Edward no nos privó de «lo que más nos gusta». Se reunió conmigo en la cama al cabo de unos minutos y se pegó a mí. Quise rechazarlo, herirlo por herirme, incluso aunque no lo hubiese hecho directamente. Pero no me aparté de su delicioso calor. Mi propia necesidad de hallar consuelo era mayor que mi necesidad de castigarlo.
Estoy en el balcón.
Se pasó toda la noche envolviendo mi cuerpo entero, limitando mi capacidad para moverme dormida, de modo que esta mañana me he despertado en la misma posición. Al amanecer, permanecimos tumbados sin decir ni una palabra. Sé que estaba despierto porque me retorcía el pelo y pegaba los labios contra mi cuello. Después sus dedos descendieron hasta mi muslo y me encontraron dispuesta para una sesión de veneración. Me tomó por detrás, ya que estaba de espaldas a él, y seguimos sin hablar. Lo único que se oía era nuestra laboriosa respiración. Ha sido tranquilo, relajado. Y ambos nos hemos corrido a la vez, jadeando.
Edward me abrazó con fuerza mientras me mordía el hombro y temblaba con espasmos dentro de mí, después me liberó, me colocó boca arriba y se acomodó encima. Siguió sin decir nada, y yo tampoco. Me apartó el pelo de la cara y nos quedamos embelesados, mirándonos el uno al otro durante una eternidad. Creo que Edward me dijo más a través de esa intensa mirada de lo que jamás podría haberlo hecho con palabras. Ni siquiera el evasivo «Te quiero» me habría transmitido lo que vi en esos ojos.
Estaba cautivada.
Estaba bajo su potente hechizo.
Me estaba hablando.
Tras poseer con delicadeza mis labios con los suyos durante unos instantes, se despegó de mí y fue a ducharse mientras yo me quedaba enredada entre las sábanas, pensando. Se despidió dándome un tierno beso en el pelo y pasándome el pulgar por el labio inferior. Después me cogió el móvil de la mesita de noche y jugó con él un rato antes de dejármelo en la mano, besarme los dos párpados y marcharse. No le pregunté nada y dejé que se fuera antes de mirar la pantalla del dispositivo y ver que tenía YouTube abierto con una canción de Jasmine Thompson. Le di a «Reproducir» y escuché atentamente cómo me cantaba
Ain’t Nobody. Me quedé ahí tumbada durante un buen rato hasta que terminó la canción y la habitación volvió a quedarse en silencio. Cuando por fin me convencí para levantarme, me di una ducha y me pasé la mañana limpiando la casa y escuchando la canción una y otra vez.
Después fui a ver a la abuela. No protesté al encontrarme a Jasper fuera. Tampoco protesté cuando se convirtió en mi sombra durante el resto del día. No le arranqué a Charlie la cabeza cuando lo vi saliendo del hospital al llegar. No respondí cuando Gregory volvió a regañarme por implicarlo en mis crímenes. Y contesté a todos los mensajes de Edward. Pero me sentí tremendamente decepcionada cuando el cardiólogo visitó a la abuela y le dijo que no le darían el alta hasta mañana con el pretexto de que tenían que enviarla a casa con la medicación adecuada. Ella, por supuesto, tuvo una pataleta. Por no aguantar sus improperios, mantuve la boca cerrada todo el tiempo.
Ahora estoy en casa. Son más de las nueve. Estoy sentada a la mesa de la cocina y echo de menos el aroma familiar de un buen guiso pesado y abundante. Oigo el murmullo de la televisión en el salón, donde Jasper ha establecido su base, y he oído el sonido frecuente de su móvil antes de que contestase y hablase con un grave susurro, seguramente asegurándoles a Charlie o a Edward que estoy aquí y que estoy bien. Le he preparado una infinidad de tazas de té y he charlado con él sobre nada en particular. Incluso intenté abordar el tema de mi madre de nuevo, pero no conseguí nada más que una mirada de soslayo y un comentario de que soy clavada a ella. No me ha dicho nada que yo no supiera ya.
Mi teléfono suena. Miro hacia la mesa donde está ubicado y enarco las cejas con sorpresa al ver el nombre de Alice en la pantalla.
—Hola —contesto, y pienso que enmascaro mi desesperanza bastante bien.
—¡Hola! —Parece que está sin aliento—. Voy corriendo a coger el metro, pero quería llamarte lo antes posible.
—¿Por qué?
—Hace un rato ha venido una mujer a la cafetería preguntando por ti.
—¿Quién?
—No lo sé. Se fue corriendo cuando Garrett le preguntó quién preguntaba.
Me pongo tensa en la silla y empiezo a darle vueltas a la cabeza.
—¿Qué aspecto tenía?
—Era rubia, impresionante y muy bien vestida.
El corazón me late tan deprisa que creo que se me va a salir del pecho.
—¿De unos cuarenta años?
—Treinta y muchos o cuarenta y pocos. ¿La conoces?
—Sí, la conozco. —Me llevo la palma a la frente y apoyo el codo sobre la mesa. Irina.
—Menuda zorra maleducada —escupe Alice, indignada, y yo resoplo dándole la razón. ¿Qué narices hace siguiéndome la pista?
—¿Qué le dijisteis?
—No mucho, que ya no trabajabas allí. ¿Quién es?
Inspiro hondo y me hundo de nuevo en la silla, herida por el recordatorio de Alice de que ya no tengo trabajo.
—Nadie importante.
Alice se ríe entre jadeos. Es una risa que indica que se siente insultada e incrédula.
—Ya —dice—. Bueno, sólo te he llamado porque he pensado que debías saberlo. Estoy en la estación, así que pronto no tendré cobertura. Pásate por la cafetería la semana que viene. Me gustaría verte.
—Lo haré —contesto, aunque la falta de entusiasmo se transmite a través de mi voz. Por estúpido que parezca, no me apetece ver a mi sustituta manejando la cafetera con precisión y sirviendo los famosos sándwiches de atún del establecimiento.
—Cuídate, Bella —dice Alice con voz suave, y corta la llamada antes de que le asegure que lo haré. Esa respuesta no habría sido más convincente que la anterior de pasarme por allí.
Me dispongo a llamar a Edward, pero me quedo helada cuando un número desconocido ilumina mi pantalla. Me quedo mirando el teléfono en la mano durante un buen rato, mientras intento comprender la profunda sensación de ansiedad que me invade y que me indica que no lo coja.
Por supuesto, hago caso omiso de ella y respondo.
—¿Diga? —pregunto con timidez e inquietud. Estoy nerviosa, pero no quiero que la persona que está al otro lado de la línea lo sepa, de modo que cuando no obtengo respuesta, repito la pregunta, esta vez aclarándome la garganta y obligándome a parecer segura—. ¿Diga?
Sigue sin haber respuesta, y no se oye ningún sonido de fondo. Tomo aliento para hablar de nuevo, pero entonces detecto un sonido familiar y acabo conteniendo el aire que acabo de inspirar. Oigo palabras. Una voz familiar con acento extranjero, ronca y grave.
—Edward, querido, ya sabes lo que siento por ti.
Me trago el aire y me esfuerzo para no ahogarme con él.
