EL VENGADOR (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 20/10/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: NO
Votos: 22
Comentarios: 213
Visitas: 26123
Capítulos: 16

UN PIRATA SIN ESCRUPULOS…

El aristócrata inglés Edward Cullen, conocido como El Diablo, atacaba sin piedad a todas las naves que cruzaban el océano Atlántico buscando vengarse por los cinco años de brutal cautiverio que había pasado a bordo de un barco español. Cuando su barco abordó el Santa Cruz, encontró la ocasión perfecta para llevar a cabo esa venganza: una inocente dama española, recién salida del convento, cuyo cuerpo podía hacer suyo para de ese modo humillar a su gente. Pero pronto Edward se encontró dividido entre el deseo de venganza y la pasión que ella le provocaba.

 

Una extraña cautiva….

 

La vida de Isabella Swan cambió de forma traumática cuando su padre le informó que había acordado su matrimonio con el poderoso gobernador de Cuba, y que por lo tanto tenía que dejar el convento en el que había vivido hasta ahora y en el que era feliz. Su situación no mejoró con el repentino abordaje que sufrió su barco en aguas del Caribe. Pero aunque temía por su suerte a manos de aquel poderoso y temible pirata, Isabella luchaba contra el desbordante deseo que él le inspiraba, con aquellos ojos azules como el mar y aquel cuerpo flexible cuyos músculos parecían sacados de la estatua de un dios griego. Por más que se estuviera haciendo pasar por monja, las encendidas emociones que sentía entre los fuertes brazos de Edward eran cualquier cosa menos santas, y fueron consumiendo la cólera que los separaba hasta que no tuvieron más remedio que rendirse a sus sentimientos...

 

Adaptacion de los personajes de Crepusculo con el libro "Pirate's arms" de Connie Mason

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Capítulo 15: CATORCE

Eran ya mediados de marzo cuando Isabella consiguió poner en marcha su plan. Durante las semanas que precedieron había hecho un tiempo de perros, convirtiendo en más que imposible su idea de hacer un viaje por aquellos caminos embarrados y llenos de surcos. Isabella había estado varias veces en el pueblo aquel invierno, pero todavía no le había llegado el momento de viajar a Londres.

—¿Otra vez estáis pensando en ir al pueblo? —preguntó Forsythe en tono glacial.

—Sí. Informad por favor al cochero de que quiero que me tenga a punto el coche mañana a las diez en punto.

—¿Tenéis algún motivo en especial para querer ir al pueblo?

Isabella alzó las cejas y le lanzó la mirada más condescendiente que pudo esbozar.

—¿Es que necesito un motivo?

—Desde luego que no. —Forsythe agitó nerviosamente la mano, desesperanzado—. Daisy os acompañará como de costumbre.

—Eso no va ser necesario —dijo Isabella con firmeza—. Ponedme un lacayo si os parece que hay algún peligro.

—Señora, sencillamente no puedo dejaros salir de esta propiedad sin una doncella que os acompañe.

Isabella le dedicó una mirada fría.

—Me da lo mismo si os parece correcto o no. Ocupaos de que el coche me esté esperando mañana a las diez en punto exactamente. —Y, volviéndose bruscamente, salió de allí muy decidida, dejándolo con la palabra en la boca.

Ese mismo día, más tarde, cuando Clyde Withers llegó a la casa, Isabella se resignó a librar otra batalla. Era evidente que Forsythe había recurrido a la ayuda del administrador para disuadirla de su idea de ir al pueblo sin una acompañante.

—¿En qué puedo ayudaros, señor Withers? —le preguntó Isabella al capataz al encontrárselo en la biblioteca.

Withers se aclaro la garganta, visiblemente incómodo por tener que plantear una cuestión tan delicada.

—Forsythe me ha informado de que queréis ir al pueblo. No tengo nada que objetar a eso, pero no podemos permitir que vayáis sola. No sería correcto.

—No necesito ninguna acompañante —insistió secamente Isabella—. No me llevo bien con ninguna de las criadas, y no me apetece pasar tiempo con ellas. —Con cualquiera de ellas pegada a los talones, todos sus planes se irían al gárrete.

Withers se ruborizó. Durante los largos meses que el capitán llevaba en Londres, no había escrito ni una sola nota a su esposa. A Withers le daba pena aquella pobre mujer; no lograba entender a santo de qué se había casado su jefe con aquella belleza española para luego no hacerle el menor caso. Si había que creer las noticias que llegaban de Londres, el capitán Cullen se lo estaba pasando en grande en la ciudad, bailándole el agua a Lady Jane Carey y jugando a la vida cortesana. Él sabía que la esposa del capitán se sentía sola, pero no podía hacer nada para remediar esa situación.

