Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49431
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


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Capítulo 21: Capítulo 20

Me quedo mirando los pijos escaparates de Harrods y recuerdo la última vez que vine aquí con mi abuela. Recuerdo a Bree. Y recuerdo una corbata rosada de seda cayendo sobre el pecho de Edward. Me gustaría olvidar todas esas cosas, y gruño cuando me vienen a la mente. Pero Edward hace caso omiso de mi pesadumbre, baja del coche y lo rodea para recogerme al otro lado. Abre la puerta, me ofrece la mano, y yo asciendo la vista por su cuerpo lentamente hasta que mi exasperación se cruza con su satisfacción. Me dirige una mirada expectante y hace unos movimientos con la mano para que me dé prisa:

—¡Vamos!

—He cambiado de idea —digo fríamente haciendo como que no veo que me está pidiendo la mano—. Vayamos a comer algo.

Puede que salga ganando con este cambio de planes, porque con todo el jaleo que se ha montado en la tienda anterior, Edward todavía no ha satisfecho su insistencia de que coma algo.

Y no se me ocurre nada peor que acompañar a Edward a comprar más máscaras.

—Comeremos pronto. —Reclama mi mano, me saca del coche y me agarra de la nuca—. No tardaremos mucho aquí.

El optimismo invade mi mente poco entusiasta mientras me guía hacia los grandes almacenes, donde me siento al instante abrumada por todo el bullicio y la frenética actividad del interior.

—Está lleno de gente —protesto siguiendo sus pasos decididos.

Él hace caso omiso de mis quejas y avanza esquivando a las masas de compradores, la mayoría de ellos turistas.

—Querías ir de compras —me recuerda, y se detiene frente al mostrador de fragancias masculinas.

—¿En qué puedo ayudarlo, señor? —pregunta una mujer muy elegante sonriendo abiertamente. Es evidente que está haciéndole un repaso con la mirada, y eso me pone aún de peor humor.

—Tom Ford, original —pide Edward brevemente.

—Por supuesto —responde ella señalando el estante que tiene detrás—. ¿Desea la de cincuenta o la de cien mililitros?

—Cien.

—¿Desea olerla antes?

—No.

—Yo sí —intervengo, y me acerco al mostrador un poco más—. Por favor. —Sonrío y veo cómo la mujer enarca las cejas sorprendida antes de pulverizar un poco en un cartoncito y entregármelo—. Gracias.

—De nada.

Acerco el cartoncito a mi nariz y lo olfateo. Casi muero de placer. Es como tener a Edward embotellado.

—Mmm.

Cierro los ojos y mantengo el cartón en mi nariz. Es como estar en el cielo.

—¿Te gusta? —me susurra al oído, y el encanto de su cercanía se añade al de mi sentido del olfato.

—Es algo sublime —digo en voz baja—. Huele a ti.

—O yo huelo a eso —me corrige mientras le entrega una tarjeta de crédito a la mujer, que ahora no para de mirarnos a él y a mí de manera alterna.

Lleva a cabo la transacción y sonríe mientras me entrega la bolsa a mí. Es una sonrisa falsa.

—Gracias —la acepto y, a regañadientes, me aparto el cartoncito con la fragancia de la nariz y lo dejo caer en la bolsa. Entonces reclamo la mano de Edward—. Que tenga un buen día.

A continuación me dirige a la escalera mecánica, pero decide subirla andando en lugar de dejar que nos transporte hasta la planta superior.

Dejamos la escalera atrás y Edward nos abre paso a través de más gente hasta otro tramo de escalones, y después a través de más gente y más departamentos.

Estoy totalmente desorientada; con la frenética actividad de la gente y nuestro zigzagueo por la tienda gigante, me estoy mareando. Voy hacia donde Edward me guía, mirando a mí alrededor sin fijar la vista en ninguna parte mientras él avanza con decisión, sabiendo perfectamente adónde quiere ir. No me encuentro bien. Como vea un traje, creo que voy a hacerlo jirones.

—Ya hemos llegado —dice.

Se detiene ante el umbral de un área para hombres, me suelta la nuca y se mete las manos en los bolsillos. Abro los ojos como platos ante la variedad de prendas que tengo delante de mí. Montones de ellas. Algunas cosas ya me están llamando la atención; mis piernas quieren llevarme en una dirección, pero entonces mis ojos descubren otra cosa que me gusta y me detengo. Hay demasiado.

Y es predominantemente informal.

Su aliento golpea mi oreja.

