavía está húmedo. Saco el papel y lo despliego lentamente. Respiro hondo y me preparo para leer las palabras que me ha escrito.
Mi dulce niña:
Emplearé cada segundo de mi vida en venerarte. Cada vez que te toque, a ti o a tu alma, se te grabará en esa maravillosa mente que tienes para toda la eternidad. Ya te lo he dicho: no hay palabras en el mundo que describan lo que siento por ti. Me he pasado horas buscando alguna en el diccionario, sin éxito. Cuando intento transmitírtelo, ninguna me parece adecuada. Y sé lo profundos que son tus sentimientos por mí, lo cual hace que apenas sea capaz de comprender mi realidad.
No necesito jurar nada ante ningún cura en la casa de Dios para demostrar loque siento por ti. Además, Dios nunca anticipó lo nuestro cuando creó el amor. Nohay ni habrá nunca nada que se pueda comparar.
Si aceptas esta carta como mi promesa oficial de que nunca te dejaré, laenmarcaré y la colgaré sobre nuestra cama. Si quieres que diga estas palabras en voz alta, lo haré de rodillas ante ti. Tú eres mi alma, Isabella Taylor. Eres mi luz. Eres mi razón para vivir. No lo dudes nunca.
Te ruego que seas mía para toda la eternidad. Porque te juro que yo soy tuyo.
Nunca dejes de amarme.
Eternamente tuyo,
Edward Masen
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La leo de nuevo, y esta vez un torrente de lágrimas empapa mis mejillas. Sus elegantes palabras me golpean con fuerza y me transmiten por completo el amor que Edward Masen siente por mí. De modo que las releo una y otra vez, y cada vez que lo hago mi corazón se enternece y mi amor por él se intensifica hasta tal punto que estallo de emoción y rompo a llorar sobre el pijo escritorio. Tengo el rostro hinchado y dolorido por las incesantes lágrimas. Edward Masen se expresa perfectamente bien. Sé lo que siente por mí. Y ahora me siento tonta y culpable por haber dudado… por haber hecho una montaña de ello, incluso a pesar de que me lo he guardado para mí. Pero él ha notado mi debate interno y se ha hecho cargo de él.
—¿Isabella?
Levanto la vista y lo veo en la puerta, preocupado.
—¿He hecho que te pongas triste?
Todos mis músculos doloridos se deshacen y mi cuerpo exhausto se hunde en la silla.
—No… es sólo que… —Levanto el papel y lo meneo en el aire mientras me seco los ojos—. No puedo… —Reúno las fuerzas suficientes como para expresar algo comprensible y lo suelto—: Lo siento tantísimo…
Me levanto de la silla y obligo a mis piernas a mantener el equilibrio y a acercarme hasta él. La cabeza me tiembla ligeramente, estoy enfadada conmigo misma por infundirle la necesidad de explicarse cuando sé perfectamente lo que siente.
Cuando me encuentro a tan sólo unos centímetros de distancia, extiende los brazos para recibirme y prácticamente me abalanzo contra él. Mis pies abandonan el suelo y su nariz se entierra inmediatamente en su lugar favorito.
—No llores —me consuela, estrechándome con fuerza—. No llores, por favor.
Estoy tan emocionada que no soy capaz de hablar, de modo que le devuelvo el abrazo con la misma intensidad y me deleito al sentir cada borde afilado de su cuerpo contra el mío. Permanecemos entrelazados durante una eternidad; yo, tratando de recuperar la compostura, y él, aguardando pacientemente a que lo haga. Cuando por fin intenta separarme de su cuerpo, se lo permito. Se postra de rodillas y tira de mí para que me reúna en el suelo con él. Me recibe con su preciosa y tierna sonrisa, me aparta el pelo de la cara y sus pulgares recogen las lágrimas que escapan de mis ojos.
Se dispone a hablar pero, en lugar de hacerlo, frunce los labios y veo su lucha interna para expresar lo que quiere decir. De modo que decido hablar yo en su lugar.
