Como le pedí, cuando me despierto por la mañana me lo encuentro aferrado a mí. Sigue entre mis muslos, con la cabeza lo más pegada posible a mi cuello y con los brazos tendidos a ambos lados de mi cabeza. Entierro la nariz en su pelo y aspiro su esencia mientras mis dedos recorren los fuertes y definidos músculos de su espalda durante una eternidad.
Ya es otro día. Un nuevo día. Un día al que no deseo enfrentarme. Pero mientras siga atrapada debajo de Edward, a salvo y feliz, no tengo nada de lo que preocuparme. De modo que cierro los ojos de nuevo y vuelvo a entregarme a la semiinconsciencia.
Esto parece el día de la marmota. Despego los párpados y evalúo rápidamente el espacio que me rodea. Todo está tal y como lo había dejado antes de cerrar los ojos. Las dos veces. Mi mente está a punto de volver a darle vueltas a un montón de pensamientos espantosos hasta que de repente me doy cuenta de que es viernes.
¡La abuela!
Empujo a Edward con prisa pero con cuidado para escapar de mi confinamiento y hago caso omiso cuando gruñe en sueños al dar una vuelta y ponerse boca arriba.
—… más me gusta… —gruñe, agarrando a tientas mi cuerpo a la fuga—. Bella.
—Chist —digo. Cubro su cuerpo desnudo con las sábanas y beso su ahora larga barba para calmarlo—. Sólo voy a llamar al hospital.
Dicho esto, cede, vuelve a ponerse boca abajo y desliza los brazos por debajo de su almohada. Dejo a Edward durmiendo, salgo corriendo del dormitorio para buscar mi móvil y pronto me encuentro hablando con la sala Cedro del hospital.
—Soy la nieta de Marie Taylor —anuncio mientras me dirijo hacia la cocina—. Me dijeron que le darían el alta hoy.
—¡Ah, sí! —afirma la enfermera prácticamente chillando, como si sintiese un gran alivio al confirmármelo—. El cardiólogo pasará visita a primera hora de la tarde, de modo que espero tener el alta preparada sobre las tres. Pongamos las cuatro para estar seguros.
—¡Genial! —exclamo con emoción a pesar de estar todavía medio dormida—. ¿Y ya tiene toda su medicación?
—Sí, querida. He enviado las recetas a la farmacia del hospital. Deberíamos tenerla aquí antes de que se vaya. Debe reposar durante un tiempo. Y tendrá que acudir a una visita de seguimiento.
—Gracias.
Me siento sobre una silla de la mesa de Edward y respiro aliviada mientras pienso que eso de que repose es más fácil decirlo que hacerlo. Tengo un buen desafío entre manos y, sin duda, semanas de insolencias típicas de las Taylor dirigidas hacia mi persona.
—De nada, de nada. La verdad es que ha sido la alegría de este lugar tan triste durante los últimos días.
Sonrío.
—Pero no la echará de menos, ¿eh?
La enfermera deja escapar una fuerte risotada.
—Pues la verdad es que sí.
—Entonces lo siento, pero no puede quedársela —declaro rápidamente—. Estaré allí a las cuatro.
—Se lo haré saber.
—Gracias por su ayuda.
—Un placer. —Cuelga y me quedo sentada a solas en la silenciosa cocina, incapaz de contener mi alegría. Puede que el día de hoy no sea tan malo después de todo.
Me levanto y decido prepararle el desayuno a Edward, pero necesito hacer algo antes de ponerme a ello. Quiero que sea perfecto, y sólo hay un modo de conseguirlo. Corro al dormitorio y me lanzo encima de la cama, haciendo que el cuerpo de Edward rebote sobre el colchón. Se incorpora de inmediato, alarmado, con su maravilloso pelo revuelto y los ojos adormilados.
—¿Qué pasa?
—Te necesito un momento —le digo, y lo cojo del brazo y empiezo a tirar—. Venga.
Sus ojos adormilados ya no lo están tanto. Ahora están cargados de deseo. Con un movimiento superrápido y calculado, se suelta el brazo, me agarra, me coloca boca arriba, se pone a horcajadas sobre mi vientre y me inmoviliza los brazos por encima de mi cabeza.
—Te necesito un momento. —Su voz es áspera, grave y tremendamente sexy—. ¿Lo hacemos?
—No —respondo sin siquiera pensar en controlar mi estúpida e insultante negativa.
—¿Disculpa? —Se siente comprensiblemente rechazado.
—Lo haremos pronto. Quiero prepararte el desayuno.
Sus ojos azules se tornan ligeramente suspicaces y aproxima el rostro al mío.