—Lo sé, Irina —responde Edward con una voz suave y de aceptación que me da ganas de vomitar.
—Entonces ¿por qué has estado evitándome? —pregunta ella con el mismo tono.
Mi mente empieza a reproducir la escena al otro lado de la línea y no me gusta lo que veo.
—Necesito un descanso.
—¿De mí?
Levanto el culo de la silla hasta que estoy de pie esperando la respuesta de Edward. Lo oigo suspirar, y definitivamente oigo el choque de cristal contra cristal. Está sirviendo una bebida.
—De todo.
—Acepto lo de las otras mujeres. Pero no huyas de mí, Edward. Yo soy diferente, ¿verdad?
—Sí —coincide él sin vacilación. Sin la más mínima. El cuerpo entero me empieza a temblar y mi corazón martillea con fuerza en mi pecho. La cabeza me da tantas vueltas que me estoy mareando.
—Te he echado de menos.
—Y yo a ti, Irina.
La bilis asciende desde mi estómago hasta mi garganta y una mano invisible envuelve mi cuello y me asfixia. Corto la llamada. No necesito oír nada más. De repente, no puedo respirar de la furia. Y aun así, estoy perfectamente tranquila cuando asomo la cabeza por la puerta del salón y encuentro al trajeado Jasper junto a la ventana, de pie y relajado. Lleva prácticamente en la misma posición desde que llegamos a casa.
—Voy a darme un baño —le digo, y él mira por encima del hombro y me ofrece una sonrisa afectuosa.
—Le hará bien —dice, y vuelve a mirar por la ventana.
Lo dejo vigilando y subo al piso de arriba para vestirme. Estoy intentando pensar con claridad y recordar las palabras de Edward hacia Irina, las palabras de Irina hacia mí, las palabras de Edward sobre Irina. Todo ha desaparecido, dejando un inmenso vacío en mi mente que se va llenando de muchos otros pensamientos desagradables. Sabía que ella era diferente, alguien de quien debía desconfiar más. Me planto unos vaqueros ceñidos y una camiseta de tirantes de raso. Evito mis Converse y me pongo mis tacones de aguja negros. Me atuso un poco el pelo para darles forma a los rizos y termino aplicándome unos pocos polvos en la cara. Cojo mi bolso, bajo a hurtadillas y aguardo el momento de salir sin que James se dé cuenta. Mi momento llega cuando le suena el móvil. Le da la espalda a la ventana y empieza a pasearse por el salón hablando en voz baja. Me acerco en silencio a la puerta y salgo sin ninguna prisa. La ira me domina. ¿Por qué demonios estoy tan calmada?
Los porteros custodian la entrada del Ice, armados con sus portapapeles, lo cual supone un problema. En cuanto uno de ellos me vea, alertarán a la oficina central del local y Eleazar saldrá en mi busca. Eso no me conviene en absoluto. Apoyo la espalda contra la pared y me planteo mis limitadas opciones… No se me ocurre ninguna. No soy tan ingenua como para pensar que el portero no me reconocerá, así que, como no me ponga un disfraz convincente, no tengo manera de entrar en este club sin que salten todas las alarmas.
Una inmensa determinación ha invadido mi ser desde el momento en que he cortado esa llamada. Un obstáculo ha espantado esa fortaleza y ha dejado poco espacio para la sensatez. Me permito a mí misma considerar las consecuencias de lo que por un instante pretendía hacer, y empiezo a comprender el peligro al que me estoy exponiendo, pero entonces un barullo al otro lado de la calle me saca de mis deliberaciones y atrae mi atención hacia la entrada. Un grupo de cuatro hombres con sus novias no paran de vociferar, y los porteros están intentando apaciguarlos. No parece funcionar, y despego la espalda de la pared cuando la escena alcanza un nuevo nivel de altercado. Una de las mujeres se encara con uno de los porteros y le grita en la cara. Él levanta las manos para sugerirle que se relaje. Su intento surte justo el efecto contrario y al segundo tiene a los cuatro hombres encima de él. Pongo los ojos como platos al presenciar el caos que se está desatando. Es un descontrol. No tardo en darme cuenta de que ésta podría ser mi única oportunidad de colarme sin ser advertida.
Cruzo corriendo la calle y me aseguro de mantenerme lo más pegada posible a la pared. Consigo entrar en el club sin que nadie se dé cuenta. Sé perfectamente adónde me dirijo, y camino con paso firme y constante. Siento que voy recuperando la calma y la determinación anterior conforme más me aproximo al despacho de Edward. Pero ahora me enfrento a otro obstáculo. Encorvo los hombros, apesadumbrada. Me había olvidado de que hay que marcar un código para poder entrar en su despacho. La verdad es que no he planeado esto demasiado bien.
¿Y ahora qué? Si tengo que llamar, perderé el elemento sorpresa, y me verá por la cámara de todos modos antes de que llegue a la puerta.
—Idiota —mascullo—. Eres una idiota.
Inspiro hondo, me aliso la camiseta y cierro los ojos durante unos segundos en un intento por aclararme las ideas. Me siento bastante tranquila, aunque la furia sigue quemándome por dentro. Es una furia agresiva. Está contenida, pero eso podría cambiar en cuanto tenga a Edward delante.
Me encuentro de pie frente a la puerta, bajo la vigilancia de la cámara, antes incluso de haber dado la orden a mis piernas de que me transporten hasta aquí, y doy unos cuantos golpes tranquilamente. Tal y como había imaginado, a Edward se le salen los ojos de las órbitas con alarma cuando abre la puerta, pero se coloca al instante su máscara de impasividad. Advierto a regañadientes lo guapísimo que está. Pero su mandíbula se tensa, sus ojos me miran con una expresión de advertencia y respira de manera agitada.
Sale del despacho, cierra la puerta tras él y se pasa la mano por el pelo.
—¿Dónde está Jasper?
—En casa.
Se le hinchan los orificios nasales, saca su teléfono y marca rápidamente.
—Envía a tu puto chófer aquí —escupe por la línea. Después marca unos cuantos botones más y se lleva de nuevo el móvil a la oreja—. Eleazar, no pienso ni preguntarte cómo cojones Isabella ha conseguido eludirte. —Aunque susurra, su voz conserva el tono autoritario—. Ven a por ella y vigílala hasta que llegue Jasper. No la pierdas de vista. —Se mete el teléfono en el bolsillo interior de su chaqueta y me fulmina con la mirada—. No deberías haber venido aquí; no, estando las cosas tan delicadas.
—¿Qué cosas están delicadas? —pregunto—. ¿Yo? ¿Soy yo la cosa delicada que no quieres romper o disgustar?
Edward se inclina hacia mí y desciende ligeramente hasta colocar el rostro a la altura del mío.
—¿De qué estás hablando?
—Crees que soy frágil y débil.
—Creo que te estás viendo obligada a enfrentarte a cosas que te superan, Isabella —susurra con voz clara y rotunda—. Y no tengo ni puta idea de cómo hacértelo menos doloroso.
Nos quedamos mirándonos a los ojos durante un buen rato y mi mirada asciende para mantener la conexión cuando él se pone derecho y recupera toda su estatura. La angustia que detecto en su expresión casi acaba conmigo.