—Nunca he dudado de tu amor por mí. No me importa cómo elijas expresarlo.
—Me alegro.
—No pretendía que te sintieras mal.
Su sonrisa se intensifica y sus ojos brillan.
—Estaba preocupado.
—¿Por qué?
—Porque… —Baja la vista y suspira—. Todas las mujeres de mi lista de clientas están casadas, Isabella. Un anillo y un certificado firmado por un sacerdote no significan nada para mí.
Su confesión no me sorprende. Recuerdo que Charlie dijo algo y claro que Edward Masen tiene un problema con la moralidad. Probablemente nunca se avergonzó de acostarse con mujeres casadas a cambio de dinero, hasta que me conoció a mí. Poso las puntas de los dedos sobre su oscura mandíbula y acerco su rostro al mío.
—Te quiero —le digo, y él sonríe con una sonrisa a medio camino entre la tristeza y la felicidad. Alegre y oscura—. Y sé la fascinación que sientes por mí.
—Es imposible que sepas hasta qué punto.
—Discrepo —susurro, y coloco su carta entre nuestros cuerpos.
Mira el escrito y calla unos instantes. Después levanta los ojos lentamente hasta los míos.
—Emplearé cada segundo de mi vida en venerarte.
—Lo sé.
—Cada vez que te toque, a ti o a tu alma, se te grabará en esa maravillosa mente que tienes para toda la eternidad.
Sonrío.
—Ya lo sé.
Coge la carta, la tira a un lado y atrapa mis manos y mis ojos.
—Haces que apenas sea capaz de comprender mi realidad.
De repente me doy cuenta de que está expresando de viva voz sus palabras escritas. Me dispongo a detenerlo, a decirle que no es necesario que lo haga, pero me coloca la punta de su índice en los labios para silenciarme.
—Tú eres mi alma, Isabella Taylor. Eres mi luz. Eres mi razón para vivir. No lo dudes nunca. —Su mandíbula se tensa, y aunque se trata de una versión reducida de su carta, oírlo pronunciar su declaración hace que se me quede clavada con más fuerza—. Te ruego que seas mía para toda la eternidad. —Se mete la mano en el bolsillo y extrae una cajita pequeña—. Porque te juro que yo soy tuyo.
Bajo la vista hasta la minúscula caja de regalo a pesar de mi necesidad de mantener el contacto visual con él. Tengo demasiada curiosidad. Cuando me coge la mano y coloca la caja en el centro de mi palma, aparto los ojos del misterioso objeto de piel y lo miro.
—¿Es para mí?
Asiente lentamente y se sienta sobre sus piernas, al igual que yo.
—¿Qué es?
Sonríe, y al hacerlo se insinúa en su mejilla ese hoyuelo tan caro de ver.
—Me encanta tu curiosidad.
—¿Quieres que lo abra?
Me llevo los dedos a la boca y empiezo a morderme la punta del pulgar. Un torbellino de sentimientos, pensamientos y emociones invaden mi mente.
—Puede que sea el único hombre que pueda saciar esa incesante curiosidad que tienes.
Me río un poco y mi mirada oscila entre la caja y el rostro meditabundo de Edward.
—Eres tú quien despierta esa curiosidad en mí, Edward, y mi cordura depende de que también la sacies.
Se une a mi entusiasmo y señala la caja con la mirada.
—Ábrela.
Cuando cojo la tapa, los dedos me tiemblan de la emoción. Miro a Edward un instante y veo que sus ojos azules están fijos en mí. Está tenso. Nervioso. Y eso hace que yo también me ponga nerviosa.
Levanto la tapa lentamente. Y me quedo sin aliento. Es un anillo.
—Son diamantes —susurra—. Tu piedra natal.
Trago saliva y observo la longitud del grueso aro que se eleva formando un pico sutil en el centro: un diamante ovalado flanqueado por una piedra con forma de lágrima a cada lado. Otras piedras más pequeñas rodean el aro, y todas relucen de un modo increíble. Las piezas están incrustadas en el anillo de oro blanco de tal modo que parece que se hayan desprendido directamente de los diamantes principales. Nunca había visto nada igual.