—¿En mi cocina?
Pongo los ojos en blanco. Ya me esperaba esta incertidumbre por su parte.
—Sí, en tu cocina.
—Y si vas a prepararme el desayuno, ¿para qué me necesitas?
—Necesito cinco minutos.
Me observa durante unos instantes y considera mi petición. No se negará. He despertado su curiosidad.
—Como desees. —Se levanta y me saca de la cama—. ¿Y qué piensa prepararme mi niña preciosa para desayunar?
—Eso no es asunto tuyo.
Dejo que guíe mi cuerpo desnudo de regreso a la cocina y paso por alto su resoplido de divertimento ante mi insolencia.
—¿Qué quieres que haga? —pregunta cuando entramos.
Observo cómo inspecciona el ordenado lugar, como si estuviese anotando mentalmente la posición de cada objeto por si algo se mueve del sitio mientras yo hago y deshago a mi libre albedrío. Es absurdo. Sabe perfectamente dónde está todo.
—Pon la mesa —le ordeno.
Me aparto y disfruto al ver la arruga que se le forma en la frente.
—Por favor.
—¿Quieres que ponga la mesa?
—Sí. —Puede que sea capaz de preparar un desayuno perfecto, pero sé que es imposible que ponga la mesa correctamente.
—De acuerdo. —Me mira con vacilación y se dirige al cajón donde sé que tiene los cuchillos y los tenedores.
Observo cómo se contraen y se relajan sus músculos perfectos mientras permanezco inmóvil, pero las vistas son mejores aún cuando se dirige a la mesa. Su rostro, sus ojos, sus muslos, su pecho, su firme cintura… su polla dura.
Sacudo la cabeza, decidida a no desviarme de mi plan. Observo cómo trajina por el espacio y me lanza miradas curiosas de vez en cuando mientras yo continúo quieta y callada a un lado y dejo que termine.
—Perfecta —dice, y señala hacia la mesa con un meneo del brazo—. ¿Y ahora qué?
—Vuelve a la cama —ordeno, y me dirijo a la nevera.
—¿Estando tú desnuda en mi cocina? —Casi se echa a reír—. De eso nada.
—Edward, por favor. —Doy media vuelta sobre mis pies descalzos con el mango de la puerta de la nevera en la mano y veo que me está mirando la espalda casi con el ceño fruncido—. Quiero hacer algo por ti.
—Se me ocurren muchas cosas que puedes hacer por mí, Isabella, y para ninguna de ellas es necesario que estés en mi cocina. —Estira la espalda y mira a su alrededor con aire pensativo—. Aunque…
—¡Vuelve a la cama! —No pienso ceder en esto.
Agacha la cabeza, deja caer los hombros y suspira profundamente.
—Como desees —masculla, y sale de la cocina—. Pero no puedo dormir sin ti, así que me quedaré ahí tumbado pensando en lo que te voy a hacer después de que me hayas alimentado.
—Como desees —respondo con una dulce sonrisa sarcástica e inclinando la cabeza al hacerlo.
Edward se esfuerza por contener su sonrisa y seguir fingiendo que está ofendido y desaparece. Me pongo en marcha. Lo primero que hago es sacar el chocolate y las fresas de la nevera. No veo yogur natural desnatado por ninguna parte. Después, me apresuro a partir los trozos de chocolate, a derretirlo, a quitarles el rabito a las fresas y a lavarlas.
Me vuelvo hacia la mesa y veo que todo está en su posición correcta… o la posición correcta según Edward. Me muerdo la mejilla por dentro mientras lo observo todo con atención y pienso si seré capaz de prepararla bien después de deshacerla y volverla a poner. Podría hacerle antes una foto. Asiento para mí misma y me doy una palmadita mental en la espalda. Pero entonces se me ocurre una idea aún mejor: me dirijo a los cajones y empiezo a abrirlos y a cerrarlos, asegurándome de no descolocar los contenidos mientras voy bajando por el mueble. Me quedo paralizada en el instante en que mis ojos se posan en el diario de Edward. Me está llamando de nuevo.
—Mierda —maldigo entre dientes, y me obligo a cerrar el cajón, dejándolo donde se supone que tiene que estar.
Por fin encuentro lo que estaba buscando.
Bueno, en realidad no.
Encuentro algo mejor.
Le quito la tapa y me quedo mirando la punta del rotulador permanente, y pronto llego a la conclusión de que esto es mejor aún que el típico bolígrafo.
—Vale. —Inspiro hondo, me dirijo a la mesa y observo todas y cada una de las piezas perfectamente colocadas.
Ladeo la cabeza mientras me doy golpecitos en el labio inferior con el extremo del rotulador. Los platos. Por ahí podría empezar.