—Creo que esto era lo que buscabas.

La felicidad y la euforia me invaden y me vuelvo para mirarlo. Lo que veo es la satisfacción reflejada en sus brillantes ojos azules.

—Debes de estar regocijándote en tu segundo placer favorito —le digo, porque estoy que no quepo en mí de la dicha.

Va a dejar que lo vista. Es como un tendedero humano, cada centímetro de su físico perfecto está preparado para que lo decore con algo que no sea un traje de tres piezas.

—Lo cierto es que sí —confirma, y me dan ganas de chillar de emoción cuando alimenta aún más mi júbilo sonriéndome.

Contengo la respiración para no gritar de alegría y lo agarro de la mano. Prácticamente lo arrastro por la tienda. Mis ojos miran en todas direcciones buscando las prendas de sport perfectas con las que vestir a mi perfecto Edward.

—¡Bella! —exclama alarmado cuando prácticamente tropieza detrás de mí. Pero no me detengo—. ¡Isabella! —Ahora se está riendo, y eso hace que detenga mi tenaz marcha por Harrods para volverme y disfrutar de la imagen.

Casi me desmayo al verlo..., casi. Al menos este atontamiento es una mejora comparado con echarme a llorar.

—Joder, Edward —susurro pasándome la mano por el cuello y masajeándomelo..., relajándome..., como suele hacerlo él.

Se me está yendo de las manos. Soy como un niño en una tienda de caramelos con demasiadas cosas magníficas a mi alrededor: Edward sonriendo, Edward riendo, un montón de prendas informales con las que vestirlo... No sé qué hacer con todo esto, si absorber el placer de ver a Edward tan animado o arrastrarlo hasta los probadores antes de que cambie de idea.

Acerca su rostro al mío, con los ojos todavía brillantes y los labios esbozando una sonrisa.

De nuevo el dilema de siempre: ¿los ojos o la boca?

—Tierra llamando a Isabella —dice suavemente, mostrándome cómo disfruta de mi estado de confusión—. ¿Necesitas que te haga eso?

Su delicado tacto hace palidecer mis mejillas, y asiento por no ponerme a llorar delante de él otra vez. Estoy sensible, lo cual es absurdo. Me está haciendo feliz, aunque una parte de la razón por la que estamos aquí es porque se siente culpable por su reacción en la tienda anterior.

Me sostiene la mirada y se acerca hasta que su esencia me inunda y su nariz roza mi cuello. Entonces pega su cuerpo firme contra mí, me levanta lentamente del suelo y entierra la cara en mi cuello. Yo me aferro a él con fuerza. Con mucha fuerza. Y él también lo hace.

Permanecemos entrelazados, perdidos en los brazos del otro, en pleno Harrods, y a los dos nos da igual que alguien nos pueda estar mirando. De repente ya no me importa tanto despojar a Edward de su traje. Quiero que me lleve a casa, que me meta en su cama y que me adore.

—He dicho que no quería entretenerme mucho aquí —susurra en mi cuello, sosteniéndome todavía.

—Hum. —Saco fuerzas de donde no las tengo para soltarlo y apoyar los pies de nuevo en el suelo—. Gracias.

Acaricio durante unos segundos las mangas de su traje mientras él me observa.

—No quiero que me des nunca las gracias, Bella.

—Pues siempre estaré agradecida por tenerte.

Dejo de acariciarle las mangas y me aparto. Me ha devuelto a la vida, aunque esa vida sea cuestionable y estresante. Pero ahora tengo a mi fastidioso caballero a tiempo parcial y a su mundo perfecto y preciso.

Al bajar la vista veo unos zapatos magníficos, y levanto los ojos hasta los suyos de nuevo.

Sigue sonriendo, pero un poco menos.

—Tienes treinta minutos —dice.

—¡Vale!

Salgo de mi abstracción y me dirijo inmediatamente a una pared con estanterías repletas de pantalones vaqueros. La idea de ver a Edward con vaqueros se me hace... rara, pero estoy desesperada porque deje atrás esos trajes, o que al menos no sean tan formales. Y la posibilidad de ver su culo perfecto cubierto por tela vaquera se me hace demasiado atractiva como para resistirme. Miro las etiquetas que describen la talla de cada estilo y al final escojo un par de vaqueros lavados a la piedra que dan la impresión de ser algo holgados. Parecen perfectos.