—No tengo nada en contra de que salgáis —concilio Withers—. ¿Queréis alguna otra cosa?

—No me gusta salir con el monedero vacío —dijo Isabella, dedicándole a Withers una sonrisa agradable.

—Podéis comprar a cuenta todo lo que queráis, como habéis hecho otras veces.

—¿No ha previsto mi marido alguna asignación mensual para mí?

—Sólo me dijo que os dé todo lo que pidáis.

—Pues necesito algo de dinero para llevar en el bolso.

Withers le lanzó una mirada insegura, pero luego se encogió de hombros y se dirigió al escritorio. Sacándose del bolsillo una llave, abrió con ella uno de los cajones y sacó una cajita metálica. Isabella, oyendo el tintineo de monedas, se acercó para mirarla mejor. Estaba llena hasta arriba de monedas de oro y de plata. Withers contó unas cuantas monedas de plata y le echó a Isabella una mirada inquisitiva.

—Igual también un par de monedas de oro —sugirió ella, sagaz—. Edward querrá que tenga dinero suficiente para comprarme unas pocas bagatelas sin tener que cargarlas en su cuenta. Por supuesto que para cualquier cosa de más importancia haré que le pasen la factura a mi marido.

Siempre sensible a una sonrisa agradable de mujer, Withers concedió de buena gana, tendiéndole a Isabella unas cuantas monedas de oro y otras cuantas de plata. No tenía idea de que su jefe fuera un hombre tacaño, así que pensó que no tendría nada en contra de establecer una cantidad mensual para su esposa. Si él hubiera sabido lo que Isabella tenía en mente, no habría actuado de forma tan ciega.

A la mañana siguiente, Isabella salió de la casa exactamente a las diez en punto y encontró el coche esperándola en la puerta.

—¿A qué hora volveréis, señora? —le preguntó Forsythe mientras la ayudaba a meterse en el coche.

—Puede que vaya a visitar las fincas vecinas cuando termine en el pueblo. No os alarméis si no vuelvo antes de que oscurezca. Hace un día excepcionalmente bueno, y estoy cansada de estar encerrada en casa. Por todas partes hay señales de la primavera, y me apetece disfrutarlas.

Isabella se despidió alegremente con la mano mientras el coche se alejaba traqueteando. Hacía varios días que no había llovido, y la mayor parte de los charcos del camino se habían evaporado. A Isabella se le esponjó el espíritu; aquel tiempo magnífico también ayudaba. Le había llevado mucho tiempo y largas cavilaciones decidir qué debía hacer y cómo ponerse a ello. Las semanas se habían convertido en meses sin que le llegara carta de Edward. Lo poco que sabía de él había tenido que ir extrayéndolo de los cotilleos de los criados. Se había enterado de que en Plymouth se habían reunido más barcos, y de que Inglaterra se preparaba para la previsible llegada de la Expedición Española a sus costas. Se había establecido un sistema de balizas que debían encenderse para dar la alarma a lo largo de la costa y hacia el interior de cada comarca en cuanto la flota española estuviera a la vista.

Se recabó toda pieza de artillería disponible para fortificar la costa sur y las comarcas orientales. Los fosos de las ciudades se despejaron y se hicieron más profundos, se repararon las grietas de las murallas de las villas y los muros exteriores se reforzaron con arena en previsión de posibles descargas de artillería. A pesar de todo ello, Isabella seguía negándose a creer que estaba a punto de producirse un ataque español. La reina católica María de Escocia, después de conspirar durante diecinueve años para arrebatarle a su prima Isabel el trono de Inglaterra, había sido juzgada por conspiración contra la corona, declarada culpable y ejecutada. Y ahora que ya estaba muerta, no parecía haber motivo para una invasión.

El pueblo apareció ante sus ojos, y el coche fue aminorando la marcha para adaptarse al flujo creciente de personas y coches. Era día de mercado, y las hordas de granjeros se reunían en la ciudad. Aquel evento imprevisto se ajustaba perfectamente a los planes de Isabella. A una señal suya, el cochero frenó los caballos y saltó del pescante para abrirle la portezuela.

—¿Está bien aquí, señora?

—Aquí está perfecto —respondió Isabella con una sonrisa halagadora—. Puedes ir con el lacayo a la taberna, si os apetece. Yo tengo para varias horas.

—Le diré al lacayo que os acompañe para llevaros los paquetes, Lady Cullen. —El cochero tenía órdenes del señor Withers de no perder de vista a la señora, porque era la primera vez que se aventuraba a salir sin la compañía de una criada.

Isabella torció el gesto. Ni necesitaba ni quería un guardaespaldas, pero comprendió que era inútil contradecir a aquel leal servidor de Edward. Accedió Brandonmente, revisando a toda prisa su plan.

