Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49525
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes

 

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Capítulo 15: Capítulo 14

Estamos a pocas calles de la cafetería, en un atasco. Sé que me está estudiando, así que lo miro de reojo y le sonrío. Se acerca y me besa con dulzura.

—Tu pelo... Pareces un león —dice.

Frunzo el ceño mientras trata de colocármelo detrás de las orejas. Sonrío.

—No tenía crema suavizante. —Le paso la mano por sus rizos impecables—. Debería haberte pedido la tuya.

Se queda petrificado y deja el arreglo de mi pelo a medias. Me mira divertido y yo sonrío de oreja a oreja.

—Eres perfecta. —Vuelve a dejarme el pelo revuelto—. Así está maravilloso. No te lo cortes nunca.

—No lo haré.

—Bien.

—Me bajo aquí —digo—. Puedes seguir por esa calle lateral para evitar el tráfico.

—No, no tengo prisa. —Golpea una y otra vez el centro del volante y se une al coro de bocinas.

—Con eso no conseguirás nada —digo entre risas—. Además, yo sí que tengo prisa. No puedo llegar tarde.

Le doy un pico y me bajo del Mercedes.

—¡Isabella! —grita.

Me vuelvo y me agacho para poder verlo por la ventanilla.

—Estoy a dos calles. Llegaré dentro de cinco minutos.

Me mira mal pero yo me despido con una sonrisa, cierro la puerta y corro hacia la acera.

Me pierdo en el mar de gente. Todo el mundo anda deprisa para llegar al trabajo. Me es familiar y reconfortante, pero siento algo extraño mientras camino a toda velocidad como una hormiga entre los demás londinenses. Miro hacia atrás y procuro no darle importancia a cierto hormigueo. Me estremezco en cuanto lo siento de nuevo. Algo me dice que vuelva la cabeza, así que lo hago, pero lo único que veo son un montón de cuerpos en movimiento que siguen el flujo del tráfico. Mis Converse aceleran sin que mi cerebro se lo ordene, y empiezo a adelantar a otros viandantes, incómoda sin saber por qué. Vuelvo a mirar hacia atrás al doblar la esquina y siento un escalofrío que ya he sentido antes. Se me eriza el vello de la nuca.

—¡Ay!

—¡Mira por dónde andas!

Trastabillo y me llevo por delante el maletín caro de cuero que se enreda con mis piernas de patosa.

—¡Discúlpeme! —grito apoyándome en la pared de ladrillo para no caer.

—¡Me has rayado el maletín, imbécil! —Lo coge de un tirón y le pasa la mano para quitarle el polvo, gruñendo y resoplando, indignadísimo.

—Lo siento mucho —repito. Me enderezo y me preparo para recibir otra tanda de insultos.

—Maldita gilipollas —ruge, y se pierde entre la multitud.

Otros peatones me empujan al pasar. Miro a todas partes, a todas las caras que se acercan por delante y que se alejan por detrás. Me han saltado todas las alarmas. Me paso la mano por la nuca para tranquilizarme. Siento un alivio tonto cuando noto que ya no tengo el vello de punta y retiro la mano. Pero tengo el estómago revuelto, no logro deshacerme de la sensación de que algo no va bien, y el miedo se apodera de mí.

Doy media vuelta y me apresuro a cruzar la calle sin dejar de mirar atrás.

La cafetería de Garrett es el último lugar sobre la faz de la Tierra en el que quiero estar. Siento náuseas, y las pocas ganas que tengo de ver a mis compañeros de trabajo disminuyen aún más en cuanto tres pares de ojos cautelosos me vigilan desde que entro hasta que llego a la cocina.

Me siento juzgada. Estoy siendo juzgada. Todos piensan que estoy atontada, pero no han probado a Edward cuando no lleva puesta su armadura de tres piezas. Han sacado conclusiones con la poca información que tienen y yo ya he dejado de sentir la necesidad de justificarles mi relación con el chico de compañía más famoso de Londres a Alice, a Garrett, a Gregory y, ya puestos, a todo el mundo. Bastante agotador resulta tener que justificársela a Edward, que es el único que realmente importa. Que Dios nos ayude, a mis oídos y a mí, si alguno de estos tres descubre la verdad sobre él. Para ellos, es simplemente el capullo engreído que me engañó. Y eso seguirá siendo.

—Buenos días. —El tono de voz de Alice carece de su alegría habitual. Le sobran manos en el mango del filtro de la máquina de café.

—Hola. —Le lanzo una pequeña sonrisa—. Ah, tengo móvil nuevo. Te mando un mensaje con el número.

