Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49518
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes

 

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 6: Capítulo 5

La abuela me coloca el plato delante y me da un tenedor. Se me revuelve el estómago sólo con mirar el enorme trozo de pastel, pero me resisto a apartarlo y corto un pedacito bajo su atenta mirada. No es la única que me observa con detenimiento. Gregory y George han venido a cenar. Todos permanecen callados y sin quitarme el ojo de encima hasta que me llevo el pequeño trozo de pastel a la boca. Sabe a matarratas y no se parece en nada a los pasteles que suele preparar mi abuela. Todo sabe a podrido, es posible que mis papilas gustativas me estén castigando por haberlas abandonado.

—¡Delicioso! —exclama Gregory para romper el incómodo silencio. Se chupa los dedos—. Deberías abrir una pastelería.

—¡Sí, hombre! —se burla la abuela—. Hace veinte años, tal vez...

Se echa a reír, se vuelve hacia el fregadero y abre el grifo. Doy las gracias por haber dejado de ser el centro de atención.

George mete un dedo en el portatartas y rebaña un chorro de crema de limón. La abuela, como si tuviera ojos en la nuca, se vuelve a mirar.

—¡George! —Le da un azote con la bayeta de cocina—. ¿Dónde están tus modales?

—Perdona, Marie. —Se endereza como un niño travieso y pone las manos en el regazo muy serio.

Gregory me da una patada por debajo de la mesa y señala a la abuela con un gesto, y ésta a su vez niega con la cabeza para regañar al niño grande. Los dos nos estamos aguantando la risa, y cuando George nos guiña el ojo no podemos contenernos más.

—¿Listo para arrasar en la pista de baile con la abuela, George? —pregunto intentando parar de reírme antes de que ella me regañe a mí también.

El bueno de George está casi guapo con su traje marrón, aunque de la pajarita color mostaza mejor no hablemos.

—Merie no necesita ayuda —responde mirando a mi abuela—. Como decís vosotros, siempre arrasa en todas partes ella solita.

La abuela no contesta ni se vuelve, pero está sonriendo. Lo sé.

—Te va a enseñar a menear el esqueleto —replico.

Me río disimuladamente y le pego patadas a Gregory por debajo de la mesa, pero no muevo ni una pestaña en cuanto la abuela se vuelve del fregadero y mueve la falda del vestido con alegría, dejando muy claro que la espera la pista de baile. Me mira mientras se seca las manos en el delantal con las cejas enarcadas.

—Estás preciosa, abuela —digo.

El enfado desaparece de su cara al instante y baja la mirada con una sonrisa.

—Gracias, cariño.

—¿Qué es eso de «menear el esqueleto»? —pregunta George perplejo mirando a la abuela.

Me encanta verla ruborizarse.

—Es bailar, George. —Ella me lanza una mirada de advertencia que suaviza en cuanto me ve sonreír—. Bailar como los modernos. Luego te enseño.

Casi me caigo de la risa al imaginarme a George y a la abuela embistiendo con la pelvis y meneando las caderas.

—¿Qué tiene tanta gracia? —pregunta George mirando sin comprender a un lado y a otro—. Eso ya lo sabía —resopla metiendo otra vez los dedos en el pastel de limón.

La abuela no lo regaña esta vez. Está muy ocupada bailando por la cocina.

—A lo mejor me pongo los shorts —dice con una risita nerviosa que hace que Gregory y yo rompamos a reír a carcajadas.

—¿Esos pantaloncitos cortos que parecen bragas? —A George le brillan los ojos—. ¡Sí!

—¡George! —exclama la abuela.

—¡Parad, por favor! —Gregory se coge de mi brazo en busca de un punto de apoyo, pero se cae y me arrastra consigo. Estamos llorando de la risa, histéricos—. ¿Son de lentejuelas?

—No, de cuero —sonríe ella—. Y con raja.

Me atraganto y empiezo a toser. A George parece que le va a dar un ataque. Se recupera y coge el periódico para abanicarse.

—Marie Taylor, tienes una mente perversa —dice.

—Mucho. —Gregory suelta otra carcajada y me guiña el ojo.

Nos calmamos y picoteo un poco de tarta. Oigo a la abuela suspirar y me preocupo. Es esa clase de suspiro largo que indica que no me va a gustar lo que va a decirme.