Anduvo de aquí para allá sin mucho propósito, hasta que encontró el taller de la modista. Le pidió al lacayo que la esperara en la puerta, porque probablemente se iba a pasar un buen rato encargando galas veraniegas, y entró en la tienda, que por ser día de mercado estaba llena de visitantes. La señora Cromley estaba ocupada con otra dienta y no vio entrar a Isabella. Ella se escabulló hacia una puerta tapada por una cortina y se coló por allí, encantada de encontrarse en un almacén con una puerta que daba a un callejón. Todo estaba yendo tan rodado que apenas podía creerlo. Era casi como si Dios estuviera mirando por ella.

Las monedas iban tintineando de un modo reconfortante en su monedero de red mientras se abría camino entre aquellos callejones cubiertos de suciedad. Darle esquinazo al lacayo había resultado fácil, pero encontrar un vehículo que la llevara a Londres iba a ser más difícil. Pero, una vez más, la suerte estaba de su parte. En el callejón se tropezó con un repartidor de vino que estaba descargando su mercancía junto a la puerta trasera de una taberna. Oyó cómo le decía al tabernero, que había salido a pagarle, que se volvía a Londres a cargar más vino en la bodega. Isabella esperó a que se hubieran despedido el uno del otro antes de acercarse al repartidor, que estaba extendiendo afanosamente una lona por el fondo de la carreta.

—Me ha parecido oíros decir que os dirigís a Londres, caballero —le dijo, mientras el tipo se subía al carro.

El repartidor la miró con curiosidad.

—Sí, moza, sí, eso he dicho. ¿Por qué lo preguntas?

—Os recompensaré bien si me lleváis con vos.

El repartidor escupió, despreciativo.

—¿Qué eres, una ramera? Yo soy un hombre casado, y fiel a mi esposa. Tengo una hija que es mayor que tú. Más te vale buscarte a otro.

Isabella se encrespó, indignada.

—Desde luego que no, señor; no soy ninguna puta. Solamente necesito una forma de llegar a Londres, y estoy dispuesta a pagar, en dinero, por el viaje.

El repartidor escrutó a Isabella con los ojos entornados, encontrando altamente sospechoso el acento con el que hablaba el inglés.

—¿Eres extranjera? ¿No serás una espía?

—Soy española, pero podéis estar seguro de que no soy una espía. Por favor —le suplicó Isabella—, necesito desesperadamente llegar a Londres.

—¡Española! Yo no llevo españoles en mi carreta. Lo siento mucho, moza, pero vas a tener que buscarte otra forma de llegar allí —fustigó con las riendas la grupa de sus caballos, y la carreta dio un tirón hacia delante.

Poco dispuesta a aceptar un no por respuesta, Isabella esperó a que el repartidor estuviese entretenido tratando de abrirse paso por la estrecha calleja para trepar al carro y arrastrarse hasta debajo de la lona antes de que el tipo alcanzara a darse cuenta de que llevaba una pasajera. Para cuando el carro logró salir a la abarrotada avenida, Isabella estaba ya cómodamente instalada bajo la lona. Con el calor relajante del sol y el sonido monótono de los cascos de los caballos, enseguida se quedó dormida.

 

 

Londres

Marzo de 1588

La Cámara de Audiencias de la reina era un hervidero de hombres y mujeres elegantemente ataviados de sedas, satenes y brocados. Tanto unos como otras iban suntuosamente engalanados con pelucas empolvadas, anillos en todos los dedos y escarpines con hebillas de pedrería. Pero la estrella que más brillaba en la gran sala era la reina, que reinaba entre sus cortesanos y sus damas. Estaba flirteando descaradamente con un cortesano en particular, un hombre alto y ancho de hombros cuyo semblante tostado daba mudo testimonio de largas horas soportando el sol deslumbrante y el azote del viento. Resultaba evidente que acababa de celebrarse alguna ceremonia, porque la sala estaba llena de dignatarios y consejeros privados.

—"Sir Edward Cullen." Suena bastante bien, ¿no os parece, Sir Cullen? —decía la reina, dándole al pirata picaros golpecitos en el hombro con su abanico.

Madurando pero sin perder la chispa, Isabel tenía debilidad por todos los hombres apuestos de su corte. Pero si se desviaban de su camino o la contrariaban, tenía muchas y muy diversas formas de demostrar su contrariedad, y ninguna era placentera.

Edward le dedicó a la reina una sonrisa genuinamente cálida. Isabel le había mostrado una gratitud ilimitada cuando él le hizo entrega de su parte del botín español. En consideración a su lealtad, le había otorgado el título de caballero a Edward, que ahora era Sir Edward Cullen. Su persecución diligente e implacable de las embarcaciones españolas estaba haciendo engordar las arcas reales.

