Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49524
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes

 

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 8: Capítulo 7

El cansancio y la mirada de determinación en sus ojos me impiden resistirme. No tengo energía para discutir con él, así que dejo que me saque del taxi.

—Sube —me ordena cuando llegamos a su coche, que está aparcado en una zona prohibida.

Hago lo que me dice y cierra la puerta. Sube al coche y me sorprendo al ver que intenta arreglarse el traje, que está para el arrastre.

—Qué desastre —masculla mirándome con el rabillo del ojo.

El muy idiota acaba de darse cuenta de mi penoso estado. Niega con la cabeza, arranca el Mercedes y salimos del hospital demasiado deprisa pero no digo nada. Sería una estupidez.

Parece un loco peligroso, completamente fuera de sí. Y me da miedo.

—¿Estás bien? —pregunta cogiendo una curva muy cerrada a la izquierda, hacia la vía principal.

Miro al frente y no le contesto. La respuesta salta a la vista.

—Te he hecho una pregunta.

Permanezco en silencio, asimilando la furia incesante que emana de su desaliñado ser.

—¡Maldita sea, Isabella! —Le pega un puñetazo a la ventanilla y casi toco el techo del salto que doy—. ¿Dónde coño están tus modales?

Lo miro con recelo. Está sudando, tiene el ceño fruncido y un mechón rebelde le tiembla en la frente.

—Estoy bien —susurro.

Respira hondo para calmarse y mira por el retrovisor.

—¿Por qué tienes el móvil apagado?

—Está roto.

Me mira, vuelve a mirar el retrovisor, parpadea y coge otra curva en el último momento.

—¿Cómo?

—Lo estampé contra la pared cuando me enviaste un mensaje de texto. —No dudo en contárselo—. Porque estaba muy cabreada contigo.

Me mira y estudia mi cara inexpresiva durante lo que se me antoja una eternidad. Luego suelta la palanca de cambios y, muy despacio, acerca la mano a mi rodilla. Traza círculos perezosos sobre ella hasta que la aparto y vuelvo a mirar al frente. Él deja la mano en el asiento de cuero, junto a mi pierna. Maldice en voz baja y con el rabillo del ojo lo veo mirar otra vez por el retrovisor. Tengo que agarrarme a la puerta cuando toma otra curva peligrosa para internarse en un callejón oscuro y maldice otra vez. ¿Creerá que alguien nos está siguiendo?

Estoy a punto de decir algo cuando el coche frena con un chirrido. Edward sale, me abre la puerta y me ofrece la mano.

—Cógela —ordena, y yo la acepto de mala gana. Su tono es apremiante.

Me saca del coche y me agarra de la nuca como siempre.

—¿Qué haces? —pregunto mientras ando a toda velocidad para poder seguir el ritmo que marcan sus zancadas—. ¿Edward?

—He bebido demasiado. No estoy en condiciones de conducir.

Se zafa de mi pregunta y se dirige a una boca de metro que hay al cruzar la calle, mirando constantemente a un lado y a otro.

—No es momento para que te pongas rebelde, Isabella.

—¿Por qué? —Me ha puesto nerviosa y yo también miro a un lado y a otro.

—¿Confías en mí?

Está nervioso y me está asustando.

—¿Qué has hecho para merecértelo?

—Todo —responde de inmediato.

Lo miro con el ceño fruncido mientras mis piernas continúan intentando seguir el ritmo de sus largas zancadas.

Entramos en la estación de metro y me suelta un momento para saltar el torniquete con facilidad. No está dispuesto a perder el tiempo con la máquina expendedora de billetes. Se vuelve, me coge y me pasa por encima de la barrera, sin preocuparse de mi seguridad ni de que nos mire la gente. Reclama de nuevo mi nuca y empezamos a descender hacia las entrañas de Londres a toda velocidad por la escalera mecánica.

—Edward, por favor —le suplico. Los pies me están matando, y la cabeza me va a explotar.

Entonces se detiene, me mira y me coge en brazos.

—Perdona que te haya hecho andar.

La proximidad y la deslumbrante luz artificial me permiten verle la cara con claridad.

Tiene la mejilla morada y el labio partido, pero sigue siendo arrebatador. Y mi reacción a su belleza y a su contacto físico salta a la vista. Me tiene hipnotizada. El corazón me late violentamente y no es por el paseo. No me gusta cómo respondo a él. Es peligroso.