Coloco los dedos en el centro de la porcelana para sostenerla en el sitio y procedo a trazar un círculo alrededor del plato mientras sonrío.
—Perfecto —me digo en voz alta.
Me incorporo y observo el resto de la mesa. Estoy demasiado orgullosa de mí misma, y eso se refleja en mi rostro taimado. Hago lo mismo con todas y cada una de las cosas que hay sobre la mesa. Trazo sus contornos con el rotulador, marcando con líneas perfectas el lugar exacto de cada cubierto.
—¡¿Pero qué cojones haces?!
Me vuelvo al escuchar su grito de angustia, armada con mi rotulador y, en un estúpido intento de ocultar la prueba A, lo escondo detrás de la espalda, como si hubiese un millón de personas más en el apartamento de Edward que pudieran haber sido los responsables de pintarrajear su mesa. La expresión de horror en su rostro es como un baño de realidad. ¿Qué narices acabo de hacer? Con ojos incrédulos y abiertos como platos traslada su cuerpo desnudo hasta la mesa y la observa boquiabierto. Entonces levanta un plato y mira el círculo. Y después un vaso. Y después un tenedor.
Me muerdo la mejilla por dentro frenéticamente y me preparo para la bomba que está a punto de estallar. Sienta su culo desnudo sobre la silla y entierra una mano en el pelo.
—Isabella. —Me mira con los ojos fuera de las órbitas, como si acabase de ver un fantasma—. Me has rayado toda la mesa.
Miro la mesa, me llevo el pulgar a la boca y empiezo a mordisquearme la uña en lugar de mi mejilla. Esto es absurdo. Es una mesa. Cualquiera diría que se ha muerto alguien. Suspiro con exasperación, tiro el rotulador a un lado y me acerco a la mesa. Edward vuelve a levantar los objetos para comprobar que realmente lo he marcado todo. No sé si confirmárselo yo o dejar que continúe examinándola para descubrirlo por sí mismo.
—He hecho nuestra vida más fácil.
Me mira como si me hubiesen salido cuernos.
—¿En serio? —Deja un plato y yo sonrío cuando veo que lo mueve un poco hasta que está dentro de la guía—. ¿Podrías explicarte?
—Pues… —Me siento a su lado y pienso en la mejor manera de expresarlo para que lo entienda. Ahora soy yo la que se está comportando de manera absurda. Estamos hablando de Edward Masen: mi hombre pirado y obsesivo—. Ahora puedo poner la mesa sin riesgo a que tu dulce niña altere tus —frunzo los labios—… rutinas particulares.
—¿Mi dulce niña? —Me mira con incredulidad—. Tú no tienes nada de dulce, Isabella. ¡Ahora mismo eres más bien el puto diablo! ¿Por qué…? ¿Cómo…? Joder, ¡mira esto! —Menea el brazo al tuntún, apoya los codos en la mesa y entierra el rostro en las manos—. No me atrevo ni a mirar.
—Ahora podré poner la mesa como a ti te gusta. —Evito usar el verbo «necesitar». Así es como él necesita que esté—. Es un mal menor. —Alargo la mano y le cojo la suya para que deje de apoyar la cabeza y tenga que mirarme—. Si no quieres que siempre la esté fastidiando, tendrás que acostumbrarte a esto.
Señalo la mesa sonriendo. Puede que haya reaccionado mal, pero sólo será por esta vez. Acabará aceptando las marcas. La alternativa es tener una minipataleta cada vez que ponga la mesa. Es obvio que esto es mejor.
—Tú eres el único mal que hay aquí, Isabella. Sólo tú.
—Considéralo una forma de arte.
Resopla ante mi sugerencia y se suelta la mano para agarrarme él a mí.
—Es un puto desastre, eso es lo que es.
Mi cuerpo se hunde en la silla, y veo cómo me mira con el rabillo del ojo, todo irritado. ¿Por una mesa?
—¿Se puede reemplazar?
—Sí —gruñe—. Y es una faena tener que hacerlo, ¿no te parece?
—Bien, pues yo no soy reemplazable, y no pienso pasarme toda la vida contigo preocupándome de si coloco un estúpido plato en el sitio correcto.
Recula ante mi dureza, pero ¡venga ya! Me he acomodado perfectamente a sus obsesiones. Sí, es verdad que se ha relajado bastante con algunas, pero todavía queda mucho trabajo por hacer, y ya que Edward se niega a admitir abiertamente que padece un trastorno obsesivo-compulsivo severo, y que se niega de plano a ir a un psicólogo, tendrá que acostumbrarse a mi manera de ayudarlo. Y de ayudarme a mí misma a la vez.
