Mis sueños son sueños. Lo sé porque todo es perfecto: Edward, la abuela, yo… la vida. Contenta con permanecer en mi mundo de ilusión, me acurruco un poco más, gimo de contento y abrazo la almohada. Todo brilla. Resplandece y está lleno de color y aunque sé que me envuelve una falsa sensación de seguridad, no me despierto. Estoy al borde del sueño y la vigilia, intentando meterme más en mis sueños, cualquier cosa con tal de retrasar un poco más el hecho de tener que enfrentarme a la dura realidad. Sonrío. Todo es perfecto.
Renée Taylor.
Se une a mí en sueños, deja su huella y es imposible librarse de ella. Me despierto enseguida.
De repente todo es oscuridad.
Todo está apagado.
—¡No! —grito, enfadada porque ha perturbado la única tranquilidad que podía encontrar en mi mundo de tribulaciones—. ¡Vete!
—¡Isabella!
Me levanto como un rayo, jadeando, y giro la cabeza, buscándolo. Edward está sentado a mi lado, en calzoncillos, despeinado y preocupado. Dejo caer los hombros, medio aliviada, medio enfadada. Aliviada porque está aquí y enfadada por estar despierta y alerta. De vuelta en el mundo real. Suspiro y me aparto el pelo de la cara.
—¿Un mal sueño? —Se acerca, me rodea, recoge mi cuerpo entre sus brazos y me acuna en su regazo.
—No veo la diferencia —suspiro en su pecho y titubea un instante. Estoy siendo sincera con él. No noto la diferencia entre las pesadillas y la realidad y tiene que saberlo, aunque doy por sentado que es consciente de por lo que estoy pasando, porque lo está viviendo conmigo. Casi todo. Me despierto más y me pongo aún más alerta, al recordar lo que pasó anoche después de que se marchara: podría estar embarazada. Pero hay algo más importante que bloquea mi preocupación.
—La abuela. —Intento levantarme, aterrada.
—Está estupenda —me tranquiliza abrazándome con más fuerza—. La he ayudado a bajar y a echarse en el sofá. Le he servido el desayuno y le he dado la medicación.
—¿En serio? ¿En calzoncillos?
De repente lo único que veo es a Edward atendiendo a la abuela sólo con el bóxer puesto. Me habría encantado poder verlos por un agujerito. Seguro que la abuela ha agotado su paciencia mientras disfrutaba mirando su culito.
—Sí. —Me besa en la coronilla e inspira hondo, inhalando la fragancia tranquilizadora de mi pelo—. Tú también necesitas descansar, mi dulce niña.
Empiezo a liberarme de sus brazos pero me rindo cuando estrecha el abrazo.
—Edward, tengo que ir a ver a la abuela.
—Ya te lo he dicho: está estupenda.
Lucha conmigo hasta que me tiene donde quiere: a horcajadas en su regazo. Me reconforta muchísimo que me revuelva el pelo y aún más el ver su remolino rebelde pidiéndome que lo ponga en su sitio. Suspiro y se lo aparto de la frente. Ladeo la cabeza, asombrada mientras mi memoria refresca los bellos rasgos de Edward Masen. Los repaso todos: los que veo y los que no.
—Te necesito ya mismo —me susurra y mis dedos, que deambulaban por su pecho, vacilan—. Quiero lo que más me gusta —me exige en voz baja—. Por favor.
Lo abrazo y lo envuelvo con todo mi ser. Mi cara busca un hueco en su cuello mientras él me coge de la nuca para que no me mueva del sitio.
—Perdóname —farfullo patética—. Siento estar tan resentida.
—Ya te he perdonado.
Unas pocas lágrimas corren en silencio por mis mejillas y por su cuello. El remordimiento me mata. Se ha portado de maravilla, ha sido atento, protector y nos ha ayudado en todo a la abuela y a mí. No tengo excusa.
—Te quiero.
Me separa de su pecho y con mucha lentitud me enjuga las lágrimas.
—Y yo te quiero a ti. —No hay palabras en clave ni frases alternativas, ni hechos que lo digan todo. Lo expresa con todas sus letras—. No puedo verte triste, Isabella. ¿Dónde está ese brío que tanto he llegado a querer?
Sonrío y pienso que no lo dice en serio.
—Se me ha acabado —confieso.
Tener chispa, ser impertinente y atrevida, o como quiera llamarlo, requiere demasiada energía. Es como si me hubieran chupado la vida y la poca que me queda la reservo para cuidar a la abuela y asegurarme de que Edward sepa lo mucho que lo quiero. Al diablo con lo demás.
—No, de eso nada. Lo has perdido de momento, eso es todo. Necesitamos volver a encontrarlo. —Me dedica una de sus encantadoras sonrisas que ilumina mi oscuridad por un instante—. Te necesito fuerte y a mi lado, Isabella.
Mi mente sumida en las tribulaciones ahora se siente culpable. Él ha sido fuerte por mí. Ha permanecido a mi lado pese a todos mis traumas. Tengo que hacer lo mismo por él. Aún tenemos que lidiar con los problemas de Edward, que también son los míos porque ahora sólo existimos nosotros. Pero Renée Taylor ha añadido una nueva dimensión a nuestro mundo de locos. Y encima no me viene la regla.
