EL VENGADOR (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 20/10/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: NO
Votos: 22
Comentarios: 213
Visitas: 26130
Capítulos: 16

UN PIRATA SIN ESCRUPULOS…

El aristócrata inglés Edward Cullen, conocido como El Diablo, atacaba sin piedad a todas las naves que cruzaban el océano Atlántico buscando vengarse por los cinco años de brutal cautiverio que había pasado a bordo de un barco español. Cuando su barco abordó el Santa Cruz, encontró la ocasión perfecta para llevar a cabo esa venganza: una inocente dama española, recién salida del convento, cuyo cuerpo podía hacer suyo para de ese modo humillar a su gente. Pero pronto Edward se encontró dividido entre el deseo de venganza y la pasión que ella le provocaba.

 

Una extraña cautiva….

 

La vida de Isabella Swan cambió de forma traumática cuando su padre le informó que había acordado su matrimonio con el poderoso gobernador de Cuba, y que por lo tanto tenía que dejar el convento en el que había vivido hasta ahora y en el que era feliz. Su situación no mejoró con el repentino abordaje que sufrió su barco en aguas del Caribe. Pero aunque temía por su suerte a manos de aquel poderoso y temible pirata, Isabella luchaba contra el desbordante deseo que él le inspiraba, con aquellos ojos azules como el mar y aquel cuerpo flexible cuyos músculos parecían sacados de la estatua de un dios griego. Por más que se estuviera haciendo pasar por monja, las encendidas emociones que sentía entre los fuertes brazos de Edward eran cualquier cosa menos santas, y fueron consumiendo la cólera que los separaba hasta que no tuvieron más remedio que rendirse a sus sentimientos...

 

Adaptacion de los personajes de Crepusculo con el libro "Pirate's arms" de Connie Mason

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 9: OCHO.

FELIZ DIA BRUJAS, PORQUE TODAS TENEMOS ALGO DE BRUJAS EN EL INTERIOR JIJIJI. CON MUCHO CARIÑO LES MANDO UN SUPER ABRAZO

 

 

Cádiz España

—Dadnos un barco, padre, y os traeremos la cabeza del Diablo metida en un cesto —juró Paul Swan.

—Sí, padre; se rumorea que el pirata tiene su casa en Andros cuando no está por los océanos, mandando barcos españoles al fondo del mar, o en Inglaterra, alardeando de sus hazañas —dijo Jared, haciéndose eco del sentir de su hermano—. Si el rey Felipe no estuviera ocupado en reunir, armar y aprovisionar una gran armada para enfrentarse a Inglaterra, ya habría mandado una expedición a Andros para liquidar a ese pirata. Por desgracia, nuestro rey está atado de pies y manos en lo económico y no puede financiar más que una expedición.

—Recuperaremos a Isabella y su dote sin la ayuda del rey Felipe, y nos encargaremos personalmente de mandar al Diablo a la perdición —prometió Paul.

Los hijos de Charlie Swan eran españoles de sangre caliente y estaban sedientos de lucha. Acababa de llegar de La Habana la noticia de que el Santa María se había ido a pique y que a Isabella la había raptado el Diablo. Tanto Isabella como su dote habían desaparecido. Ahora sus hermanos reclamaban acaloradamente la sangre de Edward y la venganza.

—No nos precipitemos. Quizá deberíamos esperar a que nos pida un rescate —sugirió don Charlie.

—No podemos esperar tanto —escupió Paul—. Mientras nosotros estamos aquí sentados sin hacer nada, ese canalla está deshonrando a nuestra hermana. Don Aro ya no la va a querer; eso lo sabemos todos.

—Seguramente el pirata sabe lo valiosa que es nuestra hermana —dijo Jared, el más juicioso de los dos hermanos—. Es posible que no le arrebate la virginidad, sabiendo que con eso disminuye el valor que ella tiene para nosotros. Por eso debemos actuar con rapidez, y atacarle cuando menos se lo espere.

—Sí —coincidió, impaciente, Paul—. Si nos dais un barco y cincuenta hombres, rescataremos a Isabella y se la llevaremos a su prometido a La Habana, con su dote intacta —añadió.

—¿Y qué pasa con su reputación? —preguntó don Charlie—. Don Aro podría no querer a Isabella incluso si por algún milagro el Diablo ha respetado su virginidad. La gente hablará, correrán rumores sobre su secuestro que ni siquiera el gobernador general podrá atajar.