—Vale —asiente cuando paso junto a ella. Entro en la cocina y me pongo el delantal.

Paul llega a continuación, toma posiciones detrás de los fogones y mueve una sartén llena de cebolla.

—¿Lo pasaste bien anoche? —pregunta.

Detecto verdadero interés en su tono. Levanto la vista y me encuentro con que su cara muestra indiferencia.

—Sí, gracias. ¿Y tú, Paul?

—Bien —gruñe deslizando dos platos por el mostrador—. Crujientes de atún para la siete. A ver si el servicio se mueve.

Entro en acción y cojo los platos. Paso junto a Alice y Garrett al salir. Mi jefe no dice ni mu, y mi amiga aprieta los labios.

—¿Crujientes de atún? —pregunto dejándolos en la mesa.

—Aquí, bonita —responde alegremente un hombre con una barriga oronda.

Feliz, casi babea cuando coge los platos y se los acerca, relamiéndose. Su enorme boca se abalanza sobre una de las esquinas y me mira sonriente. El pan bañado en salsa se le escapa de las fauces. Hago una mueca.

—¿Me la rellenas? —dice poniéndome la taza de café en la mano.

Se me revuelve el estómago cuando un trozo de atún se le cae de la boca y aterriza en el suelo entre sus pies. Lo recoge con el dedo y, con horror, veo que mira el trozo a medio masticar que tiene en el dedo sucio y lo relame con la lengua cubierta de la receta secreta de Paul. Tengo arcadas. Me tapo la boca con la mano y corro en dirección contraria. A Edward le habría dado un ataque al ver semejantes modales de troglodita.

—¿Te encuentras bien? —me pregunta Alice cuando vuelo hacia ella.

—Llena. Mesa siete. —Le paso la taza y sigo corriendo intentando que no se me revuelva la bilis.

Tropiezo con mesas y sillas y me golpeo el hombro contra las paredes al doblar una esquina.

—¡Mierda! —maldigo, demasiado en alto y delante de una mesa en la que dos ancianas están tomando té y tarta en la zona más tranquila de la cafetería.

Hago una mueca de dolor, me froto el brazo y me vuelvo para disculparme. Y les vomito encima.

—¡Por el amor de Dios!

Una de las ancianas salta de la silla como un muelle. Ha estado muy rápida para la edad que tiene.

—¡Doris! ¡Tu sombrero!

Le limpia la cabeza a su amiga con una servilleta, intentando cepillar los grumos de devuelto con los que he regado a la pobre viejecita. Cojo una servilleta y me la llevo a la boca.

—¡Ay, Edna! ¿Está muy mal?

La amiga lleva las manos directamente a la cabeza de la anciana y las hunde en la piel cubierta de vómito del sombrero. Vuelvo a tener arcadas.

—Me temo que habrá que tirarlo. ¡Qué lástima! ¡No lo toques!

—Lo siento mucho —balbuceo tapándome la boca con la servilleta.

Las pobres mujeres no saben qué hacer. Miradas como puñales se me clavan en la espalda.

Echo la vista atrás y compruebo que toda la cafetería me observa en silencio. Hasta el gordo guarro y sin modales que me ha provocado la vomitera me mira con cara de asco.

—Yo...

No puedo terminar la frase. Tengo la frente bañada en sudor y las mejillas como un tomate. Me muero de la vergüenza. Y me encuentro fatal. Tengo náuseas, me siento imbécil y quiero que se me trague la tierra. Me meto en el pasillo que lleva al servicio de señoras, me inclino en el lavabo, abro el grifo, me lavo la cara y me enjuago la boca. Al levantar la cabeza tropiezo con el reflejo de una criatura pálida y asustadiza: yo. Me encuentro fatal.

Que no se me olvide. Me lavo las manos, me las seco, saco el móvil del bolsillo y me paso cinco minutos de todos los colores, explicándole a la recepcionista de mi médico por qué necesito una cita urgente.

—¿A las once? —pregunto separando el móvil de la oreja para ver la hora.

Mi turno acaba a las cinco.

—¿No puede ser más tarde? —digo. Tengo que intentarlo.

Mentalmente empiezo a buscar una excusa plausible para poder escaparme del trabajo una o dos horas. Me derrumbo un poco cuando no me da otra opción, y además se da prisa en recordarme que sólo dispongo de setenta y dos horas para tomar la píldora del día después.

Maldición.

—Estaré allí a las once —aseguro.

Le dejo mis datos y cuelgo.

—¿Bella?

Alice asoma por la puerta entreabierta.