—¿Por qué está ella aquí? —digo con voz fuerte y serena.
—¿Quién? —pregunta Edward a la defensiva, y en su rostro se refleja la culpabilidad—. Aquí no hay nadie.
—No me mientas. —Se me empieza a hinchar el pecho bajo la presión de tener que respirar a pesar de mi furia—. ¿Cuánto la has echado de menos?
—¿Qué? —Mira por encima de su hombro de nuevo y aprovecho ese momentáneo lapsus de concentración para esquivarlo—. ¡Isabella!
Aterrizo en su despacho de una manera mucho menos elegante de lo que había esperado, pero pronto recobro la compostura, me coloco el pelo por encima del hombro y el bolso debajo del brazo. Entonces sonrío en cuanto dirijo la mirada a donde sé que la voy a encontrar. Y no me equivoco. Reclinada en la silla de Edward, cruzada de piernas, vestida con una gabardina de color crema y fumando un cigarrillo largo y fino está Irina. Su aire de superioridad me asfixia. Sonríe arteramente y me mira con interés. Y es en este momento cuando me pregunto de dónde ha sacado mi número. Es irrelevante. Quería hacerme salir de mi escondite y lo ha conseguido. He caído en su trampa.
—Irina. —Me aseguro de ser la primera en romper el doloroso silencio, y también de contenerme—. Parece que esta noche te me has adelantado.
En cuanto termino la frase detecto dos cosas: la ligera sorpresa de Irina, porque la veo claramente cuando separa levemente sus labios rojos, y cómo el desasosiego de Edward se multiplica por mil, porque noto cómo se crispa detrás de mí.
—Sólo me serviré una copa antes de marcharme.
Mis altos tacones me llevan hasta el mueble bar y me sirvo una copa de vodka a palo seco.
—Niña, no soy idiota —responde Irina, y su tono soberbio aplasta mi confianza.
Cierro los ojos e intento controlar mis manos temblorosas. Una vez convencida de que lo he conseguido, cojo el vaso y me vuelvo hacia mis espectadores. Ambos me observan detenidamente —Irina, pensativa; Edward, nervioso— mientras me llevo el vaso de tubo a los labios.
—No sé de qué hablas. —Me bebo el vaso de un trago y exhalo antes de volver a llenármelo.
La tensión se palpa en el ambiente. Miro hacia Edward y detecto la desaprobación en su rostro. Me bebo el segundo vaso y lo dejo dando un golpe que hace que se encoja físicamente. Quiero que Edward sienta lo que estoy sintiendo. Quiero coger su parte más resistente y destrozársela. Eso es lo único que sé.
—Hablo —empieza Irina con seguridad, mirándome con una leve sonrisa en los labios rojos— de que estás enamorada de él y de que crees que puedes tenerlo. Pero no puedes.
No desmiento su conclusión.
—Porque tú lo deseas.
—Yo lo tengo.
Edward no se lo discute ni la pone en su sitio, y cuando lo miro, veo que no tiene intención de hacerlo. Ni siquiera encuentro la sensatez para convencerme de que debe de haber alguna buena razón, de modo que me sirvo otro vaso de vodka para no quedarme corta y me dirijo hacia él. Está de pie junto a la puerta como una estatua, con las manos en los bolsillos y claramente irritado. Me mira con la conmovedora belleza inexpresiva que me cautivó desde el primer momento. No hay nada que hacer. Sus mecanismos de defensa están cerrados a cal y canto. Me detengo frente a su figura alta e inmóvil, levanto la vista y advierto un ligero pulso en su mandíbula con sombra de barba.
—Espero que seas feliz en tu oscuridad.
—No me presiones, Isabella. —Su boca apenas se mueve, y sus palabras apenas se oyen, pero están cargadas de amenaza… y decido obviarlas.
—Ya nos veremos.
Cierro de un portazo al salir y recorro los pasillos laberínticos con apremio hasta encontrar la escalera y bajar los escalones de dos en dos mientras me trago mi tercer vodka, ansiosa por llegar a la barra y mantener la insensibilidad que el alcohol ha incitado.
—¿Bella?
Levanto la vista y veo a Eleazar y a Bree de pie en lo alto de la escalera, ambos mirándome con el ceño fruncido. No tengo nada que decirles, de modo que paso de largo y giro la esquina que da al club principal.
—¡Bella! —grita Eleazar—. ¿Dónde está Edward?
Me vuelvo y veo que las expresiones de ambos se han transformado en preocupación. Y sé por qué.
—En su despacho —digo mientras camino de espaldas para no retrasar mi huida—. Con Irina.
Eleazar maldice y Bree parece realmente preocupada, pero no pierdo el tiempo evaluando la causa de su preocupación. Mi furiosa necesidad de reclamar mis derechos está ahí, pero también necesito hacerle daño a Edward después de haber escuchado esa llamada y de que Irina haya afirmado con tanta confianza que Edward le pertenece. Sé que no es verdad, y él sabe que no es verdad, pero el hecho de que no haya intervenido y el recuerdo de oírle decir que la había echado de menos me ha sacado de mis casillas.
Me abro paso entre la multitud y el intenso ritmo de Prituri Se Planinata de NiT GriT inunda mis oídos. Llego a la barra, dejo de un golpe mi vaso vacío y un billete de veinte.
—Vodka con tónica —pido—. Y un tequila.
Me sirven rápidamente y me devuelven el cambio con la misma celeridad. Me trago el tequila de inmediato, seguido de cerca por el vodka. El líquido me quema la garganta y desciende hasta mi estómago. Cierro los ojos y siento su ardor. Pero esto no me detiene.
—¡Lo mismo! —grito cuando el camarero ha terminado de servir al tipo que tengo al lado.
A cada trago que doy noto cómo aumenta la insensibilidad en mi mente, mi cuerpo y mi corazón, y la sensación de angustia pronto desaparece. Me gusta. Empiezo a sentir cierta indiferencia.
Me apoyo contra la barra y echo un vistazo al club. Observo a las hordas de gente y me tomo mi tiempo, con la bebida en los labios, preguntándome si mi falta de prisa por perderme entre la multitud y poner a prueba la cordura de mi caballero a tiempo parcial se debe a que mi subconsciente me indica que no me apresure, que tengo que dejar de beber, recobrar la sobriedad y meditar sobre lo que está pasando y por qué.
Tal vez.
Puede ser.
Sin duda.
Puede que esté cerca del ebrio estupor, pero sigo percibiendo ese gen temerario latente que me llevó a buscar a los clientes de mi madre, rebajándome hasta tal nivel que no puedo ni pensarlo. De repente, siento unos fuegos artificiales familiares por dentro y desvío la mirada por el club, esta vez de manera menos casual, más asustada, y veo cómo avanza hacia mí.
Mierda. ¿Cómo se me ha ocurrido pensar que Edward no me ataría en corto bajo estas circunstancias? Su mirada es asesina, y es evidente que soy el único foco de su ira.
Llega hasta mí con los labios apretados y los ojos oscuros y me quita la bebida de la mano.
—No vuelvas a servir nunca a esta chica —ladra por encima de mi hombro sin apartar la vista de mí.
—Sí, señor —responde el camarero tímidamente a mis espaldas.