—Duplicad la suma de la dote —aconsejó Jared—, y la llevaremos con nosotros. Don Aro es demasiado listo para rechazar semejante oferta.

—¿Estáis seguros de que podréis encontrar la isla de Andros? —preguntó don Charlie, mordaz.

—Dadnos un capitán que conozca esas aguas y la encontraremos —le aseguró Paul—. Nos acercaremos en una noche sin luna, le atacaremos cuando menos se lo espere.

—Mmmm… Eso podría funcionar —musitó don Charlie, después de reflexionar cuidadosamente sobre el asunto—, si es que le pilláis en Andros. Pero en lugar de matar a ese malnacido, llevadlo a La Habana. Habrá que reservarle a don Aro el placer de matarlo. Isabella es su prometida; él es el más perjudicado por su secuestro.

—Sí, padre, lo haremos como habéis dicho —asintió Jared—. Tengo la certeza de que él está todavía en Andros. No se irá antes de haber enviado su petición de rescate o de haber recibido una respuesta. ¿Cuándo partimos?

—Voy a hacer los preparativos. El Santa María está ahora en el puerto. Dadme un día y una noche para aprovisionarlo, encontrar los hombres que necesitáis y sacar de mis arcas fondos adicionales para aumentar la dote de Isabella lo bastante como para que a don Aro la oferta aún le resulte apetitosa.

—No os fallaremos, padre —prometió Paul—. Rescataremos a nuestra hermana y la depositaremos en manos de su prometido.

 

 

Andros, Islas Bahamas

Tres semanas más tarde

Abriéndole los muslos con las rodillas, Edward apretó hacia el interior de Isabella, llenándola de su fuerza, y haciendo que un suave suspiro asomara a sus labios. La boca de él tomó su boca, enfebrecida, urgente, mientras sus caderas se movían en seductora invitación. Isabella le respondía arqueándose hacia él, llevándolo más adentro de su melosa dulzura. Edward dejó escapar un gruñido; el sabor y el calor de Isabella le ponían loco por liberarse. Sus bronceados hombros brillaban de sudor, y las escuetas líneas que dibujaban su rostro revelaban el alto grado de autocontrol que estaba ejerciendo.

¿Qué tenía Isabella que le hacía desearla con todas sus fuerzas?, se preguntaba, y no por primera vez. No se cansaba nunca de penetrarla, de hacerla suya una y otra vez. No tenía más que mirarla para desearla. Después de que él descubriera su verdadera identidad, había aceptado ponerse su propia ropa, mucho más bonita, y algunas veces un pareo que Lani le había regalado. A él como más le gustaba era con el pareo, con los pies y los hombros descalzos, los magníficos pechos liberados de su férrea armazón. Incluso con el pelo corto, ella era una destacada belleza. Y por más que él tratara desesperadamente de negar el embrujo que ella desplegaba sobre sus sentidos, su cuerpo reaccionaba a la mínima.

Gimiendo suavemente entre dientes, Isabella se sintió transportada en un remolino sin control. Los labios de Edward iban de su boca a sus pechos, lamiéndole y chupándole los pezones, llevándola cada vez más cerca de ese momento de éxtasis hacia el que se debatía su cuerpo. Ya no tenía miedo de ese momento de esplendor suspendido en que explotaría en un clímax fulminante. No era ya la inocente que había sido, porque su virtud había quedado completamente comprometida. Edward se había encargado de que así fuera. A pesar de su inexperiencia, a Isabella no le cabía duda de que Edward era un amante increíble. Un amante insaciable y exigente que la mantenía hechizada en las redes de su seducción.

Edward prodigaba tiernos cariños a los pezones de Isabella, deleitándose en la forma en que ella gemía y se arqueaba hacia él. Levantó la cara de su suculento banquete y la contempló intensamente.

—Me encantan tus pezones —en su voz ronca proliferaba su deseo de ella—, tan grandes y rosados, como si reclamaran mi atención. Eres exquisita, Isabella, no podría haber deseado una amante mejor. —Se introdujo más a fondo, para retroceder luego, dentro, fuera. El sudor que goteaba de su cara caía sobre los pechos de ella—. ¡Ahora, querida, ahora!