—Vuestra Majestad es muy generosa —respondía Edward—. No merezco tanto.

—Puede que tengáis razón. Estamos muy satisfechos con vuestra contribución a nuestras arcas, pero aun así muy disgustados por vuestro desastroso matrimonio. ¿Habéis cambiado de opinión sobre nuestro ofrecimiento de disolver vuestro matrimonio con esa española? Os casasteis bajo coacción, si  no nos equivocamos. Lady Jane haría mucho mejor pareja con uno de los héroes más queridos de Inglaterra.

Edward se revolvió incómodo bajo la mirada insistente de Isabel. La reina no estaba complacida con aquel lamentable matrimonio suyo, y no había tardado en manifestarlo. Después de que Edward le explicara cómo le habían obligado a casarse con una española, la reina le ordenó que solicitara la anulación del matrimonio, insistiendo en que no era legal. Pero algún duende perverso de su interior le impedía hacerlo. Esa resistencia de Edward estuvo a punto de hacer que la reina cambiara de opinión y no le otorgara el título de Sir. Pero como el clamor popular estaba de parte de Edward, al final la reina le concedió esa gracia.

—Lady Jane es encantadora —admitió Edward—, sería un honor para cualquier hombre tenerla por esposa.

En realidad, Edward consideraba a Lady Jane una cabrilla loca, muy poco ajena a las pasiones masculinas. Aunque la reina vigilaba con celo a sus damas de compañía, no podía pasarse con ellas todas las horas del día, y muchas veces no estaba al corriente de su reprobable comportamiento.

Isabel le lanzó a Edward una sonrisa complacida. Le molestaba profundamente pensar que uno de sus favoritos se había casado con una española, pero tenía la seguridad de que con los incentivos adecuados Edward llegaría a ver las cosas como ella.

—¿No es Lady jane la que está sentada ahí, del otro latió de la sala? Parece que está sola. ¿Por qué no vais con ella? Nos le hemos prometido a Sir Drake una audiencia en privado. Este asunto de los españoles está empezando a ponerse peliagudo. No tenemos ni idea de por dónde piensa atacar la flota española, ni de cuándo partirá de Lisboa, si es que lo hace. Sir Drake y los almirantes quieren salir con nuestra armada y acabar con ellos antes de que nos tengan a tiro, pero Nos no vemos razón para precipitarse. Preferiríamos mil veces arreglar las cosas mediante una negociación pacífica.

—He hablado con Sir Drake —dijo Edward— y estoy de acuerdo con él. Nuestros informes dicen que nuestra flota está mejor armada y mejor provista de lo que ha estado en mucho tiempo. Si atacamos primero, podríamos destruir su flota antes de que abandone Lisboa.

—Debemos ser cautos —recomendó Isabel—. Primero vamos a hablar con Sir Drake, y luego Nos decidiremos qué rumbo conviene tomar.

—Mi barco está a vuestro servicio, Majestad —ofreció generosamente Edward—. Sólo espero vuestras órdenes.

—Conocemos bien vuestra lealtad, Sir Cullen, quitando esa obstinación vuestra en lo que a vuestro matrimonio se refiere. Ahora os podéis ir; Lady Jane está ansiosa de vuestra compañía.

Edward hizo una reverencia y se apartó de la reina, pero no fue donde Lady Jane. Salió discretamente por una antesala a los jardines que había más allá, evitando deliberadamente a la pertinaz Lady Jane. Desde el día en que llegó a Whitehall, Lady Jane se le había pegado cual sanguijuela sedienta de sangre. Si él buscaba la compañía de alguna otra mujer, era para ver lo celosa que se ponía Jane. Ya había perdido la cuenta de las veces que ella le había invitado a su cama, y una o dos de ellas llegó a pensarse si aceptar tan descarada invitación. Dios sabía que no le faltaban ganas. Pero, para disgusto suyo, algo que estaba más allá de su control le impedía buscar alivio entre las piernas blancas de Jane.

Isabella. Su nombre se le demoraba en los labios como un precioso recuerdo.

Isabella. Isabella.

En sus primeras semanas en Londres Edward había estado muy ocupado, y eso le había dejado poco tiempo para pensar en Isabella. Él y Jasper Hale se habían reunido casi todos los días con la reina y su consejo privado, que escuchaban con avidez la descripción que Jasper hacía de la gran armada que había visto congregarse en Lisboa. Y cuando Edward no estaba bailando al son que tocaba la reina, se hallaba de consulta con notables como Sir Francis Drake y Lord Burleigh. La situación con España se estaba poniendo impredecible, y la reina retrasaba deliberadamente el aprovisionamiento de su flota. Sir Drake no dejaba de lamentarse de no poder estar ya navegando hacia Lisboa para bloquearlos allí en lugar de quedarse parado con la armada en Plymouth.