—Sal de aquí —me ordena Edward. Apenas logra contenerse.
Lanzo una leve mirada por encima de su hombro y confirmo que Irina está en el club, charlando con un hombre pero con los ojos fijos en nuestra dirección. Ojos de interés.
Me pongo derecha y reclamo bebida.
—No —susurro antes de beber un trago.
—Ya te lo he pedido una vez.
—Y yo ya te he contestado una vez.
Hace ademán de coger mi copa de nuevo, pero yo me aparto en un intento de esquivar a Edward. No voy demasiado lejos. Edward me agarra del brazo y me detiene.
—Suéltame.
—No montes una escena, Isabella —dice, y me arranca la bebida de la mano—. No vas a quedarte en mi club.
—¿Por qué? —pregunto, incapaz de evitar que me empuje hacia adelante—. ¿Acaso estoy interfiriendo en tu negocio? —Me detiene de inmediato y me da la vuelta.
Acerca el rostro al mío, tanto que estoy convencida de que desde lejos parecerá que me está besando.
—No, porque tienes la desagradable costumbre de dejar que otros hombres te saboreen cuando estás enfadada conmigo.
Desciende la mirada hacia mi boca, y sé que está esforzándose por contener la necesidad de abalanzarse sobre ella, de saborearme. Su aliento caliente sobre mi rostro disipa parte de mi ira, dejando espacio para otro calor. Pero entonces se aparta, se aleja un paso y su rostro se vuelve serio.
—Y no dudaré en partirles el espinazo —susurra.
—Estoy muy cabreada contigo.
—Y yo también.
—Le has dicho que la has echado de menos. Lo he oído, Edward.
—¿Cómo? —Ni siquiera se molesta en negarlo.
—Me llamó por teléfono.
Inspira hondo. Lo veo y lo oigo. Me reclama, me da la vuelta y me empuja con brusquedad.
—Confía en mí —escupe—. Necesito que confíes en mí.
Me empuja entre la multitud mientras yo intento desesperadamente aferrarme a mi fe en él. Mis piernas se vuelven inestables, y mi mente más todavía. La gente nos está observando; se apartan y se hacen a un lado mientras nos lanzan miradas inquisitivas. No me paro a estudiar sus rostros… hasta que veo uno que me resulta familiar.
Mis ojos se quedan fijos en el hombre, y giro la cabeza lentamente cuando pasamos para seguir mirándolo. Lo conozco y, por su expresión, sé que él también me conoce a mí. Sonríe y avanza para interceptarnos, de modo que Edward no tiene más remedio que detenerse.
—Eh, no es necesario acompañar a la señorita hasta la salida. Si está demasiado ebria, yo me ofrezco para hacerme responsable de ella.
—Aparta —dice Edward con tono letal—. Ahora.
El tipo se encoge ligeramente de hombros, sin inmutarse, o simplemente pasando de la amenaza implícita en las palabras de Edward.
—Te ahorraré las molestias de echarla.
Aparto la vista de su intensa mirada y me devano los sesos. ¿De qué lo conozco? Pero entonces me encojo y doy un paso atrás cuando siento que alguien juguetea con mi pelo. Un escalofrío que me eriza el vello me dice que no es Edward quien retuerce mis rizos rubios. Es el extraño.
—Es la misma sensación de hace todos esos años —dice con melancolía—. Pagaría sólo por tener el placer de volver a olerlo. Jamás he olvidado este pelo. ¿Todavía ejerces?
Me quedo sin aire en los pulmones cuando la realidad me golpea en el estómago.
—No —respondo, y retrocedo hasta impactar contra el pecho de Edward.
El calor y los temblores de su cuerpo indican que Edward está en estado psicótico, pero la concentración que necesito para apreciar el peligro se ve absorbida por recuerdos incesantes; recuerdos que había conseguido desterrar a lo más profundo de mi mente. Ahora no puedo hacerlo. Este hombre los ha despertado, ha conseguido que los recupere de golpe. Hacen que me agarre la cabeza con las manos y que grite con frustración. No desaparecen. Me atacan y me obligan a presenciar la reposición mental de encuentros de mi pasado que había relegado a la oscuridad, que había escondido en un rincón de mi memoria durante mucho tiempo. Ahora han sido liberados y nada puede detenerlos. Los recuerdos se repiten y se me clavan tras los ojos.
—¡No! —exclamo en voz baja, y me llevo las manos al pelo y tiro, arrancando los mechones de las manos del extraño.
Siento cómo mi cuerpo cede ante la conmoción y el estrés. Todos mis músculos me abandonan, pero no me caigo al suelo, y si no lo hago es gracias a que Edward sigue sosteniéndome del brazo con fuerza. Me vuelvo ajena al espacio que me rodea. Cierro los ojos con fuerza y todo se torna oscuridad. Mi mente desconecta y todo se queda en silencio. Pero eso no evita que sea consciente de la bomba de relojería que me sostiene.
Desaparece de mi lado en un abrir y cerrar de ojos y me derrumbo ante la falta de soporte. Mis manos impactan con fuerza contra el suelo y transmiten el contundente dolor hacia mis brazos. Mi pelo se acumula a mi alrededor. La visión de mis rizos dorados sobre mi regazo me da ganas de vomitar; no puedo ver otra cosa, de modo que levanto la cabeza y me ahogo con nada al presenciar a Edward descargando su violenta psicosis. Todo sucede a cámara lenta, haciendo repulsivamente claro cada espeluznante golpe de su puño contra el rostro del tipo. Es implacable. No para de atacar a su víctima una y otra vez mientras ruge su rabia. La música se ha detenido. La gente grita: Pero nadie se atreve a intervenir.
Sollozo y me encojo cada vez que Edward golpea al hombre en la cara o en el cuerpo. La sangre salpica por todas partes. El pobre hombre no tiene nada que hacer. No le da la oportunidad de defenderse. Está completamente desamparado.
—¡Detenlo! —grito al ver a Eleazar a un lado, mirando con espanto la escena—. Por favor, detenlo.
Me levanto del suelo con gran esfuerzo. Nadie en su sano juicio intentaría intervenir. Acepto el hecho con tristeza y, cuando el foco de la furia de Edward cae sin vida al suelo y éste no se detiene y empieza a darle patadas en el estómago, sucumbo a mi necesidad de escapar.
No puedo seguir presenciando esto.
Huyo de allí.
Me abro paso entre la gente, sollozando y con el rostro hinchado a causa de las lágrimas, pero nadie se da cuenta. Todo el mundo sigue atento al caos que dejo atrás. Esos hijos de puta son incapaces de apartar la mirada de la terrible escena. Me dirijo dando tumbos, consternada y desorientada, hacia la salida del Ice. Cuando llego a la acera, lloro con angustia y tiemblo de manera descontrolada mientras busco fuera de mí un taxi que me aleje de aquí, pero mi oportunidad de escapar desaparece cuando alguien me agarra desde atrás. No es Edward, eso lo sé. No siento fuegos artificiales ni un deseo ardiente dentro de mí.
—Entra, Bella. —La voz atribulada de Eleazar penetra en mis oídos y me vuelvo, aunque sé que no conseguiré nada enfrentándome a él.