Isabella apenas oía sus palabras. Estaba ya tratando de alcanzar aquella alta meseta de placer a la que sólo Edward podía llevarla. Estaba convencida de que ningún otro hombre tenía el poder de elevarla hasta alturas tan impresionantes. En algún punto del camino, el muy traidor de su cuerpo había apuñalado sus altos ideales. Su pecado se hacía más grave cada vez que caía entre sus brazos y volvía a deleitarse con su forma de hacer el amor. Pero ella sabía que llegaría un día en que tendría que arrepentirse de sus pecados, y enfrentarse al hecho de que Edward la estaba utilizando sin más. Él era un potente y sensual pirata que tomaba a las mujeres a su antojo y luego, con la misma facilidad, las desechaba, como había desechado a Jessica.

De pronto, los pensamientos de Isabella se dispersaron; las caderas de Edward bombeaban vigorosamente, proyectándola más allá del límite. Le agarró con fuerza los hombros y gritó. Su cuerpo se estremecía, recorrido por sucesivas olas de pura dicha. Después de exprimirla hasta la última gota de placer, Edward se precipitó hacia su propio clímax, vertiendo su semilla en una violenta carrera hacia el éxtasis.

Pasaron algunos minutos antes de que Edward aflojara y se acomodara al lado de Isabella. No habló; no era capaz. Como siempre, hacerle el amor a Isabella le afectaba de una forma que le resultaba alarmante. Por lo que lograba recordar, jamás, desde que se convirtió en adulto, había tenido una mujer con tanta repercusión en su vida. Y sin embargo, por más que hiciera recuento de las muchas formas en que Isabella le inspiraba y le excitaba, sabía que tendría que dejarla marchar muy pronto. Jasper Hale volvería con el rescate, y él mandaría a Isabella de vuelta con los suyos. Por más océanos que los separaran, no iba a olvidar nunca a aquella mujer española que, aspirando a la santidad, había tenido que conformarse con el paraíso.

Isabella sintió que Edward salía de ella y se volvía de espaldas. Lo sintió vivamente como un rechazo. Era lo bastante aguda como para darse cuenta de que si él la deseaba físicamente era porque negaba de plano lo que ella era. No había nada que pudiera cambiar su ascendencia española, o el hecho de que era hija de su padre. Decidió no romper la precaria paz que había entre ellos, y volviéndose de cara a la pared se entregó al sueño. En algún momento de la noche, Edward se abrazó a su cuerpo desnudo, sujetándola fuerte, como si temiera que se la fueran a arrancar de las manos.

 

 

El Santa María entró navegando en la cala, al abrigo de la noche sin luna. La isla de Andros yacía dormida y quieta. Ningún movimiento en la playa. El barco echó el ancla a poca distancia de la orilla, y se arriaron dos botes para que desembarcara una partida de hombres armados. Con Paul y Jared a la cabeza, la expedición se dirigió a tierra entre el deslizarse silencioso de los remos por el agua. Vararon los botes en la playa, arrastrándolos hasta ponerlos a resguardo entre la maleza y los árboles. Paul condujo a la mitad de los hombres en una dirección mientras los demás seguían a Jared en otra. Como era poco lo que se sabía de Andros, los dos grupos buscaban la guarida del Diablo. Los españoles no habían encontrado ningún barco en la pequeña cala, y eso podía ser buena o mala señal. Podía significar que el Diablo ya no estaba en la isla, lo cual sería malo si se había llevado consigo a Isabella. Si tenían suerte, igual podía significar que el Diablo había despachado su barco sin llevarlo él mismo y que lo iban a encontrar en su casa durmiendo como un bendito. Que la playa no estuviera vigilada sorprendió a los dos hermanos, pero no les impidió seguir internándose en la isla.

Fue Paul quien encontró un camino entre los árboles. Condujo a sus hombres sin hacer ruido a través de la noche tenebrosa y se vio recompensado cuando en un claro del bosque apareció ante ellos una casa campestre. No había vigilantes a la vista, y a Paul le pareció una estupidez por parte del Diablo no estar prevenido para una invasión. Pero claro, cómo iba a saber él que los Swan eran capaces de asaltar su isla para recuperar lo que les había robado. Andros quedaba lejos de todas partes y rara vez pasaba por allí algún barco.