—¿Por qué no sales con Gregory?

Me hundo en la silla. Hay tres pares de ojos mirándome. Encima, vuelvo a ponerme triste.

—Sí, eso, Bella —interviene mi amigo, y me da un golpecito en el brazo con la mano—. Iremos a un bar de heteros.

—¿Lo ves? —añade sonriente la abuela—. Es muy amable. Está dispuesto a sacrificar una noche de pasión por ti.

Trago saliva. Gregory se ríe y George se atraganta. Adora a Gregory, pero se niega a reconocer su condición sexual. Creo que es cosa de la edad, aunque a mi amigo no le importa.

De hecho, bromea al respecto todo lo que puede, y cuando lo veo coger aire, sé que prepara una de las suyas.

—Sí —dice reclinándose en su silla—. Voy a perderme la oportunidad de retozar con un hombre desnudo y sudoroso para que salgas un rato conmigo.

Me muerdo el labio para no reírme a mandíbula batiente al ver lo nervioso que se pone George. La abuela no se corta tanto. No, se parte de la risa y su cuerpo se sacude como un flan mientras el pobre George continúa revolviéndose incómodo en el asiento y murmurando por lo bajo.

—Sois malvados —refunfuña—. Tenéis una mente muy sucia.

—Eres un buen amigo, Gregory —dice la abuela entre risas—. ¡Es todo un detalle!

George frunce el ceño y mira a Gregory.

—Creía que eras bisexual.

—Ah —sonríe Gregory—. Soy lo que quieren que sea, George.

El amigo de la abuela no puede evitar dar un respingo de asco y ella no consigue parar de reír.

Qué bien. Las risas que provoca la conversación sobre las travesuras sexuales de Gregory me han salvado de la presión de tener que salir y aparentar que estoy bien. Miro lo a gusto que se ríe del pobre George y cómo la abuela lo anima a seguir con sus carcajadas. La pequeña batalla verbal me recuerda que no soy feliz y que no hay distracciones suficientes en el mundo para remediarlo. Algunas cosas logran distraerme momentáneamente, pero el malestar no tarda en volver con más fuerza, como si intentara compensarme por el tiempo que ha estado ausente mientras yo esbozaba una sonrisa.

Mastico y trago lentamente. Por otra parte, mi estómago revuelto va a cien por hora y tengo que ir corriendo al baño a agarrarme a la taza del váter. No hay nada que vomitar excepto bilis ácida. La boca me sabe fatal.

No tengo remedio.

Llaman suavemente a la puerta. Levanto la cabeza y me quedo mirando el pomo.

—¿Muñeca?

Gregory abre la puerta y entra. Ni se molesta en avisar primero, por si me pilla con los pantalones en los tobillos. Intenta sonreírme pero fracasa miserablemente. Sé que se encuentra tan mal como yo. Me pasa un caramelo de menta y me pone en pie. Me arregla el pelo y estudia mi cara preocupado.

—Bella, te estás quedando en nada. —Mira mi cuerpo, más delgado que de costumbre—. Ven.

Me saca del baño y me acompaña a mi dormitorio. Cierra la puerta, me lleva a la cama, me pasa un brazo por los hombros y me estrecha contra sí. Me acurruco pero no me consuela. Esto no es como el «lo que más me gusta» de Edward. No me aligera el corazón ni me hace sentir en paz. No está a mi lado tarareando ni besándome la coronilla.

Permanecemos tumbados y en silencio una eternidad hasta que noto que Gregory coge aire, preparándose para hablar.

—¿Lista para contármelo todo? No estás bien, y no me sueltes el rollo ese de la otra mujer porque sé que sospechabas algo desde el principio y eso no te detuvo.

Niego con la cabeza hundida en su pecho pero no sé si estoy rechazando su oferta o si le estoy diciendo que no, que no es la supuesta amante. Lo primero no necesito confirmárselo: es evidente. Lo segundo, no tanto, pero nunca podría contarle la verdadera razón por la que mi vida ha terminado. ¿Y lo de Charlie? No, no puedo hacerlo.

—Está bien —suspira y me estrecha con más fuerza, pero entonces su móvil empieza a sonar y tiene que aflojar el abrazo para poder sacarlo del bolsillo.

