Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49534
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes

 

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Capítulo 2: Capítulo 1

Otra persona ha conseguido darle la vuelta a mi destino. Todos mis esfuerzos, todo lo cuidadosa que he sido, todos los muros que tanto me ha costado levantar se fueron al garete el día que conocí a Edward Masen. No tardó en ser evidente que había llegado a un punto en que era de vital importancia que mantuviera mi estilo de vida tranquilo, mi fachada de calma y la guardia bien alta. Porque no cabía duda de que ese hombre iba a ponerme a prueba. Y eso hizo.

Eso hace. No había nada más difícil para mí que confiar en un hombre, contarle todos mis secretos y entregarme a él. Hice todo eso y ahora mismo desearía con todas mis fuerzas no haberlo hecho. Me preocupé en vano de que me abandonara por mi pasado. Ésa debería haber sido la menor de mis preocupaciones.

Edward Masen se dedica a la prostitución de lujo. Él dijo que era «chico de compañía» pero, por mucho que le cambies el collar, sigue siendo el mismo perro.

Edward Masen vende su cuerpo.

Edward Masen vive en la degradación.

Edward Masen es el equivalente masculino de mi madre. Estoy enamorada de un hombre al que no puedo tener. Pasé demasiado tiempo simplemente existiendo, y él me hizo sentir viva por primera vez, pero ahora se ha llevado esos maravillosos sentimientos y me ha dejado a solas con mi dolor. Mi espíritu está más muerto ahora que antes de conocerlo.

La humillación de que me hayan demostrado que estaba equivocada se pierde entre tanto sufrimiento. No siento nada más, sólo un dolor que me incapacita. Nunca me habría imaginado que dos semanas pudieran hacerse tan largas, y aún tengo que sobrevivir al resto de mi vida.

Sólo de pensarlo me dan ganas de cerrar los ojos y no volver a abrirlos nunca más.

Aquella noche en el hotel se repite una y otra vez en mi cabeza, siento el cuero con el que Edward me ató por las muñecas, la frialdad impasible de su rostro mientras me hacía correrme como un experto, su mirada angustiada cuando se dio cuenta del daño que me había causado.

Por supuesto, salí de allí pies para qué os quiero.

Lo que no sabía era que iba a tropezarme con un problema aún mayor: Charlie. Sé que sólo es cuestión de tiempo que me encuentre. Vi la sorpresa en sus ojos al reconocerme, y también reconoció a Edward. Charlie Swan y Edward Masen se conocen, y Charlie deseará saber cómo es que conozco a Edward y, Dios no lo quiera, qué estaba haciendo yo en el hotel.

No sólo he pasado dos semanas en el infierno, sino que además las he pasado echando la vista atrás, esperando que aparezca en cualquier momento.

Me arrastro a la ducha, me pongo lo primero que pillo y bajo la escalera como una autómata. La abuela está de rodillas metiendo la ropa en la lavadora. Me siento a la mesa sin hacer ruido, pero es como si ella tuviera un radar que registra todos y cada uno de mis movimientos, las veces que suspiro y las lágrimas que derramo, incluso cuando no estamos en la misma habitación. Me cuida pero está confusa. Me comprende y me da ánimos. Tratar de hacerme ver el lado positivo de mis encuentros con Edward Masen se ha convertido en su misión en la vida, pero yo lo único que veo es un futuro de lamentos y lo único que siento es un dolor que no se va ni a sol ni a sombra. Nunca habrá nadie más. Ningún hombre volverá a encender la chispa, a hacer que me sienta protegida, amada y a salvo.

Es irónico, la verdad. He despreciado a mi madre toda la vida por haberme abandonado por una existencia de hombres, placer y regalos, y luego resulta que Edward Masen es un chico de compañía. Vende su cuerpo, acepta dinero a cambio de proporcionar placer a mujeres. Cada vez que me estrechaba con ternura entre sus brazos para hacer «lo que más le gusta» era para borrar la mancha de un encuentro con otra mujer. Con la de hombres que hay en el mundo que podrían haberme cautivado, ¿por qué ha tenido que ser él?

—¿Te gustaría venir conmigo al club de los lunes? —me pregunta la abuela mientras intento tragar unos cereales.

—No, prefiero quedarme en casa. —Hundo la cucharilla en el cuenco y me llevo unos cuantos más a la boca—. ¿Ganaste algo anoche en el bingo?

Ella resopla un par de veces, cierra la puerta de la lavadora y echa detergente en el cajetín.