Paul se encontró la puerta sin trancar y les hizo a sus hombres una seña para que entraran, mofándose otra vez de aquella falta de cuidado. Subió despacio las escaleras, con sus hombres pisándole los talones. Andaban muy callados y con mucho cuidado. El candelabro que Lani solía dejar en la mesita que había al final de la escalera les alumbró el camino. Paul abrió la primera puerta que encontró y miró hacia dentro. Las bisagras chirriaron; se quedó inmóvil un instante. El cuarto estaba vacío, y siguieron adelante.

Más allá, Paul entreabrió otra puerta del pasillo y contempló el interior. Al ver en la cama una sombría figura, abrió de un golpe la puerta con un estrépito rotundo. Uno de sus hombres había cogido un candelabro de la mesita del pasillo y lo introdujo en el dormitorio, proporcionándole luz suficiente para ver dos cuerpos desnudos íntimamente entrelazados en la cama.

—¡Qué malnacido! ¡Qué asqueroso malnacido! ¡Vas a pagar por haber deshonrado a mi hermana!

Edward se enderezó de un salto. Le costó un instante aclarar sus pensamientos, y cuando lo hizo se maldijo a sí mismo por idiota. Intentó alcanzar su espada, que nunca dejaba muy lejos, pero ya era demasiado tarde. En un abrir y cerrar de ojos se le echaron encima más hombres de los que podía contar.

Isabella soltó un grito y trató de taparse con la sábana. Los intrusos la miraban con lascivia, y el pánico se apoderó de ella. ¿Habrían invadido la isla brutales piratas, o nativos poco amistosos? Dio un respingo cuando reconoció a su hermano, y supuso que lo habían enviado para rescatarla.

—Tápate —gruñó Paul, lanzándole a Isabella una mirada violenta y ceñuda—. ¿Qué ha sido de mi inocente hermana?

Y entonces sucedió todo tan rápido que Isabella apenas tuvo tiempo de pensar, y mucho menos de hablar. Los secuaces de Paul embistieron contra Edward, y al mismo tiempo Paul arrastró a Isabella fuera de la cama. Tuvo que contemplar con horror creciente la paliza que le dieron a Edward hasta dejarlo inconsciente.

—Llevadlo al barco —ordenó Paul a sus hombres. Luego volvió la atención hacia Isabella—. ¿Dónde está tu ropa?

—Hay un baúl en mi dormitorio —señalaba hacia un cuarto del fondo del pasillo—. ¿Qué le vas a hacer a Edward?

—No te preocupes por él, que no te volverá a hacer daño —dijo secamente Paul—. Estará a buen recaudo encadenado en la bodega hasta que lleguemos a La Habana. El Diablo no volverá a corromper a ninguna mujer.

—¡A La Habana! —Isabella parecía perpleja—. Pero ¿para qué vamos a ir a La Habana? Yo quiero volverme al convento.

—Eso ni se plantea. Adonde hay que llevarte es con tu prometido. —Paul entrecerró los párpados y la fulminó con la mirada—. ¿Qué demonios te has hecho en el pelo?

—Me lo corté. Pero olvídate de eso ahora. Sabes tan bien como yo que don Aro ya no me va a aceptar. —Se había imaginado que sentiría una vergüenza espantosa por el pecado que había cometido con Edward, pero para su sorpresa no era así—. Me has encontrado en la cama de Edward. Don Aro me va a repudiar; es un hombre de honor.

—No te metiste por tu gusto en la cama de ese pirata —dijo arteramente Paul. Su expresión se volvió adusta cuando comprendió lo que había que hacer para salvar la reputación de su hermana. Él y Jared ya habían discutido lo que ocurriría si de hecho el Diablo había violado a su hermana—. Don Aro tendrá en cuenta tu viudedad y te aceptará con una generosa ampliación de tu dote.

—¿Mi viudedad? No… no te entiendo.

—Ahora no hay tiempo para explicaciones. Vístete. Tenemos que volver al barco antes de que nos descubran.

—Deja a Edward en Andros —le suplicó Isabella—. Ya me tienes a mí, no hay necesidad de seguir derramando sangre.

—¿Que deje aquí al Diablo? ¿Te has vuelto loca? Jared me cortaría la cabeza. Han ofrecido una sustanciosa recompensa por ese pirata. Te ha deshonrado a ti, una joven inocente que iba al encuentro de su prometido. El Diablo merece morir por sus muchos delitos de piratería contra España. Estoy seguro de que don Aro le reservará una muerte lenta y dolorosa.