—No es para tanto —dice fingiendo absoluta indiferencia.
—¿Que no es para tanto? —pregunto riéndome—. ¡Edward, tu mundo está experimentando un cataclismo de dimensiones históricas!
Prácticamente gruñe ante mi comentario, y me río más todavía.
—Y ahora —me levanto y me suelto la mano—, ¿quieres desayunar o vas a negarte porque no has visto si lo he preparado como a ti te gusta?
—Esa insolencia sobra.
—No sobra. —Dejo a mi gruñón en la mesa para coger el cuenco de chocolate fundido y oigo cómo masculla mientras levanta la vajilla—. Ups —digo cuando me asomo al cuenco y veo que no se parece en nada a la densa y deliciosa crema de chocolate que Edward elaboró.
Cojo la cuchara de madera, lo meneo un poco y suelto el mango cuando el oscuro fango semiduro se traga el instrumento. Empiezo a hacer pucheros y de repente me pongo alerta, y sé que es porque se está aproximando para investigar. El calor de su pecho impacta contra mi espalda y apoya la barbilla sobre mi hombro.
—Tengo una petición —me dice al oído, haciendo que mi hombro se eleve y que mi cabeza se pegue contra su rostro en un vano intento de detener el hormigueo que ha empezado a invadir mi cuerpo.
—¿Cuál? —Reclamo la cuchara y trato de remover el chocolate.
—Por favor, no me obligues a comerme eso.
Mi cuerpo entero se desinfla y la decepción sustituye al hormigueo.
—¿Qué he hecho mal?
Me quita la cuchara de la mano y la deja en el cuenco antes de darme la vuelta en sus brazos. Su consternación ha desaparecido. Ahora soy el blanco de su diversión.
—Te has pasado demasiado tiempo destrozando mi mesa y el chocolate se ha secado —explica con petulancia—. Me temo que no podremos lamérnoslo del cuerpo.
No tengo solución. Sé que es una tontería, dado que acabo de arruinar su mesa en el proceso, pero quería hacer esta cosa tan trivial, porque no lo es en el mundo de Edward.
—Lo siento. —Suspiro y apoyo la frente en su pecho.
—Estás perdonada. —Me rodea la espalda con los brazos y después pega los labios contra mi cabeza—. ¿Y si dejamos el desayuno por hoy?
—Vale.
—Nos pasaremos el día vegetando. Y luego almorzamos fuerte.
Me encojo. Sabía que éste sería su plan. Encerrarnos para protegerme de este mundo. Pero no puede ser, porque la abuela vuelve hoy a casa.
—Tengo que recoger a la abuela del hospital a las cuatro.
—Yo la recogeré —se ofrece, pero sé perfectamente lo que pretende. Y no pienso estar alejada de mi abuela—. Y la traeré aquí.
—Ya hemos hablado de esto. Necesita estar en su propia casa, en su propia cama, rodeada de todo lo que conoce. No le gustará vivir aquí.
Me aparto de él y salgo de la cocina. No estoy preparada para dejar que intente convencerme. Será una pérdida de tiempo y acabaremos discutiendo. Después de lo de anoche imagino que va a estar insoportablemente protector.
—¿Qué tiene de malo mi casa? —pregunta ofendido.
Me vuelvo, un poco cabreada de que se muestre tan obtuso en lo que respecta a la abuela.
—¡Que no es un hogar! —le espeto, y una pequeña parte de mí se pregunta si de verdad me quiere mancillando su apartamento con mi falta de orden o si está tan desesperado por protegerme que sería capaz de torturarse a sí mismo teniéndonos a mi abuela y a mí aquí permanentemente.
Veo que mi comentario lo ha herido y cierro la boca antes de seguir retorciendo el cuchillo.
—Entiendo —dice con frialdad.
—Edward, yo…
—No, no pasa nada.
Pasa por mi lado procurando no tocarme. Me siento fatal y me quedo mirando la pared y los techos altos de su apartamento. He herido sus sentimientos. Está intentando ayudar. Está preocupado por mí, y yo me estoy comportando como una auténtica zorra.
Levanto la mano, me pinzo el puente de la nariz y gruño con frustración antes de ir tras él.
—Edward —lo llamo mientras veo cómo desaparece en el dormitorio—. Edward, no pretendía herir tus sentimientos.
Cuando entro, veo que está estirando las sábanas con rabia.
—He dicho que no pasa nada.
—Ya lo veo. —Suspiro y dejo caer los brazos a los costados.
