Una noche enamorada (3)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 18/06/2018
Fecha Actualización: 13/08/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 3
Visitas: 51454
Capítulos: 27

El desenlace de la historia entre Bella y Edward.

 

Bella nunca antes había conocido el puro deseo. El imponente Edward la ha cautivado, la ha seducido y la adora de formas que nunca había experimentado; conoce sus pensamientos más íntimos y hace todo lo que ella le pide. Él hará cualquier cosa para mantenerla a salvo, aunque para ello tenga que poner en peligro su propia vida. Pero el oscuro pasado de Edward no es lo único que amenaza su futuro juntos… Cuando descubren la verdad sobre el legado de Bella, sale a la luz un inquietante y perturbador paralelismo entre pasado y presente que hace que el mundo de Bella, tal y como lo conoce, se tambalee. Pronto se verá atrapada entre una incontrolable pasión y una peligrosa obsesión que podría destruirlos a los dos…

«Tú eres lo único que veo»

 

Los personajes le pertenecen Stephenie Meyer la historia le pertenece a Joodi Ellen Malpas del libro Una Noche.

 

Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes.

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 26: Capítulo 25

Último capítulo ya sólo falta el epílogo. 

 

 

Me duele todo. Estoy escocida y espatarrada en la cama de Edward, con las sábanas enrolladas en la cintura. Siento el aire frío de la habitación en la espalda. Estoy pegajosa y seguro que tengo el pelo revuelto y enredado. No quiero abrir los ojos. Revivo cada segundo de anoche. Me lo hizo en todas partes. Dos veces. Podría pasarme un año durmiendo pero me doy cuenta de que Edward no está a mi lado y palpo la cama por si mi radar ha fallado. Pues no. Me peleo con las mantas hasta que me quedo sentada en la cama, apartándome la maraña rubia de la cara somnolienta. No está.

 

—¿Edward? —Miro hacia el baño. La puerta está abierta pero no oigo nada. Con el ceño fruncido, me acerco al borde de la cama y algo me tira de la muñeca.

 

—Pero ¿qué…?

 

Tengo un cordel blanco de algodón atado a la muñeca. Lo cojo con la otra mano y veo que uno de los extremos es muy largo, llega hasta la puerta del dormitorio. Con una sonrisa a medias y algo extrañada me levanto de la cama.

 

—¿Qué estará tramando? —pregunto al vacío. Me enrollo una sábana alrededor del cuerpo y cojo el cordel con ambas manos. Sin soltarlo, empiezo a andar hacia la puerta, la abro, echo un vistazo al pasillo y agudizo el oído.

 

Nada.

 

Hago un mohín. Sigo el cordel blanco por el pasillo, sonrío. Llego al salón de Edward pero el cordel no acaba ahí y se me borra la sonrisa de la cara al ver que me dirige a uno de los cuadros de Edward.

 

No es un paisaje de Londres.

 

Es un cuadro nuevo.

 

Soy yo.

 

Me llevo la mano a la boca, alucinada por lo que estoy viendo.

 

Mi espalda desnuda.

 

Con la mirada recorro las curvas de mi cintura diminuta y mi culo, sentado en el sofá. Luego asciendo hasta que veo mi perfil.

 

Se me ve serena.

 

Con claridad.

 

Perfecta.

 

No hay nada abstracto. Ahí están todos los detalles de mi piel, de mi perfil, y mi pelo está impecable. Soy yo. No ha utilizado su estilo habitual y no ha emborronado la imagen o la ha afeado.

 

Excepto el fondo. Más allá de mi cuerpo desnudo las luces y los edificios son manchas de color, casi todas negras con toques de gris para acentuar las luces brillantes. Ha capturado el cristal de la ventana a la perfección y aunque parezca imposible, mi reflejo se ve claro como el día: mi cara, mi pecho desnudo, mi pelo…

 

Meneo la cabeza lentamente y me doy cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Me quito la mano de la boca y doy un paso al frente. El óleo brilla, no está seco del todo. No lo toco aunque las yemas de mis dedos se mueren por dibujar mi contorno.