Tiró de ella hacia su dormitorio y la empujó dentro.

—Date prisa y vístete. Yo me quedo aquí mismo esperándote. Uno de mis hombres llevará tu baúl a bordo del Santa María en cuanto estés lista.

 

 

Edward volvió en sí poco a poco, notando que le dolía la cabeza y tenía el cuerpo magullado. Los hombres de Swan le habían vapuleado hasta que perdió el sentido y luego lo arrastraron desnudo por el barco y lo encadenaron a un tabique de la fría, húmeda y mohosa bodega. Estaba oscuro; oyó el correteo de las ratas y las sintió pasar rozándole las piernas desnudas. Lanzó patadas al aire, maldiciendo con ferocidad cuando uno de los roedores le hundió los afilados dientecillos en el tobillo. Su único consuelo era que Isabella no estaba sufriendo. Su hermano nunca le haría daño.

Por enésima vez, Edward maldijo su propia falta de cuidado. Estaba tan embobado con Isabella que en ningún momento había considerado la posibilidad de que Swan enviara a sus hijos a asaltar su fortín de Andros. Antes de perder el conocimiento había oído a alguien decir que los cofres que contenían la dote de Isabella habían sido localizados en un almacén e iban a ser trasladados al galeón. A él el botín no le importaba, y por él se lo podían quedar. Lo que de verdad le dolía era perder a Isabella sin haber tenido ocasión de decirle… Demasiado tarde. Endemoniadamente tarde.

Mientras Edward lamentaba su destino, Isabella estaba sentada en el espacioso camarote del capitán con la cabeza gacha mientras sus hermanos la reprendían rotundamente. El cura encargado de aconsejar a Isabella después del rescate permanecía de pie a un lado, con un gesto tan reprobatorio como el de los dos hermanos. Los tres consideraban que su actitud hacia el infame pirata era escandalosamente licenciosa.

—¿Cómo puedes pedir piedad para ese malnacido, después de lo que te ha hecho? —se encolerizó Paul.

—Porque él te forzó, ¿verdad? —inquirió Jared, más razonable.

—Al principio… no exactamente… fue más bien como… seducción.

—¿Te metiste por tu propia voluntad en su cama? —tronó Paul—. ¿Me estás diciendo que tú misma te prestaste a ser la amante del Diablo?

—No exactamente —se defendió Isabella—. Por lo menos al principio no, en todo caso. Le supliqué que me devolviera a casa. Incluso me hice pasar por monja, pero al final Edward se salió con la suya.

—Deberías haberte quitado la vida —dijo severamente el cura, avanzando hasta el círculo de luz—. Pero lo que ya está hecho no se puede cambiar. Debemos rectificar este terrible error de inmediato.

Isabella levantó los ojos, mirando directamente al cura.

—No deseaba morir por mi propia mano. Como vos decís, lo hecho, hecho está. Desafortunadamente, nada que no sea un milagro puede cambiar lo que ya ha ocurrido. Si me aceptan en el convento, dedicaré el resto de mi vida a Dios.

—Eso no va a ser necesario, Isabella —le aseguró Jared—. Ese miserable te ha seducido, y nos vamos a encargar de que haga lo que corresponde por ti antes de que muera. Estás prometida con don Aro, y está en juego el honor de nuestro padre. Paul y yo haremos lo necesario para asegurarnos de que don Aro no tenga que buscarse ninguna otra novia.

Isabella enarcó las cejas.

—No lo entiendo. ¿Cómo vais a arreglar las cosas? Ya nada es lo mismo. Don Aro espera una novia inocente.

Jared y su hermano intercambiaron una mirada cómplice.

—La honra de don Aro quedará mucho más entera si se casa con una viuda, en lugar de con una virgen deshonrada. Las viudas es normal que se casen.

—Pero yo no soy ninguna viuda. Don Aro no se va a creer una mentira tan flagrante.

—Ah, querida hermana —la informó Jared—, la verdad es que sí lo serás, en cuanto te hayas casado con el Diablo y a él lo ejecuten por los malvados actos de piratería que ha cometido en alta mar. Una viuda riquísima, por cierto.

Isabella estaba boquiabierta.

—¡Eso es ridículo! Edward no va acceder a eso. Y yo tampoco.

El cura dio un paso adelante.