Antes de que Edward pudiera darse cuenta llegó la Navidad. Tuvo la presencia de ánimo suficiente para enviarle un regalo a Isabella. En el ajetreo de aquellas semanas, Edward llegó a creer que había conseguido sacarse a Isabella de la cabeza, y por eso no entendía qué le estaba impidiendo anular su matrimonio. Decir que a la reina le disgustaba aquella unión era decirlo con palabras muy suaves, aunque al enterarse de las circunstancias se había calmado un tanto. Aun así, seguía molesta con que Edward se resistiera a sus esfuerzos por liberarlo de aquel desafortunado emparejamiento.

Fue entonces cuando Isabel le ofreció a Lady Jane como recompensa por sus servicios a Inglaterra; y era un premio suculento. Lo único que Edward tenía que hacer para recibirlo era deshacerse de su actual esposa. Edward lo estuvo considerando, llegando hasta el extremo de hacerle la corte a Jane, pero luego empezó a encontrar excusas para evitarla. Su pálida belleza rubia podía resultar apetecible para otros, pero Edward se dio cuenta de que él prefería la sensualidad morena de las mujeres de rasgos exóticos, ojos vivaces y lustrosos rizos de ébano, por desgracia trasquilados.

Pasó diciembre y vino enero con su ronda de bailes y celebraciones, y de aburridos musicales en los que la principal figura era alguna diva italiana que cantaba desafinado. Edward visitó antros de perversión con amiguetes que bebían hasta quedarse inconscientes y se despertaban en brazos de rameras. Edward podía frecuentar los peores tugurios de Londres y beber en exceso, pero no se sentía capaz de tontear con rameras. Apostaba sin medida, perdiendo a veces, aunque ganando con más frecuencia, grandes cantidades de dinero. Febrero vino y se fue y marzo trajo consigo la primavera. Las dos únicas veces que se sintió tentado de visitar una casa de citas de alta categoría, terminó jugando a las cartas en el piso de abajo mientras sus amigos se deleitaban con las rameras más finas y más caras de todo Londres. Y una y otra vez maldecía su propia estupidez.

No podía negar que necesitaba una mujer. Lo que le ponía furioso era no poder satisfacerse con cualquiera de ellas. En su afán de liberarse de la imagen de Isabella, había bailado y flirteado en todas las fiestas de la temporada londinense. Sabía que Isabella estaba bien, porque Withers le mantenía informado del bienestar de su esposa. Y, con todo aquello, en Londres Edward se había dado cuenta de un hecho importante: había comprendido que Isabella nunca podría encajar en aquel tipo de vida.

Su belleza exótica y morena delataba su ascendencia española. No la aceptarían ni sus amigos ni la reina. Si en lugar de española fuera francesa habría sido distinto, pero no lo era. El hecho de que Isabella llevara en sus venas la sangre de aquellos a quienes él había dedicado su vida a destruir le resultaba imperdonable. Era un defecto fatal que convertía su matrimonio en una especie de burla. Y aun así no podía negar que los brazos le dolían de ganas de abrazarla, que estaba deseando oír sus gemidos suaves mientras la conducía al éxtasis. Echaba insoportablemente de menos su dulce forma de corresponderle, en la que no había maña ni fingimiento. Si no fuera porque sabía a qué atenerse, habría pensado que estaban hechos el uno para el otro.

Edward sacudió la cabeza para despejársela de tan perturbadores pensamientos. Desear a Isabella sólo le complicaba la vida. Isabel le estaba apremiando a solicitar la anulación, y se imaginaba que tendría que acabar cediendo y casándose con Lady Jane, o con alguna otra igualmente apropiada. Recordó los tiempos en que Isabella le suplicaba que la mandara de vuelta al convento. Probablemente estaría contenta si lo hiciera ahora. No podía estar a gusto en sus circunstancias, arrinconada entre sirvientes hostiles y desatendida. Fijaría una suma de dinero para ella y le daría a elegir entre varios destinos. O quizá, pensó abatido, ella prefiriera volver con su antiguo prometido. Ese era un pensamiento muy poco agradable.

Y no es eso lo que tú quieres, le recordaba una voz interior.

—En todo caso, haré lo que sea mejor para todos —dijo en voz alta.

—¿Con quién diantres hablas, Edward? ¿Qué haces aquí fuera tú solo? —La sonrisa se desvaneció de su cara, reemplazada por un feo ceño—. No te habrás citado aquí con alguna otra mujer, ¿verdad?