—¿Es una antigüedad? —pregunto, abandonando una belleza por otra. Lo miro. Sigue nervioso.
—Art nouveau, de 1898 para ser exactos.
Sonrío y sacudo la cabeza, asombrada. Él siempre es preciso.
—Pero es un anillo —digo, aunque sea una obviedad.
Después del momento de tensión en Central Park y de la carta de Edward, este anillo me ha dejado descolocada.
De repente, me quita la caja y la deja a un lado. Se sienta sobre su trasero, me coge las manos y tira de mí hacia adelante. Camino de rodillas y me coloco entre sus muslos. Me siento sobre mis piernas de nuevo y espero ansiosa sus palabras. No me cabe duda de que van a calarme hondo, tan hondo como se me clavan ahora sus brillantes ojos azules. Vuelve a coger la caja y la sostiene entre nosotros. Los centelleos de la exquisita pieza son cegadores.
—Éste de aquí —dice señalando el diamante central— nos representa a nosotros.
Me cubro el rostro con las palmas de las manos para que no vea las lágrimas que se acumulan en mis ojos de nuevo, pero no me concede esta privacidad por mucho tiempo. Me aparta las manos, me las coloca sobre mi regazo y asiente con su preciosa cabeza lentamente, comprendiendo mi emoción.
—Éste —señala una de las brillantes lágrimas que flanquean al diamante— soy yo. —Desliza el dedo hasta la que está al otro lado—. Y éste te representa a ti.
—Edward, yo…
—Chist. —Me pone el dedo en los labios y enarca sus oscuras cejas a modo de cariñosa advertencia.
Una vez seguro de que cumpliré su deseo de dejarlo terminar, centra de nuevo la atención en el anillo, y yo no puedo hacer nada más que esperar a que concluya su interpretación de lo que la joya significa. Su índice descansa sobre el diamante con forma de lágrima que me representa a mí.
—Esta piedra es hermosa —dice, y desvía el dedo de nuevo hasta la otra lágrima—. Hace que ésta brille más. La complementa. Pero ésta, la que nos representa a los dos —añade tocando la gema principal, y levanta la mirada hacia mi rostro lloroso—, ésta es la más brillante de todas.
Cierra pausadamente los ojos como suele hacer él, y extrae la antigüedad de la almohadilla de terciopelo azul marino mientras yo mantengo una lucha interna por mantener la compostura.
Este perfecto hombre imperfecto es más bello de lo que jamás aceptará, pero también soy consciente de que yo lo convierto en un hombre mejor, y no porque intente cambiarlo, sino porque hago que quiera ser mejor persona. Por mí.
Levanta el anillo y desliza el dedo por las decenas de minúsculas piedras que rodean la parte superior.
—Y todos estos pequeños brillantes son los efervescentes fuegos artificiales que creamos juntos.
Esperaba que sus palabras me calasen hondo, pero no que me dejasen paralizada.
—Es perfecto. —Levanto la mano, acaricio su áspera mejilla y siento cómo esos fuegos artificiales efervescentes empiezan a encenderse en mi interior.
—No —murmura, apartando mi mano de su mejilla. Observo cómo desliza lentamente el anillo en mi dedo anular izquierdo—. Ahora es perfecto.
Besa la parte superior del anillo en mi dedo, se queda así unos instantes, pega la mejilla contra mi palma y cierra los ojos.
Me he quedado sin palabras… casi. Acaba de ponerme un anillo en el dedo. En la mano izquierda. No quiero romper la perfección de este momento, pero hay una pregunta que no para de rondarme por la cabeza.
—¿Me estás pidiendo que me case contigo?