Me acercaría a ayudar, sería como una rama de olivo en forma de orden al estilo Edward, pero sé que así sólo conseguiré cabrearlo más porque lo haría todo mal.
—No quieres vivir aquí. —Ahueca las almohadas y alisa la parte superior con la mano—. Lo acepto. No tiene por qué gustarme, pero lo acepto.
Tira con furia la colcha que hay al pie de la cama y empieza a tirar de ella para colocarla en su sitio. Observo en silencio, un poco sorprendida por su comportamiento rabioso y pueril. Está iracundo. No enfadado o al borde de un brote psicótico, sino sencillamente airado.
—¡A la mierda! —grita, y agarra las sábanas perfectamente dispuestas y tira de ellas lanzándolas sobre la cama. Se sienta en el borde y se lleva las manos al pelo, respirando con agitación—. Te quiero en mis brazos todas las noches. —Levanta la vista y me mira con ojos suplicantes—. Necesito protegerte.
Me acerco a él y me sigue con la mirada hasta que me tiene delante. Separa las piernas y deja que me coloque entre ellas. Apoyo las manos sobre sus hombros y él las suyas en mi trasero. Me mira de nuevo, suspira y traga saliva. Después apoya la frente en mi vientre y mis manos ascienden hasta su cuello y se hunden en su pelo.
—Sé que parezco dependiente y caprichoso —susurra—. Pero no es sólo porque esté preocupado. Me he acostumbrado a levantarme contigo y a dormirme contigo. Tú eres lo último que veo antes de cerrar los ojos y lo primero que veo cuando los abro. Y no me hace ninguna gracia dejar de tener eso, Isabella.
En ese instante comprendo cuál es el problema. No nos hemos separado desde hace semanas. Nueva York fue una sesión constante de veneración, de recibir lo que más le gusta y de perdernos el uno en el otro. Ahora hemos vuelto a la realidad. Sonrío con tristeza, sin saber qué decir ni qué hacer para que se sienta mejor. Nada me mantendrá alejada de la abuela.
—Ella me necesita —murmuro.
—Lo sé. —Me mira y hace todo lo posible por regalarme una de sus sonrisas. Lo intenta. Pero la preocupación que cubre sus rasgos no se lo permite—. Ojalá pudiese controlar mi necesidad de ti.
Por un lado quiero y por otro no quiero que controle esa necesidad.
—¿Tu necesidad de mi presencia o tu necesidad de garantizar mi seguridad? —pregunto, porque ésa es la cuestión. Sé perfectamente lo que hay al otro lado de la puerta de Edward.
—Las dos.
Asiento admitiendo su respuesta e inspiro hasta llenarme los pulmones.
—Siempre me has prometido que nunca me obligarías a hacer nada que no quisiera hacer.
Cierra los ojos con fuerza y frunce los labios.
—Estoy empezando a arrepentirme de haberlo hecho.
Mis labios se extienden y forman una sonrisa. Sé que lo dice de verdad.
—Esto no es discutible. La única solución es que tú te vengas a casa con nosotras.
Abre los ojos como platos y yo controlo mi sonrisa, consciente de cuál es el problema de esta situación.
—¿Cómo voy a venerarte en casa de tu abuela?
—Lo hiciste perfectamente el otro día.
Levanto las cejas y sus hechizantes esferas azules se nublan de deseo ante mis ojos al recordar nuestro encuentro en la escalera.
Frunce ligeramente el ceño, aplica presión en mi trasero y tira de mí hacia él.
—Pero ella no estaba en palacio.
—¡Haces que parezca de la realeza!
—¿Acaso no lo es?
Resoplo a modo de asentimiento y me agacho hasta que nuestros rostros quedan a la misma altura.
—Ya tiene sus opciones, señor Masen. Yo me voy a casa con la abuela. ¿Me concedería el honor de acompañarme?
Me muero de dicha cuando atisbo un ligero brillo en sus ojos y sus labios se esfuerzan por contener una sonrisa pero fracasan estrepitosamente.
—Lo haré —masculla intentando sonar gruñón mientras su actitud juguetona lucha por liberarse—. Será un auténtico infierno, pero haré lo que sea por ti, Isabella Taylor, incluso comprometerme a no tocarte.
—¡Eso no será necesario!
—Difiero —responde tranquilamente mientras se pone de pie y me eleva hasta su cintura. Me aferro a sus lumbares con los tobillos y pongo cara de fastidio—. No pienso faltarle al respeto a tu abuela.
—Amenazó con amputarte tu virilidad, ¿te acuerdas? —le recuerdo, esperando eliminar de su conciencia esta tontería.
Su frente se arruga de un modo maravilloso. Lo estoy consiguiendo.