—Hola. —Me guardo el móvil en el bolso y cojo una toalla de papel para secarme la cara—. ¿Estoy despedida?

Sonríe con su enorme boca rosa y se acerca al lavabo.

—No seas tonta. Tienes a Garrett preocupado.

—No debería.

—Pues lo está. Y yo también.

—No deberíais preocuparos por mí. Estoy bien.

Me vuelvo y me miro al espejo. No estoy preparada para otro sermón acerca de mi relación con Edward.

—Sí, ya lo veo. —Se echa a reír y la miro mal desde el espejo. ¿A qué viene ese desprecio?—. Imagino que ayer las cosas no fueron de color de rosa después de que te secuestrara de la cafetería.

—Te equivocas —siseo mirándola a la cara.

De la impresión se le borra la sonrisa. Por mi palidez, da por sentado que las cosas anoche no fueron bien. Que Edward es el responsable de esto.

—Tengo el estómago un poco revuelto, Alice. No supongas que Edward tiene la culpa de todo. —Tiro la toalla de papel a la papelera—. Edward y yo estamos bien.

—Pero...

—¡No! —la corto. No voy a aguantarlo más. Ni de Alice, ni de Gregory, ni de Charlie... ¡De nadie!—. Un cerdo acaba de escupir un bocado de crujiente de atún en el suelo, luego lo ha recogido con el dedo sucio ¡y se lo ha comido!

—¡Puaj! —Alice da un paso atrás, se lleva la mano al estómago y se lo masajea despacio, como si de repente le hubieran entrado ganas de devolver. Tendría que haberlo visto.

—Sí, eso mismo.

Me acomodo un mechón rebelde por detrás de la oreja y pongo los hombros rectos.

—Por eso he vomitado, y estoy deprimida porque me tiene harta que todo el mundo piense mal de mi relación con Edward. ¡Y me pone negra que todo el mundo me mire con cara de pena!

Abre unos ojos como platos mientras a mí me hierve la sangre en las venas. Se me acelera el pulso y me cuesta respirar con normalidad.

—Vale —dice con una vocecita aguda.

Yo asiento firme, decidida.

—Bien. He de volver al trabajo.

Dejo a Alice en los servicios y me tropiezo con Garrett en el pasillo.

—¡Estoy bien! —le espeto con petulancia.

La cabeza se le hunde en el cuello.

—Salta a la vista, pero no puedo decir lo mismo de esas dos ancianas.

«Qué vergüenza.»

—Lo siento.

—Vete a casa, Bella —suspira.

Admito mi derrota dejando caer los hombros. Obedezco la orden de mi jefe, agradecida por no tener que inventarme una excusa para poder escaparme e ir al médico. Arrastro mi cuerpo agotado por el pasillo, hacia la cocina. Salgo sin hacer ruido y paso junto a las dos ancianas a las que les he vomitado encima. Están distraídas con una nueva bandeja de pasteles y té recién hecho.

Paso entre las mesas llenas de clientes, que me lanzan miradas de asco. Necesito salir de los confines de la cafetería. Abro la puerta de par en par y piso la acera. Levanto la vista al cielo. El aire fresco llena mis pulmones y cierro los ojos. Exhalo, frustrada. Es un alivio estar al aire libre.

—No es buena señal. —El tono cargado de segundas de Charlie me roba la alegría.

Dejo caer la cabeza con expresión abatida.

—Imagino que sabes usar el iPhone que te compré.

—Sí —mascullo.

No son ni las once y ya he tenido que aguantar bastante. Ahora me toca lidiar con Charlie.

Está apoyado en el Lexus, con los brazos cruzados sobre el pecho, autoritario. Tiene un aspecto formidable. Y está enfadado.

—Entonces voy a suponer que has ignorado mi mensaje por una buena razón.

—Estaba ocupada.

Me cuelgo la mochila y me cuadro.

—¿Con qué? —inquiere.

—No es asunto tuyo.

—¿Con cierto hombre apuesto que ha elevado la seducción a la categoría de arte y que te la está jugando sin que te enteres? ¿A eso te refieres?

Me tenso. Aprieto los dientes.

—No tengo por qué darte explicaciones.

Se echa a reír: esto ya lo ha visto antes. Me estoy portando como mi madre y me odio por eso. Pero por primera vez en la vida le estoy dando vueltas a su lucha contra la gente que se interponía en su misión: conseguir a Charlie. Y también sobre el hombre a quien tengo enfrente. Si así es como ella se sentía, creo que estoy empezando a comprenderla, y eso es algo que jamás soñé que haría. Yo también me siento capaz de mandarlo todo al diablo. Voy a por todas. Ya lo he hecho y volvería a hacerlo si no contara con el apoyo de mi alguien. Renée nunca lo tuvo, y puedo entender cómo le afectó eso.