El andén está vacío y no tenemos que seguir andando pero no me baja, sino que prefiere mantenerme a salvo en sus brazos.

Un silbido agudo rompe el silencio para indicar la llegada de un tren. Las puertas se abren, Edward entra en el vagón y se apoya en uno de los respaldos que hay al fondo. Por fin me deja en el suelo, abre las piernas y me coloca entre ellas, pecho contra pecho. Las chispas saltan por todas partes. Su respiración cambia cuando me acaricia la nuca y me estrecha contra sí, como si intentara que nos fundiéramos en uno solo. Me abraza de tal manera que ni siquiera intento escapar. ¿Acaso quiero? Siento una tranquilidad que no es normal, y menos aún si tenemos en cuenta el extraño comportamiento de Edward, pero mi subconsciente está haciendo horas extras para recordármelo... todo. Al mismo tiempo, Edward está intentando que olvide, y su táctica consiste en sumergirme en su cuerpo y colmarme de atenciones. Me está venerando.

—Déjame saborearte otra vez. Te lo suplico —me susurra contra el cuello al tiempo que empieza a besarme en dirección a mi mandíbula.

La familiaridad del lento movimiento de sus labios me hace cerrar los ojos y rezar para ser fuerte.

—Olvídate del mundo y quédate conmigo para siempre —dice.

—No puedo olvidar —respondo en voz baja. Mi cara se frota contra su boca automáticamente.

—Yo puedo hacerte olvidar. —Llega a mis labios y los roza con los suyos. Sus ojos se hunden en los míos—. Accediste a que nadie más te probara.

No hay ni rastro de arrogancia en su tono, y se separa un poco. Veo su maraña de rizos y demasiados lugares bellos en los que perderme.

—No sabía con quién estaba hablando.

—Con el hombre sin el que no puedes vivir —dice con voz dulce y ronca sin apartar la vista de mis labios.

No tiene sentido negar sus palabras cuando son una versión de lo que yo le dije en vivo y en directo. Nuestra separación no ha hecho más que demostrarlo.

—Estamos hechos el uno para el otro. Encajamos a la perfección. Seguro que tú también lo has notado, Isabella.

No me da tiempo a asentir ni a disentir. Se acerca lentamente, con cuidado, conteniéndose.

Levanto los brazos y lo rodeo con ellos, mi cuerpo se rinde al suyo y cierro los ojos de felicidad. Nos besamos durante una eternidad, despacio, con delicadeza, entregados. Siento cómo nuestros pedazos se recomponen. Lo bueno de nuestra unión cancela todo lo malo de nuestra relación maldita. Puedo besarlo. Puedo tocarlo.

El tren aminora, llegamos a una parada y las puertas se abren. Abro un ojo un instante mientras nos besamos. Nadie se baja y nadie sube.

Puedo besarlo. La sola idea y el sonido de las puertas que comienzan a cerrarse me sacan del curioso mundo de Edward Masen y me llevan a un lugar en el que todo es... imposible. Ha estado en Madrid. Ha estado con clientas al mismo tiempo que estaba conmigo.

Me escapo de entre sus brazos por el diminuto hueco que queda para salir y aterrizo en el andén antes de haber procesado mi hábil maniobra. Miro hacia el vagón, el tren arranca y Edward golpea el cristal y grita como un demente, presa de la locura y del pánico. Yo me quedo quieta como una muerta. La última vez que lo veo, está echando la cabeza atrás y lanzando un temible rugido mientras le pega puñetazos al cristal.

El tiempo empieza a transcurrir más despacio. Estoy aturdida y repaso todas las razones por las que debo mantenerme alejada de Edward Masen mientras me paso los dedos por los labios. Todavía siento su boca. También siento su cuerpo contra el mío y el calor que su mirada deja en mi piel. Se me ha metido muy adentro y me aterra no poder sacármelo.

La puerta principal se abre cuando aún estoy en el sendero del jardín y la abuela me observa perpleja en camisón desde el umbral.

—¡Isabella! ¡Por Dios! —Corre a mi encuentro, me coge del codo y me lleva a casa—. Dios mío, ¿qué te ha pasado? ¡Ay, la Virgen!