Su sonrisa, acompañada de su hoyuelo y una pícara arruga en la frente, casi provoca que me desmaye. Me ayuda a sentarme sobre mi trasero, al mismo tiempo coloca mis piernas alrededor de su espalda y me aproxima a él para que quedemos entrelazados.
—No, Isabella Taylor. No te estoy pidiendo eso. Te estoy pidiendo que seas mía para toda la eternidad.
Soy incapaz de contener la emoción que se apodera de mí. Su rostro, su sinceridad… su abrumador amor por mí. En otro vano intento de ocultar mis lágrimas, pego el rostro contra su pecho y sollozo en silencio mientras él suspira en mi pelo y me acaricia la espalda con reconfortantes círculos. No sé muy bien por qué estoy llorando cuando me siento tan feliz.
—Es un anillo de eternidad —dice antes de agarrarme la cabeza entre sus manos y exigirme en silencio que lo mire para poder continuar—. El dedo en el que lo lleves es lo de menos. Además, ya llevas otra piedra fantástica en tu otro dedo anular, y jamás se me ocurriría pedirte que reemplazases el anillo de tu abuela.
Sonrío entre sollozos. Sé que ésa no es la única razón por la que Edward me ha puesto el anillo en la mano izquierda. Es su manera de ceder un poco ante lo que se imaginaba que yo quería.
—Me muero por tus huesos, Edward Masen.
—Y tú me tienes completamente fascinado, Isabella Taylor. —Pega los labios contra los míos y completa la perfección del momento con un beso maravilloso de veneración—. Tengo algo que pedirte —dice contra mi boca en mitad de una de las delicadas rotaciones de su suave lengua.
—Nunca dejaré de hacerlo —confirmo, y dejo que me ayude a levantarme mientras mantenemos nuestras bocas unidas y nuestros cuerpos próximos.
—Gracias.
Me coge en brazos, me asegura contra su pecho y empieza a caminar hacia la otra puerta, la que nos llevará al salón de la suite. La alfombra que está delante de la chimenea es de color crema, blanda y mullida, y es ahí adonde nos dirigimos. Interrumpe nuestro beso y me coloca boca arriba sobre ella.
—Espera —me ordena con tono suave, y sale del salón, dejándome ardiente y cargada de deseo.
Miro el anillo y me recuerdo a mí misma su magnificencia y lo mucho que significa. Mis labios se curvan y forman una sonrisa de satisfacción, pero se vuelven serios inmediatamente cuando levanto la vista y me encuentro a Edward Masen desnudo.
No dice nada mientras avanza hacia mí, con los ojos llenos de promesas de placer. Estoy a punto de ser venerada, y algo en mi interior me dice que esta sesión eclipsará a todas las anteriores. Percibo la necesidad que emana de cada poro de su cuerpo. Quiere completar sus palabras, su regalo, su promesa y su beso con una confirmación física. Cada terminación nerviosa, cada gota de sangre y cada músculo de mi cuerpo se transforman en fuego.
Deja un condón a mi lado y se pone de rodillas, con su miembro ya sólido y palpitando ante mis ojos.
—Quiero que mi adicción se desnude —dice con voz grave y áspera, avivando mis deseos y necesidades.
Se apoya sobre el codo, de manera que su largo cuerpo flanquea mi costado, y mi piel se deshace cuando desliza la mano por debajo de la tela de mi falda y recorre la corta distancia que hay hasta la parte interna de mi muslo.
Intento inspirar y espirar hondo y controlar la respiración, pero acabo conteniéndola. La suavidad de sus manos trazando tentadores círculos cerca de mi abertura es una terrible tortura, y ni siquiera hemos empezado todavía.
—¿Estás lista para ser venerada, Isabella Taylor? —Me roza con el dedo suavemente por encima de las bragas y hace que mi espalda se arquee y que expulse el aire almacenado de golpe.
—No lo hagas, por favor —le ruego con ojos suplicantes—. No me tortures.
—Dime que quieres que te venere. —Me baja la falda por las piernas lentamente y arrastra mis bragas con ella.
—Por favor, Edward.