—¡Ni una vez! Menuda pérdida de tiempo.

—Entonces ¿por qué vas? —pregunto dándole vueltas a mi desayuno.

—Porque soy la reina del bingo. —Me guiña el ojo, me sonríe y le suplico mentalmente que no me suelte otra charla de las suyas.

No obstante, no me hace ni caso.

—Me pasé años llorando la muerte de tu abuelo, Isabella.

Me sorprenden sus palabras. Lo último que me esperaba era que fuera a mencionar a mi abuelo. Dejo de darle vueltas al desayuno.

—Había perdido a mi compañero, al hombre de mi vida, y derramé un mar de lágrimas. —Está intentando poner las cosas en perspectiva y me pregunto si cree que soy patética por estar tan hecha polvo por un hombre al que conozco de hace cuatro días—. Creía que nunca volvería a ser persona.

—Lo recuerdo —digo en voz baja. También recuerdo que estuve a punto de multiplicar su pena por cien. Ni siquiera tuvo tiempo de reponerse de la desaparición de mi madre antes de tener que hacerle frente a la cruel y prematura muerte de su querido Jim.

—Pero me recuperé —afirma con convicción—. Sé que ahora no lo parece, pero ya verás: la vida sigue.

Está en el pasillo y yo me quedo rumiando sus palabras. Me siento un poco culpable por estar llorando por algo que apenas he tenido, y aún más culpable por el hecho de que esté comparándolo con la pérdida de su marido, todo con tal de hacerme sentir mejor.

Me quedo sumida en mis pensamientos, repasando un encuentro tras otro, un beso tras otro, una palabra tras otra. Mi mente exhausta está empecinada en torturarme, pero es culpa mía. Yo me lo he buscado. Le he dado a la desesperación un nuevo sentido.

La melodía del móvil me hace dar un brinco y me saca de mi ensimismamiento, de vuelta a donde toda mi miseria es real. No tengo ganas de hablar con nadie, y menos aún con el responsable de mi desdicha, así que cuando veo su nombre en la pantalla dejo caer la cucharilla en el cuenco y me quedo mirándolo, petrificada. Se me acelera el pulso. Me entra el pánico y me pego al respaldo de la silla para poner la mayor distancia posible entre el teléfono y yo. No puedo ir más lejos porque mis músculos, unos inútiles, no obedecen órdenes. Nada responde salvo mi maldita memoria, que me tortura un poco más y me hace ver a cámara rápida todos los momentos que he pasado con Edward Masen. Mis ojos se inundan de lágrimas de desesperación. No es sensato que lea el mensaje. Aunque no estoy siendo nada sensata últimamente. No lo he sido desde que conocí a Edward Masen.

Cojo el teléfono y lo leo:

 

¿Cómo estás? Bss, Edward Masen.

 

Frunzo el ceño y releo el mensaje. Me pregunto si se cree que ya lo he olvidado. ¿«Edward Masen»? ¿Que cómo estoy? Más contenta que unas castañuelas por haber disfrutado gratis de unas cuantas sesiones con Edward Masen, el chico de compañía más famoso de Londres. Bueno, de gratis nada. Voy a pagar muy caro el tiempo perdido y las experiencias que he vivido con ese hombre. Ni siquiera he aceptado aún lo que ha ocurrido. Estoy hecha un mar de dudas, pero tengo que tirar del hilo y desenredar la madeja, poner las cosas en orden antes de intentar comprender todo esto. Ya es bastante duro aceptar el hecho de que el único hombre con el que he compartido todo mi ser haya desaparecido. Tratar de entender el cómo y el porqué es una tarea que mis emociones se niegan a afrontar. Con el sentimiento de pérdida ya tienen bastante.

¿Cómo estoy?

—¡Hecha una mierda! —le grito al teléfono, y pulso una y otra vez el botón de «Eliminar» hasta que me duele el dedo.

En un acto de pura rabia, lanzo el móvil a la otra punta de la cocina y ni siquiera parpadeo cuando choca contra la pared de azulejos y se hace añicos. Jadeo violentamente en mi silla, tan alto que apenas oigo el sonido de unos pasos apresurados que bajan por la escalera.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta asustada mi abuela.

No me vuelvo para ver su cara de alarma, porque seguro que ésa es la expresión que muestra su rostro arrugado.

—¿Isabella?

Me pongo de pie de repente y la silla sale despedida hacia atrás, el chirrido de madera contra madera retumba por la vieja cocina.

—Voy a salir.

