Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49275
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes

 

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 19: Capítulo 18

La abuela está esperando en el umbral de la puerta cuando detenemos el coche delante de la casa, con los brazos cruzados sobre el pecho y sus cautelosos ojos de color zafiro fijos en Edward. Observo si lleva una zapatilla en la mano, lo que sea con tal de evitar el riesgo de que nuestras miradas se encuentren. Puede que se mostrara comprensiva e indulgente anoche por teléfono, pero no soy tan ingenua como para pensar que va a dejar correr el asunto. Ahora estamos cara a cara. No hay escapatoria. Va a echarse encima de Edward y, a juzgar por su silencioso y pensativo estado desde que salimos de su apartamento, él ya se lo espera.

Desliza su palma caliente sobre mi nuca cuando nos acercamos y empieza a masajeármela con suavidad en un intento de aliviar mis nervios. Pierde el tiempo.

—Señora Taylor —saluda formalmente al tiempo que se detiene.

—Hum —murmura ella sin abandonar su amenazadora mirada—. Son más de las nueve —me dice a mí, aunque no aparta su mirada recelosa de Edward—. Vas a llegar tarde.

—Es que...

—Isabella no irá hoy a trabajar —me interrumpe Edward—. Su jefe ha accedido a darle el día libre.

—¿Ah, sí? —pregunta mi abuela, enarcando sus grises cejas con sorpresa.

Tengo la sensación de que debería ser yo quien diese las explicaciones pero, en lugar de hacerlo, me mantengo al margen mientras Edward continúa hablando.

—Sí, quiero pasar el día con ella; darnos un respiro y pasar un poco de tiempo a solas para disfrutar el uno del otro.

Consigo contener la risa condescendiente que amenaza con hacer aparición de un momento a otro. Edward insistió en que yo necesitaba un descanso, y rara vez tengo la oportunidad de pasar todo el día con él, de modo que debería aprovecharla al máximo. Sin embargo, no soy tan estúpida como para creer que ésa es la única razón.

Edward me lanza una mirada para infundirme seguridad.

—Ve a ducharte.

—Bien —digo a regañadientes, sabiendo que no podré evitar que él se encargue de mi abuela a solas.

Ahora entiendo su insistencia en que no tenía tiempo para ducharme en su apartamento esta mañana. Así tiene la excusa perfecta para hablar con ella sin que yo esté presente.

—Ve —me exhorta con voz suave—. Yo te espero aquí.

Asiento mordiéndome el labio, sin prisa por dejarlos a solas. De hecho, me gustaría dar media vuelta, huir y llevarme a Edward conmigo. Mi abuela ladea sutilmente la cabeza. Es su manera de decirme «largo de aquí». No hay manera de evitar lo inevitable, pero de no ser por el deseo de Edward de disculparse, ahora no estaría subiendo lentamente la escalera y dejándolos para que «hablen». Le he contado toda la conversación que tuve con mi abuela anoche, y él sonrió con cariño cuando le relaté que ella me había hablado sobre el amor especial. Sin embargo, ella desconoce los detalles escabrosos, y quiero que siga siendo así.

Miro por encima de mi hombro cuando llego a lo alto de la escalera y veo que me están observando. Ninguno quiere hablar hasta que esté lo bastante lejos como para no oír lo que tengan que decir. Mi abuela irradia autoridad, y mi elegante y escrupuloso Edward rezuma respeto. Es algo digno de ver.

—¡Venga! —me grita con una media sonrisa. ¿Le divierte mi preocupación?

Pongo los ojos en blanco al tiempo que suspiro exasperada y me resigno al hecho de que no hay nada que hacer.

Me meto en el cuarto de baño y me ducho en un tiempo récord. El agua está fría, pero no estoy dispuesta a esperar hasta que esté más soportable, y el acondicionador apenas ha tocado mi pelo cuando ya me lo estoy aclarando. Tengo muchas cosas en la cabeza, todas desagradables y preocupantes, pero ahora está repleta de imágenes de mi abuela moviendo el dedo frente a la cara de Edward mientras le hace un montón de preguntas que espero por Dios que sepa cómo esquivar.