—Dime cómo es que mi madre llegó a quererte tanto.

Mi brusca pregunta le borra la sonrisa de la cara al instante. Vuelve a sentirse incómodo, se revuelve y evita mirarme a los ojos.

—Ya te lo he dicho.

—No, no me lo has dicho. No me has contado nada, sólo que estaba enamorada de ti. No me has contado cómo es que se enamoró de ti. O cómo es que tú te enamoraste de ella.

Me muero por preguntarle qué ha sido de sus modales, pero me contengo. Espero pacientemente a que encuentre el modo de contarme su historia. Necesito saberlo. Necesito escuchar cómo se conocieron Charlie y mi madre. Recuerdo claramente que dijo que mi madre se había metido en ese mundo por él, pero ¿cómo se conocieron?

Tose. Sigue sin mirarme a la cara. Abre la puerta trasera del Lexus.

—Te llevaré a casa.

Resoplo para demostrar que no me ha gustado su evasiva, me encamino hacia la parada del autobús y lo dejo esperando con la puerta abierta.

—¡Isabella! —grita, y oigo que cierra de un portazo.

Me sobresalta y los hombros me rozan las orejas, pero paso de su cabreo y sigo andando.

—¡Fue instantáneo! —dice.

Freno.

El tono titubeante de sus palabras y la velocidad a la que las ha pronunciado son prueba del dolor que le causan. Me vuelvo muy despacio para valorar de cuánto dolor estamos hablando y, cuando por fin puedo verle la cara, distingo una tristeza que se desvía de Charlie y es como un puñetazo en el estómago.

—Ella tenía diecisiete años. —Se ríe, es una risa nerviosa, como si le diera vergüenza—. Estaba mal que yo la mirase de ese modo pero, cuando sus ojos azul zafiro se clavaron en mí y sonrió, mi mundo explotó en un millón de añicos de cristal. Tu madre me dejó sin habla, Isabella. Vi una libertad que sabía que nunca podría tener.

Se me para el corazón, se abre una grieta enorme que deja al descubierto una realidad espantosa. No me gusta lo que oigo. Mi cerebro no logra encontrar palabras de consuelo para Charlie, pero lo que acaba de decir lo tiene a mil.

—¿Por qué intentas sabotear nuestro amor? —pregunto.

Es una pregunta muy razonable, y más aún después de darme esa información. Charlie no podía tener esa libertad, igual que Edward. Excepto que Edward está mucho más decidido a conseguirla. Edward no está preparado para dejar que me escurra entre sus dedos. Edward luchará por nosotros... Aunque se cuestione si es digno de ese nosotros.

Charlie cierra los ojos muy despacio. Me recuerda al parpadeo lento de mi caballero a tiempo parcial. Me dan ganas de ir a ver a Edward de inmediato, de permitir que me lleve a su santuario y me dé «lo que más le gusta».

—Por favor, deja que te lleve a casa.

Da un paso atrás y abre otra vez la puerta del coche. Me suplica con la mirada que entre.

—Prefiero ir andando —le contesto.

Todavía me encuentro mal, y el aire fresco me vendrá bien. Además, tengo que ir al médico y no puedo pedirle a Charlie que me lleve allí. Tiemblo sólo de pensarlo.

Mi insolencia le molesta pero me mantengo firme. No estoy preparada para que me obligue a ir con él en coche otra vez.

—Al menos, concédeme cinco minutos.

Señala con la mano la pequeña plaza que hay al cruzar la calle, donde me senté una vez con Edward. Fue cuando por fin cedí y accedí a darle una noche.

Asiento. Me alegro de que no me ordene que me suba al coche. Necesita aprender que yo también sé imponer cierto control. Empezamos a cruzar juntos. Charlie le hace un gesto con la cabeza al conductor. Tengo el estómago revuelto, una mezcla de tristeza y compasión.

Siento que estoy cayendo en un abismo de información. No quiero continuar el descenso porque sé que será movidito y que pondrá fin al resentimiento que le guardo a mi madre. En su lugar, me sentiré terriblemente culpable. Cada minuto que paso con Charlie Swan debilita más y más la goma elástica que rodea la parte petrificada de mi corazón que contiene el desprecio absoluto que siento por Renée Taylor. Va a romperse pronto y dejará los fragmentos cínicos fundidos con la parte tierna y amorosa. No estoy segura de poder aguantar más sufrimiento, no cuando apenas he empezado a recuperarme y a ver la luz en las tinieblas.