—Estoy bien —murmuro.

El cansancio se apodera de mí y no me deja hablar. Debería hacer un esfuerzo porque a la abuela parece que va a darle algo. Lleva el pelo revuelto, ella, que siempre va tan bien peinada, y parece haber envejecido de golpe. Necesita oírme decir que estoy bien.

—Prepararé un té.

Me conduce a la cocina pero me quedo petrificada en la puerta cuando siento que se me eriza el vello de la nuca.

—¿Dónde está?

La abuela choca contra mi espalda, no se esperaba mi frenazo.

No me contesta, sino que me empuja hacia la cocina.

—Ven. Vamos a tomarnos un té —repite intentando evitar responder a mi pregunta.

—Abuela, ¿dónde está? —pregunto sin dejar que me mueva del sitio.

—Isabella, estaba fuera de sí...

De un empujón, me mete en la cocina y entonces lo veo. Edward está sentado junto a la mesa, hecho una pena y cabreadísimo. Y, sin embargo, el enfado y el desagrado que me produce no me impiden desear que vuelva a besarme como lo hizo antes en el metro.

He perdido.

Se levanta y me lanza una mirada de advertencia. Me la repampinfla. No tiene escrúpulos; mira que utilizar a una anciana para conseguir lo que quiere... Ella no tiene ni idea del horror que ha sido nuestra relación ya nuestra y, en consecuencia, mi corazón muerto. Me dispongo a gritarle cuatro cosas a la cara en un intento desesperado de mostrarle lo mucho que me cabrean sus sucias tácticas cuando, sin darme tiempo a reunir fuerzas, un pinchazo agudo me atraviesa la sien. Me llevo las manos a la cabeza, aúllo de dolor y me derrumbo sobre los talones.

—Isabella, por Dios.

Lo tengo a mi lado en un segundo, acariciándome la cara, besándome por todas partes, farfullando palabras incoherentes y maldiciendo en voz baja.

Estoy demasiado cansada para quitármelo de encima, así que espero hasta que ha terminado de colmarme de mimos y me aparto. Entonces le lanzo una mirada fría y penetrante.

—Abuela, acompaña a Edward a la puerta.

—Isabella —me rebate ella con dulzura—. Edward ha estado muy preocupado por ti. Ya te dije que tenías que comprarte un móvil nuevo.

—No voy a comprármelo porque no quiero hablar con él —digo en un tono de voz tan frío como mi mirada—. Abuela, ¿es que ya no te acuerdas de cómo he estado estas últimas semanas?

No me puedo creer que haya vuelto a acorralarme así. No tiene vergüenza.

—Claro que me acuerdo, pero Edward me lo ha explicado todo. Está muy arrepentido, dice que es todo un malentendido. —Saca a toda velocidad tres tazas del armario, decidida a servir el té, como si eso fuera a apaciguarme. O como si beberse una buena taza de té inglés lo resolviera todo.

—¿Un malentendido? —Lo miro y ahí está la mirada azul impasible. Qué ironía: la encuentro reconfortante después de haber pasado la noche con un energúmeno. Me resulta familiar, y eso seguro que es malo—. Dime, ¿qué es lo que no he entendido bien?

Edward da un paso hacia mí y yo retrocedo instintivamente.

—Bella...

Se pasa la mano por los rizos oscuros, frustrado, e intenta arreglarse el traje, que está destrozado.

—¿Podemos hablar? —dice con la mandíbula tensa.

—Venga, Bella. Sé razonable —intercede la abuela.

A Edward se le tensa aún más la mandíbula.

—Ni lo sueñes.

Doy media vuelta y dejo a dos almas en pena en la cocina. Aunque nadie está más desolado que yo: me estoy desmoronando, desintegrando. Tengo la cabeza como un bombo cuando subo la escalera, incapaz de procesar todo lo sucedido. Nunca me he sentido tan confusa, tan desesperada, tan enfadada y tan frustrada.

—Bella. —Su voz me sobresalta en mitad de la escalera y saco fuerzas de flaqueza para enfrentarme al némesis de mi corazón. Tiene los ojos vidriosos y los hombros caídos, pero todavía lo rodea esa aura de seguridad en sí mismo—. Has subestimado lo decidido que estoy a que nos arreglemos.