—Me ofendes, Jane —protestó Edward, galante—. Sólo buscaba un poco de aire fresco. Ya sabes que tú eres la única mujer que me interesa. —Dios, cuánto le fatigaban las absurdas sutilezas que imponía la sociedad. Habría preferido mil veces poder repantingarse en la cubierta del Vengado; a estar allí regalando frases biensonantes a los oídos de aquella mujer.

Jane sonrió y se le acerco un poco más. Su pelo rubio sin empolvar tenía reflejos leonados y dorados a la luz menguada. Alzó la cara, con los labios separados como una invitación, consciente de que había pocos hombres capaces de resistirse a su belleza. Por desgracia para ella, el imponente Edward Cullen estaba demostrando ser uno de esos pocos. Él no era como la mayor parte de los hombres. Para Jane, el hecho de que ya estuviera casado apenas cambiaba las cosas, porque sabía que la reina Isabel le estaba presionando para que obtuviese la anulación o el divorcio; y qué hombre tendría el coraje de desobedecer a una reina vengativa.

Pero Edward se hacía el difícil a propósito. Unos pocos besos y unas pocas caricias eran lo único que había logrado arrancarle, por mucho que en más de una ocasión intentara atraerlo a su cama. Según los rumores, le habían obligado a casarse, así que Lady Jane no se planteaba siquiera que pudiera estar enamorado de su esposa. Edward rara vez hablaba de la española; sin embargo, Jane no lograba explicarse el misterioso anhelo que alguna que otra vez había descubierto en sus ojos. Pero eso a ella tampoco le preocupaba: estaba convencidísima de que ninguna mujer de piel oscura podía compararse ni de lejos con su propia belleza dorada.

—Conozco un sitio donde podemos estar solos, si te molesta que aquí haya tanta gente —le dijo a Edward en un susurro gutural—. No está lejos. —Le cogió la mano—. Ven, te lo enseñaré.

Edward no se lo pensó más que un instante. ¿Por qué demonios no iba a coger lo que Lady Jane con tanta libertad le estaba ofreciendo? Necesitaba una diversión, y la necesitaba ya. Necesitaba a alguien que reemplazara a Isabella en sus pensamientos. Jane era guapa, tenía buena figura, y no era ninguna virgen pacata. Por decirlo de un modo sencillo, Edward necesitaba descargar su frustración sexual en las suaves carnes de una mujer.

Iba casi pisándole a Jane los talones cuando ella lo condujo a un cenador apartado, situado en la zona más lejana del jardín. Observó que estaba algo desvencijado, señal fiable de que poca gente pasaba por aquel lugar solitario. Poca gente entre la que podía contarse probablemente a Jane y a sus diversos amantes. Y ahora estaba a punto de añadir a Edward a la lista de sus conquistas.

—¿No te estará echando de menos la reina? —preguntó él, entrando en el cenador detrás de Jane. Constató sin mucho interés que en el interior había varios bancos cubiertos con colchonetas descoloridas, y muy pocos muebles más. Los ventanales estaban protegidos con estores de lona, que podían bajarse para asegurar la intimidad.

—La reina ha ido a reunirse con Sir Francis Drake —dijo Jane mientras desenrollaba los estores, sumiéndolo lodo en un mundo de sombras que invitaba a intimar—. No me echará de menos. Tenemos muchas horas para poder divertirnos juntos. —Y, echándole a Edward una sonrisa coqueta, se recostó sugerente en uno de los bancos y tendió los brazos hacia él.

Edward la contempló entornando los párpados antes de acercarse a ella y tomarla en sus brazos. Jane soltó un suspiro feliz. Todo la hacía pensar que muy pronto iba a ser la esposa de aquel apuesto pirata que se había convertido en uno de los héroes de Inglaterra. Se estremeció, delicada, anticipándose deseosa a la rudeza de sus manos. Un hombre que saquea y mata por placer no puede ser un amante suave, y ella estaba dispuesta a convertirse en su esclava. ¿No sueñan todas las mujeres con ser violadas por un apuesto pirata?

Poco a poco Edward despojó a Jane del vestido, desnudando redondeces de un blanco níveo. Hizo una mueca de disgusto, encontrando a Jane pálida y poco atrayente en comparación con la belleza de piel dorada de Isabella. Obligándose a continuar, Edward le desató la enagua y el corpiño y cogió con la mano uno de sus pechos blancos. Jane gimió y le agarró la cabeza, empujándosela hacia sus pechos. Edward correspondió metiéndose el pezón en la boca y pasándole la lengua alrededor.

Estuvo a punto de dar una arcada. La piel de Jane apestaba a perfume del fuerte. Dulzón, empalagoso y oprimente, muy poco seductor para su gusto. O quizá era la mujer en sí la que no le atraía. ¿Volvería algún día a atraerle alguna, después de Isabella? Él lo intentaba. Dios sabía que trataba de quitarse de la cabeza a Isabella. Pero hasta cuando le estaba acariciando y chupando los pechos a Jane, permanecía indiferente a sus gemidos y sus voluptuosos contoneos. Se sentía distante de lo que estaba haciendo, como si lo estuviera contemplando desde fuera.