—Eleazar, por favor —le ruego—. Por favor, deja que me vaya.
—Ni de coña. —Me guía por la escalera que da al laberinto que se esconde bajo el Ice. No lo entiendo. Eleazar me odia. ¿Por qué iba a querer que me quedase si piensa que Edward tiene que centrarse en este mundo? Un mundo que ahora está demasiado claro.
—Quiero marcharme.
—No vas a ir a ninguna parte.
Me empuja por las esquinas y por los pasillos.
—¿Por qué?
La puerta del despacho de Edward se abre y me empuja dentro. Me vuelvo para mirar a Eleazar y veo su cuerpo alto y fornido agitado y con la mandíbula apretada. Levanta un dedo y me señala la cara, haciendo que recule ligeramente.
—No te vas a marchar porque cuando ese maníaco acabe de golpear a ese tipo hasta la muerte, preguntará por ti. ¡Querrá verte! ¡Y no pienso dejar que la pague conmigo si no te encuentra, Bella! ¡Así que quédate aquí quietecita!
Se marcha dando un portazo furioso y me deja plantada en medio del despacho, con los ojos abiertos como platos y el corazón palpitando con fuerza.
No se oye música arriba en el club. Estoy sola en las entrañas del Ice, con el silencio y el austero despacho de Edward como única compañía.
—¡Arhhhhhhhhhh! —grito, reaccionando con retraso a la táctica de Eleazar. Me llevo las manos a mi pelo rubio y traicionero y tiro de él sin propósito, como si eso fuese a borrar lo acontecido durante la última media hora de mi cabeza—. ¡Te odio!
Cierro los ojos con fuerza a causa del dolor autoinfligido y empiezo a llorar de nuevo. No sé cuánto tiempo me paso batallando conmigo misma, parecen eones, y sólo me detengo a causa del agotamiento físico y por el dolor que siento en el cuero cabelludo. Sollozo mientras me paseo en círculos, con la mente hecha un lío, incapaz de dejar que entre algún pensamiento positivo que me tranquilice. Entonces veo el mueble bar de Edward y me detengo.
Alcohol.
Corro hasta él y saco torpemente una botella al azar de entre muchas más. Sollozo y me atraganto con mis emociones mientras desenrosco el tapón y me llevo la botella a los labios. El ardor instantáneo del licor descendiendo por mi garganta obra maravillas y hace que deje de centrarme en mis pensamientos al obligarme a esbozar una mueca de disgusto ante el potente sabor.
De modo que bebo un poco más.
Trago y trago hasta que la botella está vacía y la lanzo por el despacho con rabia, enfadada y fuera de mí. Fijo la vista en todas las demás botellas. Selecciono otra al azar y bebo mientras me vuelvo y me dirijo tambaleándome al cuarto de baño. Me estampo contra la pared, la puerta y el marco, hasta que llego al lavabo y miro el reflejo de un despojo de mujer en el espejo. Unas lágrimas negras por el rímel descienden por mis mejillas coloradas, mis ojos están vidriosos y atormentados, y mi pelo rubio es una masa de rizos enmarañados que enmarca mi rostro pálido.
Veo a mi madre.
Observo mi reflejo con absoluto desprecio, como si se tratase de mi archienemigo, como si fuese la cosa que más detesto del mundo.
Y en estos momentos… lo es.
Me llevo la botella a los labios y trago más alcohol mientras me miro a los ojos. Inspiro hondo y me tambaleo de nuevo hasta la mesa de Edward. Abro los cajones y paso la mano por los objetos colocados de manera precisa que hay dentro, rompiendo su perfecto orden hasta que encuentro lo que estaba buscando. Me quedo mirando el objeto de brillante metal, lo agarro y voy dando sorbos de la botella mientras pienso.
Después de observar mi hallazgo con la mirada perdida durante una eternidad, me levanto, me dirijo de nuevo al baño tambaleándome y estampo la botella contra la superficie del lavabo. El espejo me devuelve el reflejo de un rostro inexpresivo y me llevo la mano a la cabeza. Agarro un montón de pelo, abro las tijeras y las cierro alrededor de mis rizos, dejándome con una mano llena de cabellos rubios y media cabeza de pelo la mitad de largo que lo tenía. Curiosamente, el estrés parece evaporarse cuando lo hago, de modo que agarro otra sección y la corto también.
—¡Isabella!
Dejo que mi ebria cabeza se vuelva hacia la voz y encuentro a Edward en la puerta del baño. Está hecho un asco. Sus rizos negros son un caótico desastre. Tiene la cara y el cuello de la camisa cubiertos de sangre y el traje hecho jirones, y está todo sudado. Su pecho asciende y desciende con agitación, pero no estoy segura de si es por el esfuerzo de la pelea o por la conmoción al ver lo que se ha encontrado. Mi expresión permanece intacta, y es ahora, al ver el horror en su rostro siempre impasible, cuando recuerdo todas las veces que me ha advertido de que no me corte nunca el pelo.
De modo que cojo otro mechón, acerco las tijeras y empiezo a cortar como una posesa.
—¡Joder, Isabella, no! —Sale disparado hacia mí como una bala y empieza a forcejear conmigo.
—¡No! —grito, retorciéndome y sosteniendo con fiereza las tijeras—. ¡Déjame! ¡Quiero que desaparezca! —Le doy otro codazo en las costillas.
—¡Joder! —grita Edward con los dientes apretados. Por su tono sé que le he hecho daño, pero se niega a rendirse—. ¡Dame las putas tijeras!
—¡No! —Cargo hacia adelante. De repente me encuentro libre y me vuelvo con violencia, justo cuando Edward viene hacia mí.
Mi cuerpo adopta una posición de defensa y levanto las manos de manera instintiva. Su cuerpo alto y musculoso impacta contra mí y me hace retroceder unos cuantos pasos.
—¡Joder! —ruge.
Abro los ojos y lo encuentro de rodillas delante de mí. Retrocedo un poco más mientras observo cómo se lleva una mano al hombro. Con los ojos abiertos como platos, miro las tijeras que tengo en la mano y veo el líquido rojo que gotea de las hojas. Sofoco un grito y las suelto de inmediato, dejándolas caer al suelo. Entonces me postro de rodillas, veo cómo se quita la chaqueta con unas cuantas muecas de dolor y, para mi horror, que su camisa blanca está empapada de sangre.
Me trago mi miedo, mis remordimientos y mi sentimiento de culpa. Se abre el chaleco de un tirón y hace lo propio con la camisa, arrancando los botones y haciendo que salten por todas partes.
—Mierda —maldice mientras se inspecciona la herida, una herida de la que yo soy responsable.
Quiero reconfortarlo, pero mi cuerpo y mi mente están desconectados. Ni siquiera puedo hablar para expresar una disculpa. Gritos de histeria escapan de mis labios mientras me tiemblan los hombros y mis ojos se inundan con tantas lágrimas que apenas puedo verlo ya. Mi estado de embriaguez no ayuda a mi distorsionada visión, cosa que agradezco. Ver a Edward herido y sangrando ya es bastante malo, pero saber que yo soy la causa de su dolor roza lo insoportable.