—Estás muy perturbada, pequeña. Me disgusta ver cómo te ha embaucado ese pirata para hacerte su amante. Tu familia no quedará satisfecha hasta que su pecado contra ti quede reparado. La única manera de arreglar esto es casarte con el Diablo. Y en cuanto el pirata sea ejecutado tú podrás continuar con tu vida. Serás una respetable viuda. Una viuda rica. Don Aro estará complacido.

—No necesitamos tu conformidad, Isabella —la previno Paul—. El padre Ricardo te va a casar con ese pirata sin importar cuánto queráis oponeros cualquiera de los dos. Lo va a hacer porque es lo que Dios quiere.

El padre Ricardo asintió sagazmente con la cabeza.

Jared se acercó a la puerta, la abrió y llamó a un marinero que estaba allí cerca trabajando en la jarcia. Jared se sacó del bolsillo una llave y se la dio.

—Tráenos al pirata aquí arriba, Julio. Dale algo de ropa; no queremos que ofenda a la novia en el día de su boda.

—Dios —el ruego de Isabella se quebró en un sollozo—. Si accedo a casarme con él, ¿le perdonaréis la vida?

—Si lo hiciéramos no serías viuda, ¿sabes? —dijo Jared—. No temas, hermana, nosotros no mataríamos a un cuñado nuestro. Le dejaremos esa desagradable tarea a don Aro. A nuestro padre le complacerá ver cómo hemos arreglado las cosas.

Los dos hermanos eran parecidos de aspecto. Los dos morenos y apuestos, esbeltos de cuerpo y de facciones elegantes. Paul, que era el más joven y el de temperamento más explosivo, era algo más musculoso que Jared, el más razonable de los dos. Isabella los quería muchísimo a ambos, pero en aquel preciso instante habría sido capaz de retorcerles el cuello.

 

 

Edward daba furiosas patadas al aire cada vez que uno de sus compañeros peludos le atacaba directamente. Tiró de las cadenas que lo sujetaban, maldiciendo a sus captores y a todos los españoles en general. En todos los años que habían pasado desde que estuvo cautivo, jamás había llegado a imaginar que pudieran capturarlo por segunda vez. Juró que, si lograba salir de aquélla, no le volvería a ocurrir nunca.

De pronto, Edward se puso tenso al percatarse de que alguien se acercaba desde arriba. Una pálida luz se vertió por la rejilla que había en lo alto de la escalera de mano. Se oyó un chirrido, y ante su vista apareció un hombre. Un marinero moreno que se quedó mirando a Edward con palpable satisfacción.

—Ya no somos tan gallito, ¿eh, Diablo? —le dijo Julio en español rápido.

—Yo nunca lo he sido —le respondió Edward en el mismo idioma.

Sorprendido, el marinero le lanzó a Edward una mirada de admiración.

—Ya veo que habláis nuestro idioma. Mejor, porque así podréis participar plenamente en la ceremonia de matrimonio que se va celebrar en vuestro honor.

Se acercó cautelosamente al tabique para soltar las cadenas de Edward del lugar donde estaban sujetas a una argolla de hierro. Luego dio un paso atrás, apuntándole con la espada desenvainada.

Al poco, un segundo marinero se asomó por la escalera con un fardo bajo el brazo.

—¿Estás ahí abajo, Julio?

—Has llegado justo a tiempo, Mateo. Dale al capitán la ropa. No estaría bien que asistiera a la boda sin ropa adecuada.

Mateo bajó por la escalera y le tendió a Edward el hato de ropa ensartándolo en la punta de su espada.

Edward dudó un instante antes de aceptar el andrajoso par de pantalones y la camisa raída que le ofrecía. Los contempló un momento; luego se encogió de hombros, mirándose las muñecas y los tobillos encadenados.

—Quitadme las cadenas.

—Primero las de las piernas —opinó Mateo—. No me fío de este malnacido.

Julio se acercó con cautela a Edward.

—Ponle la espada en la garganta, Mateo. Es un hombre peligroso. —Julio se acercó hasta Edward y, agachándose, le abrió los grilletes de las piernas—. Ya está —dijo, dando un paso atrás—, ya os podéis poner los pantalones.

Edward se embutió en aquellos deteriorados pantalones de lona que tan mal le quedaban y se ató los cordones de la cinturilla. En cuanto terminó, Julio volvió a ponerle los grilletes en los pies y le abrió los de las muñecas.