Pero la curiosidad y la abrumadora necesidad de validar lo que Edward y yo tenemos son más fuertes que mi reticencia.

Nos sentamos en un banco y guardo silencio. Charlie está tenso e intenta relajarse, aunque fracasa a todos los niveles. Deja las manos en el regazo y las cambia de sitio. Coge su móvil, lo revisa y se lo mete en el bolsillo de la chaqueta. Cruza las piernas y las descruza. Apoya el codo en el reposabrazos del banco. Está incómodo y me está incomodando a mí. Aunque sigo estudiando la sucesión de movimientos extraños.

—Nunca le has contado a nadie tu historia, ¿verdad? —pregunto.

Hasta yo misma me sorprendo cuando mi mano aterriza en su rodilla y le da un apretón comprensivo. Es ridículo que yo le ofrezca mis simpatías. Él desterró a mi madre y por su culpa los dos la perdimos para siempre. No obstante, a mí también me desterró, me mandó a casa y me salvó.

El distinguido caballero deja de revolverse inquieto y mira mi mano. Luego me la estrecha con la suya. Suspira.

—Yo estaba en prácticas, por así decirlo. Me estaba preparando para suceder a mi tío. Tenía veintiún años, era un cabrón de tomo y lomo y no conocía el miedo. Nada ni nadie me asustaban. Era el sucesor perfecto.

Mis ojos descansan en nuestras manos y lo observo jugar con mi anillo, pensativo. Respira hondo.

—Renée apareció en el club de mi tío por casualidad. Iba con unas amigas, estaba algo bebida y era muy lanzada. No tenía ni idea de dónde se había metido, y debería haberla echado de allí en cuanto la vi, pero me dejó embobado con su forma de ser. Emanaba de todo su cuerpo, directamente de su corazón, y me tenía atrapado entre sus garras. Intenté alejarme pero me las clavó con más fuerza. Y ahí me quedé.

Con la mano libre, se frota los ojos y deja escapar un largo y lento suspiro.

—Se echó a reír. —Charlie mira hacia adelante, sumido en sus pensamientos—. Bebía Martinis con su boca de ensueño y movía su cuerpo de infarto en la pista de baile. Yo estaba hechizado. Hipnotizado. Entre lo más selecto, corrupto y pecaminoso de Londres estaba mi Renée. Era mía. O iba a serlo. Mi deber era apartarla del escabroso mundo que yo estaba destinado a dirigir y, en vez de eso, la atraje a él.

Las partículas que le guardan rencor a mi madre y la considerable parte de mi corazón que guarda puro amor hacia Edward empiezan a mezclarse. Comienzo a perder la capacidad de distinguir entre ambos... Tal y como me temía. Charlie alza la vista y sonríe con melancolía, con el rostro apenado y contrito.

—La invité a champán. Nunca lo había probado. Cuando vi cómo le brillaban los ojos por haber descubierto un nuevo placer se desprendió una de las capas de mi corazón de piedra. No dejó de sonreír ni un segundo, y yo no dudé ni por un instante que aquella joven tenía que ser mía. Sabía que pisaba terreno pantanoso pero estaba ciego.

—¿Desearías... —pregunto aun sabiendo la respuesta de antemano— desearías haberla echado y haberte olvidado de ella?

Se ríe con condescendencia.

—Nunca podría haber olvidado a Renée Taylor. Sé que suena ridículo. Conseguí pasar una mísera hora con ella. Le robé un beso cuando se resistió y le dije que íbamos a salir juntos a la noche siguiente. A algún sitio poco frecuentado, privado, donde nadie me conociera. Dijo que no, pero no hizo nada para impedir que abriera su bolso y buscara algún documento que me confirmara su nombre y su dirección. —Su sonrisa se hace más amplia, es como si lo estuviera reviviendo—. Renée Taylor...

El sonido del nombre de mi madre lo hace feliz, y no puedo evitar que mis labios esbocen una cariñosa sonrisa. Los sentimientos incipientes de Renée y de Charlie son de película, de novela. Lo consumen todo y no atienden a razones. Pero la cosa acabó fatal.

Comprendo perfectamente a mi madre. A pesar de que Charlie y Edward se detestan mutuamente, son muy parecidos. Charlie Swan debió de deslumbrarla tanto como ella a él. Como Edward Masen a mí.

—Tus obligaciones para con tu tío lo estropearon todo —digo.