Huyo sin mirar a mi abuela. Recorro el pasillo a toda prisa, cojo mi chaqueta y mi mochila del perchero.

—¡Isabella!

Sus pasos me persiguen hasta que abro la puerta y casi tiro al suelo a George.

—¡Buenos...! ¡Uy!

Me observa salir como una exhalación y, justo antes de echar a correr por el sendero que lleva a la calzada, con el rabillo del ojo veo cómo su expresión cambia de alegre a preocupada.

Sé que estoy fuera de lugar. Estoy de pie ante la entrada del gimnasio, se me ve dubitativo y algo abrumada. Las máquinas de ejercicios parecen naves espaciales, con cientos de mandos y botones, y no tengo la menor idea de cómo funcionan. Mi sesión de prueba de una hora de la semana pasada me vino muy bien para distraerme, pero la información y las instrucciones se borraron de mi memoria en cuanto salí de las exclusivas instalaciones deportivas. Escaneo la zona y jugueteo con mi anillo. Hay hombres y mujeres dando zancadas en las cintas de correr, dándolo todo en las bicicletas y levantando pesas en gigantescos aparatos. Todos parecen saber muy bien lo que se hacen.

Por intentar encajar, me acerco a la fuente y bebo un poco de agua helada. Estoy perdiendo el tiempo con tanta duda. Lo que debería estar haciendo es liberar estrés y mal humor. Veo un saco de boxeo colgando de un rincón lejano, sin nadie a treinta metros a la redonda, y decido probarlo. No tiene mandos ni botones.

Me acerco y cojo los guantes de boxeo que cuelgan de la pared. Me los pongo e intento parecer una profesional que viene aquí todas las mañanas para empezar el día sudando la gota gorda. Cierro el velcro y le doy un pequeño puñetazo al saco. No me imaginaba que pesara tanto. Mi débil golpe ni siquiera lo ha movido. Cojo carrerilla y le pego más fuerte. Frunzo el ceño al ver que apenas he conseguido hacerlo oscilar un poco. Está claro que está lleno de piedras. Le doy un poco de caña a mi brazo y esta vez le pego con ganas. Gruño y todo y ahora el saco sí que se mueve, hace una pausa en el aire antes de volver hacia mí. Deprisa. Me entra el pánico, llevo el brazo atrás y a continuación lo extiendo para que no me tire al suelo. Las vibraciones del golpe ascienden por mi hombro cuando el guante conecta con el saco, pero éste vuelve a alejarse de mí. Sonrío, abro un poco las piernas y me preparo para el contraataque. Le pego fuerte otra vez y lo mando bien lejos.

Ya me duele el brazo y entonces caigo en la cuenta de que tengo dos, así que ahora le pego con el izquierdo y sonrío con ganas. Me gusta la sensación que produce el impacto del saco contra mi puño. Empiezo a sudar, a cambiar el peso de un pie a otro; estoy pillando el ritmo.

Mis gritos de satisfacción me animan a seguir, y de repente el saco se transforma en algo más que un saco. Le estoy dando la paliza de su vida, y me encanta.

No sé cuánto tiempo paso así, pero cuando al fin me tomo un respiro y me paro a pensar estoy bañada en sudor, me duelen los nudillos y me falta la respiración. Cojo el saco y lo sujeto para que se quede quieto, luego miro a mi alrededor, preguntándome si alguien me habrá visto en acción. No hay nadie mirándome. He pasado completamente desapercibida, están todos concentrados en su extenuante rutina de ejercicios. Sonrío para mis adentros, cojo un vaso de agua y una toalla de una estantería y me seco el sudor de la frente mientras salgo de la gigantesca sala. Voy a paso ligero. Por primera vez desde hace semanas me siento capaz de afrontar el día.

Me dirijo a los vestuarios mientras le doy sorbos de agua. Siento como si me hubieran quitado de encima una vida entera de estrés y preocupaciones. Qué ironía. La sensación de alivio es nueva, y es difícil resistirse a la tentación de volver a la sala a pegarle al saco durante una hora más, pero ya me estoy arriesgando a llegar tarde al trabajo, así que sigo andando.

Esto es adictivo. Volveré mañana por la mañana, puede que hoy mismo al salir del trabajo, y le voy a pegar a ese saco hasta que no quede ni rastro de Edward Masen ni de todo el dolor que me ha causado.