—A ver. —Me vuelvo y los sacudo intentando calcular la talla. Las perneras son demasiado cortas para las piernas largas y musculadas de Edward. Los doblo de nuevo, los dejo en la estantería y cojo otros más largos—. Éstos. —Los sostengo delante de mí, sonriendo para mis adentros al ver que debo sostener la cintura a la altura de mi pecho para que el dobladillo no arrastre por el suelo—. Éstos deberían valerte.

—¿Quieres saber mi talla? —pregunta desviando mi mirada del azul de los vaqueros al azul de sus ojos sonrientes. Combinan casi perfectamente.

Aprieto los labios y repaso rápidamente su físico.

—Deberías tener este cuerpo grabado en esa preciosa mente que tienes, Bella —dice con voz grave, seductora y sexy a rabiar.

—Y lo está —respondo al instante—. Pero no lo había clasificado con números.

—Ésos son perfectos. —Me los quita de las manos y mira la prenda con vacilación—. Y ¿con qué desea mi preciosa niña que los combine?

Sonrío al verlo tan dispuesto a complacerme, me vuelvo y veo una camiseta al otro lado del pasillo.

—Con eso —señalo, y veo con el rabillo del ojo cómo Edward sigue mi gesto.

—¿Eso? —pregunta con un tono algo alarmado.

—Sí. —Me acerco y descuelgo una camiseta descolorida con aire vintage de la barra—. Es sencilla, casual e informal. —La levanto—. Perfecta.

No da la impresión de que a él se lo parezca en absoluto, pero se acerca y me la quita de las manos.

—¿Y para los pies?

Miro a mi alrededor con la frente arrugada.

—¿Dónde está la zona de calzado?

Mis oídos perciben un sonoro suspiro.

—Ven, te la mostraré.

Sé que para él esto supone un gran esfuerzo, pero me sorprende muchísimo que esté tan dispuesto, aunque no se lo demuestro. Ahora mismo me encuentro en mi salsa.

—Guíame —digo. Hago un gesto con la mano al tiempo que sonrío y lo sigo inmediatamente cuando empieza a caminar.

Me tiemblan las manos a los costados, desesperada por coger unas cuantas prendas más en el trayecto, pero sé que está teniendo demasiada paciencia, y el riesgo de que salga huyendo me disuade de hacerlo. Paso a paso.

Observo a Edward con interés mientras atravesamos otro departamento, éste repleto de trajes. Están por todas partes, tentándolo, y tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no reírme cuando lo pillo echando un vistazo rápido.

—Ralph Lauren tiene unos trajes exquisitos —comenta tranquilamente, obligándose a pasar de largo.

—También tiene ropa de sport fantástica —respondo, segura de que él no lo sabe.

—¡Edward! —El chillido agudo se me clava en los hombros.

Cuando me vuelvo y veo a una mujer irritantemente emperifollada que se acerca, mi expresión de felicidad se torna en amargura. Está radiante, y acelera los pasos para llegar hasta él más deprisa. Es casi perfecta, como todas las demás, con el pelo brillante, impecablemente maquillada y vestida con ropa cara. Me preparo para otro golpe de realidad. La odio al instante.

—¿Cómo estás? —le pregunta con voz cantarina sin mirarme siquiera. No, tiene toda su atención puesta en mi perfecto Edward—. Tienes un aspecto fantástico, como siempre.

—Heidi —la saluda Edward fríamente, y toda muestra de la relajación con la que me había estado deleitando desaparece al instante al ver esos labios rojos y su pelo perfecto—. Estoy muy bien, gracias. ¿Y tú?

Ella pone morritos y carga todo el peso sobre una cadera, inclinando el cuerpo hacia un lado. Todo su lenguaje corporal despide ondas de atracción a diestro y siniestro.

—Yo siempre estoy bien, ya lo sabes.

Pongo los ojos en blanco y me muerdo la lengua, languideciendo por dentro. Otra más.

Ahora sólo falta que advierta mi presencia y me aniquile con una de esas miradas o mofándose de mí. Y como me saque alguna de las tarjetas de Edward, no respondo de mis actos.

—Excelente —responde él cortante, a pesar de ser absolutamente correcto.

Puedo sentir su agitación; todos los signos de Edward y su necesidad de repeler a la gente salen a la superficie, y es en este momento cuando me pregunto por qué estas mujeres están tan prendadas de él con lo hostil que puede llegar a ser. Es un caballero perfecto en las citas, él mismo lo dijo, pero ¿qué otra cosa las atrae de él? ¿Cómo responderían si las bendijera con sus actos de veneración? Me río para mis adentros. Serían como yo: incapaces de vivir sin él.