Me paso una toalla por el cuerpo frío y empapado y corro por el descansillo para vestirme, con la antena puesta esperando oír palabras acaloradas, principalmente de mi abuela. Corro a mi cuarto y tiro la toalla a un lado.

—Vaya, vaya... Hola.

Doy un brinco contra la puerta y me llevo la mano al corazón.

—¡Joder!

Edward está sentado en mi cama, con el teléfono en la oreja y una sonrisa malévola dibujada en su perfecto rostro. No parece que acaben de amenazarlo verbalmente.

—Disculpa —dice a la persona al otro lado del teléfono con la vista fija en mí—. Acaba de surgirme algo. —Pulsa un botón para terminar la llamada y deja que el teléfono se deslice hasta el centro de la palma de su mano mientras se golpetea la rodilla con las puntas de los dedos con aire pensativo—. ¿Tienes frío?

Su pregunta y la zona de mi cuerpo en la que centra su mirada mientras me la formula me obligan a bajar la vista. Sí, lo tengo, y es bastante evidente, pero mis fríos pezones empiezan a erizarse con algo más que frío mientras permanezco bajo su analítica mirada.

—Un poco —admito, y me cojo las tetas para esconderlas de su vista—. ¿Y mi abuela?

—Abajo.

—¿Estás bien?

—¿Por qué no iba a estarlo? —Lo veo tranquilo y sosegado, no muestra ningún signo de sentirse contrariado tras lidiar con mi protectora abuela.

—Pues porque... Es que... —empiezo a tartamudear, sintiéndome estúpidamente incómoda. Esto es ridículo. Pongo los ojos en blanco y bajo las manos—. ¿Qué te ha dicho?

—¿Cuándo? ¿Mientras golpeteaba la mesa con el cuchillo de trinchar más grande que tiene?

—Venga ya —me río, pero mi risa nerviosa cesa al ver que Edward está completamente serio—. ¿Ha hecho eso?

Se mete el móvil en el bolsillo interior de la chaqueta, se pone de pie y luego introduce las manos en los bolsillos del pantalón.

—Isabella, no puedo seguir con esta conversación mientras estás mojada y desnuda. —Niega con la cabeza como si intentara sacudirse malos pensamientos de la cabeza. Probablemente así sea—. Vístete o mueve ese precioso cuerpecito que tienes hasta aquí para que pueda saborearlo.

Mi columna se endereza y lucho contra los dardos de deseo que me dispara desde el otro lado de la habitación.

—No serías capaz de faltarle así al respeto a mi abuela —le recuerdo estúpidamente.

—Eso era antes de que me amenazara con extirparme mi virilidad.

Me río. Lo dice en serio, y no me cabe duda de que mi abuela también lo decía en serio.

—Entonces ¿esa regla ya no sirve?

Hace un mohín y un brillo travieso reluce en sus maravillosos ojos.

—He evaluado y mitigado los riesgos asociados con venerarte en casa de tu abuela.

—¿Ah, sí?

—Sí, y lo mejor de todo es que se pueden tomar medidas para minimizar riesgos. —Habla como si estuviese negociando una transacción de nuevo.

—¿Cómo cuál?

Los encantadores labios de Edward forman una línea recta mientras considera mi pregunta; entonces se acerca a mi silla y la levanta.

—Disculpa —dice, y espera a que me aparte de la puerta, cosa que hago sin rechistar, observando con diversión cómo coloca la parte superior del respaldo debajo del pomo—. Creo que podríamos estar cerca de una sesión de veneración libre de riesgos. —Una enorme sonrisa se dibuja en mi rostro mientras observo cómo comprueba la estabilidad de la silla antes de sacudir el pomo—. Sí —concluye, asintiendo con satisfacción con su perfecta cabeza—. Creo que he cubierto cualquier posible eventualidad. —Se vuelve hacia mí y se pasa unos instantes abrasándome la piel con la mirada—. Ahora quiero saborearte.

Mi libido responde al instante. Estoy en modo receptivo total, y me encanta ver que Edward también lo está. El bulto que se intuye en sus pantalones lo demuestra.

—¡Isabella! —El grito de mi abuela atraviesa de pronto toda la tensión sexual y la mata al instante—. Isabella, voy a poner una lavadora de ropa blanca. ¿Tienes algo? —El crujido del suelo de madera indica que está cerca.