—Dilo.
—Venérame —exhalo, y elevo la espalda ligeramente cuando desliza la mano por debajo de mi camiseta para desabrocharme el sujetador.
—Como desees —dice lentamente, lo cual es muy osado por su parte, porque es evidente que él también lo desea—. Levanta un poco.
Me siento siguiendo sus órdenes, callada y obediente, mientras él se pone de rodillas de nuevo, me saca la camiseta por la cabeza y me desliza el sujetador por los brazos. Los tira de manera descuidada, pasa la mano por mi espalda y se aproxima a mí, obligándome a tumbarme boca arriba de nuevo.
Está planeando encima de mí, con medio cuerpo sobre el mío y mirándome fijamente.
—Cada vez que te miro a los ojos sucede algo increíble.
—Dime qué.
—No puedo. Soy incapaz de describirlo.
—¿Como tu fascinación?
Sonríe. Es una sonrisa tímida que hace que sea irresistible y le confiere un aire infantil, algo poco frecuente en Edward Masen. Pero a pesar de su rareza, no es una cortina de humo. No es fingida ni una fachada. Es real. Ante mí, él es auténtico.
—Exacto —confirma, y desciende para capturar mis labios.
Mis manos se desplazan a sus hombros y acarician sus músculos. Ambos murmuramos nuestra felicidad cuando nuestras lenguas se entrelazan lentamente, casi sin moverse. Ladeo la cabeza para conseguir un contacto mejor y una creciente necesidad empieza a apoderarse de mí.
—Saboréalo —dice contra mi boca—. Tenemos toda la eternidad.
Es cierto, de modo que me obligo a obedecer su orden de mantener la calma. Sé que Edward está tan ansioso como yo, pero su fuerza de voluntad a la hora de mantener el control y de demostrar que puede es superior a esa desesperación. Me mordisquea el labio inferior; después, su suave lengua lame de manera relajada mi boca mientras se pone de rodillas de nuevo y me deja retorciéndome bajo una mirada cargada de intenciones. La dureza de su polla me atrapa en el momento en que me separa las rodillas y coge el condón. El ritmo pausado con el que lleva a cabo sus acciones, separarme las extremidades y extender el condón por su erección, es una tortura. Pedirle que lo acelere sería inútil, de modo que hago acopio de toda mi fuerza de voluntad y espero pacientemente.
—Edward. —Su nombre escapa de mis labios a modo de ruego, y elevo los brazos en silencio para pedirle que descienda hasta mí.
Pero él sacude la cabeza, pasa el brazo por debajo de mis rodillas y me lleva hacia adelante hasta que por fin siento la caliente punta de su erección rozando mi sexo. Lanzo un grito y cierro los ojos con fuerza. Dejo caer los brazos a los lados y me agarro al pelo de la alfombra.
—Quiero verte entera —declara, empujando hacia adelante y obligándome a estirarme con un silbido—. Abre los ojos, Isabella.
Mi cabeza empieza a temblar mientras siento cómo me penetra cada vez más. Todos mis músculos se tensan.
—Isabella, por favor, abre los ojos.
Mi oscuridad se ve bombardeada por incesantes visiones de Edward venerándome. Es como una presentación de diapositivas, y las eróticas imágenes aceleran mi placer.
—¡Maldita sea, Bella!
Abro los ojos, sobresaltada, y veo cómo me mira, fascinado, mientras termina de penetrarme del todo. Sus brazos siguen enroscados debajo de mis rodillas, y la parte inferior de mi cuerpo está elevada y perfectamente encajada en él. Su mandíbula, cubierta con una sombra de barba, está rígida; sus ojos, brillantes y salvajes; su pelo revuelto; su mechón rebelde suelto; sus labios, carnosos; su…
¡Joder! Siento cómo late en mi interior y todos mis músculos internos se aferran con fuerza a su alrededor.
—Tierra llamando a Isabella. —Su tono es totalmente sexual, cargado de pasión, y lo acompaña con una sacudida perfecta dentro de mí.