Condenadas. Muertas.

Edward se aclara la garganta y juguetea con la ropa entre las manos.

—Bueno, vamos a seguir con las compras —dice pasando junto a Heidi y esperando claramente que lo siga.

Sin embargo, cuando siento una mirada inquisitiva fija en mí soy incapaz de convencer a mis piernas para que se muevan. Ahí viene.

—Ah —exclama la mujer mirándome de arriba abajo—. Parece que alguien se me ha adelantado hoy. —Me quedo boquiabierta y ella sonríe, sin importarle lo más mínimo que me sienta claramente insultada—. Perdona, ¿tú eres...?

Voy a decirle exactamente quién soy. Aceptarlo o llevarlo mejor, ésas son mis opciones.

Puedo ser bastante impertinente, eso ha quedado demostrado, ahora sólo tengo que aprender ausarlo de manera inteligente. Esta mujer, al igual que el resto, hace que me sienta inferior, pero Edward no muestra ninguna señal de peligro ante la posibilidad de que ella se entrometa entre nosotros o me haga dudar de mi valía.

—Hola, soy Isa...

—Lo siento, tenemos prisa —me interrumpe Edward justo cuando acabo de encontrar mi descaro y estoy a punto de descargarlo—. Siempre es un placer. —Inclina la cabeza ante Heidi, que ahora parece tener mucha curiosidad, y me empuja con suavidad por la espalda en lugar de agarrarme de la nuca como de costumbre.

—Sí, lo mismo digo —ronronea ella. La rigidez se apodera de Edward de manera instantánea—. Espero verte pronto.

Me empuja con premura. Ambos avanzamos en silencio; la tensión es palpable. «Siempre es un placer.» Estoy crispada por dentro y por fuera. Giramos una esquina y llegamos a la zona de calzado para hombre. Edward coge inmediatamente el primer par que ve y me lo enseña. Ni siquiera lo miro. Heidi ha deshecho todo lo que hemos progresado esta mañana.

—¿Qué tal éstos? —pregunta, intentando distraerme desesperadamente.

No va a funcionar. Todo el descaro con el que estaba a punto de atacar a esa mujer bulle en este momento dentro de mí, mezclado con altas dosis de ira, y ahora sólo tengo a una persona delante sobre la que descargarlo.

Aparto los zapatos de un manotazo.

—No.

Retrocede indignado, con unos ojos como platos y sus perfectos labios ligeramente entreabiertos.

—¿Disculpa?

Entrecierro los ojos hasta formar dos furiosas ranuras.

—No empieces con eso —le advierto—. Era una clienta. ¿Podría estar siguiéndome?

—No. —Casi se echa a reír.

—¿Por qué no has dejado que me presentara? Y ¿por qué no la has puesto en su sitio?

Edward deja los zapatos de nuevo en el expositor e incluso los recoloca antes de acercarse a mí con aire pensativo. La respuesta de mi cuerpo es irritante e indeseada, pero es la que es.

—Ya te lo he dicho antes: no quiero que nadie se entrometa, de modo que cuantos menos lo sepan, mejor. —Levanta mi tensa barbilla con la yema de su dedo índice y me la acerca a su rostro cubierto por una oscura barba incipiente. A través de su belleza puedo ver que está enfadado—. Cuando hablo de que sólo hay un nosotros, no un o un yo, también quiero decir que no hay un ellos.

Por muy tentadora que me resulte la idea de una existencia en la que sólo estemos Edward y yo, sé que es imposible.

—¿Cuántas hay? —pregunto.

Necesito saber a cuántas de ellas tengo que enfrentarme. Necesito una hoja de marcación, algo con lo que ir apuntándolas conforme me voy encontrando con ellas. ¿Cuántas predecirán su próximo movimiento? ¿Cuántas me seguirán?

—Eso no importa —desliza la mano por encima de mi hombro y empieza a masajearme para infundirme algo de calma—, porque ahora sólo está mi dulce niña.

Su sinceridad me atraviesa, disipando todas mis dudas.

«Déjalo estar.»

Recobro la compostura. No encuentro las palabras adecuadas para responderle, de modo que cojo unas botas que hay sobre una mesa cercana.

—Éstas —anuncio, y se las doy directamente a una empleada sin darle la oportunidad a Edward de rechazarlas.

Ella sonríe y se pone toda tiesa en cuanto lo ve a él.