—Estupendo —vuelve a gruñir Edward frustrado—. Esto... es... estupendo.

Sonrío y me agacho para recoger la toalla.

—¿Te has dejado algún riesgo por minimizar? —susurro mientras me envuelvo con la toalla.

Se acomoda la entrepierna y me fulmina con la mirada. Es obvio que la situación no le hace ni pizca de gracia.

—No había calculado que hoy tocaría colada de ropa blanca. —Aparta la silla de la puerta y la abre, revelando a mi abuela con un montón de prendas blancas en los brazos. Edward se coloca una sonrisa falsa en la cara, aunque sigue siendo una sonrisa, y sigue siendo algo extraño de ver, a pesar de que no sea sincera. Pero eso mi abuela no lo sabe—. Debería tener a alguien que haga estas cosas por usted, señora Taylor.

—¡Puf! ¡Cómo sois los ricos! —Lo insta a apartarse de su camino e irrumpe en mi habitación, recogiendo todo lo blanco que encuentra—. No me asusta el trabajo duro.

—A Edward tampoco —suelto—. Él lava y cocina.

Mi abuela se detiene y reorganiza el montón de ropa blanca que tiene en los brazos.

—Vaya, entonces es sólo mi edad lo que sugiere que debería buscar ayuda, ¿eh?

Sonrío al ver que mi abuela le lanza a Edward una mirada desdeñosa que hace que él se revuelva incómodo en sus zapatos caros.

—En absoluto —dice desviando sus ojos suplicantes hacia mí. Soy muy mala. Ahora se está dando cuenta. Mi abuela puede ser una auténtica pesadilla, y le recordaré esta escenita cuando me reprenda por decir las cosas como son—. No pretendía...

—Ahórreselo, caballero —le espeta ella mientras pasa por su lado y me guiña un ojo con picardía. Entonces se detiene delante de mí y sus viejos ojos reparan en mi toalla blanca. La toalla que cubre mis pudores—. Voy a lavar ropa blanca —susurra aguantándose una sonrisa malévola.

—Puedes meter esto en la siguiente lavadora —replico mientras me aferro a mi toalla y la miro con los ojos entornados a modo de advertencia.

—Pero es que con esto no lleno una carga —dice señalando el montón de ropa que tiene en los brazos con un minúsculo gesto de la cabeza—. Sería un gasto de agua y de energía tremendo. Tengo que llenar la lavadora.

Frunzo los labios y ella curva los suyos.

—Lo que tendrías que hacer es llenarte la boca para no poder hablar —le suelto, y su sonrisa se intensifica. Es incorregible, la muy descarada.

—¡Edward! —exclama—. ¿Has visto cómo le habla a una pobre anciana?

—Sí, señora Taylor —se apresura a responder él, y esquiva su cuerpo bajo y rechoncho hasta que se coloca detrás de mí, admirando el rostro, ahora serio, de mi abuela por encima de mi hombro. Es una arpía, y está jugando a hacerse la vieja y dulce ancianita. Pero yo sé cómo es en realidad, y pienso encargarme de que Edward también lo sepa. Entonces, él se inclina, apoya la barbilla cerca de mi oreja y me rodea la cintura de manera que su mano queda abierta sobre mi vientre por encima de la toalla—. Yo tengo una manzana en el coche que le cabría perfectamente en la boca. Con eso debería resolverse el problema.

—¡Ja! —me río.

La abuela lanza un grito ahogado de indignación y el rostro se le descompone de la rabia.

—¡Muy bien!

—Muy bien, ¿qué? —pregunto—. Deja de hacerte la pobre viejecita indefensa, abuela. Ya no funciona.

Comienza a resoplar y a refunfuñar mirándonos alternativamente a mí y a Edward, que ahora tiene la barbilla apoyada en mi hombro desnudo. Agarro su mano sobre mi vientre, se la aprieto y giro el cuello para poder ver su delicioso rostro. Él me sonríe abiertamente y me da un fuerte beso en los labios.

—¡Un poco de respeto! —grazna mi abuela, interrumpiendo nuestro momento de intimidad—. ¡Dame eso! —Tira de la toalla con fuerza y deja mi cuerpo al descubierto.