—Correcto, pero ahora está enferma.
—Lo que significa que le costará más atraparte.
Pierde la batalla de contener su regocijo y me ciega con una de sus sonrisas de infarto.
—Me encanta oír cómo gritas mi nombre cuando te corres. Eso no será posible. No quiero que tu abuela piense que no la respeto ni a ella ni a su hogar.
—Entonces te lo susurraré al oído.
—¿Está mi niña sacando su insolencia a pasear?
Me encojo de hombros como si nada.
—¿Está el hombre que amo fingiendo ser un caballero otra vez?
Inspira súbitamente, como si lo hubiese dejado pasmado. No me lo trago.
—Me has ofendido.
Me inclino y le muerdo la punta de la nariz. Después deslizo la lengua lentamente hasta su oreja. Siento cómo se acelera su ritmo cardíaco bajo mi pecho.
—Entonces dame una lección —le susurro con voz grave y seductora al oído antes de morderle el lóbulo.
—Me siento obligado a hacerlo. —Con una sucesión de rápidos y expertos movimientos, me agarra y me lanza sobre la cama.
—¡Edward! —chillo por los aires mientras meneo los brazos.
Aterrizo en el centro de su enorme cama, riéndome e intentando ubicarme. Está de pie a los pies de la cama, quieto y calmado, mirándome como si fuese su próxima comida. Mi respiración laboriosa se acelera. Intento sentarme bajo su vigilancia. Sus ojos están cargados de deseo.
—Ven a mí, mi niña —dice con una voz áspera que acelera mi corazón todavía más.
—No. —Me sorprendo a mí misma negándome. Quiero ir hasta él. Desesperadamente. No sé por qué he dicho eso, y a juzgar por su expresión de desconcierto sé que Edward también se ha quedado pasmado.
—Ven-a-mí. —Puntúa cada palabra y la tiñe con su tono grave.
—No —susurro con obstinación, y retrocedo un poco, distanciándome de él.
Esto es un juego. Una cacería. Lo deseo con locura, pero saber lo mucho que él me desea a mí sube las apuestas y aumenta nuestro anhelo hasta un punto casi insoportable… lo que hace que esta persecución resulte mucho más satisfactoria.
Edward ladea la cabeza y sus ojos centellean.
—¿Te estás haciendo la difícil?
Me encojo de hombros y miro por encima de mi hombro para planear mi huida.
—No me apetece que Edward Masen me venere en este momento.
—Eso es un disparate, Isabella Taylor. Lo sabes tan bien como yo. —Avanza hacia mí y dirige la mirada justo entre mis piernas—. Puedo oler lo dispuesta que estás desde aquí.
Me derrito por dentro, pero cierro los muslos en el acto y cambio de posición en un vano intento de contener el deseo que me invade.
—Y yo veo lo dispuesto que estás tú.
Centro la atención en su polla, que late visiblemente ante mis ojos.
Acerca la mano a la mesita de noche y saca un condón muy despacio, se lo lleva a los labios muy despacio y lo abre con los dientes muy despacio. Después me mira mientras lo extiende por su miembro erecto. Con esa mirada le basta para debilitarme. Transforma mi sangre en lava fundida y mi mente en papilla.
—Ven-a-mí.
Sacudo la cabeza y me pregunto por qué narices sigo resistiéndome. Estoy a punto de explotar. Mantengo la mirada fija en él, esperando su siguiente movimiento, y veo cómo su pene aumenta un poco más. Vuelvo a retroceder.
Sacude ligeramente la cabeza. Su mechón rebelde cae sobre su frente y una minúscula curvatura en su boca catapulta mi necesidad. Me tiembla visiblemente todo el cuerpo. No puedo controlarlo. Y no quiero hacerlo. La anticipación me está volviendo loca de deseo y todo por culpa mía. Se aproxima con determinación y con expresión amenazadora y observa con regocijo cómo retrocedo sofocando un grito.
—Juega todo lo que quieras, Isabella. Pero en diez segundos estaré dentro de ti.
—Eso ya lo veremos —respondo con arrogancia, pero antes de que pueda anticipar su siguiente movimiento, sale disparado hacia mí a gran velocidad—. ¡Mierda! —grito.
Doy una vuelta y gateo hasta el borde de la cama a toda prisa, pero él me agarra del tobillo y de un tirón me tumba boca arriba. Jadeo en su cara mientras él me atrapa con el cuerpo y exhala sobre mi rostro de manera constante y controlada.
—¿Es lo mejor que sabes hacer? —pregunta, inspeccionando mi rostro hasta que sus ojos aterrizan en mis labios.