—Sí, señora. ¿Número? —me pregunta mientras mantiene su mirada hambrienta sobre él, provocándome sin darse cuenta.

Me encantaría decirle el número, y me fastidia tener que volverme hacia Edward para preguntarle.

—Cuarenta y seis —responde él tranquilamente, observándome con detenimiento.

Detesto el grito sofocado de deleite que emana de la dependienta, y me odio a mí misma por avivar su claro interés.

Me pongo delante de Edward y la miro con enfado.

—Un cuarenta y seis —confirmo señalando el calzado con la cabeza—. Y es verdad lo que dicen.

Me quedo estupefacta ante mi descarada sugerencia, y la tos de pasmo de Edward detrás de mí me indica que él también lo está. Pero no me importa. Nuestro día de tranquilidad para disfrutar el uno del otro no ha sido tal, y todas estas intromisiones están empezando a cabrearme.

—¡Por supuesto! —La dependienta da un respingón ante el nivel de decibelios de su propia voz, evita mi mirada y se pone como un tomate—. Siéntense, por favor. Vuelvo enseguida.

Se marcha a toda prisa, sin menear el trasero y sin volverse para lanzarle miraditas por encima del hombro. Río para mis adentros, satisfecha por haberla hecho sentir incómoda mientras me prometo seguir por este camino.

—Tengo que pedirte algo. —El susurro de Edward en mi oído borra mi expresión petulante.

No quiero volverme, pero no tengo elección cuando me agarra de los hombros y me da la vuelta. Me preparo, sabiendo lo que voy a encontrarme. Y estoy en lo cierto. Su rostro es inexpresivo, con un aire de desaprobación reflejado en sus ojos.

—¿Qué? —Toda mi satisfacción desaparece bajo su mirada censuradora. Me he pasado.

Se mete las manos en los bolsillos.

—¿Qué es verdad y quién lo dice?

Mis labios se estiran hasta que están a punto de romperse.

—Lo sabes perfectamente.

—Explícate —ordena sin devolverme la sonrisa.

Esto hace que la mía se intensifique.

—¿Aquí en Harrods?

—Sí.

—Pues... —Me vuelvo para echar un vistazo rápido a nuestro entorno inmediato y veo a demasiados compradores cerca como para hablar de algo así—. Luego te lo cuento.

Lo está haciendo a propósito. Sabe perfectamente de qué hablo.

—No. —Se acerca y pega el pecho al mío hasta que respira sobre mí—. Quiero saberlo ahora. No tengo ni idea. —Si se está esforzando por mantenerse serio, no lo parece. Está perfectamente sereno, incluso un poco frío.

—Estás jugando.

Retrocedo un paso, pero él no va a permitir que me salga con la mía y ocupa el espacio que he creado.

—Explícamelo.

Maldita sea. Busco mi descaro en mi interior y articulo una explicación en un susurro muerta de vergüenza.

—Los pies y... —carraspeo— la virilidad masculina.

—¿Qué pasa con ellos?

—¡Edward! —Me revuelvo nerviosa y siento que mis mejillas se calientan bajo la presión.

—Cuéntamelo, Bella.

—¡Está bien! —grito.

Me pongo de puntillas y pego la boca a su oreja: —Se dice que un hombre con los pies grandes tiene también la polla grande.

Me arde la cara y siento cómo su cabeza asiente pegada a mí y su cabello me hace cosquillas en la mejilla.

—¿De verdad? —pregunta todavía serio, el muy cabrón.

—Sí.

—Interesante —comenta golpeándome la oreja con su aliento caliente.

Esto acaba con toda mi compostura; pierdo el equilibrio y me tambaleo un poco hacia adelante hasta dar contra su pecho. Sofoco un grito.

—¿Estás bien? —pregunta con un tono cargado de arrogancia.

—Perfectamente —mascullo, mientras me obligo a recuperar las fuerzas y a apartarme de su pecho.

—Perfectamente —murmura él con tranquilidad, y una mirada maliciosa observa cómo me esfuerzo por recobrar la compostura—. Anda, mira. —Señala con un gesto de la cara por encima de mi hombro para que me vuelva—. Ahí está mi cuarenta y seis.

Me echo a reír, ganándome un toque en la espalda por parte de Edward y una mirada de confusión de la dependienta.

—¡Cuarenta y seis! —canturrea, y empiezo a reírme a carcajadas de manera incontrolada—. ¿Está bien, señorita?

—¡Sí! —grito.