Pierdo la razón. Las imágenes se desintegran en mi mente, de modo que vuelvo a concentrarme en su rostro.
—Mantén los ojos fijos en mí —ordena.
Retrocede y su miembro sale de mi túnel lentamente. La perezosa fricción hace que me resulte difícil cumplir su orden. Pero lo consigo, incluso cuando vuelve a penetrarme dolorosamente despacio. Todos y cada uno de mis músculos se activan y se esfuerzan en imitar su ritmo controlado. Empuja con fuerza; cada embestida me deja sin aliento y hace que un leve gemido escape de mis labios. Los bordes afilados de su pecho se tensan y se inflaman y una ligera capa de sudor empieza a cubrir su suave piel. A pesar de la tortura infligida por sus habilidades de veneración y el rítmico y constante bombeo de sus caderas proporcionándome un placer indescriptible, consigo elaborar un patrón de respiración regular. Entonces empieza a triturarme con cada arremetida, con el pecho agitado y agarrándome cada vez con más fuerza. Me llevo la mano al pelo y tiro de él, desesperada por aferrarme a algo, ya que Edward está fuera de mi alcance.
—Joder, Isabella. Ver cómo te esfuerzas por contenerte me llena de macabra satisfacción. —Cierra los ojos con fuerza, y su cuerpo vibra.
Mis pezones empiezan a erizarse y comienzo a sentir cierto dolor en los músculos del vientre. Como de costumbre, me quedo atrapada en ese lugar a medias. Quiero gritarle que me lleve al límite, pero también quiero evitar lo inevitable, hacer que esto dure eternamente, a pesar de la dulce tortura y del placer enloquecedor.
—Edward… —Me retuerzo y arqueo la espalda.
—Más alto —me ordena, disparando hacia adelante ya menos controlado—. ¡Joder, dilo más alto, Isabella!
—¡Edward! —Grito su nombre cuando su última embestida me lleva justo al borde del orgasmo.
Lanza un gemido grave y ahogado mientras toma las riendas de su fuerza y vuelve a hacerme el amor a un ritmo controlado.
—Cada vez que te tomo creo que me ayudará a saciar el deseo. Pero nunca sucede. Cuando acabamos te deseo más todavía.
Me suelta las piernas, apoya los antebrazos a ambos lados de mi cabeza y me atrapa bajo su musculatura definida. Separo más los muslos para darle a su cuerpo el espacio que reclama. Su rostro se aproxima al mío y nuestros jadeos se vuelven uno. Nos quedamos mirándonos fijamente a los ojos y menea las caderas, acercándome poco a poco a ese pináculo de euforia.
Hundo las manos en su pelo y tiro de sus rizos desordenados mientras los músculos de mi sexo exprimen su polla.
—¡Joder, sí! Dilo otra vez. —Sus ojos se cristalizan y su tono primitivo me envalentona. Contraigo los músculos de nuevo cuando la punta de su sólida verga alcanza mi parte más profunda—. ¡Joddderrr!
Siento un tremendo placer al ver cómo baja la barbilla y al sentir cómo su cuerpo se estremece de gusto. Saber qué puedo hacer que se vuelva tan vulnerable durante estos momentos me llena de poder. Se abre por completo a mí. Se expone. Se vuelve débil y poderoso al mismo tiempo. Elevo las caderas y disfruto al ver cómo se desmorona encima de mí. Contraigo los músculos todo lo que puedo alrededor de cada una de sus temblorosas embestidas. Su rostro perfecto empieza a tensarse y veo el salvaje abandono reflejado en sus penetrantes esferas azules.
—Me desarmas, Isabella Taylor. Joder, me desarmas. —Rueda sobre la alfombra y me coloca encima de él—. Termínalo —ordena con tono severo, lleno de ansia y desesperación—. Joder, termínalo.