Desciende y, en cuanto siento la suavidad de su carne contra la mía, entro en acción y lo cojo desprevenido. Lo tengo tumbado boca arriba en un nanosegundo y me monto a horcajadas encima de él, sosteniendo sus muñecas por encima de su cabeza.
—Nunca bajes la guardia —le digo en su cara antes de mordisquearle de manera tentadora el labio inferior.
Gruñe y eleva las caderas para pegarlas contra mí al tiempo que intenta atrapar mis labios. Se los niego y hago que refunfuñe con frustración.
—Touché —dice, se incorpora súbitamente y vuelve a atraparme debajo de él.
Intento en vano agarrarlo de los hombros, pero intercepta mis manos y me las sostiene contra la cama. Una sonrisa petulante de niño bueno se dibuja en su rostro divino y alimenta mi insolencia y mi deseo.
—Ríndete, niña.
Grito con frustración y me esfuerzo al máximo por liberarme. Consigo darle la vuelta a la tortilla de un salto, pero la sensación de caída libre eclipsa mi determinación.
—¡Mierda! —grito al tiempo que Edward se apresura a darnos la vuelta y a colocarse debajo disimuladamente antes de que impactemos contra el suelo.
No parece haberse hecho daño, y sólo está en situación de desventaja durante un segundo antes de tenerme de nuevo atrapada debajo. Grito y consigo que la frustración me consuma. También paso por alto la sospecha de que se deja ganar voluntariamente, permitiendo que sienta que voy a conseguir algo antes de volver a recuperar el poder.
Observa embelesado mi rostro acalorado y sus ojos emanan pasión mientras sostiene mis dos manos con una de las suyas por encima de mi cabeza.
—No te dejes llevar nunca por la frustración —susurra, agacha la cabeza y atrapa la punta de mi pezón entre los dientes.
Grito y hago caso omiso de su consejo. ¡Me siento tremendamente frustrada!
—¡Edward! —chillo, y me retuerzo inútilmente debajo de él, meneando la cabeza de un lado a otro mientras me esfuerzo por controlar el placer que me invade desde todos los ángulos posibles—. ¡Edward, por favor!
Sus dientes estiran mi sensible protuberancia y me vuelven loca.
—¿No querías jugar, Isabella? —Me besa la punta y me separa los muslos abriéndose paso con la rodilla—. ¿Acaso te estás arrepintiendo?
—¡Sí!
—Pues ahora tendrás que rogarme que pare.
—¡Por favor!
—Niña, ¿por qué intentas negarte mis atenciones?
Mi mandíbula se tensa.
—No lo sé.
—Yo tampoco. —Menea las caderas y empuja hacia adelante provocándome un placer insoportable—. ¡Joder!
Una potente invasión me coge por sorpresa, pero el hecho de que sea inesperada no hace que la absoluta satisfacción sea menos gratificante. Mis músculos internos se aferran a él con todas sus fuerzas e intento liberar mis muñecas de sus manos de hierro.
—Deja que te abrace.
—Chist —me silencia mientras eleva el torso y se apoya sobre los brazos al tiempo que me mantiene atrapada debajo de su cuerpo—. Lo haremos a mi manera, Isabella.
Gimo mi desesperación, echo la cabeza atrás y arqueo la espalda violentamente.
—¡Te odio!
—No, no me odias —responde con seguridad, retrocediendo y planeando sobre mi abertura; está tentándome—. Me amas. —Empuja un poco hacia adelante—. Te encanta todo lo que te hago. —Empuja un poco más—. Y te encanta lo que sientes cuando te lo hago.
¡Pum!
—¡Joder! —grito, desesperada bajo sus garras e indefensa bajo su ataque enérgico. Aunque no lo detendría ni en un millón de años. Ansío su poder—. Más —gimo, disfrutando del delicioso dolor que me está provocando.
—Es de mala educación no mirar a la gente cuando te habla —me dice mientras se retira lentamente.
—¡Cuando a ti te conviene!
—¡Mírame!
Levanto la cabeza, abro los ojos y grito con furia.
—¡Más!
—¿Fuerte y rápido? ¿O suave y lento?
Estoy demasiado desesperada para que lo haga suave y lento. Paso del suave y lento, y no creo que la orden de Edward de que lo saboree vaya a ayudar en nada.
—Fuerte —jadeo, y elevo las caderas todo lo que puedo—. Muy fuerte —digo sin vergüenza, ni miedo ni recelos. Tengo toda su devoción, su amor y sus atenciones, independientemente de si me folla o me venera.