—Oh, Edward, por favor, ven dentro de mí —jadeó Jane abriéndose de piernas y tendiéndose hacia él. Pero cuando sus dedos ansiosos se cerraron en torno a él, se sobresaltó y lo miró completamente confundida—. No estás a punto. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?

Edward se echó hacia atrás, asqueado. No había nada que Jane pudiera hacer para ponerlo a punto para ella. Cómo iba él a forzarse a hacer algo que su cuerpo no deseaba. Aquello nunca le había ocurrido hasta entonces, y no le gustó. ¿Qué tipo de hechizo le había echado la bruja española? Siempre se había sentido orgulloso de su buena disposición para el sexo. Su capacidad sexual nunca le había suscitado la menor duda, y con frecuencia había alcanzado y proporcionado satisfacción varias veces en una noche. Pero tampoco habría sido justo echarle a Lady Jane la culpa de aquella carencia suya; probablemente le habría ocurrido lo mismo con cualquier mujer que no fuera Isabella.

—Esto es un error —dijo Edward, tratando de desprenderse de las garras de Jane.

Pero ella no se lo consentía. Le hurgó entre la ropa hasta dar con su flácida hombría. Antes de que Edward pudiera darse cuenta de lo que pretendía, se la sacó del pantalón y se la metió en la boca.

—¡Por todos los infiernos! —Él se estremeció intensamente, alzándose y endureciéndose al instante—. ¿Dónde has aprendido esas triquiñuelas de ramera?

Cuanta más diligencia ponía Jane en trabajárselo, más se encolerizaba Edward. A él no le manipulaba nadie sin su permiso, y no estaba dispuesto a consentir que aquella perrilla descocada lo hiciera. La agarró por los hombros y la apartó sin miramientos. Jane se cayó de culo y abrió los ojos con incredulidad. Su sorpresa se transformó enseguida en rabia.

—Pero ¿qué tipo de hombre eres tú, Edward Cullen? ¿O es que ni siquiera eres un hombre? Estabas casi a punto. ¿Preferirías hacerlo por la fuerza? Al fin y al cabo eres un pirata, y he oído que tratáis de un modo brutal a las mujeres. Si prefieres violarme, por mí encantada. Tómame con toda la rudeza que quieras, sé todo lo brutal que te apetezca, que no voy a protestar. —El sólo pensamiento la dejaba sin aliento de pura ansia.

El semblante de Edward adoptó una expresión fría mientras se levantaba del banco y se alisaba apresuradamente la ropa.

—A mí no me gusta hacer daño a las mujeres. Como te decía antes, esto ha sido un error.

Jane se revolvió contra él, con la cara terciada de rabia.

—¿Es así como piensas tratarme cuando nos hayamos casado? No lo voy a poder soportar, Edward. ¿Qué te ha hecho esa ramera española?

—Ojalá lo supiera —murmuró Edward, distraído—. Cuando tú y yo nos casemos, si es que nos casamos, no tendrás ninguna queja de mi rendimiento.

Jane sonrió con coquetería.

—Entonces ven y demuéstramelo. Te he sentido endurecerte en mi boca; sé que me has deseado.

—Bueno, soy humano —replicó Edward—. Pero éste no es ni el momento ni el lugar. Soy tan orgulloso que quiero ser yo quien elija el momento y el lugar. Quizá sea mejor que volvamos a la Cámara de Audiencias antes de que nos echen en falta. Nuestra buena reina puede convertirse en una leona si descubre que una de sus damas ha perdido la compostura. Conmigo ya está disgustada. No hay necesidad de que tú también te ganes su ira.

—No se habría disgustado contigo si hubieras accedido a dejar a tu esposa española para poder casarte con una mujer inglesa —rezongó Jane, irritada.

Edward soltó un profundo suspiro de hartura. Todo aquello ya lo había oído antes. Y no sólo de la reina. También de sus amigos.

—No empecemos otra vez con eso. Mi matrimonio no es tema de debate público. ¿Estás lista para volver a la fiesta?

—Estoy hecha una facha —se quejó Jane, intentando sin éxito volver a ponerse el pelo como lo tenía antes de entrar en el cenador. Al final desistió y se conformó con darle un aspecto ordenado. Cuando ella y Edward entraron en la Cámara de Audiencias de la reina, daba la impresión de que acababan de regresar de un encuentro ilícito.