Hago una leve mueca de dolor ante el súbito cambio de postura que hace que me penetre más profundamente todavía. Coloca sus fuertes manos en mis muslos y sus dedos se aferran a mi piel. Me tiene completamente ensartada, y contengo el aliento mientras intento adaptarme a su inmenso tamaño en esta posición.
—Muévete, nena. —Eleva las caderas. Lanzo un grito y apoyo las manos contra su pecho—. ¡Venga!
Su repentino grito me pone en movimiento y empiezo a rotar las caderas encima de él, pasando por alto las punzadas de dolor y centrándome en los estallidos de placer que hay entre ellas. Edward gruñe y ayuda con mi movimiento de caderas empujando contra mis muslos. Voy a mi ritmo, y observo cómo él me observa a su vez mientras hago que ambos nos aproximemos cada vez más al borde de la explosión.
—Voy a correrme, Isabella.
—¡Sí! —grito, y me pongo de rodillas y desciendo sobre él.
Ladra un montón de groserías y acelera el ritmo, obligándome a colocarme a cuatro patas. Me agarra de las caderas y me penetra mientras lanza un gratificante grito.
—¡Joder! ¡Edward!
—Sí, ¿me sientes, Bella? Siente todo lo que tengo para darte.
Unos pocos tirones más de mi cuerpo contra el suyo me hacen estallar y desciendo en caída libre hacia la oscuridad. Mi cuerpo se derrumba sobre la alfombra y convulsiona mientras mi orgasmo se apodera de mí. Estoy flotando. Siento que Edward sale de mí y oigo sus continuas maldiciones mientras baja sobre mi espalda. Menea la entrepierna y desliza la polla por la ranura de mi trasero. Farfulla y me muerde el cuello antes de volver a penetrar mi tembloroso sexo. El placer inunda mi cerebro y en él no cabe la preocupación por haberme corrido yo antes. Siento cómo la leve pulsación de su férreo miembro acaricia mis paredes y entra y sale de mí a su antojo. Y entonces Edward se transforma en un torrente de silenciosas oraciones.
Abro los ojos y lo contemplo, jadeando y respirando a duras penas. Miro más allá de la alfombra de color crema e intento recuperar el pensamiento cognitivo.
—No me has hecho daño —susurro, con la garganta dolorida y rasposa. Sé que eso será lo primero que me pregunte cuando haya recuperado el aliento. Su naturaleza animal, la que me había estado ocultando, se está volviendo adictiva. Pero sigue venerándome.
Estiro los brazos por encima de la cabeza con un suspiro de satisfacción mientras Edward sale de mí. Me mordisquea y me besa un hombro y después el otro; lame y chupa conforme desciende por mi columna. Cierro los ojos en el momento en que sus labios descienden perezosamente hasta mi trasero. Me clava los dientes, con bastante fuerza por cierto, pero estoy agotada, soy incapaz de gritar o de moverme para detenerlo. Una vez satisfecho, siento cómo se monta y se acomoda sobre mi cuerpo y desliza las manos por mis brazos hasta hallar las mías. Entrelaza nuestros dedos, pega el rostro a mi cuello y suspira también de satisfacción.
—Cierra los ojos —murmura.
Entonces, de repente, una música inunda el silencio. Una música suave con unas letras de gran profundidad.
—Reconozco esta canción —susurro, y oigo cómo Edward tararea la relajante melodía en mi cabeza.
No es en mi cabeza.
Abro los ojos y forcejeo hasta que se ve obligado a levantarse para que me vuelva para mirarlo. Deja de tararear, me sonríe con ojos brillantes y deja que la música cobre protagonismo de nuevo.
—Esta canción… —empiezo.
—Puede que te la tararee de vez en cuando —susurra, casi tímidamente—. Es Gabriella Aplin.
—The Power of Love —termino por él mientras su cuerpo se aproxima al mío, me empuja para colocarme boca arriba y descansa su peso sobre mí.
—Hmmm —tararea.
Sigo agitada, temblando y palpitando.
Una eternidad así no será suficiente.
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