 

—Edward… —susurro, asombrada por la belleza de lo que tengo ante mí. No porque me haya pintado a mí, sino por la imagen tan bella que ha creado mi hombre, tan apuesto y con tantos defectos. Nunca dejará de sorprenderme. Su mente compleja, su fuerza, su ternura… Su increíble talento.

 

Me ha pintado a la perfección, casi parece que estoy viva, pero me rodea un caos de pintura. Empiezo a comprender una cosa justo cuando me fijo en un pedazo de papel que hay en la esquina inferior izquierda del cuadro. Lo cojo con una pizca de recelo porque Edward Masen tiene tendencia a partirme el corazón por escrito. Lo desdoblo y me muerdo el labio inferior.

 

Son sólo cinco palabras.

 

Y me dejan sin habla.

 

«Sólo te veo a ti».

 

Su mensaje se torna borroso porque se me llenan los ojos de lágrimas. Me las seco furiosa en cuanto caen por mis mejillas. Lo leo otra vez, entre sollozos, y miro el cuadro para recordar su magnificencia. No sé por qué. Ya me sé la imagen y la nota de memoria. Quiero sentir fuegos artificiales bajo la piel, necesito sentirlo, verlo. Me paso un momento suplicándole que venga a mí pero aquí sigo, sola con el cuadro.

 

Entonces recuerdo el cordel atado a mi muñeca. Lo cojo, sale otro de detrás del cuadro. Corto el que me une al cuadro y sigo el segundo a la cocina, de donde sale un nuevo cabo. Mi caza del tesoro no ha terminado y Edward no está en la cocina. La mesa está hecha un asco y huele a quemado. No es propio de Edward. Me acerco rápidamente: hay unas tijeras, restos de papel por todas partes y una olla. Miro en el interior, no puedo evitarlo, soy demasiado curiosa. Tengo que contener un grito cuando veo los restos calcinados.

 

En la mesa hay páginas sueltas, rotas y cortadas. Son las páginas de una agenda. Cojo unas cuantas y las examino en busca de algo que me confirme mis sospechas.

 

Y lo encuentro.

 

La letra de Edward.

 

—Ha quemado la agenda de las citas —susurro y dejo que los restos de papel caigan sobre la mesa. ¿Y no los ha recogido? No sé qué me sorprende más. Me pararía a pensar en este dilema si no fuera porque estoy viendo una foto. Vuelvo a sentir todo lo que sentí la primera vez que la vi: la pena, la desolación, la rabia y, aunque se me llenan los ojos de lágrimas, cojo la foto de cuando Edward era pequeño y la miro un buen rato. No sé por qué, pero algo me empuja a darle la vuelta a pesar de que sé que no hay nada escrito al dorso.

 

O no lo había.

 

Ahí está la caligrafía de Edward y yo vuelvo a estar hecha un mar de lágrimas.

 

 

Sólo tú, en la luz o en la oscuridad.

Ven a buscarme, mi dulce niña.

 

 

Me repongo y me entra el pánico pero por otro motivo. Dejo atrás el papel chamuscado y cojo el cordel. Lo sigo deprisa, sin pararme a pensar ni siquiera cuando me conduce a la puerta del apartamento. Salgo, tapándome con la sábana, sigo el cordel… Y me paro porque de repente desaparece.

 

Entre las puertas del ascensor.

 

—Ay, Dios mío —exclamo apretando el botón de apertura como una loca. El corazón se me va a salir del pecho, late a ritmo de staccato contra mis costillas—. Dios mío, Dios mío, Dios mío.

 

Los segundos me parecen siglos mientras espero impaciente que se abran las puertas del ascensor. Aprieto el botón sin parar, sé que no sirve para nada, sólo para desahogarme.

 

—¡Ábrete de una vez! —grito.

 

¡Ding!

 

—¡Gracias a Dios!

 

El cordel que estaba suspendido en el aire cae a mis pies cuando las puertas empiezan a abrirse.

 

Los fuegos artificiales estallan. Es como un festival de pequeñas explosiones que me marea y me atonta. Ni siquiera veo bien.

 

Pero ahí está.

 

Me agarro a la pared para no caerme del susto. ¿O es de alivio?