Y con ese pensamiento en la cabeza, me asomo al retrete y vomito. No puedo parar, y el fuerte ardor del sabor me quema la boca mientras mis manos se agarran al asiento y los músculos de mi estómago se retuercen y se contraen. Estoy hecha un desastre, un despojo frágil y miserable. Desesperada y viviendo en la desesperanza. En un mundo cruel. Y no puedo más.
—Hostia puta —farfulla Edward detrás de mí, pero me siento demasiado culpable como para volverme y enfrentarme a mis errores.
Apoyo la frente contra el asiento del váter cuando por fin dejo de sufrir arcadas. La cabeza me mata, me duele el corazón y tengo el alma destrozada.
—Tengo una petición. —Las inesperadas palabras tranquilas de Edward avivan los restos de mi crisis nerviosa y hace que las lágrimas rebroten y se derramen por mis ojos.
Mantengo la cabeza donde está, principalmente porque no tengo fuerzas para levantarla, pero también porque sigo siendo demasiado cobarde como para mirarlo a la cara.
—Isabella, es de mala educación no mirarme cuando te estoy hablando.
Sacudo la cabeza y permanezco en mi escondite, avergonzada de mí misma.
—Maldita sea —maldice en voz baja, y entonces siento su mano en mi nuca.
No me invita a levantar la cabeza con delicadeza, sino que tira de mí con brusquedad. No importa. No siento nada. Agarra ambos lados de mi cara y me obliga a mirar hacia adelante, pero bajo la vista hacia el pedazo de piel desnuda y manchada de sangre que asoma a través de su camisa y chaleco abiertos.
—No me prives de tu rostro, Isabella. —Lucha con mi cabeza hasta que levanto los ojos y sus afilados rasgos están lo bastante cerca como para centrarme en ellos. Sus labios están apretados. Sus ojos azules son salvajes y brillantes, y los huecos de sus mejillas laten—. Tengo una puta petición —dice con los dientes apretados—. Y quiero que me la concedas.
Dejo escapar un sollozo y todo mi cuerpo se hunde en mi postura arrodillada, pero sus manos en mi cabeza hacen que me mantenga erguida. Los pocos segundos que pasan antes de que hable de nuevo se me hacen eternos.
—No quiero de dejes de quererme nunca, Isabella Taylor. ¿Me has oído bien?
Asiento en sus manos mientras inspecciona mi rostro destrozado y se aproxima hasta que estamos frente a frente.
—Dilo —ordena—. Ahora.
—No lo haré —contesto sollozando.
Asiente contra mí y siento cómo sus manos se deslizan por mi espalda y me estrechan hacia adelante.
—Dame lo que más me gusta.
No hay suavidad en su instrucción, pero la calma instantánea que me invade cuando el calor de su cuerpo empieza a fundirse con el del mío es todo lo que necesito. Nuestros cuerpos chocan y nos aferramos el uno al otro como si fuésemos a perder la vida si nos separásemos.
Y puede que así sea.
Las grietas de nuestra existencia están completamente abiertas en estos momentos. No podemos escapar de la cruel realidad a la que tenemos que enfrentarnos. Las cadenas. Librarnos de ellas. Estar al borde de la desesperación mientras nos enfrentamos a nuestros demonios. Sólo espero que dejemos atrás esas grietas y que, cuando saltemos, no caigamos en la oscuridad.
Edward me consuela mientras tiemblo en sus brazos, y su firmeza no consigue reducir las vibraciones ni lo más mínimo.
—No estés triste —me ruega, ahora sí adoptando un tono más suave—. Por favor, no estés triste.
Separa mis dedos clavados en su espalda y me sostiene las manos entre ambos, buscando mi rostro que está empapado de lágrimas mientras yo sorbo y me estremezco.
—Lo siento mucho —murmuro con un hilo de voz, y bajo la vista hasta mi regazo para escapar de su precioso rostro—. Tienes razón. Esto me supera.
—Ya no hay un tú, Isabella. —Me agarra la barbilla con las puntas de los dedos y me levanta la cara hasta que miro sus ojos llenos de determinación—. Sólo hay un nosotros. Nos encargaremos de esto juntos.
—Tengo la sensación de que sé mucho y a la vez muy poco —confieso con voz rota y áspera.
Ha compartido mucha información conmigo, alguna de manera voluntaria y otra por obligación, pero sigue habiendo muchos espacios en blanco.
Mi perfecto caballero a tiempo parcial inspira con agotamiento y parpadea lentamente mientras se lleva mis manos a la boca y pega los labios contra el dorso de cada una de ellas.
—Tú posees todas y cada una de las partes de mi ser, Isabella Taylor. Te imploro clemencia por todas las cosas que he hecho y que haré mal. —Sus ojos suplicantes se clavan en los míos.
Lo he perdonado por todo lo que sé, y le perdonaré por todo lo que no. ¿Las cosas que hará mal?
—Sólo conseguiré salir de este infierno con la ayuda de tu amor.
Mi labio inferior empieza a temblar y el nudo que tengo en la garganta aumenta de tamaño rápidamente.
—Te ayudaré —le juro, y muevo la mano hasta que me la suelta. Me levanto, un poco desorientada, hasta que siento su áspera mejilla—. Confío en ti.
Traga saliva y asiente levemente. La determinación inunda su rostro cargado de emoción y sus ojos expresivos. Mi distante y fraudulento caballero ha vuelto.
—Deja que te saque de aquí. —Levanta su largo cuerpo del suelo sin problemas y me ayuda a ponerme en pie. El cambio de posición hace que toda la sangre se me vaya a la cabeza y me tambaleo un poco—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —respondo, balanceándome en el sitio.
—Y que lo digas —dice Edward con tono casual, como si yo tuviera que saber exactamente a qué se refiere. No puedo arrugar la frente con confusión porque estoy centrando toda la atención en evitar caerme de bruces contra el suelo—. No te pega beber. —Me agarra de la nuca y del brazo y guía mis temblorosas piernas al sofá del despacho—. Siéntate —me ordena, y me ayuda a hacerlo. Se arrodilla delante de mí y sacude la cabeza cuando alarga la mano para tocar el destrozo que me he hecho en el pelo. Me pasa los dedos entre lo que queda de él y el dolor se refleja claramente en su rostro—. Sigues estando preciosa —murmura.
Intento sonreír, pero sé que está hecho polvo y no lo consigo. Oigo que la puerta se abre y asomo la cabeza. Eleazar permanece ahí durante unos instantes, asimilando la situación. Parece estar a punto de estallar por la presión. Edward se levanta lentamente, se vuelve y se mete las manos en los bolsillos del pantalón. Se quedan mirándose el uno al otro. Eleazar evalúa a su jefe, y después a mí. Me siento pequeña y estúpida bajo sus ojos vigilantes y, en un intento de evitarlos y de esconder el resultado de mi crisis nerviosa, me aparto el pelo de la cara y uso la goma que llevo en la muñeca para recogérmelo en un moño despeinado.
—¿Cuál es la situación? —pregunta Edward llevándose la mano al hombro y encogiéndose un poco.