—Joder, Bella. —Se retira del todo y me deja ligeramente confusa y a punto de objetar, pero entonces me coloca a cuatro patas y me agarra de la cintura con ímpetu. Trago saliva y agradezco la profundidad que Edward puede alcanzar desde esta postura. Joder, ¿y encima va a hacérmelo fuerte?—. Dime que estás preparada.
Asiento y pego el trasero contra él, ansiosa por esa profundidad. No pierde el tiempo y tampoco se molesta en entrar despacio. Me penetra hasta el fondo lanzando un bramido ensordecedor que me embriaga de euforia y me provoca escalofríos de placer. Grito, apoyo las manos en puño en la moqueta, y echo la cabeza atrás con desesperación. Edward arremete sin piedad, ladrando con cada embestida, clavándome los dedos en la suave piel de mis caderas. Siento la aspereza de la moqueta en mis rodillas. Se está comportando de una manera inusualmente violenta conmigo, aunque el ligero dolor y la implacable fuerza de su cuerpo martilleando el mío no me desaniman, sino que hacen que suplique más.
—Más fuerte —farfullo débilmente, dejando que Edward tome el control absoluto mientras que las fuerzas para recibir sus duros golpes empiezan a fallarme y sólo puedo concentrarme en el placer que me consume y que invade cada rincón de mi cuerpo.
—¡Joder, Isabella! —Flexiona los dedos y los vuelve a clavar en mi carne—. ¿Te estoy haciendo daño?
—¡No! —exclamo temiendo que pueda parar—. ¡Más fuerte!
—¡Joder! ¡Eres un puto sueño! —Separa las rodillas y acelera el ritmo. Nuestros cuerpos chocan haciendo ruido—. ¡Me voy a correr, Isabella!
Cierro los ojos. El aire abandona mis pulmones y mi mente también se vacía. Me quedo en un mundo oscuro y silencioso en el que mi único propósito es disfrutar de las atenciones de Edward. No hay nada que me distraiga de ello, nada que arruine nuestro precioso momento juntos. Estamos solos los dos, mi cuerpo y su cuerpo haciendo cosas maravillosas.
El placer aumenta. Cada colisión de su cuerpo con el mío me empuja hacia el éxtasis más absoluto. Quiero hablar, decirle lo que me está haciendo sentir, pero me quedo callada, incapaz de pronunciar ni una palabra. Sólo puedo emitir gemidos de desesperación y de placer. Siento cómo se aproxima su clímax. Se expande dentro de mí y un rugido sonoro me trae de vuelta a la habitación. Mi orgasmo me coge por sorpresa y grito mientras me atraviesa como un tornado. Todos mis músculos se tensan, excepto los de mi cuello, que dejan que mi cabeza caiga sin vida entre mis brazos. Edward acelera sus fuertes embestidas una vez más para llegar al límite y entonces tira de mi cuerpo rígido contra él.
—¡Arhhhhhhhhhhhhhh! —brama, y me golpea con una fuerza que uno sólo es capaz de comprender cuando la está recibiendo. Y yo lo estoy haciendo.
El intenso dolor que me atraviesa, mezclado con el efervescente placer que aún burbujea entre mis piernas acaba conmigo.
—Joder —exhala mientras mantiene nuestros cuerpos enganchados.
Estoy a punto de desplomarme. Edward es lo único que me sostiene, y desprende los dedos de mis caderas, pierdo ese apoyo y me dejo caer sobre el suelo boca abajo, jadeando y resollando.
La frialdad de la moqueta sobre mi mejilla es bienvenida mientras observo cómo Edward se tumba boca arriba a mi lado y deja caer los brazos sobre su cabeza. Su pecho se expande con agitada violencia. Está empapado, y la firme carne de su torso reluce con el sudor. Si tuviese la energía suficiente, alargaría la mano para acariciarlo, pero no la tengo. Estoy totalmente inservible. Pero no tanto como para cerrar los ojos y privarme de la magnífica visión de Edward tras su orgasmo.
Ambos permanecemos desparramados en la moqueta durante una eternidad. Mis oídos se ven invadidos por inspiraciones largas y constantes. Finalmente, reuniendo fuerzas de alguna parte, arrastro los brazos por la moqueta y acaricio su costado con la punta de mi dedo. Se desliza con facilidad gracias a la humedad de su piel caliente. Deja caer su cabeza a un lado hasta que sus ojos encuentran los míos y el agotamiento desaparece, permitiéndonos recuperar el habla. Pero él se me adelanta.
—Te quiero, Isabella Taylor.
Sonrío y pongo todo mi empeño en subirme encima de él, acomodarme y hundir mi rostro en el confort de su cuello.
—Y yo me siento profundamente fascinada por ti, Edward Masen.
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