EL VENGADOR (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 20/10/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: NO
Votos: 22
Comentarios: 213
Visitas: 26120
Capítulos: 16

UN PIRATA SIN ESCRUPULOS…

El aristócrata inglés Edward Cullen, conocido como El Diablo, atacaba sin piedad a todas las naves que cruzaban el océano Atlántico buscando vengarse por los cinco años de brutal cautiverio que había pasado a bordo de un barco español. Cuando su barco abordó el Santa Cruz, encontró la ocasión perfecta para llevar a cabo esa venganza: una inocente dama española, recién salida del convento, cuyo cuerpo podía hacer suyo para de ese modo humillar a su gente. Pero pronto Edward se encontró dividido entre el deseo de venganza y la pasión que ella le provocaba.

 

Una extraña cautiva….

 

La vida de Isabella Swan cambió de forma traumática cuando su padre le informó que había acordado su matrimonio con el poderoso gobernador de Cuba, y que por lo tanto tenía que dejar el convento en el que había vivido hasta ahora y en el que era feliz. Su situación no mejoró con el repentino abordaje que sufrió su barco en aguas del Caribe. Pero aunque temía por su suerte a manos de aquel poderoso y temible pirata, Isabella luchaba contra el desbordante deseo que él le inspiraba, con aquellos ojos azules como el mar y aquel cuerpo flexible cuyos músculos parecían sacados de la estatua de un dios griego. Por más que se estuviera haciendo pasar por monja, las encendidas emociones que sentía entre los fuertes brazos de Edward eran cualquier cosa menos santas, y fueron consumiendo la cólera que los separaba hasta que no tuvieron más remedio que rendirse a sus sentimientos...

 

Adaptacion de los personajes de Crepusculo con el libro "Pirate's arms" de Connie Mason

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Capítulo 14: TRECE

A Isabella su habitación le resultó muy agradable. Era luminosa y bien ventilada y había sido amueblada por una mano delicada y femenina, dándole a Isabella la impresión de que ya había pertenecido antes a una mujer. Había una puertecita que daba a un vestidor que aún no había explorado. Las ventanas miraban a un jardín de rosas que, en verano, debía de ponerse espectacular, con mil colores floreciendo. Más allá quedaba el huerto, cuyas majestuosas ramas le daban un aire de tesoro frutal. Un fuego que le crepitó alegremente en el corazón hizo a Isabella sentirse muy agradecida. Aquel clima inhóspito hacía que se le congelasen los huesos. Nunca iba a lograr acostumbrarse al mal tiempo que hacía en Inglaterra, reflexionó apesadumbrada.

Isabella todavía estaba contemplando aquellas llamas danzarinas cuando Daisy entró en la habitación sin siquiera preocuparse de llamar a la puerta.

—El capitán Cullen ha dicho que voy a ser vuestra doncella. —Miró el pelo y la vestimenta de Isabella con desagrado—. Si vuestros baúles han llegado, los voy desempaquetando y os elijo algo apropiado para que os pongáis esta noche. Pero dudo que se pueda hacer algo con esos pelos. ¿Se lleva así en España? Como buena española, sois toda renegrida, y tenéis un acento atroz. No me puedo creer que el capitán Cullen se haya casado con alguien como vos.

Isabella se armó de todo su orgullo. No se avergonzaba de ser española.

—Pues sí, soy española. Nací en Cádiz. Y en cuanto a mis baúles, no tengo ninguno. No tengo más que lo que ves. Si quieres hacer algo, puedes coger este vestido que llevo puesto y hacer que quede presentable hasta que me puedan hacer otros. De mi pelo ya me ocupo yo, que estoy acostumbrada a arreglármelo sola.

En lugar de ayudar a Isabella en su aseo, Daisy se quedó de pie con los brazos cruzados observándola con desprecio.

—Los criados apuestan todos a que sois la puta del capitán, y no su esposa. Todo el mundo en la casa, o en Inglaterra entera, mejor dicho, sabe lo mucho que desprecia a los españoles.

Isabella saltó hacia atrás como si la hubiese golpeado.

—¡Cómo te atreves! Sal de aquí y no vuelvas más.

Daisy hizo un amago de reverencia ante Isabella y se largó. No se arrepentía de sus palabras. No hacía otra cosa que repetir el rumor que circulaba de forma generalizada entre los criados. Lo que pasaba era que ella era la única con el descaro suficiente para enfrentarse a la española en su papel de señora de la casa del amo. Se apresuró a bajar las escaleras y se dio de bruces contra Edward, que justo acababa de entrar en casa. Él la rodeó con los brazos para evitar que ambos se cayeran.

—Daisy, tienes que tener más cuidado —la previno Edward mientras la ayudaba a recuperar el equilibrio.

Aunque estaba distraído, se dio cuenta de que ella tenía las mejillas ruborizadas y los ojos brillantes.