—¡Abuela!

Se echa a reír amenazadoramente mientras añade la toalla al montón de colada ya existente.

—¡Así aprenderás! —sentencia.

—¡Mierda!

Cojo lo primero que pillo para cubrir mis pudores..., que resultan ser las manos de Edward.

—¡Oh! —Mi abuela se agacha riéndose de manera incontrolada mientras pego las palmas de Edward a mis pechos.

—Vaya, hola otra vez, encanto —susurra en mi oído dándome un pequeño apretón.

—¡Edward!

—¡Me las has puesto tú ahí! —ríe, deleitándose en mi error inducido por el pánico.

—¡Joder! —Me lo quito de encima y corro hacia la cama, tiro de las sábanas y me cubro de nuevo. Estoy como un tomate, mi abuela se parte de risa, y Edward no ayuda, riendo para sus adentros. Es una imagen encantadora, pero estoy tan avergonzada e irritada que no puedo disfrutarla demasiado tiempo—. ¡No la animes! —Esto está muy mal.

—Lo siento —dice él. Intenta recobrar la compostura alisándose el traje y pasándose la mano por delante, aunque sus hombros siguen sacudiéndose.

—¡Abuela, sal de aquí!

—Ya me voy, ya me voy —responde con aire cansado mientras sale por la puerta.

Sé que acaba de guiñarle un ojo con picardía a Edward porque he visto cómo él apartaba rápidamente los ojos de ella y su sonrisa se ha borrado. Todavía se está arreglando su perfecto traje, cosa natural en él, pero los frenéticos movimientos de su mano y la tensión de sus hombros delatan que la situación sigue haciéndole gracia. Para cuando la abuela se marcha, satisfecha de sí misma y riéndose por el descansillo, estoy muy cabreada.

Peleándome con el montón de tela que me envuelve, me acerco a la puerta y la cierro de un golpe detrás de ella, lo que hace que Edward dé un brinco sobresaltado. Ya no puede aguantarme más la risa.

—Se supone que tienes que estar de mi parte —le espeto tirando de la tela enredada en mis pies.

—Y lo estoy. —Se ríe—. En serio, lo estoy.

Lo miro malhumorada y él se acerca a mí, aparta las sábanas de mi cuerpo y me acuna en sus brazos.

—Es un tesoro.

—Es una pesadilla —respondo sin importarme si me reprende por ello—. ¿Qué te ha dicho?

—Ya te lo he contado: mi virilidad corre peligro.

—Eso no significa que tengas que apoyarla por miedo a perderla.

—No la estaba apoyando.

—Claro que sí.

—Si a tu abuela la contenta exponer tu precioso cuerpo desnudo en mi presencia, no voy a quejarme. —Me lleva hasta la cama y se sienta en el borde conmigo a horcajadas sobre su regazo—. Al contrario, le estaré tremendamente agradecido.

—Pues no te muestres tan agradecido —gruño—. Y me encanta cuando te ríes, pero no a mi costa.

—¿Preferirías que te mostrara a ti mi gratitud?

—Sí. —Mi respuesta es rotunda y altiva—. Sólo a mí.

—Tomo nota de su petición, señorita Taylor.

—Estupendo, señor Masen.

Él sonríe, devolviéndome el buen humor, y me regala uno de esos besos que me dejan la mente en blanco. Aunque no dura demasiado.

—El día avanza rápido y ni siquiera hemos desayunado todavía.

—Almorzaremos fuerte. —Me agarro a su cuello y tiro de él para impedir que interrumpa nuestro beso.

—Tienes que comer.

—No tengo hambre.

—Isabella —me advierte—, por favor. Quiero alimentarte, y quiero que lo aceptes.

—¿Fresas? —pruebo—. Británicas, que son más dulces, y bañadas en un delicioso chocolate negro.

—No creo que podamos hacer eso en público.

—Pues volvamos a tu casa.

—Eres insaciable.

—Es culpa tuya.

—Hecho. Yo he despertado este tremendo deseo en ti, y soy el único hombre que podrá saciarlo jamás.

—Hecho.

—Me alegro de que hayamos aclarado las cosas, aunque...

—No tengo otra opción, ya lo sé —digo. Le muerdo el labio y tiro de él entre mis dientes—. Tampoco quiero tenerla.