Paso una puerta tras otra, todas ellas con paneles de cristal, y echo un vistazo. A través de una veo una docena de culos prietos pedaleando como si les fuera la vida en ello; en otra hay mujeres retorciéndose en todo tipo de posturas demenciales, y en otra más hay hombres que corren arriba y abajo, que se tiran en las colchonetas sin ton ni son y hacen flexiones y sentadillas. Deben de ser las clases de las que me habló el instructor. Es posible que pruebe una o dos. O todas.

Estoy pasando junto a la última puerta que hay antes de llegar a los vestuarios femeninos.

Freno cuando algo me llama la atención, retrocedo y miro a través del panel de cristal a un saco de boxeo muy parecido al que yo acabo de atacar. Se balancea en el gancho del techo pero no hay nadie moviéndolo. Frunzo el ceño y doy un paso hacia la puerta, mis ojos siguen la trayectoria del saco de izquierda a derecha. Luego trago saliva y pego un brinco en cuanto alguien entra en escena, sin camisa y descalzo. Mi corazón galopante explota por el estrés añadido al que lo acaban de someter. El vaso y la toalla se me caen al suelo. Me estoy mareando.

Lleva puestos aquellos pantalones cortos, los que se puso cuando estaba intentando hacer que me sintiera cómoda. Estoy temblando, pero a pesar de mi aturdimiento vuelvo a mirar por el cristal sólo para comprobar que no era una alucinación. No lo es. Está ahí, con su cuerpo macizo tan cautivador como siempre. Es la viva imagen de la violencia, golpeando el saco con potentes puñetazos y patadas aún más temibles. Sus piernas se extienden mientras los poderosos músculos de sus brazos se flexionan. Su cuerpo se mueve con soltura mientras esquiva y acecha el saco cuando éste vuelve a por él. Parece un profesional. Parece un luchador.

Me he quedado helada. Miro a Edward Masen moverse alrededor del saco con facilidad, con los puños vendados, las extremidades descargando golpes controlados sin piedad una y otra vez. Sus gruñidos y el sonido de los golpes me producen un escalofrío desconocido. ¿A quién se imagina que le está pegando?

La cabeza me da vueltas, las preguntas se multiplican mientras sigo observando al refinado, al remilgado, al caballero a tiempo parcial, convertido en un poseso. Ese mal genio del que me había advertido está ahí, en vivo y en directo. Doy un paso atrás cuando de repente coge el saco con ambas manos y apoya la frente en el cuero. Su espalda sudorosa sube y baja, y veo cómo repentinamente levanta sus hombros de titán. Entonces empieza a volverse hacia la puerta. Todo ocurre a cámara lenta. Estoy clavada en mi sitio, y su pecho, cubierto de un velo de sudor, entra en mi ángulo de visión. Mis ojos ascienden por su torso hasta que veo su perfil. Sabe que lo están mirando. Estaba conteniendo la respiración y noto que se me escapa el aire de los pulmones. Rápidamente, corro por el pasillo y me meto volando en el vestuario.

Mi pobre corazón me suplica que le dé un respiro.

—¿Te encuentras bien?

Miro hacia la ducha y veo a una mujer con una toalla enrollada en el pelo mojado que me observa con curiosidad.

—Sí —suspiro, y me doy cuenta de que estoy bloqueando la puerta. No puedo sonrojarme porque ya estoy como un tomate y a punto de entrar en ebullición.

La mujer me sonríe con el ceño un poco fruncido y vuelve a lo suyo. Encuentro mi taquilla y saco mis cosas para la ducha. El agua está demasiado caliente. Necesito hielo. Me paso cinco minutos peleando con los mandos sin conseguir que salga más fría. Así que me las apaño como puedo y me lavo la melena enredada y empapada de sudor y me enjabono el cuerpo pegajoso. Mi cuerpo y mi mente estaban relajados hasta que lo han visto, y ahora no hago más que revivir el pasado. Hay cientos de gimnasios en Londres, ¿por qué tuve que escoger precisamente éste?

No tengo tiempo para pensar mucho ni para empezar a apreciar el placentero efecto del agua caliente que ahora masajea mis músculos sin quemarme la piel, que ya me arde bastante.

Tengo que irme a trabajar. Tardo diez minutos en secarme y vestirme. Luego salgo del gimnasio mirando al suelo, preparándome para oír cómo me llama su voz o para que me toque y vuelva a encender el fuego en mi interior.

Sin embargo, consigo llegar sana y salva al metro. Mis ojos agradecen haber podido volver a contemplar la perfección de Edward Masen. Mi cabeza, en cambio, discrepa.

Capítulo 1: Prólogo Capítulo 3: Capítulo 2

 
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