Me doy la vuelta y cojo el primer zapato que encuentro; lo que sea con tal de distraerme del número cuarenta y seis. Me ahogo de risa cuando miro la talla del calzado con el que pretendía distraerme y veo que en letras grandes y en negrita pone que se trata, de hecho, de un cuarenta y seis. Me doblo hacia adelante, partiéndome, y lo dejo donde estaba.

—Está bien —confirma Edward.

No lo estoy viendo, sin embargo sé que me está mirando la espalda, aparentemente inexpresivo ante la dependienta, pero seguro que tiene ese brillo juguetón en los ojos. Si fuese capaz de mirar a Edward y a la empleada ligona sin desternillarme en su cara, me volvería al instante para disfrutar de esa imagen. Pero no puedo parar de reírme, y mis ojos se sacuden con violencia.

Mientras observo el zapato escogido al azar detenidamente y sonrío como una idiota, oigo el sonido del papel cuando la dependienta saca las botas de la caja.

—¿Necesita un calzador, señor? —pregunta.

—No lo creo —gruñe Edward, probablemente inspeccionando las botas y quejándose mentalmente porque no tienen las suelas de piel.

Más relajada, me vuelvo lentamente y lo veo sentado en una butaca de ante, intentando meter el pie en la bota. Lo observo en silencio, al igual que la dependienta, y pienso en lo bonitas que son las botas, informales y de piel marrón suave y gastada.

—¿Son cómodas? —pregunto esperanzada, preparándome para un bufido, pero no me contesta y se pone de pie, mirándose los pies, antes de volver a sentarse apresuradamente.

Se desata los cordones y coloca las botas ordenadamente de nuevo en la caja. Quiero gritar de emoción cuando veo que las recoloca una vez en la caja para que queden lo mejor posible entre el papel. Le gustan, y lo sé porque aprecia sus posesiones, y ahora esas botas son su posesión.

—No están mal —dice para sí, como si no quisiera admitirlo en voz alta.

Recupero la sonrisa. Va a ceder, maldita sea.

—Pero ¿te gustan? —digo deteniéndome en todas las palabras.

Mientras se abrocha los cordones con el máximo cuidado, levanta la cara y me observa.

—Sí —responde con las cejas enarcadas, retándome a hacer un acontecimiento de esto.

No puedo ocultar mi alegría. Yo lo sé, Edward lo sabe, y cuando cojo la caja, me vuelvo y se la planto a la dependienta en las manos con una enorme sonrisa, ella también lo sabe.

—Nos las llevamos, gracias.

—Estupendo, las dejaré detrás del mostrador.

Desaparece con la caja y nos deja a Edward y a mí a solas.

Cojo los vaqueros y la camiseta.

—Vamos a que te pruebes esto.

Su suspiro de cansancio no me desanima. Nada lo hará. Pienso vestirlo con ropa informal aunque me deje la vida en ello.

—Por aquí.

Marcho en la dirección de los probadores y sé que Edward me sigue porque mi piel responde a las señales de su proximidad.

Me vuelvo, le entrego la ropa y observo cómo la coge sin protestar y desaparece en el cambiador. Me siento a observar el bullicio de Harrods y observo todas sus formas de vida: los turistas; la gente que ha venido a darse un capricho, como mi abuela con su piña de quince libras, y la gente que claramente compra aquí de manera regular, como Edward y sus trajes a medida. Es una mezcla ecléctica, y así son las existencias. Hay algo para todo el mundo; nadie se marcha con las manos vacías, aunque sólo sea con una simple lata de galletas de Harrods para regalárselas a alguien por Navidad. Sonrío, y entonces vuelvo la cabeza al oír un carraspeo familiar.

Mi sonrisa se intensifica hasta alcanzar límites ridículos al ver su expresión de agobio y de incomodidad, y entonces desaparece cuando echo un vistazo a lo que hay por debajo de su cuello. Está descalzo en la puerta, con los vaqueros bajos puestos, que son de su talla, y la camiseta se ajusta a su cuerpo perfectamente. Me muerdo el labio para evitar que se me abra la boca. Joder, qué bueno está. Tiene el pelo alborotado tras haberse pasado la camiseta por la cabeza y las mejillas algo sonrosadas por el esfuerzo, cosa que me resulta absurda. No tiene botones que abrocharse ni dobladillo que meterse, ni cinturón que ajustarse ni corbata que anudarse, ni cuello que arreglarse, de modo que ponerse una camiseta apenas requiere esfuerzo.