—Me alegro. —Me deja en el suelo y me mira con ojos cálidos. Un atisbo de sonrisa adorna su maravillosa boca.

—¿Qué? —pregunto, adoptando su misma expresión tierna.

Desliza sus manos suaves alrededor de mi trasero y tira de mí hasta colocarme entre sus muslos separados. Después me besa suavemente el vientre.

—Estaba pensando en lo preciosa que estás aquí desnuda delante de mí. —Apoya la barbilla en mi ombligo y me mira con sus divinos ojos azules cargados de felicidad—. ¿Qué te apetece hacer hoy?

—Pues... —Mi cerebro se pone en marcha, pensando en todas las cosas divertidas que podríamos hacer juntos. Apuesto a que Edward nunca ha hecho nada divertido—. Pasear, deambular, vagar.

Me encantaría perderme por las calles de Londres con él, enseñarle mis edificios favoritos y contarle sus historias. Aunque la verdad es que no va vestido para vagar por ahí. Me quedo mirando su perfecto traje de tres piezas con el ceño fruncido.

—¿Quieres decir caminar? —pregunta algo desconcertado atrayendo mi mirada hacia sus ojos. No parece entusiasmado precisamente.

—Dar un agradable paseo.

—¿Adónde?

Me encojo de hombros, un poco triste al ver que mi idea no parece hacerle mucha gracia.

—¿Qué sugieres tú?

Medita su respuesta unos segundos antes de hablar.

—Tengo mucho que hacer en Ice. Podrías venir y ordenar mi despacho.

Me aparto disgustada. Su despacho está impoluto. No necesita que lo ordenen, y por mucho entusiasmo que imprima a su voz no va a convencerme de que ir a trabajar con él sea algo divertido.

—Has dicho pasar un tiempo a solas para disfrutar.

—Puedes sentarte en mi regazo mientras trabajo.

—No seas tonto.

—No lo soy.

Por un instante, temo que hable en serio.

—No voy a cogerme el día libre sólo para ir a trabajar contigo. —Me echo hacia atrás y me cruzo de brazos con la esperanza de que comprenda lo inflexible que soy en este asunto. La sonrisa que se dibuja en sus deliciosos labios hace flaquear mi determinación. Está sonriendo mucho, y es algo maravilloso y exasperante al mismo tiempo—. ¿Qué? —pregunto al tiempo que pienso que debería dejar de cuestionar sus motivos para su obvio disfrute y limitarme a aceptarlo sin decir ni pío. Pero este ser desesperante despierta mi curiosidad constantemente.

—Estaba pensando en lo encantadora que estás con los brazos apretándote y levantándote los pechos. —Sus ojos brillan sin cesar. Bajo la vista y veo mi ausencia de pecho.

—Ahí no hay nada. —Presiono los brazos contra mis tetas un poco más sin entender qué es lo que ve ahí que yo no veo.

—Son perfectas. —Me levanta rápidamente y yo dejo escapar un alarido cuando me tira sobre la cama y me cubre con su cuerpo trajeado—. Exijo que se queden tal y como están.

—De acuerdo —accedo antes de que su boca se pose sobre la mía y me inunde a besos delicados pero apasionados.

Estoy en la gloria, totalmente ajena a todo lo demás, y me encanta cuando Edward está así de relajado. Ha desaparecido toda la tensión.

Bueno, casi.

—Mi traje —murmura trazando un camino de besos hasta mi oreja—. Mi aspecto nunca había sido tan cuestionable desde que invadiste mi vida, niña.

—Tu aspecto es impecable.

Suelta una risotada de desacuerdo, se aparta de mi desnudez cargada de deseo y se pone de pie para alisarse el traje y colocarse bien el nudo de la corbata mientras lo observo.

—Vístete.

Suspiro y me acerco al borde de la cama mientras él se dirige a mi espejo para ver lo que está haciendo. Aunque ya estoy acostumbrada a Edward y a sus manías, mi fascinación por él sigue siendo mayúscula. Todo cuanto tiene que ver con él, todo cuanto hace lo lleva a cabo con el máximo cuidado y atención, y resulta adorable..., excepto cuando libera su temperamento.