—Lo arruinaron —corrige sardónico—. Mi tío estaba planeando jubilarse, pero un accidente envió su cuerpo al fondo del Támesis antes de que pudiéramos regalarle el reloj.

Frunzo el ceño.

—¿Un reloj?

Sonríe y se lleva mi mano a los labios. La besa con dulzura.

—Está considerado un buen regalo de jubilación.

—¿Ah, sí?

—Sí. Tiene gracia, ¿no crees? Regalan un reloj a quien ya no tiene que pasarse la vida preocupado por la hora.

Comparto la carcajada con Charlie. Se está creando un lazo entre nosotros.

—Es irónico.

—Bastante.

También es irónico que nos estemos riendo de eso cuando acaba de contarme que su tío murió de un modo tan trágico.

—Siento lo de tu tío.

Él resopla una sarcástica bocanada de aire.

—No lo sientas. Se lo merecía. Quien a hierro mata a hierro muere. ¿No es eso lo que dicen?

No lo sé. ¿Eso dicen? Me estoy enterando de cosas que son demasiado vívidas y demasiado complejas para que mi pobre mente pueda procesarlas.

Tartamudeo lo que iba a decir, pero de repente lo comprendo.

—¿Tu tío era... un cabrón amoral?

—Sí. —Suelta otra carcajada y se enjuga algo bajo los ojos—. Era el cabrón amoral más grande de todos. Las cosas cambiaron en el momento en que yo tomé el mando. Es posible que fuera un hijo de puta cuando tuve que serlo, pero nunca fui injusto. Modifiqué las reglas, me encargué de las chicas y me libré de los clientes más cabrones lo mejor que pude. Era joven, nuevo, y funcionó. Me gané mucho más respeto del que mi tío tuvo jamás. Los que quisieron quedarse y hacer las cosas a mi manera se quedaron. Aquellos a los que no les gustaron los cambios se fueron a tomar viento y siguieron siendo unos cabrones amorales. Hice unos cuantos enemigos, pero incluso a esa edad había que tomarme muy en serio.

—¿Alguna vez has matado a alguien? —salto sin pensar, y sus ojos cafés me atraviesan al instante.

Casi se me escapa una disculpa por preguntar algo así, pero el recelo que cubre los ojos oscuros de Charlie me indica que la pregunta no tiene nada de estúpida.

Lo ha hecho.

—Eso es irrelevante, ¿no te parece? —dice.

No, no me lo parece, pero su mirada de advertencia me impide articular palabra. Si nunca hubiera matado a nadie, se apresuraría a corregirme.

—Lo siento.

—Descuida. —Me acaricia la mejilla con los nudillos—. No hay por qué perturbar tu preciosa cabecita con cosas tan feas.

—Demasiado tarde —susurro, y la delicada caricia de Charlie se detiene—. Pero no estamos aquí para hablar de mí ni de mis decisiones. ¿Qué pasó después?

Se revuelve. Me coge las dos manos y me mira.

—Festejamos.

—¿Salisteis juntos?

—Sí.

Sonrío. La abuela usó la misma palabra.

—¿Y?

—Y fue muy intenso. Renée era joven y carecía de experiencia, pero le sobraba pasión y ganas de desatarla. Y la desató conmigo. Despertó un apetito en mí que no sabía que tenía. Mi apetito por ella.

—Te enamoraste.

—Creo que eso pasó al instante. —La tristeza cubre sus rasgos de nuevo y deja caer la mirada en su regazo—. Sólo pasé un mes devorado por el ardiente deseo de tu madre. Luego la realidad cayó como un jarro de agua fría, y de repente Renée y yo éramos una combinación imposible.

Sé exactamente cómo debió de sentirse y, sea cual sea el lazo que compartimos, éste acaba de hacerse un poco más fuerte.

—¿Qué pasó?

—Yo no tenía la cabeza donde debería haberla tenido y lo pagó una de mis chicas.

Trago saliva y reclamo una de mis manos.

Charlie se enjuga la frente para aliviar el dolor.

—El control de daños fue lo peor. Mis enemigos habrían acudido como moscas a la miel.

—Así que rompiste con ella.

—Lo intenté. Durante mucho mucho tiempo. Renée era adictiva, y pensar en vivir un solo día sin ella se me hacía imposible. Además, sabía cómo atontarme, no tenía contemplaciones a la hora de usar su brío y su cuerpo. Estaba jodido.

Charlie se relaja contra el respaldo del banco y mira al otro lado de la plaza; desaparece en algún lugar distante y oscuro.

—La mantuve en secreto, escondida. La habría convertido en un objetivo.

—No fue sólo el hecho de ser responsable de las chicas lo que os impidió estar juntos, ¿verdad?