—Ahora la camisa —dijo, pinchando a Edward con la punta de su espada—. Y no intentéis ninguna audacia. Estamos en alta mar; no tenéis escapatoria.

Edward se metió la camisa por los hombros. Era suave y holgada y se ajustaba a su estructura muscular sin reventar por las costuras. Cuando estuvo vestido, Julio volvió a ponerle los grilletes en las muñecas y, pinchándole con la punta de la espada, le hizo subir la escalera.

—Se requiere vuestra presencia en el camarote del capitán —dijo con una sonrisita—. Una mujer no puede convertirse en viuda hasta que se ha casado como corresponde y su marido abandona este mundo por el otro. —Para entonces, todos en el barco estaban al tanto de los planes que los Swan tenían para el Diablo.

Edward se arrastró de mala gana escalera arriba, con el cuerpo magullado resintiéndose del brutal tratamiento que había sufrido. Con la impedimenta de las cadenas, iba arrastrando los pies lenta y acompasadamente. Cuando llegaron a la cubierta parpadeó repetidas veces, casi cegado por la fuerte luz. La luz de la mañana se había presentado mientras Edward yacía inconsciente en la bodega, y con ella le llegó el conocimiento de que estaba a bordo de un barco con destino a Dios sabía dónde.

Lo empujaron bruscamente por la cubierta hacia el camarote del capitán. Iba dando traspiés con las cadenas, hasta que se cayó de narices al suelo. Cuando levantó la cara, vio a Isabella. La encontró demacrada, triste y exhausta.

—¿Qué le habéis hecho a Isabella? —les espetó.

Paul se le fue a echar encima, pero Jared lo contuvo.

—No le hemos hecho nada a nuestra hermana. Sois vos quien la ha perjudicado. La habéis violado. Ella era inocente hasta que vos la raptasteis y la hicisteis vuestra amante.

La mirada de Edward se posó de forma desconcertante en Isabella.

—¿Ha dicho ella que yo la he violado?

—No hacía ninguna falta. La encontramos en vuestra cama —respondió Paul—. Lo vais a pagar con vuestra vida, Capitán. Pero antes tenéis que reparar lo que le habéis hecho a nuestra hermana. ¡Levantaos!

Isabella tenía el corazón puesto en Edward, sentía de forma aguda su miedo y su confusión. Habría querido acercarse a él, ayudarlo a levantarse del suelo, pero no se atrevió. Cualquier movimiento que hiciera hacia él tendría el efecto de poner a sus hermanos aún más en su contra. Más tarde, cuando hubieran acabado de celebrar aquel matrimonio forzoso y se les hubiera enfriado un poco el enfado, intentaría encontrar la forma de liberar a Edward antes de que se lo entregaran a don Aro. La mera idea de que pudieran matarlo la ponía físicamente enferma.

Edward se levantó él mismo dolorosamente del suelo, con las facciones sombrías.

—¿Qué queréis de mí? Para devolverle a Isabella la inocencia lo que necesitaríais es un milagro.

Paul volvió a abalanzarse hacia Edward, pero Jared se interpuso entre ellos.

—Os vais a casar con mi hermana, Capitán —le informó fríamente Jared—. El padre Ricardo estará encantado de celebrar la ceremonia.

Edward le lanzó a Isabella una mirada perpleja.

—¿Casarme? ¿Queréis casarme con vuestra hermana? ¡Por todos los demonios!

—Os casarán enseguida, Capitán —continuó Jared con suavidad—. Pero no temáis, que la boda no va a durar mucho. Y tampoco habrá viaje de bodas. Por fortuna para Isabella, cuando os ejecuten en La Habana se quedará viuda, y así don Aro y ella podrán casarse según el plan original. Pero antes tendréis que hacer testamento dejándole todos vuestros bienes mundanos a vuestra desconsolada viuda. Dicen los rumores que sois inmensamente rico.

—Si lo que queréis es que me ejecuten, ¿para qué os molestáis en celebrar una boda? —preguntó con calma Edward.

—Porque habéis deshonrado a nuestra hermana. El honor de los Swan exige que lavéis la afrenta que le habéis hecho. Yo creo que le sentará bien ser viuda. El honor de don Aro quedará restaurado y todo será como debía ser.

Edward le lanzó a Isabella una mirada despectiva.

—Hay que admitir que no le sienta mal el negro. ¿Y qué pasa si yo no accedo a casarme?