 

Está sentado en el suelo del ascensor, con la espalda pegada a la pared, la cabeza gacha y la otra punta del cordel atada a su muñeca.

 

¿Qué demonios hace aquí dentro?

 

—¿Edward? —Me acerco, vacilante, preguntándome cómo me lo voy a encontrar y cómo voy a lidiar con esto—. ¿Edward?

 

Levanta la cabeza. Abre los ojos muy despacio y cuando sus penetrantes ojos azules se clavan en los míos se me corta la respiración.

 

—No hay nada que no haría por ti, mi dulce niña —suspira alargando la mano hacia mí—. Nada.

 

Ladea la cabeza para que me meta en el ascensor y obedezco sin pensármelo dos veces, lista para reconfortarlo. ¿Por qué está en el ascensor? Misterio. ¿Por qué se tortura así? Quién sabe.

 

Lo cojo de la mano e intento levantarlo pero me sienta en su regazo sin darme tiempo a reaccionar y a sacarlo de este agujero.

 

—¿Qué haces? —le pregunto, conteniéndome para no discutir con él.

 

Me coloca como quiere.

 

—Vas a darme lo que más me gusta.

 

—¿Qué? —pregunto sin entender nada. ¿Quiere lo que más le gusta en un maldito ascensor? ¿Con el miedo que les tiene?

 

—Te lo he pedido una vez —salta impaciente. Lo dice en serio. ¿Por qué está haciendo esto?

 

Como no tengo nada más que decir y no me deja que lo saque de este agujero infernal, lo envuelvo entre mis brazos y lo estrecho contra mi pecho. Nos pasamos varios minutos así, hasta que noto que deja de temblar. Y lo comprendo todo.

 

—¿Te has metido aquí por voluntad propia? —pregunto, porque no creo que uno tropiece y acabe por accidente en el ascensor.

 

No contesta. Respira pegado a mi cuello, el corazón le late a un ritmo estable contra mi pecho y no veo signos de pánico. ¿Cuánto tiempo lleva aquí dentro? Ya me enteraré. De momento, dejo que me abrace hasta la saciedad. Las puertas se cierran y ahora sí que se le acelera el pulso.

 

—Cásate conmigo.

 

—¡¿Qué?! —grito saltando de su regazo. No le he entendido bien. Imposible. No quiere casarse. Lo miro a la cara. Aunque estoy anonadada, veo que la tiene bañada en sudor.

 

—Ya me has oído —contesta sin mover un pelo. Sólo mueve los labios, que se abren muy despacio cuando habla. Sus enormes ojos azules ni parpadean y se me clavan en la cara de pasmada.

 

—Cre… Creía…

 

—No hagas que me repita —me advierte y cierro la boca, sigo más que sorprendida. Intento decir algo coherente. No me sale. Mi mente no responde.

 

Me quedo mirando su rostro impasible, esperando una pista que me aclare lo que acabo de oír.

 

—Isabella…

 

—¡Dilo otra vez! —exclamo a toda prisa, con excesiva brusquedad, pero me niego a disculparme. Estoy demasiado aturdida. Normalmente me pongo borde en cuanto él se pone borde pero hoy no. Hoy no valgo para nada.

 

Edward respira hondo, extiende los brazos y tira de la sábana que me cubre el pecho para atraerme hacia él. Estamos frente a frente, unos ojos azules resplandecientes y unos ojos de color zafiro inseguros.

 

—Cásate conmigo, mi dulce niña. Sé mía para siempre.

 

Llevo tanto tiempo conteniendo el aliento que me arden los pulmones. No quería hacer el menor ruido mientras él repetía lo que yo creía que había dicho.

 

—Uuuuuf. —Suelto el aire acumulado en mis pulmones—. Creía que no querías casarte de manera oficial.

 

Me había hecho a la idea. Su palabra por escrito y su promesa me bastan. Al igual que Edward, no necesito testigos ni una religión que valide lo que tenemos.

 

Aprieta los labios carnosos.

 

—He cambiado de opinión y no hay más que hablar.

 

La mandíbula me llega al suelo. ¿Así, de pronto? Le preguntaría qué ha cambiado pero creo que es evidente y no voy a cuestionarlo. Me dije que Edward tenía razón y realmente así lo creía. Tal vez porque tenía sentido, tal vez porque parecía inflexible.