No necesito confirmación.

—No. Si se hubiera sabido lo que sentía por esa mujer le habrían puesto una diana en la espalda. Era como servírsela en bandeja de plata.

—Pero eso fue lo que pasó —le recuerdo. Él la envió lejos y dejó que cayera en manos de un bastardo amoral.

—Sí, pasados unos años muy traumáticos. Así fue. Mi esperanza siempre fue que contigo bastara para reformarla.

Resoplo. Me cabrea que me recuerden que no fui lo bastante para mi madre.

—Ya, todos sabemos cómo acabó eso —disparo —. Lamento mucho haberte decepcionado.

—¡Basta!

—¿Cómo es que se quedó embarazada de otro hombre? —pregunto haciendo caso omiso de la cólera que ha despertado mi sinceridad—. Tenía diecinueve años cuando me tuvo. Fue al poco de conoceros.

—Me castigaba, Isabella. Ya te lo he contado. No necesito recordarte el diario. ¿Recuerdas haber leído sobre mí en él?

—No —confieso. Casi me siento mal por Charlie.

—Se quedó embarazada de otro hombre. Con eso puso fin a cualquier sospecha de que pudiera haber algo entre nosotros.

—¿Quién era él?

Charlie resopla.

—¿Quién coño sabe? Desde luego, Renée no.

Charlie es puro resentimiento y exhala despacio una larga bocanada de aire para calmarse.

Hablar de esto lo pone de mal humor. Hace que yo odie más a mi madre.

—Probablemente fuiste lo mejor que pudo pasarle.

—Me alegro de que alguien opine así —fustigo.

—¡Isabella!

—¡Me alegro de haber servido para algo! —Me río con maldad—. Y yo aquí, pensando que nadie me quería, y resulta que le hice un favor al chulo de mi madre. Me siento muy orgullosa de mi papel en la vida.

—Le salvaste la vida a tu madre, Isabella.

—¿Qué? —salto. ¿No va a decir que vine al mundo para distraer al enemigo, para que nadie sospechara que Renée y Charlie mantenían una relación?—. ¿Para qué después me abandonara? ¡Por lo que yo sé, está muerta, Charlie! ¡No serví para una mierda porque, a pesar de todo, acabó muerta! ¡Yo sigo sin tener una madre y tú sigues sin tener a tu Renée!

Sollozo violentamente a su lado, llorando lágrimas de rabia. La compasión se ha esfumado de repente, las partes de mi corazón han vuelto a desmembrarse en un abrir y cerrar de ojos..., o en lo que se tarda en pronunciar una frase desconsiderada. Lo estaba haciendo tan bien... Por un solo momento, la historia de su relación me había hecho olvidar por qué estamos aquí.

Edward. Y yo. Nosotros. No estamos destinados a seguir el mismo camino destructivo de amor imposible, tortura y sufrimiento irreparable. Íbamos desencaminados, pero nos hemos salvado el uno al otro.

Me levanto y me vuelvo hacia él. Me observa detenidamente.

—Edward no me abandonará como tú hiciste con Renée.

Doy media vuelta y me marcho. Hace una mueca y lo oigo sisear. Casi espero que me siga y me obligue a volver antes de que haya salido de la plaza, pero no, me deja que me vaya y que lo deje atrás a él y a sus revelaciones.

No lo hago a propósito, pero cuando al fin llego a casa, cierro de un portazo. Sigo cabreada por el rato que he pasado con Charlie y agotada después de haber ido al médico. No recuerdo casi nada de la visita. Le he dicho lo que quería atropelladamente, me ha interrogado antes de recetarme la píldora del día después y la píldora anticonceptiva, he salido de la consulta, he cruzado la calle y he ido a la farmacia. Lo he hecho todo envuelta en una nube de desesperación.

El choque de la puerta contra el marco hace que la abuela salga sobresaltada de la cocina.

—¿Qué ocurre, Bella? —Mira su viejo reloj—. Si aún no es ni mediodía.

No me molesto en intentar dominarme. Estoy dolida. Sólo me queda una opción, que además en parte es verdad.

—Garrett me ha mandado a casa.

—¿No te encuentras bien? —Acelera el paso mientras se seca las manos en el trapo de cocina—. Tienes fiebre.

Es verdad. Estoy ardiendo de rabia. Me dejo caer contra la puerta principal. La abuela se me echa encima y yo doy gracias por tener delante su cara amable, aunque ahora mismo parezca tan preocupada.

—Estoy bien.

—¡Paparruchas! —me regaña—. ¡No intentes darme gato por liebre!