—¿La situación? —suelta Eleazar acompañado de una risotada sarcástica—. ¡Estamos en un puto lío, hijo! —Cierra la puerta de golpe, se acerca al mueble bar, se sirve un whisky y se lo bebe de un trago—. ¡Tengo a un tipo medio muerto ahí fuera y a toda una multitud preguntándose qué cojones ha pasado!
—¿Control de daños? —pregunta Edward sirviéndose también un trago.
Eleazar se ríe de nuevo.
—¿Tienes una máquina del tiempo? Joder, Edward, ¿en qué cojones estabas pensando?
—No estaba pensando —espeta, y hace que me encoja en el sofá, como si la causa de todo este desastre fuese a pasar inadvertida si me hago pequeñita.
Se confirma mi fracaso cuando Eleazar desvía la vista con ojos estresados en mi dirección. Mi necesidad irracional de herir a Edward ha acabado con un baño de sangre en el club y ha confirmado las sospechas de Irina sobre la verdadera naturaleza de nuestra relación.
—No, ése es el problema. Es la historia de tu vida, hijo. —Eleazar suspira—. ¡Uno no se pone hecho un energúmeno a golpear a un tipo por una mujer que supuestamente es sólo una diversión! —Controla su exasperación y levanta la mano para apartarle a Edward la camiseta con el ceño fruncido—. ¿Y esta herida punzante?
Edward le aparta la mano y deja su vaso en el mueble. Me quedo de piedra cuando veo que lo recoloca antes de empezar a tirar de su camisa.
—No es nada.
—¿Tenía un cuchillo?
—No es nada —repite Edward lentamente. Eleazar ladea su cabeza de manera inquisitiva—. ¿Se ha ido Irina?
—¿Irina? Te tiene cogido por los huevos, hijo mío. No cuestiones su lealtad para con Aro. ¡Es su puta mujer!
Abro mis ojos llorosos como platos. ¿Irina es la mujer de Aro? ¿Y está enamorada de Edward? Aro tiene las llaves de las cadenas de Edward. ¿Sabe que Irina bebe los vientos por su chico especial? No pensaba que esta red de corrupción pudiese enredarse más todavía.
Eleazar intenta recuperar la compostura. Bebe otro trago y apoya las manos a un lado del mueble bar, cabizbajo.
—Nuestras putas vidas corruptas son reales, hijo, y así será hasta el día de nuestra muerte.
—No tiene por qué ser así —responde Edward en voz baja, como si dudase de su propia afirmación.
Se me revuelve el estómago.
—¡Despierta, hijo! —Eleazar deja su vaso vacío a un lado y agarra a Edward de los brazos, provocándole una mueca de dolor, aunque el hombre no se da ni cuenta—. Hemos hablado de esto un millón de veces. El que entra en este mundo ya nunca sale de él. No puedes largarte cuando te dé la gana. ¡O te quedas toda tu vida, o la pierdes!
Me atraganto con mi propia saliva mientras asimilo la franca aclaración de Eleazar. Irina ya lo dijo. Edward lo confirmó, y ahora Eleazar lo está ratificando.
—¿Sólo porque no quiere seguir follando por dinero? —intervengo, incapaz de contenerme.
Edward me mira y espero que me ordene que me calle, pero me sorprendo al ver que después se vuelve hacia Eleazar, como si él también esperase una respuesta a mi pregunta.
«Relacionarse con Edward Masen supondrá su fin».
«No es tan fácil dejarlo».
«Las consecuencias serán devastadoras».
«Cadenas». «Llaves». «Deuda de vida».
Estoy a punto de obligar a mi cuerpo a levantarse en un intento de parecer fuerte y estable cuando la puerta se abre de nuevo e Irina entra tranquilamente. El ambiente se vuelve un millón de veces más tenso y más incómodo. Me siento de nuevo en mi asiento mientras ella mira a su alrededor y nos dedica a todos los presentes un momento de sus ojos pequeños y brillantes mientras se fuma un cigarrillo. Mis recelos aumentan más todavía cuando Bree aparece también, de nuevo perfecta, aunque parece preocupada y cautelosa.
Irina se pasea hasta el mueble bar y se abre paso entre Edward y Eleazar. Ninguno de los dos objeta. Se apartan para dejarle el espacio que demanda para servirse una copa. Se toma su tiempo, y su postura y sus actos emanan supremacía. Entonces se vuelve hacia Edward.
—Una reacción demasiado violenta por alguien que supuestamente es sólo un polvo. —El acento europeo de Irina hace que su amenaza resulte casi sexy.
Cierro los ojos brevemente. La culpabilidad vuelve a clavarme sus abominables garras. Qué idiota soy. Abro un ojo y veo que Edward la está mirando, sin expresión en el rostro y con el cuerpo sobrecogedoramente quieto. Su tiempo de esconderse se ha agotado. Ha llegado la hora de pensar en la mejor manera de solucionar esto.
Gracias a mis actos impulsivos.
—Sólo le hago el amor a esa mujer. —Me mira, y casi me deja paralizada con la calidez que reflejan sus ojos. Quiero correr a sus brazos y estar a su lado para enfrentarnos a ella juntos, pero mis músculos inútiles me fallan de nuevo. Cuando Edward vuelve a mirar a Irina, su expresión se torna de nuevo fría e impasible—. Sólo la venero a ella.
El asombro se evidencia en su rostro. Intenta ocultarlo bebiendo un sorbo de su copa y dándole una calada al cigarrillo, pero lo veo claro como el agua desde aquí.
—¿Dejas que te toque? —pregunta.
—Sí.
Su respiración se acelera, y una ligera ira emerge ahora a través de la sorpresa.
—¿Dejas que te bese?
—Sí. —Su mandíbula se tensa y su labio se arruga con furia—. Puede hacer lo que le dé la gana conmigo. Lo acepto todo con gusto. —Se inclina hacia ella—. De hecho, hasta he llegado a rogárselo.
Mi corazón estalla en mil pedazos de puro e inoportuno contento, lo que hace que mi mente, ya inestable, se nuble todavía más. Irina se ha quedado sin habla y no para de dar rápidos y frenéticos sorbos a su bebida, dando caladas al cigarrillo entre trago y trago. La confesión de Edward ha derribado su soberbia compostura. Ella ya se lo imaginaba, de modo que no debería sorprenderle tanto. ¿O acaso subestimaba la situación? Quizá pensaba que era una tontería.
Si es así, se equivocaba de plano.
Como mera observadora de los acontecimientos que se están desarrollando, miro a Eleazar y veo auténtico pánico en su rostro. Después miro a Bree, que está tan conmocionada como Irina.
—No puedo protegerte de él, Edward —dice Irina con calma, aunque su irritación sigue siendo evidente. Le está lanzando una advertencia.
—En ningún momento he esperado que fueses a hacerlo, pero quiero que tengas una cosa clara: ya no estoy a tu disposición. Nos marchamos —declara Edward, y se aparta de Irina.
Se dirige hacia mí con determinación y con paso ligero, pero no creo que sea capaz de ponerme de pie. No paro de temblar. Alarga la mano hacia mí. Levanto la vista y sus ojos azules me infunden una inmensa seguridad.
—¿Crees que saltarán chispas? —susurra, y su boca parece moverse a cámara lenta. Sus ojos centellean y me llenan de fuerza y de esperanza.