—Y aquí me tienes —afirmo—. Siempre.
—A veces lo dudo.
Me siento culpable al cubo. «Espabila», me digo. Eso es lo que tengo que hacer. Los problemas no van a desaparecer por mucho que los ignore.
—Aquí me tienes.
—Gracias.
—No me lo agradezcas.
—Siempre te estaré agradecido, Isabella Taylor. Eternamente. Lo sabes. —Me coge la mano y besa mi diamante.
—Lo sé.
—Me alegro.
Me da un beso casto en la nariz, otro en los labios, otro en la mejilla, y luego otro y otro antes de cubrirme el cuello de besos.
—Hora de darse una ducha.
—¿Me concederías el honor de acompañarme? —Le cojo del pelo para quitármelo del cuello y sonrío cuando levanta la vista.
—¿Quieres que te adore en esa ducha diminuta?
Asiento, extasiada al ver la chispa juguetona en sus penetrantes ojos azules.
Hace un mohín. Es lo más bonito del mundo.
—¿Cuánto crees que tardará tu abuela en levantarse del sofá, ir a la cocina, buscar el cuchillo más grande y mortífero y subir la escalera?
Sonrío.
—En circunstancias normales, menos de un minuto. Pero ahora mismo, calculo que unos diez minutos, si es que se molesta en subir.
—Entonces vamos allá.
Me río. Me coge en brazos y echa a andar hacia la puerta a gran velocidad. No sabe cuánto lo necesito.
—Pero no quieres faltarle al respeto a la abuela —le recuerdo.
—Ojos que no ven…
Sonrío encantada.
—No podemos hacer ruido.
—Tomo nota.
—No me puedes hacer gritar tu nombre.
—Tomo nota.
—Tenemos que estar atentos por si la oímos acercarse.
—Tomo nota.
Abre y cierra la puerta del baño de un puntapié. No ha tomado nota de nada.
Me deja en tierra, abre el grifo de la ducha. No llevo nada puesto y sólo el bóxer cubre las deliciosas caderas de Edward. En cuestión de segundos los dos estamos desnudos.
—Entra. —Ladea la cabeza para acompañar sus palabras con cierta urgencia. No me molesta lo más mínimo. Mi desesperación aumenta con cada doloroso segundo que tarda en tocarme. Me meto en la bañera, bajo el agua caliente, y espero.
Y espero.
Y espero.
Está ahí de pie, mirándome, sus ojos recorren mi cuerpo húmedo y desnudo lentamente. Pero no me siento incómoda. En vez de eso, aprovecho el tiempo para saborear cada centímetro de su cuerpo perfecto y musito para mis adentros, pensando que es posible que sea más perfecto cada día. Empieza a abandonar sus costumbres obsesivas a veces, o puede que me haya acostumbrado a cosas que antes me llamaban mucho la atención. O tal vez los dos nos estemos acercando a un término medio sin habernos dado ni cuenta. Probablemente porque los dos nos morimos por el otro y, cuando no nos consume la pasión, estamos saltando obstáculos. Pero hay una cosa que sé muy bien. Lo único que es impepinable.
Estoy locamente enamorada de Edward Masen.
Mis ojos ascienden de sus pies perfectos a sus piernas torneadas hasta que me encuentro mirando sin reparos su polla dura y perfecta. Podría subir más, perderme en el resto de su cuerpo: sus abdominales cincelados, sus pectorales tersos, esos hombros fuertes y… su cara perfecta, sus labios, sus ojos y, por último, los rizos preciosos de su cabellera. Podría pero no voy a hacerlo. El epicentro de su perfección me tiene cautivada.
—Tierra llamando a Isabella. —Su voz ronca contradice la dulzura de su tono. Tardo en permitir que mis ojos se deleiten con el resto de él. No tengo prisa por llegar a esos increíbles ojos azules que me capturaron la primera vez que lo vi—. Por fin.
Sonrío y le tiendo la mano.
—Ven a mí —digo jadeante, desesperada. Acepta mi mano y nuestros dedos se acarician y juguetean un momento. Seguimos mirándonos. Edward los entrelaza con firmeza. Se mete en la ducha y me rodea, sin darme más opciones que retroceder hasta que tengo la espalda contra los fríos azulejos. Me mira desde lo alto, con los ojos fijos en lo más profundo de mí.
Levanta nuestras manos entrelazadas y las pega a la pared por encima de mi cabeza. Luego desliza la mano que tiene libre por la parte de atrás de mi muslo y tira firmemente de él. Levanto la pierna y se la enrosco en la cintura, atrayéndolo hacia mí. Edward entreabre la boca y la mía hace lo mismo. Se agacha hasta que nuestras narices se rozan.
—Dime lo que quieres, mi dulce niña. —Su aliento ardiente me acaricia la cara y él desata una corriente eléctrica de deseo que corre por mis venas y se convierte en necesidad.
—A ti —consigo jadear y cierro los ojos cuando su boca se cierra sobre la mía.
Y toma lo que es suyo.
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