No son imaginaciones mías, se le ha acelerado el pulso. Levanto la cabeza: está mirando la pantalla con cara de pena. Su expresión me recuerda que, mientras yo me ahogaba en la autocompasión, mi mejor amigo también ha estado sufriendo. Me siento muy culpable, y aún más egoísta, porque el sentimiento de culpa es mucho más llevadero que un corazón roto.

—¿No vas a contestar? —pregunto en voz baja mientras él sigue con la vista fija en la pantalla.

No sé por qué está tan inquieto. Debería alegrarse de que Ben lo llame. ¿O me he perdido algo? Es probable. No recuerdo gran cosa de las últimas dos semanas, pero recuerdo que habló brevemente con Ben y que la cosa no fue bien. ¿O lo habré soñado?

—Supongo que debería contestar —dice—. Me lo esperaba.

Frunzo el ceño mientras él acepta la llamada, pero no habla. Se limita a llevarse el móvil a la oreja y, al cabo de unos segundos, oigo unos gritos iracundos tan nítidos como la luz del día.

Gregory hace una mueca mientras su examante grita y lo maltrata por teléfono, gruñe sobre un montón de llamadas y acusa a mi amigo de haber estado acosándolo. Estoy alucinando y aún flipo más cuando Gregory se disculpa mansamente. No tiene de qué disculparse. Él no es quien finge ser lo que no es. Él no se esconde de la verdad. La rabia bulle en mi interior por otras razones y, por puro instinto protector, le arrebato el móvil a mi amigo y descargo dos semanas de furia. Estoy que exploto.

—¡¿Quién coño te crees que eres?! —grito saltando de la cama cuando Gregory intenta recuperar su teléfono.

Doy vueltas por la habitación como un perro rabioso, echando espuma por la boca.

—¿Con quién hablo? —Ben ha bajado el tono. Parece sorprendido.

—Eso no importa. ¡No eres más que un fraude! ¡Eres un cobarde sin agallas!

Ben guarda silencio pero resopla y yo continúo atacándolo: —¡Te mereces ser infeliz! Espero que te hundas en la miseria el resto de tu vida. ¡Gallina! ¡Patético! —Tiemblo y estoy hiperventilando—. No te mereces ni el tiempo ni el afecto que Gregory te ha dado, y no tardarás en darte cuenta. ¡Y para entonces será demasiado tarde! ¡Porque ya te habrá olvidado!

Cuelgo y lanzo el móvil de Gregory encima de la cama. Mi amigo me mira anonadado, con unos ojos como platos y la boca completamente abierta.

Trato de calmarme y recuperar el control de mi cuerpo tembloroso mientras Gregory intenta pronunciar palabra. Está tartamudeando, petrificado como yo. No me correspondía hacer lo que he hecho. No tenía derecho a interferir, y menos aún después de haber reñido a mi amigo por haber intentado meterse en mi relación diabólica con cierto hombre disfrazado de caballero.

—Perdóname —jadeo, puesto que no consigo recobrar el aliento—. No debería...

—¡Qué brío! —se limita a decir, y me derrumbó otra vez.

El enfado da paso a la depresión, que vuelve en todo su esplendor. Hundo la barbilla en el pecho y los brazos me pesan en los costados. Sollozo sin control. Soy patética y tiemblo por otros motivos. No me siento mejor.

De la cama brota un sonoro suspiro. Gregory me atrae contra su pecho y me envuelve en sus brazos.

—Tranquila. —Me calma, me mece y me acaricia el pelo—. Tengo la impresión de que lo que le has dicho a Ben iba dirigido a otra persona.

Asiento y me abraza con fuerza. Eran las palabras apropiadas para Ben, pero ojalá se las hubiera soltado a otro que yo me sé. Y ojalá pudiera cosechar lo que sembré.

—Menuda pareja —suspira—. ¿Cómo nos hemos metido en este embrollo?

No lo sé, así que niego con la cabeza, sollozando y temblando sin parar.

—Eh... —Me saca de mi escondite y me coge la cara entre las manos. Me mira, todo ternura y simpatía—. ¿Qué vamos a hacer, muñeca?

De repente, algo cambia. Los dos amigos que intentan consolarse el uno al otro se miran de pronto con otros ojos. La tristeza y la desolación dan paso a algo más.