Acepto su ofrecimiento y le mantengo la mirada mientras dejo que me ayude a levantarme. Acerca la mano a mi pelo, me coloca unos cuantos mechones sueltos detrás de las orejas con delicadeza e inspecciona mi rostro. No tiene ninguna prisa. No hay necesidad de salir corriendo de esta horrible situación. Parece contentarse haciendo que me derrita ante él bajo el efecto penetrante de sus ojos. Me besa. Suavemente. Lentamente. Elocuentemente. Es un signo, una declaración. Y yo no puedo menos que aceptarlo.
—Vámonos a casa, mi niña. —Reclama mi nuca y me guía hacia la puerta de su despacho.
La ansiedad empieza a evaporarse dentro de mí al saber que pronto estaremos fuera de aquí, lejos de este mundo cruel. Por esta noche ya podemos cerrar la puerta. Y espero que el mañana nunca llegue para no tener que volver a abrirla.
—Lamentarás esta decisión, Edward. —El tono de Irina hace que Edward se detenga en el acto, deteniéndome a mí también.
—Lo que lamento es la vida que he llevado hasta el momento —responde Edward con rotundidad y con voz pausada—. Bella es lo único bueno que me ha pasado, y no tengo ninguna puta intención de separarme de ella.
Se vuelve lentamente, llevándome con él.
Irina ha recuperado su aire de superioridad, Eleazar sigue meditabundo y Bree mira a Edward con lágrimas en los ojos. Me quedo observándola unos instantes, y debe de darse cuenta, porque, de repente, me lanza una mirada.
Sonríe.
No es una sonrisa de petulancia, de hecho está muy lejos de serlo. Parece una sonrisa triste de reconocimiento, pero al cabo de unos segundos me doy cuenta de que es una sonrisa reconfortante. Asiente muy ligeramente y el gesto corrobora mis pensamientos: lo comprende. Lo comprende todo.
Irina se ríe con malicia y tanto Bree como yo desviamos nuestra atención hacia su figura decorada con un traje de diseño.
—Podría acabar con esto en un segundo, Edward. Y lo sabes. Le diré que ella ha desaparecido. Que no significa nada para ti.
Me siento insultada, pero Edward permanece relajado.
—No, gracias.
—Es una fase.
—No es una fase —responde Edward con frialdad.
—Sí que lo es —rebate Irina con seguridad meneando una mano hacia mí con desdén.
Su mirada de reproche me apuñala con dureza y hace que me encoja un poco.
—Tú sólo sabes hacer una cosa, Edward Masen. Sabes cómo hacer que las mujeres gritemos de placer, pero no sabes lo que es que te importe alguien. —Sonríe con petulancia—. Tú eres el especial. Tú-sólo-sabes-follar.
Hago un gesto de dolor y me rebelo ante la irresistible tentación de ponerla en su sitio, pero bastante daño he hecho ya. Si Irina está aquí, destilando condescendencia, es por mi culpa.
Siento cómo Edward empieza a ponerse en modo maníaco.
—Tú no tienes ni puta idea de lo que soy capaz de hacer. Venero a Isabella. —Su voz tiembla a causa de la ira que bulle hacia su frío exterior.
Ella arruga la cara con un gesto de disgusto y da un paso hacia adelante.
—Eres un ingenuo, Edward Masen. Jamás dejaré que te marches.
Edward explota.
—¡La amo! —ruge, haciendo retroceder a todos los presentes—. ¡La amo con todas mis fuerzas, joder!
Mis ojos se inundan de lágrimas y me coloco a su lado. Me agarra inmediatamente y me estrecha contra su cuerpo.
—La amo. Amo todo lo que representa, y amo lo mucho que ella me ama a mí. Que es más de lo que tú me quieres. ¡Es más de lo que cualquiera de vosotras dice quererme! Es un amor puro, es luz, y me ha hecho sentir. Ha hecho que ansíe más. Y mataré a cualquier hijo de puta que intente arrebatármela. —Se detiene un segundo para coger aire—. Lentamente —añade, temblando junto a mí, aferrándose a mí con fuerza, como si tuviese miedo de que alguien tratase de hacerlo ahora mismo—. Me da igual lo que él diga. Me da igual lo que piense que puede hacerme. Será él quien tenga que dormir con un ojo abierto, Irina, no yo. Así que díselo. Corre y confírmale lo que ya sabe. No quiero seguir ganándome la vida follando. Dile que no quiero seguir llenándole los bolsillos. No dejaré que me chantajees. Edward Masen ya no piensa jugar más. ¡El chico especial se marcha! —Hace otra pausa y se toma unos instantes para volver a recuperar el aliento mientras todos lo miran pasmados. Incluida yo—. La amo. Ve y díselo. Dile que la quiero. Dile que ahora pertenezco a Isabella. Y dile que como se le pase siquiera por la cabeza tocarle un pelo de su preciosa cabeza, será lo último que haga.
Nos dirigimos a la salida antes incluso de que asimile lo que estamos dejando atrás, aunque me lo imagino perfectamente. Ni siquiera puedo procesar su violenta declaración. Su brazo me cubre el hombro. Siento su calor y su confort, pero esto no es nada en comparación con la sensación de pertenencia que tengo cuando me agarra de la nuca como de costumbre. Me revuelvo para soltarme y él me mira, totalmente perplejo, mientras continuamos avanzando. Le coloco la mano en mi nuca y rodeo su cintura con mi brazo. Edward suspira con aceptación y vuelve a concentrarse en nuestra marcha.
La música suena de nuevo a través de los altavoces por todas partes, pero la clientela de élite no ha vuelto a la normalidad. Hay grupos reunidos por todos lados, haciendo piña, seguramente comentando la escena que ha montado hace un rato el propietario del club. Entonces me surge una duda.
—¿Sabe toda esta gente quién eres? —pregunto sintiendo cómo un montón de miradas procedentes de todas direcciones se clavan en nosotros cuando salimos de la escalera.
No me mira.
—Algunos sí. —Su respuesta, escueta y directa, me indica que sabe a qué me refiero, y no es al hecho de que sea el propietario del establecimiento.
El aire vespertino impacta contra mi cuerpo y me hace temblar de inmediato. Me acurruco más todavía al costado de Edward y capto la vista de uno de los porteros. Su rostro severo se torna serio al ver cómo Edward me escolta desde el local hasta el otro lado de la calle, donde tiene aparcado el Mercedes. Mientras me guía hasta el asiento del pasajero, miro hacia la puerta de entrada y veo cómo otro segurata está metiendo en un taxi al tipo al que Edward acaba de darle una paliza hasta casi matarlo. De repente estoy muy preocupada.
—Necesita tratamiento —digo—. Los médicos harán preguntas.
La puerta se abre y me empuja hacia el asiento con delicadeza.
—A esta clase de gente no le gusta que la policía se meta en sus asuntos, Isabella. —Me pasa el cinturón de seguridad por delante y me lo abrocha—. No te preocupes por eso.
Me besa suavemente en la mano y cierra la puerta. Después, se saca el teléfono del bolsillo y hace una breve llamada mientras rodea el coche.
«Esta clase de gente».
Este mundo.
Es muy real.
Y yo estoy justo en el centro.
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