 

 

Isabella permaneció al borde de la multitud. Hacía sólo un momento que había llegado a Whitehall. El lacayo al que le dijo que era Lady Cullen la encaminó hacia la Cámara de Audiencias, informándola de que la reina acababa de hacer Sir a Edward Cullen y de que allí se encontraba reunida la corte entera para celebrar la ceremonia en honor de su esposo. Cuando Isabella llegó, la sala estaba abarrotada de gente, todos ricamente ataviados con todo tipo de galas cortesanas. Se sintió insignificante y fuera de lugar con su falda de terciopelo arrugada del viaje y su melena sin empolvar. Escudriñó la estancia buscando a Edward, pero no lo encontró. Se pegó un buen susto al sentir que alguien le ponía la mano en el hombro. Volviéndose bruscamente, se llevó una sorpresa mayúscula al ver la negra silueta de un cura jesuita cerniéndose hacia ella.

—Perdona que te haya asustado, hija mía, pero no he podido evitar darme cuenta de que eres española. ¿Qué estás haciendo tan lejos de tu tierra? En estos momentos la corte de la reina Isabel no es lugar para una española. Se están calentando cada vez más los humos contra vuestros paisanos. —El fluido español del jesuita sonaba como música en los oídos de Isabella.

—¿Venís de España? —le preguntó, esperanzada.

—Sí. Me han enviado a Inglaterra con una delegación de jesuitas para convencer a la reina hereje de que deje de oprimir a la población católica de Inglaterra. También traemos garantías del rey Felipe y del Papa de que España no tiene intención de tomar represalias por el asesinato de María Estuardo, por más que lo condene una desviación tan flagrante de la justicia y un acto tan reprobable a los ojos de Dios. ¿Y qué estás haciendo tú aquí, hija mía?

—Es una larga historia, Padre —dijo Isabella con un suspiro.

—Pareces perdida. Ven conmigo. Te presentaré al resto de nuestra delegación, y así nos cuentas lo que te ha traído a este país. Es mejor que permanezcamos todos juntos en esta corte inmoral.

De pronto Isabella vislumbró a Edward, y el aliento se le ahogó dolorosamente en la garganta. Lo vio entrando en la sala por una puerta que había en el otro extremo, acompañado de una hermosa mujer que se agarraba posesivamente de su brazo. Una mujer joven, rubia, regia, con la encantadora melena alborotada de un modo inconfundible. Los ojos de Isabella volvieron a posarse en Edward, que tenía aspecto de haberse vestido deprisa y corriendo. Llevaba la ropa torcida, y parecía ensimismado. A Isabella se le ocurrió pensar que había visto esa expresión de su cara muchas veces… después de hacer el amor. Apretó los puños. Dios, ¡quería matar a aquella mujer!

—¿Qué te pasa, hija? —le preguntó el cura, siguiendo la mirada de Isabella hasta Edward y Lady Jane.

—¿Quiénes son ésos? —inquirió Isabella, señalando con un gesto de la cabeza hacia donde estaba Edward.

El cura frunció con fuerza el ceño.

—Esos son el feroz pirata Edward Cullen y su puta, Lady Jane Carey. Él ha mandado más galeones españoles al fondo del mar que ningún otro hombre en la Historia. Se dijo que había encontrado la muerte en La Habana, pero hace poco apareció en Inglaterra, vivito y coleando. Ha causado sensación en la corte. La reina siente predilección por él. Hoy le ha otorgado el título de Sir por su lealtad hacia Inglaterra.

A Isabella se le cayó el alma a los pies. Había hecho Sir a Edward, y ella ni siquiera se había enterado. Estaba claro que él había decidido olvidarse de que tenía una esposa. Ella no era más que un estorbo para él. Cuando vio que Lady Jane le susurraba al oído a Edward algo que le hizo reír, tuvo que contener un sollozo.

—Olvídate de esta gente impía, hijita. Ven con nosotros. Rezaremos juntos por la conversión de Inglaterra al catolicismo.

Demasiado desconsolada para oponerse, Isabella siguió dócilmente al cura fuera de aquella sala, lejos de Edward y su amante.

 

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GRRRRRR SI YO FUERA ISABELLA, ME LE LANZABA A LA YUGULAR DE JANE Y DESPUES LA DEJABA EN MEDIO DE LA CORTE PARA QUE MURIERA DESANGRADA, JAJAJAJAJA SI LADY JANE ES UNA DAMA (YO SOY UNA SANTA) JAJAJAJ MALDITA BRUJA, ELLA Y LA REYNA SON UNAS DESGRACIADAS, ESPEREMOS QUE EDWARD NO DECIDA ANULAR SU MATRIMONIO

 

LAS VEO MAÑANA BESITOS

Capítulo 14: TRECE Capítulo 16: QUINCE.

 
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