Supuestamente.

No obstante, parece agobiado.

—Estás fantástico —digo en voz baja.

Echo un vistazo por encima de mi hombro y veo justo lo que esperaba: un montón de mujeres volviéndose desde todas partes, mirando con la boca abierta al hombre sobrenatural que tienen ante sí. Cierro los ojos y tomo aire para relajarme. Aparto la vista de las decenas de observadoras y me vuelvo de nuevo hacia mi espectacular caballero a tiempo parcial. Edward adornado con sus finos trajes es algo digno de admirar, pero verlo despojado de toda esa ropa exquisita y con unos vaqueros desgastados y una sencilla camiseta roza los límites de la realidad.

Se revuelve nervioso, tira de la camiseta y estira los pies hacia adelante, incómodo con los dobladillos de los vaqueros.

—Tú sí que estás fantástica, Isabella. A mí parece que me hayan arrastrado por un seto de espaldas.

Contengo una sonrisa maliciosa. La agitación de Edward me proporciona las fuerzas para hacerlo. Necesito ganármelo. No debo irritarlo más. De modo que me acerco lentamente, observándolo, hasta que se da cuenta de que me estoy aproximando. Deja de juguetear y sigue mi camino hasta que lo tengo delante.

—Me temo que discrepo —susurro, recorriendo con la mirada su rostro con barba incipiente.

—¿Por qué quieres que me vista así?

Su pregunta hace que nos miremos a los ojos. Sé la razón, pero no puedo articular mi respuesta de manera que pueda entenderlo. No lo captará, y también corro el riesgo de enfurecerlo.

—Porque... yo... —Me tropiezo con mis palabras bajo su magnífica figura—. Yo...

—No voy a ponerme esta ropa si la razón es simplemente para que te sientas mejor respecto a nosotros, o si crees que va a cambiarme. —Desliza la mano por mi hombro y empieza a masajear mis músculos tensos—. No voy a ponérmela si crees que de este modo la gente dejará de entrometerse, de mirar o de comentar. —Apoya la otra mano sobre mi otro hombro, me agarra y desciende la cabeza hasta que nuestros ojos quedan al mismo nivel—. Soy yo el que no es digno de ti, Isabella. Y eres tú quien me ayuda. No la ropa. ¿Por qué no lo entiendes?

—Yo...

—No he acabado —me interrumpe, y me agarra con más fuerza mientras me atraviesa con una mirada de advertencia. Sería absurdo discutir. Su traje ha desaparecido, pero su atuendo informal no ha borrado su autoridad ni su potente presencia. Y me alegro. Necesito eso—. Isabella, acéptame como soy.

—Y lo hago —digo, aunque la culpa me consume.

—Entonces deja que vuelva a ponerme el traje.

Me lo está rogando con sus absorbentes ojos azules y, por primera vez en la vida, me doy cuenta de que los trajes de Edward no son sólo una máscara; son también una armadura. Los necesita. Se siente seguro con ellos. Siente que tiene el control cuando los lleva. Sus trajes perfectos forman parte de su mundo perfecto y son un accesorio perfecto para mi perfecto Edward. Quiero que los conserve. No creo que obligarlo a llevar vaqueros haga que se relaje lo más mínimo, y me pregunto si quiero que pierda ese aire estirado. Lo entiendo. Me da igual cómo se comporte en público, porque a mí me trata con veneración, con cariño. Es mi elegante y maniático Edward. Soy yo quien tiene el problema. Yo y mis complejos. Tengo que superarlos.

Asintiendo, cojo el dobladillo de la camiseta y se la quito por la cabeza mientras él levanta los brazos voluntariamente. Una masa musculosa y definida queda expuesta, atrayendo las miradas de más compradores cercanos, esta vez incluso de los hombres. Le entrego la camiseta arrugada a la empleada y miro a Edward con ojos arrepentidos.

—No es adecuada —murmuro.

Él me sonríe, y es una sonrisa de agradecimiento que me parte mi corazón egoísta.

—Gracias —dice tiernamente.

Me rodea con los brazos y me estrecha contra su pecho desnudo. Mi mejilla descansa sobre uno de sus pectorales y suspiro mientras deslizo las manos por debajo de sus antebrazos y me aferro a él con fuerza.

—No quiero que me des nunca las gracias.

—Siempre estaré agradecido por tenerte, Isabella Taylor —dice copiando mis palabras, y me besa en la frente—. Siempre.

—Y yo por tenerte a ti.