—No tenemos arreglo.

—Te equivocas.

Me agarro a la barandilla. Su réplica rebosa seguridad y confianza.

—Ya te lo he dicho, yo no puedo arreglarte y no puedo arriesgarme a que me destroces del todo. —Me falla la voz antes de terminar mi parlamento. Me enfurece no poder acabar con el mismo valor con el que lo empecé.

Ya estoy en ruinas. No estoy rota, sino en ruinas. Lo que está roto se puede arreglar. Lo que está en ruinas no tiene arreglo. Para lo que está en ruinas no hay esperanza.

—Buenas noches —digo.

—Me confundes con un hombre que se rinde con facilidad.

—No, te confundí con un hombre en el que podía confiar.

Consigo llegar a mi habitación y desnudarme antes de desplomarme en la cama y esconderme bajo las sábanas. Sé que estoy haciendo lo sensato, pero la fuerza de voluntad que necesito para hacerlo acabará conmigo. Él acabará conmigo.

Me duermo enseguida, más que nada porque pensar es una agonía y mi cerebro se retira para protegerse, se cierra y me concede unas pocas horas de paz antes de afrontar otro día en las tinieblas.

Tengo calor, pero no puedo moverme ni destaparme. Entonces oigo respirar a alguien y no soy yo. También noto algo duro contra la espalda, pero algo se interpone entre mi cuerpo desnudo y el músculo que se me clava. Tela cara. Tela de traje. Tela de traje hecho a medida.

Si pudiera, me movería, pero es peor que una camisa de fuerza, como si tuviera miedo de que me escapara mientras él echa una cabezada.

—Edward. —Le doy un codazo y gime, me abraza más fuerte—. ¡Edward!

—Quiero «lo que más me gusta» —susurra medio dormido hundiendo la nariz en mi cuello—. Espera.

La sensación de estar rodeada por su cuerpo es maravillosa, pero mi cerebro consciente opina que está mal.

—¡Edward, por favor!

Me suelta y retrocede, dejándome espacio para reincorporarme y apartarme el pelo de la cara. Tuerzo el gesto y ahogo un grito en cuanto me paso la mano por el corte sin cuidado y el dolor me recuerda que anoche me lastimé.

—Isabella...

Está a mi altura en un instante sujetándome por los brazos, pero consigo liberarme.

—¿Te has hecho daño? —pregunta en voz baja dándome el espacio que necesito.

Me permito levantar la vista para mirarlo a la cara. Sé que es mala idea, pero sus ojos son como un potente imán. Sigue siendo guapísimo, pese a tener cara de cansado y llevar el pelo revuelto. Tiene los ojos apagados y lleva el traje arrugado a más no poder. Su piel bronceada parece pálida.

—No más del que me has hecho tú —medio sollozo intentando combatir las lágrimas—. ¡Fuera de aquí!

Agacha la cabeza, me levanto de la cama y huyo en dirección a la ducha. No quiero mirarlo porque no podré contenerme.

Cuando me meto bajo el chorro de agua, es como si mil dagas me cayeran en la cabeza. Me lavo el pelo con cuidado y luego aplico un poco de acondicionador en las puntas sin dejar de repetirme mentalmente todo lo que Charlie me dijo. Me tomo mi tiempo, no tengo prisa por empezar el día y, para cuando he terminado, espero que Edward se haya marchado. Sin embargo, cuando vuelvo al dormitorio con la cabeza envuelta en una toalla, ahí está, sentado a los pies de mi cama. Sigue hecho unos zorros y tiene una taza de té en la mano.

—¿Sabe la abuela que estás aquí?

—Sí.

«Claro que lo sabe», me digo. ¿Quién, si no, prepara té como si no hubiera mañana?

—No tenías derecho a invadir mi cama. —Doy un portazo para mayor efecto, aunque no parece tener resultado.

Edward sigue tan pancho en la cama, sin inmutarse.

—Te necesitaba entre mis brazos. No me habrías dejado abrazarte estando despierta, así que tomé la iniciativa.

No da muestras de arrepentirse ni un ápice por sus sucios trucos. Bebe té mientras yo lo miro patidifusa, atónita, luchando contra el instinto de mi cuerpo, que quiere reaccionar a esos labios en movimiento.