—Accederéis, porque no tenéis elección —le amenazó Paul, agitando el puño cerrado ante las narices de Edward—. Ya sé que el bienestar de Isabella os trae al fresco; pero ella se merece ser feliz. Le resultará mucho más apetecible quedarse viuda que admitir que era la ramera de un hombre.

Isabella palideció.

—¡Paul!

A Edward se le puso el rostro tenso de rabia. Llamar ramera a Isabella era una blasfemia. Si no hubiera estado encadenado le habría hecho tragarse sus palabras a aquel hermano suyo.

—Es la verdad, Isabella —replicó Paul—. Todo el mundo te considerará una ramera. Casarte con este pirata antes de que lo ejecuten es lo único que puedes hacer para redimirle. —Y, dándole un empujoncito al padre Ricardo, añadió—: Podéis empezar con la ceremonia, Padre.

Isabella miró a Edward como pidiéndole disculpas, pero él siguió fulminándola con la mirada. Ambos eran meros títeres en el plan de sus hermanos para devolverle la respetabilidad, y ninguno de los dos podía hacer nada para evitarlo. Cuando el padre Ricardo le pidió que respondiera, ella lo hizo sin vacilar. Accedía a convertirse en la esposa legítima de Edward. La reticencia de Edward era sencillamente evidente. Sólo cuando Paul le pinchó con la punta de la espada dijo, aunque con voz hosca, que aceptaba a Isabella como su legítima esposa.

En el abrumador espacio de un momento se había convertido en un hombre casado. Contempló a Isabella, sorprendiéndose al comprobar lo poco que se arrepentía de haberla hecho su esposa. En cuanto se terminó la breve ceremonia, le obligaron a firmar un testamento escrito por el padre Ricardo, que hacía también de testigo, en el que dejaba todos sus bienes a Isabella, su bienamada esposa.

—¿No me va dar la novia un beso? —preguntó Edward, dedicándole una sonrisa sardónica a Isabella.

Jared le lanzó una mirada fiera; luego abrió la puerta y llamó a Julio.

—Llévatelo otra vez a la bodega y vigílalo bien.

—¡Esperad! —gritó Isabella. ¿Es que iban a terminar así las cosas? ¿Cómo iba ella a poder vivir sabiendo que tenía la culpa de la muerte de Edward? Prefería morir con él a casarse con don Aro—. Quiero hablar a solas con Edward.

—¡Imposible! —bramó Paul—. Ese malnacido te ha desgraciado hasta un punto que no tiene perdón. Da gracias a que te hemos devuelto tu reputación.

—Edward es mi marido —insistió Isabella.

—No por mucho tiempo —replicó Jared—. Estamos cumpliendo con nuestro deber hacia ti, hermanita. Sólo queremos lo mejor para ti. Acepta con elegancia tu destino. Tu futuro está con don Aro. Y una vez que hayan despachado a ese pirata al infierno te olvidarás hasta de que ha existido.

A Isabella le parecía altamente improbable que pudiera olvidar jamás a Edward.

—Llévatelo —repitió Paul. Julio acercó a Edward la punta de su espada. Edward dudó un instante, le lanzó a Isabella una mirada abrasadora por encima del hombro y salió arrastrando los pies.

A Isabella le partía el corazón que Edward estuviera en una situación absolutamente desesperada. ¿Desde cuándo se sentía invadida por aquellas emociones tan fuertes?, se preguntaba, abatida. ¿En qué punto del camino había dejado de pensar en Edward como en un odioso pirata?

¿Cuándo había empezado a amarle?

 

----------------------------------------

AY QUE COSAS, QUE COSAS, QUE COSASSSSSSSSSS, COMO VOY A CREER QUE EDWARD SE HAYA DESCUIDADO TANTO, ESO LE PASA POR ANDAR DE CALENCHU JAJAJA, AAAAAAAAAAA SE CASARON, DIOSSSSSSSSSS LOS CASARON AHORA QUE VA A PASAR, YO NO LE VEO SALIDA A ESTO MAS QUE A EDWARD SIENDO ORCARDO HASTA MORIR...........ESPEREMOS UN MILAGRO, MUY MUY MUY GRANDEEEEEEEEEE

LAS VEO MAÑANA, BESITOS.

Capítulo 8: SIETE Capítulo 10: NUEVE

 
14438652 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10756 usuarios