—Me alegro de que lo hayamos aclarado. Y ahora, ¿quieres quitarme también los vaqueros?

Desciendo la mirada hasta sus muslos, y es un movimiento estúpido, porque me recuerda lo increíblemente magnífico que está Edward en vaqueros.

—No, hazlo tú. —Lo empujo hacia el probador, ansiosa por privar a mis ojos de esa gloriosa visión, especialmente porque, por lo que parece, no volveré a contemplarla de nuevo—. Te espero aquí.

Satisfecha conmigo misma, tomo asiento y noto un millón de miradas fijas en mí procedentes de todas las direcciones. Decido no darles el gusto de sentirme intimidada y saco el móvil de mi bolso... y veo que tengo dos llamadas perdidas y un mensaje de texto de Charlie. Me hundo con un gruñido lastimero. De repente, enfrentarme a las miradas de los curiosos no parece tan mala idea.

 

Eres exasperante, Isabella. Enviaré un coche a buscarte a las 19.00 h. Imagino que estarás en casa de Marie.

Charlie.

 

Aparto los ojos de la pantalla, como si hacerlo fuese a cambiar lo que dice el mensaje. No lo hace. La irritación me consume y mi pulgar golpea la pantalla táctil automáticamente.

 

Estoy ocupada.

 

Eso es. ¿Enviará un coche? Y una mierda. Además, no pienso estar ahí de todas formas. Lo que me lleva a enviar otro mensaje.

 

No estaré ahí.

 

No necesito ver las cortinas moviéndose y la nariz curiosa de mi abuela pegada al cristal de la ventana. Le dará algo como huela que Charlie anda cerca. Su respuesta es instantánea: No te hagas de rogar, Isabella. Tenemos que hablar sobre tu sombra.

Sofoco un grito al recordar su promesa cuando se marchó ayer del apartamento de Edward.

¿Cómo lo sabe? Giro el teléfono en mi mano pensando que esto es lo que necesita para cumplir su amenaza. No voy a confirmarlo, a pesar de que necesito saber cómo lo sabe y, justo cuando tomo esa decisión, el móvil empieza a sonar. Me pongo tensa al instante y pulso «Rechazar» antes de enviarle un mensaje rápido para decirle que lo llamaré más tarde con la esperanza de que eso me proporcione algo de tiempo. Llamo a mi abuela para decirle que se me está acabando la batería y que la llamaré desde el teléfono de Edward. Ella me suelta un discurso sobre lo inútiles que son los móviles. Después apago el teléfono.

—¿Isabella?

Levanto la vista y siento que toda mi irritación y mi pánico abandonan mi cuerpo al ver a Edward, vestido de nuevo con su traje perfecto.

—Se me ha muerto el teléfono —le digo. Lo meto despreocupadamente en el bolso y me levanto—. ¿Comemos?

—Sí, vayamos a comer.

Me agarra de la nuca y salimos de la tienda con premura, dejando atrás el conjunto informal que tanto me gusta pero que voy a dejar estar por el momento y a un montón de mujeres reexaminando a Edward ahora que se ha cambiado. Les sigue gustando lo que ven, cosa que no me sorprende.

—Bueno, eso ha sido media hora de nuestra vida juntos que nunca recuperaremos.

Murmuro mi asentimiento, intentando no dejar que mi mente se desvíe demasiado, aunque consciente de que, por mucho que lo desee, Charlie Swan no va a desaparecer, y menos ahora si sabe lo de mi sombra.

—Menos mal que ya no estamos limitados a una sola noche.

Sofoco un grito y giro el cuello bajo su mano para mirarlo. Él mira hacia adelante sin expresión, sin un atisbo de ironía en su rostro.

—Quiero más horas —murmuro, y compruebo cómo dirige sus ojos azules cargados de comprensión hacia mí.

Se inclina y me da un beso breve en la nariz. Después se pone derecho y continúa avanzando.

—Mi dulce niña, tienes toda una vida.

Una felicidad inmensa estalla dentro de mí y deslizo el brazo alrededor de su cintura, estrechándolo de costado mientras siento su antebrazo apoyado en la parte superior de mi columna para que pueda seguir cogiéndome mientras se adapta a mi demanda de cercanía.

Apenas soy consciente ahora del caos que reina en Harrods. Apenas soy consciente de nada, excepto de los recuerdos de una proposición de una noche y de todos los acontecimientos que nos han llevado hasta aquí. Mi corazón apesadumbrado revive henchido de felicidad.

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