Algo raro.

Algo prohibido.

Me confunde y, cuando Gregory entreabre los labios, su mirada parpadea hacia mi boca y su cara se acerca a la mía, la cabeza empieza a darme vueltas. Hay muchas razones para echar el freno a lo que está a punto de pasar, pero ahora no soy capaz de pensar en nada, salvo en el hecho de que quizá esto sea exactamente lo que necesito.

Yo también me acerco hasta que nuestras bocas se encuentran y el corazón me palpita con fuerza en el pecho. No me detiene la sensación extraña de tener los labios de mi mejor amigo pegados a los míos. Cambio de postura y me siento a horcajadas sobre el esbelto cuerpo de Gregory sin que nuestras bocas se separen. Nuestras lenguas bailan enloquecidas. Sus manos me acarician la espalda y me besa con tanta fuerza que me produce una extraña sensación de consuelo, aunque sea raro, distinto de lo que estaba acostumbrada. Lo mismo da. Necesito algo distinto.

—Bella. —Pone fin al beso y jadea en mi cara—. No deberíamos. Está mal.

No dejo que me convenza de que paremos. Lo beso con fuerza, con desesperación. Le acaricio los brazos musculosos, tensos. Gime, y lo que se despereza entre sus piernas me anima a seguir.

—Bella —protesta débilmente, sin apartarme.

—Nos ayudaremos el uno al otro —gimo dándole un tirón al bajo de su camiseta.

Él no me detiene. Se revuelve para ayudarme y no tardo en sacársela y en dejar su pecho desnudo expuesto a mis manos inquietas. No tardo en sentir que me quita la parte de arriba y le suelto la boca para levantarme y dejar que mi mejor amigo me desnude. Sin sujetador que cubra mis modestos pechos, sólo llevo puestos los pantalones cortos de pijama. Gregory me mira los pezones duros, que están al alcance de su lengua.

—Joder —masculla, levanta la vista, y yo jadeo en su cara—. Joder, joder, joder.

Me coge por los hombros y me tumba sobre la cama. Se apodera de mi boca y me baja los pantalones cortos y las bragas. Está duro y empuja contra mi muslo. Palpita sin parar y, de repente, mis manos se hacen un lío con la bragueta de sus vaqueros. Levanta un poco las caderas para ayudarme a que le quite el pantalón, hasta que estamos desnudos, restregándonos el uno contra el otro, dando vueltas en la cama, besándonos y acariciándonos.

—Joder —maldice de nuevo besándome la mejilla, y yo gimo mirando al techo—. Tenemos que parar.

—No —protesto.

—No deberíamos hacerlo.

Pero no para. Encuentra mi boca de nuevo y hunde la lengua con desesperación. Estamos como poseídos. Manos y bocas explorando territorios desconocidos. Nos consume la desesperación de olvidar nuestras penas y ninguno de los dos parece estar preparado para detener esto. Deberíamos detenerlo. No nos va a ayudar.

—¡Ay, Dios! —grito echando la cabeza atrás cuando Gregory cubre mi pecho con la mano.

Me estremezco bajo su cuerpo, todo mi ser siente las descargas de placer febril. Nuestras bocas se juntan de nuevo y mis manos se aventuran hacia el sur, hasta que tengo su erección dura y caliente en las manos.

—¡Dios! —ruge empujando con las caderas para que pueda acariciársela entera—. ¡Dios!

Los sonidos de placer invaden el dormitorio. Estamos perdidos. Gregory se aparta, me mira con el ceño fruncido y siento su aliento en mi cara sonrojada.

—Hazlo otra vez —gime ofreciéndome las caderas.

Recorro su miembro con la palma de la mano y su respiración se torna irregular. Deja caer la cabeza un segundo, la levanta y vuelve a mi boca. La recorre con la lengua. Sé que no debería, pero me gusta la sensación. Me concentro en los besos de mi mejor amigo, en sus manos que me acarician, en su cuerpo que se aprieta contra el mío.

—Sabes a fresas —susurra con voz ronca.

«Fresas.»

La palabra me cae como un jarro de agua fría y de repente lo suelto y me revuelvo debajo de él.

—¡Gregory, para!

Se detiene y se aparta para mirarme.