Me aparta unos mechones empapados de la cara.

—Cuanto antes te enteres de que no estoy chocha, mejor. —Taladra mi patética estampa con sus viejos ojos de color zafiro—. Ven, prepararé té —dice.

Y echa a andar por el pasillo.

—Porque una taza de té lo arregla todo... —musito apartándome de la puerta para seguirla.

—¿Qué?

—Nada.

Me dejo caer en una silla y saco el móvil de la mochila. Está sonando.

—¿Una llamada? —pregunta la abuela poniendo agua a hervir.

—Un mensaje de texto.

Está intrigadísima.

—¿Cómo los distingues?

—Porque una llamada... —Me paro a media frase para desbloquear mi nuevo dispositivo—. ¿Alguna vez vas a comprarte un móvil?

Se echa a reír y se concentra de nuevo en preparar el té.

—¡Antes preferiría que Eduardo Manostijeras me diera un masaje en la espalda! ¿Para qué iba a necesitar uno de esos trastos a mi edad?

—Entonces, lo mismo te da que reciba u mensaje, una llamada o un correo electrónico, ¿no crees?

—¡¿Un correo electrónico?! —chilla—. ¿Puedes enviar correos electrónicos?

—Sí. También puedes navegar por internet, comprar y meterte en las redes sociales.

—¿Qué son las redes sociales?

Suelto una carcajada tan estridente que estoy a punto de caerme de la silla.

—No te quedan suficientes años de vida para que consiga explicártelo, abuela.

—Ah. —Se muestra completamente indiferente mientras vierte el agua caliente en la tetera y luego la leche en una jarrita—. Como sigan desarrollando esa clase de tecnología, la gente no tendrá ningún aliciente para salir de casa. Mensajes de texto y correos electrónicos... ¿Qué ha sido de las conversaciones cara a cara, eh? O de una bonita charla por teléfono. Nunca me mandes un mensaje de texto.

—No puedo: no tienes móvil.

—Pues un correo electrónico. No me mandes nunca un correo electrónico.

Me río con superioridad.

—No tienes cuenta de correo electrónico, así que tampoco puedo enviarte un correo electrónico.

—Qué alivio.

Me río para mis adentros y miro la pantalla del móvil mientras la abuela trae el té a la mesa y lo sirve. Al mío le echa un montón de azúcar.

—Necesitas engordar —refunfuña.

No le hago ni caso porque el nombre de Charlie brilla en la pantalla. Me ha enviado un mensaje. Uno que sé que no quiero leer. Cosa que no impide que lo abra.

No puede acabar bien.

Me chirrían los dientes y lo borro. Me maldigo a mí misma por haberlo leído.

—Hace días que no veo a Gregory —dice la abuela la mar de disimulada.

Sabe que no nos hablamos. No me animo a llamarlo, no después de su pataleta. Estaba furioso, y no cabe duda de que su amenaza iba muy en serio.

—Ha estado muy ocupado —digo.

Guardo el móvil en la mochila, cojo mi taza de té y soplo ligeramente el vapor que emana de la superficie mientras la abuela remueve el suyo lentamente.

—Nunca antes había estado demasiado ocupado... —insiste.

No se me ocurre ninguna razón válida para explicar la ausencia de Gregory. Ella sabe que Edward y Gregory no se entienden. Lo más sencillo sería decirle que le ha puesto condiciones a nuestra amistad, pero no me siento capaz.

—Voy a echarme un rato.

Cojo la mochila y me levanto. Le doy un beso en la mejilla pese a su cara de contrariedad.

Odia que le oculte cosas, pero mi valiente abuela es la única persona, además de Edward y de mí, que nos anima a estar juntos, y he llegado a la conclusión de que es mejor contarle sólo lo estrictamente necesario. Esto no hace falta que lo sepa.

Me arrastro escaleras arriba y planto las posaderas en las sábanas revueltas de mi cama.

Escarbo en la mochila y saco una bolsa de papel. Encuentro la caja que quiero, la abro, saco una píldora, me la pongo en la lengua y cierro la boca. Me quedo ahí sentada. La pastilla parece pesar como un plomo sobre mi lengua. Cierro los ojos y al final me la trago. Meto las cajas en el cajón de la mesilla de noche. Me acuesto. No hay oscuridad, ni siquiera cuando corro las cortinas. Así que cojo una almohada y hundo la cara en ella todo lo que puedo. Cierro los ojos. No ha transcurrido ni la mitad del día, y el éxtasis en el que me encontraba esta mañana al despertarme ha desaparecido por completo.

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