 

—Pero ¿por qué estás en el ascensor? —Pienso en voz alta. Estoy intentando entender lo que pasa.

 

Pensativo, mira alrededor como si estuviera en peligro. Pero se concentra en mí.

 

—Soy capaz de hacer cualquier cosa por ti —dice con total seguridad.

 

Lo entiendo.

 

Si puede hacer esto, puede hacer cualquier cosa.

 

—En mi vida hay orden y concierto, Isabella Taylor. Ahora soy quien debo ser. Tu amante. Tu amigo. Tu marido. —Baja la vista a mi vientre, maravillado, y de sus ojos desaparece el miedo. Ahora están sonrientes—. El padre de nuestro bebé.

 

Dejo que me mire la barriga durante una eternidad. Me da tiempo a asimilar que se me ha declarado. Edward Masen no es un hombre corriente. Es un hombre al que es imposible describir. Creo que soy la única que puede hacerlo. Porque yo lo conozco. Todo el mundo, incluso yo hace mucho, utilizó adjetivos que creían adecuados para describir a Edward.

 

Distante. Frío. Incapaz de amar. Imposible de amar.

 

Nunca ha sido ninguna de esas cosas, aunque lo ha intentado con todas sus fuerzas. Y con bastante éxito. Repelía lo positivo y recibía con brazos abiertos todo lo malo. Como en sus pinturas, afeaba su belleza natural. Las barreras de Edward Masen eran tan altas que corría el riesgo de que nunca nadie pudiera saltarlas. Porque así era como las quería. Yo no he derribado sola esas barreras. Él las ha desmantelado conmigo, ladrillo a ladrillo. Deseaba enseñarme el hombre que de verdad quería ser. Por mí. Nada en el mundo me produce más placer o satisfacción que verlo sonreír. Parece muy poca cosa, lo sé, pero en nuestro mundo no lo es. Cada sonrisa que me regala es una señal de verdadera felicidad y a pesar de su apariencia fría e impasible, siempre sabré lo que piensa. Sus ojos son un mar de emociones y soy la única que sabe interpretarlas. He terminado el curso de iniciación a Edward Masen y he sacado matrícula de honor. Pero no me engaño, no lo he hecho sola. Nuestros mundos chocaron y explotaron. Yo lo descifré a él y él me descifró a mí.

 

Antes éramos él y yo.

 

Ahora somos nosotros.

 

—Puedes ser quien tú quieras —le susurro acercándome. Necesito tenerlo más cerca.

 

Una paz inimaginable se refleja en su rostro cuando volvemos a mirarnos a los ojos.

 

—Quiero ser tu marido —dice con ternura, en voz baja—. Cásate conmigo, Isabella Taylor. Te lo suplico.

 

Me deja sin aliento.

 

—Por favor, no hagas que me repita.

 

—Pero…

 

—No he terminado. —Me tapa la boca con un dedo—. Quiero que seas mía de todas las maneras posibles, incluso ante Dios.

 

—Pero no eres un hombre religioso. —Le recuerdo lo evidente.

 

—Si él acepta que eres mía, seré lo que haga falta. Cásate conmigo.

 

Me derrito de felicidad y me lanzo a sus brazos. Lo que siento por mi perfecto caballero no me cabe en el pecho.

 

Me coge al vuelo. Me abraza. Me llena de seguridad.

 

—Como quieras —susurro.

 

Sonríe contra mi cuello y me constriñe con su abrazo de oso.

 

—Voy a tomármelo como un sí —dice en voz baja.

 

—Correcto —susurro, sonriendo contra su cuello.

 

—Bien. Ahora sácame de este maldito ascensor.

 

 

__________________________________________________________

Bien, chicas, ¿qué les ha parecido el capítulo? Ahora, como les digo, sólo falta el epílogo. Creyeron que no habría epílogo?, pues sí, sí hay epílogo así que nos vemos pronto con él. :D

 

 

 

Capítulo 25: Capítulo 24 Capítulo 27: Epílogo

 
14671218 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10905 usuarios