—¿Te encuentras bien?

—¡No! ¡Tenemos que parar! —Me incorporo y me cubro con la sábana muerta de vergüenza... y de culpa—. ¿En qué estábamos pensando?

Él se sienta y se frota la cara con las manos. Gruñe, pero sé que es de arrepentimiento.

—No lo sé —confiesa—. No pensaba, Bella.

—Yo tampoco.

Lo miro a los ojos y me aferro a la sábana. Gregory sigue desnudo y no parece importarle.

Sigue... listo para entrar en acción, e intento apartar la vista del músculo duro que emerge de su regazo. Me cuesta horrores. Es como un imán para mis ojos. Nunca me he permitido ver a mi amigo gay así, pero ahora que lo tengo delante he de decir que está muy bueno y que no puedo dejar de mirarlo. Es todo lo que un hombre, o una mujer, podrían desear. Es atractivo, amable y sincero. Pero también es mi mejor amigo, no puedo arriesgarme a perderlo porque, si seguimos por donde lo hemos dejado, luego todo será muy raro. Espero que no sea demasiado tarde. Aunque ésa no es la única razón. Nadie podría llenar el vacío de mi corazón ni saciar mi deseo. Sólo hay un hombre capaz de hacerlo.

—Lo siento —digo en voz baja. La culpa me consume. No sé por qué. No tengo nada de lo que arrepentirme, excepto de haber puesto en peligro mi amistad con Gregory—. Perdóname.

—Oye... —Me sienta en su regazo y me abraza—. Yo también lo siento. Creo que nos hemos dejado llevar un poco.

Me acurruco en busca de consuelo, pero no lo encuentro.

—Ha sido culpa mía —digo.

—No, he empezado yo. Es culpa mía.

—Discrepo —susurro, y dejo que me frote la espalda para intentar devolverme a la vida.

Su pecho sube y baja. Un suspiro.

—Vaya par —musita—. Un par de perdedores llorando por lo que no pueden tener.

Asiento.

—Dime que ahora no vas a ir a tirarte a la primera que pilles. —Sé que en general eso es lo que pasa cuando lo deja un hombre, y es probable que por eso la cosa haya llegado tan lejos—. No quiero que lo hagas.

—Nada de hombres ni de mujeres en una temporada. —Se echa a reír y yo sonrío a mi vez.

—Lo mismo digo.

—¿Vas a volver a ser una reclusa? —bromea.

—Mira cómo estoy por culpa de la alternativa.

—No todos los hombres son como ese soplapollas. —Me aparta de su pecho y me coge la cara entre las manos con fuerza—. No todos los hombres van a tratarte como una mierda, muñeca.

—No pienso darles ocasión.

—Odio verte así.

—Yo también odio verte así a ti —respondo, y de repente su angustia es evidente y tangible. Por fin consigo verla entre mi niebla de pena—. Y voy a robarte lo de «soplapollas» para Ben, porque ése sí que es un soplapollas, aunque no quiera admitirlo.

Gregory sonríe y le brillan los ojos.

—Me parece bien.

Asiento y dejo que mi mirada vague por el regazo de mi amigo. Se echa a reír y rápidamente tira de la sábana, se tapa y me deja en pelota picada. Doy un respingo y tiro de ella, y así comienza la lucha libre entre sábanas. Los dos nos reímos, damos tirones y volvemos a ser tan amigos como siempre... Aunque estemos desnudos. No parece que nos importe mientras peleamos por la sábana.

Sin embargo, nos quedamos quietos como estatuas al oír entre risas el crujir del suelo de madera y la voz de la abuela, que nos llama: —¿Gregory, Isabella? ¿Estáis bien?

—¡Mierda!

Salto de la cama y cruzo corriendo la habitación.

—¡No pasa nada, abuela!

—Suena como si una manada de elefantes estuviera bailando el cancán ahí dentro.

—¡Estamos bien! —grito. Pego la frente a la puerta, me tenso y me preparo para su respuesta.

—¡Pues da la impresión de que vais a tirar el techo!

—¡Perdona, ya bajamos!

—Nosotros nos vamos al baile.

—¡Que disfrutéis!

—¿Estás bien? —pregunta más tranquila.

Sonrío.

—Estoy bien, abuela.