—¿Vas a colarte aquí cada noche y a violar mi intimidad?

—Si no hay más remedio...

Estoy pisando terreno pantanoso. He sido el objeto de su determinación más de una vez.

Tengo que ser fuerte. Los recuerdos del Edward cariñoso que me adoraba empiezan a desvanecerse tras haber visto al retrasado emocional.

—¿Cómo es que todavía estás aquí?

Me acerco a mi silla y hago lo que puedo para ponerme una camiseta y unas bragas sin que se me caiga la toalla.

—¿Por qué te has vuelto tan pudorosa de repente?

Me vuelvo y me encuentro con sus ojos viajeros recorriendo mis piernas. Está orgulloso y se lo ve triunfante, y eso me hace sentir... derrotada.

—Quiero que te vayas.

—Y yo quiero que me des la oportunidad de hablar, pero no siempre conseguimos todo lo que queremos —replica.

Se levanta y se acerca.

—Quieto ahí o te abofetearé.

Me entra el pánico y doy un paso atrás. Mierda, me va a acorralar contra la pared para tenerme a su merced pero, para mi sorpresa, se pone de rodillas y levanta la cabeza. La arrogancia desaparece, y en su lugar sólo hay verdadero arrepentimiento.

—Estoy de rodillas, Isabella. —Sus manos me levantan la camiseta y se deslizan debajo, hacia mi trasero, como si estuviera esperando que le grite que pare. Lo haría si pudiera encontrar mi lengua. Sus ojos azules me observan, se acerca y posa los labios en la tela que me cubre el vientre—. Déjame arreglar lo que he roto.

—A mí —mascullo—. Me has roto a mí.

—Yo puedo arreglarte, Isabella, y necesito que tú también me arregles a mí.

Me tiembla la barbilla al oír la convicción con la que lo dice.

—Es culpa tuya —sollozo resistiendo el impulso de tocarle el pelo enmarañado, a sabiendas de que me proporcionaría el consuelo que no debería buscar en él.

—Acepto mi responsabilidad. —Me besa en el vientre otra vez y desliza las manos por mis nalgas—. Estamos aún más rotos el uno sin el otro. Deja que vuelva a juntarnos. Te necesito, Isabella, con desesperación. Haces que mi mundo sea luminoso.

La palabra que quiero pronunciar casi consigue salir por mi boca, pero hay mucho más que decir. Demasiado, me temo, para que nada de esto sea lo correcto. Tira de mí hasta que me tiene de rodillas y bajo sus labios suaves y sensuales. La habitual sensación de plenitud inunda mis sentidos.

—Edward... —Me aparto y lo mantengo todo lo lejos que me permiten mis brazos—. ¿Crees que me resulta fácil?

Frunce su impresionante ceño y estudia mi expresión.

—Le estás dando demasiadas vueltas.

No puedo evitar poner los ojos en blanco ante su débil argumento.

—Tenemos que hablar.

—Vale, hablemos.

La frustración se apodera de nuevo de mí.

—Necesito tiempo para pensar —digo.

—La gente tiende a darles demasiadas vueltas a las cosas, Bella. Ya te lo he dicho.

Es un hombre inteligente. Seguro que es consciente de lo que dice.

—¿Y darle más importancia de la que tienen? —pregunto con un ligero toque de sarcasmo como colofón.

—No es necesario que te pongas insolente.

Suspiro.

—Ya te lo he dicho, Edward Masen: contigo sí es necesario.

—¿Durante cuánto tiempo? —No tiene contestación para eso.

—No lo sé. Nunca he tenido una relación y quería tenerla contigo. ¡Luego descubrí que te ganas la vida follándote a otras mujeres!

—¡Bella! —grita—. ¡Por favor, no seas soez!

—Perdona, ¿he herido tus sentimientos?

Espero una reprimenda pero, en cambio, su voz es calmada y su expresión, muy seria.

—¿Qué demonios le ha pasado a mi niña? —dice. Enarca las cejas y se me eriza el vello de la nuca—. Se emborracha, se ofrece a otros hombres...

—¡Tú! ¡Es culpa tuya!

Sí, me emborraché, pero sólo para mitigar el dolor que él me había causado.

—No quiero que nadie más te saboree.