Me sacudo ese pensamiento de la cabeza, dejo a Edward jugando con su corbata y me preparo.

Me pongo un vestido de flores y unas chanclas y me dispongo a secarme el pelo lidiando con él durante unos minutos, maldiciéndome por no haberle dado tiempo al acondicionador a que hiciera efecto antes de aclarármelo. Me lo recojo, lo suelto y lo atuso unas cuantas veces.

Finalmente, exhalo mi exasperación ante mis indómitos rizos y me recojo una coleta suelta por encima del hombro.

—Muy mona —concluye Edward cuando me vuelvo para presentarme ante él. Sus ojos recorren mi figura de arriba abajo ociosamente mientras sigue toqueteándose la corbata—. ¿Hoy no te pones Converse?

Miro mis uñas rosa de los pies y muevo los dedos.

—¿No te gustan? —digo.

Apuesto a que Edward no se ha puesto unas chanclas en su vida. De hecho, estoy convencida de que sólo ha llevado zapatos de piel caros, hechos a mano y de la mejor calidad. Ni siquiera lleva zapatillas de deporte en el gimnasio, prefiere ir descalzo.

—Isabella, tú podrías ponerte un andrajo y parecer una princesa.

Sonrío, cojo una bandolera, me la cruzo sobre el cuerpo y me tomo unos instantes para admirar la meticulosidad de Edward.

—La gente debe de pensar que somos una pareja extraña.

Se acerca a mí con el ceño fruncido, me agarra de la nuca y me guía fuera del dormitorio.

—¿Por qué?

—Pues porque tú vas con traje y zapatos y yo... —Miro hacia abajo buscando la palabra adecuada—. Cursi. —No se me ocurre otra mejor.

—Ya vale con eso —me reprende en voz baja mientras bajamos la escalera—. Despídete de tu abuela.

—¡Adiós, abuela! —grito, ya que me dirige a la puerta sin darme la oportunidad de ir a buscarla.

—¡Divertíos! —grita ella desde la cocina.

—Traeré a Isabella de vuelta después —dice Edward, recuperando su tono formal justo antes de que la puerta de casa se cierre cuando salimos. Lo miro con ojos cansados y hago caso omiso de su mirada interrogante cuando se da cuenta—. Entra.

Me abre la puerta del Mercedes, y me deslizo sobre el suave asiento de piel del acompañante.

Cierra la puerta con suavidad y al instante lo tengo sentado a mi lado, arrancando el motor y en marcha antes de que me haya dado tiempo a ponerme el cinturón.

—¿Qué vamos a hacer? —le pregunto de nuevo mientras me cruzo la cinta por el cuerpo.

—Tú dirás.

Lo miro sorprendida, pero no retraso mi respuesta.

—Aparca cerca de Mayfair.

—¿Mayfair?

—Sí, vamos a dar un paseo. —Vuelvo a mirar hacia adelante y me doy cuenta de que los dos indicadores de temperatura del salpicadero marcan dieciséis grados, como la última vez, aunque ahora hace mucho más calor. De repente me siento sofocada, pero no quiero arruinar el mundo perfecto de Edward, de modo que abro un poco la ventana.

—A dar un paseo —murmura con aire pensativo, como si el hecho le preocupase. Probablemente así sea, pero decido ignorar la preocupación en su voz y permanezco callada en mi asiento—. A dar un paseo —repite para sí de nuevo, y empieza a golpetear el volante. Siento que la inseguridad comienza a apoderarse de él—. Quiere pasear.

Sonrío y sacudo imperceptiblemente la cabeza. Después me acomodo más en mi asiento y Edward interrumpe el largo silencio encendiendo el sistema multimedia. Pursuit of Happiness, de Kid Mac, inunda el habitáculo, y mi rostro adopta una expresión de extrañeza ante las sorprendentes elecciones musicales de Edward. Sé que mira de vez en cuando en mi dirección, pero no le muestro que estoy intrigada. En lugar de ello, permanezco callada durante el resto del trayecto, cavilando sobre numerosos elementos de mi curioso Edward Masen y del curioso mundo en el que me he metido voluntariamente.

Capítulo 18: Capítulo 17 Capítulo 20: Capítulo 19

 
14431018 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10749 usuarios