No dice nada más, pero el crujido del suelo de madera me indica que está bajando la escalera. Me doy la vuelta y apoyo la espalda contra la puerta. Gregory recorre mi cuerpo con la mirada sin parar sentado en la cama, tratándose con la sábana.

—Bonitas vistas —sonríe y me recuerda que estoy desnuda—. Pero estás demasiado delgada.

Intento taparme las partes con la mano y él se echa a reír y cae de espaldas sobre la cama.

No tiene remedio, y yo estoy roja como un tomate.

—¡Lo siento! —dice entre carcajadas—. De veras que lo siento.

Me ruborizo aún más y busco cualquier cosa con la que salvar mi dignidad. Opto por una camiseta que hay en el respaldo de la silla del rincón. La cojo y me la pongo a toda velocidad.

Me siento mejor al instante, como si hubiera recuperado el respeto por mí misma después de haberme arrojado a los brazos de mi mejor amigo. A Gregory no parece preocuparle su desnudez, aunque ahora mismo está revolcándose de la risa enredado entre las mantas de mi cama. Sonrío y ladeo la cabeza para verlo mejor. Tiene el culo prieto, pero lo que más me impresiona es lo feliz y despreocupado que parece.

—Ven —dice incorporándose y pegando golpecitos en el colchón—. Prometo que no te voy a meter mano.

Pongo los ojos en blanco y me tumbo con él en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera. Jugueteo con mi anillo y me pregunto qué decir. No tengo ni idea, así que digo lo único que debería decir, lo que me preocupa.

—No va a cambiar nada entre nosotros, ¿verdad? —pregunto—. No puedo vivir sin ti, Greg. No quiero que lo que ha pasado nos cambie.

—¡Ay, muñeca! —Me pasa un brazo por encima de los hombros y me estrecha contra su pecho—. Nunca, porque no vamos a consentirlo. Ese veinte por ciento ha sido más fuerte que yo.

Sonrío.

—Gracias.

—No, gracias a ti —suspira—. Hagamos un trato.

—¿Un trato? —Frunzo el ceño—. ¿Qué clase de trato?

Me preocupa que Gregory proponga que nos casemos a los treinta si de aquí a entonces no hemos encontrado a nuestra alma gemela.

—Vamos a ser fuertes —susurra—, el uno por el otro. —Me suplica con la mirada que lo ayude—. Yo también lo estoy pasando mal, Bella.

Me siento fatal.

—Perdóname. —He estado tan sumida en mi propia desdicha que no me he parado a considerar de verdad lo mucho que está sufriendo, lo infeliz que es ahora mismo. Me ha cegado mi patética vida—. Lo siento.

—Juntos lo conseguiremos —prosigue—. Yo te ayudaré a ti y tú me ayudarás a mí.

—¿Significa eso que puedo confiscarte el móvil? —lo pincho.

—No, pero puedes borrar su número. —Coge el teléfono y me lo pone en la mano—. Adelante.

Borro el número de Ben de la agenda de contactos, y luego todos los mensajes enviados y recibidos, que no quede ni rastro de él. Ya he eliminado a Ben del móvil de Gregory y esperemos que también de su vida. Le devuelvo el teléfono y mi amigo me mira con las cejas enarcadas. Quiere devolverme el favor.

—Ya te he dicho que se me ha roto el móvil.

—¿No te has comprado otro?

—No —digo con orgullo.

No pienso cargar el móvil que me ha comprado Charlie ni tampoco comprarme otro. No estoy disponible. Además, lo que quiero es que Gregory borre a Edward Masen de mi cerebro, no sólo de la agenda del teléfono.

—Ahora los dos estamos libres de soplapollas —dice.

—Lo de «soplapollas» lo reservamos para... —Hago una pausa—. Ya sabes quién.

—Vale.

—Me alegro de que lo hayamos aclarado. —Hago una mueca y Gregory frunce el ceño, preguntándose cuál será el problema.

Niego con la cabeza y me acurruco a su lado. Me siento un poco mejor pese a que la última media hora ha sido un disparate y pese a las palabras que acabamos de pronunciar casi sin darnos cuenta.

Capítulo 5: Capítulo 4 Capítulo 7: Capítulo 6

 
14436252 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10755 usuarios