—¡Lo mismo digo! —grito.

Edward da un brinco sobresaltado y luego ruge. Debería sorprenderme su falta de contestación, pero no es así. Me preocupa. Sin embargo, de repente me acuerdo de una cosa.

—Vi el periódico.

Su hostilidad desaparece al instante. Ahora está incómodo a más no poder y no salta a defenderse, lo que confirma mis sospechas. Tanya Denali no cambió el titular por su cuenta: Edward se lo pidió.

El tintineo de los cacharros de cocina me distrae y echo la cabeza atrás con un gemido de frustración.

—¿Qué le has contado a mi abuela?

Debo tenerlo muy claro porque se me echará encima como un buitre en cuanto Edward se vaya.

—Sólo que discutimos, que confundiste a mi socia, con la que estaba reunido, con otra cosa.

El cuello me cruje cuando vuelvo a levantar la cabeza. Edward se encoge de hombros y apoya el trasero en los talones.

—¿Qué otra cosa debería haberle contado?

No se me ocurre nada. Debería estarle agradecida por haber sido tan rápido, pero le ha soltado una mentira tan descarada a mi abuela que no siento ni pizca de gratitud.

—Ya te llamaré —suspiro.

—¿Qué significa «Ya te llamaré»? —No le ha gustado un pelo—. ¡Si no tienes móvil!

—Has estado en el extranjero con otra mujer —replico, y me pongo en pie, mucho más cansada que antes.

—No me he acostado con ella, Bella. No me he acostado con nadie desde que te conocí, lo juro.

Debería sentirme aliviada, pero no es así. Estoy a cuadros.

—¿Con nadie?

—Con nadie.

Es chico de compañía. Lo he visto con otras mujeres. Ha estado de viaje...

Su mirada sonríe.

—Da igual cómo lo preguntes, la respuesta siempre será la misma: con nadie.

—Y ¿qué has estado haciendo en Madrid? ¿Y con aquella mujer de Quaglino’s?

—Ven a sentarte. —Se levanta y trata de llevarme a la cama, pero me escabullo.

—No.

Me dirijo a la puerta del dormitorio y la abro. Nada de lo que diga arreglará este embrollo, y aunque encontrara las palabras adecuadas, seguiría siendo un chico de compañía que emplea unas tácticas muy rastreras. Tengo que hacer caso de Charlie.

No mueve un músculo. Está claro que su mente maravillosa trabaja a toda velocidad.

—Vamos a salir a cenar, y no puedes negarte porque es de mala educación rechazar la invitación de un caballero cuando éste te invita a comer y a beber. —Asiente en aprobación de sus propias palabras—. Pregúntaselo a tu abuela.

—La semana que viene —sugiero para intentar sacarlo de aquí antes de que me haga ceder.

Me pregunto si alguna vez estaré lista para oponerme a él. No sé de dónde ha sacado la idea de que soy lo bastante fuerte para ayudarlo.

Él abre unos ojos como platos pero mantiene la compostura.

—¿La semana que viene? Me temo que no. Esta noche. Vamos a salir a cenar esta noche.

—Mañana —respondo sin darme cuenta, y me sorprendo a mí misma.

—¿Mañana? —pregunta calculando mentalmente cuántas horas faltan. Suelta un profundo suspiro—. Prométemelo —pronuncian sus labios muy despacio—. Prométemelo.

—Te lo prometo —susurro atraída por su boca, pensando que ella podría hacer que todo fuera mejor.

—Gracias. —Se acerca, alto y arrugado, y se detiene en el umbral—. ¿Puedo besarte?

Me sorprenden sus modales. Normalmente se le olvidan en momentos como éste.

Niego con la cabeza. Sé que me despistará y sin duda acabaré en la cama debajo de él.

—Como quieras.

Está muy ofendido.

—Respetaré tus deseos por ahora, pero no por mucho tiempo —me advierte, y sus zapatos caros recorren el pasillo de mal humor—. Mañana —subraya antes de desaparecer escaleras abajo.

Cierro la puerta. Me siento aliviada, perdida y orgullosa de mí misma, todo a la vez.

Pero sigo deseando a Edward Masen.

Capítulo 7: Capítulo 6 Capítulo 9: Capítulo 8

 
14436483 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10755 usuarios