—¿Ha pasado algo? No habrá sido con la señora, ¿verdad?

Como si fuese una actriz consumada, Daisy empezó a temblar y apretó las manos con angustia fingida.

—Me temo que he hecho enfadar a la señora. Me ha despedido y me ha dicho que no vuelva. —Con todo el descaro del mundo, se apretó contra Edward y logró que le saliera una lágrima del ojo—. He hecho todo lo que he podido para complacerla, Capitán. —Levantó la mirada y se puso a pestañear con aquella cortina de largas pestañas doradas.

Daisy sabía que era muy guapa y que tenía una figura atractiva, y les sacaba todo el partido posible a sus encantos para flirtear abiertamente con Edward.

Edward frunció el ceño preguntándose qué demonios habría hecho Isabella para disgustar a la joven sirvienta. Daisy temblaba como una hoja entre sus brazos y parecía verdaderamente angustiada. Él le dio unas torpes palmadas en la espalda.

—No te preocupes, Daisy, yo hablaré con la señora. Mientras tanto, encárgate de indicarle a la modista cuando llegue a qué habitación tiene que ir. Mi esposa necesita con urgencia ropa adecuada, y cuanto antes comience la modista, mejor.

—Me encargaré de ello, Capitán —dijo Daisy luciendo el bonito hoyuelo que tenía en la mejilla—. Si hay algo más que pueda hacer por vos, lo que sea —enfatizó, haciéndole ojitos abiertamente—, hacédmelo saber. Será un placer estar a vuestra disposición para lo que podáis desear.

Al principio Edward no había captado las segundas intenciones de Daisy, porque estaba demasiado disgustado por lo mal que estaba cayendo Isabella entre sus criados. Pero cuando le quedó claro que se le estaba insinuando, se la quedó mirando sorprendido. Daisy vio cómo se le encendía a Edward el semblante y bajó la vista con timidez. Entonces, hizo una reverencia y salió corriendo a contarle al resto de la casa cómo había sido su encuentro con la esposa del señor, si es que de verdad era su esposa.

Edward se quedó mirando el vaivén de las caderas de Daisy mientras ésta se alejaba, riéndose divertido. ¿Cómo se le habría pasado por la cabeza a aquella chica que podía interesarle, cuando él tenía a alguien como Isabella?

 

 

La modista llegó a su hora, y antes de irse prometió que el primero de los vestidos de Isabella lo tendría listo al día siguiente. Isabella estaba muy agradecida de que la mujer hubiera traído muchas muestras de terciopelo y de lana, porque los días de invierno prometían ser los más fríos que ella hubiera conocido en toda su vida. Eligió el terciopelo rojo intenso, la lana azul oscura y otros dos trajes de telas igualmente sólidas y calentitas. Edward, de antemano, ya le había indicado a la modista que incluyera los camisones oportunos, algunas capas forradas de piel y otras capas más ligeras. También tenía el encargo de incluir guantes y enaguas de varios colores.

Si aquella modista parlanchina tenía algún sentimiento negativo hacia la esposa española del capitán Cullen, fue lo bastante prudente como para no exteriorizarlo. Los negocios en la pequeña aldea de Haslemere no eran nada del otro mundo, y el mecenazgo de Edward era muy apreciado por allí. Aun así, Isabella no pudo evitar darse cuenta del extraño modo en que la señora Cromley y la joven que la ayudaba la miraban cuando creían que Isabella no las veía.

Cuando la señora Cromley y su pequeña y tímida ayudante se marcharon, Isabella cepilló y sacudió su traje y lo tendió sobre la cama, listo para lucirlo en la cena. Por un instante deseó haber podido ponerse algo elegante, hasta que recordó que no hacía tanto tiempo había estado bien satisfecha con su hábito gris y su toca blanca, que le tapaba todo menos la cara. Edward la había transformado en tantos aspectos que no era capaz ni de enumerarlos siquiera. Aunque, según su punto de vista, no todos los cambios habían sido para mejor.

Al poco, los criados aparecieron con una bañera, e Isabella se dio un baño con toda la calma del mundo. Después se vistió y se pasó un cepillo por los rizos trasquilados. Daisy no volvió, lo cual dejó a Isabella bastante indiferente. No necesitaba a aquellos criados engreídos de Edward que criticaban su forma de hablar y la comparaban con las mujeres inglesas. Cuando el reloj del vestíbulo dio las ocho, Isabella empezó a bajar por las escaleras. Estuvo a punto de parársele el corazón cuando vio a Edward esperándola en el rellano de abajo.

Le pareció que estaba escandalosamente guapo, de un modo muy masculino, con aquellas facciones tan duras y descaradas bronceadas por el sol y el viento y aquel cuerpo tan ágil y musculoso, tonificado por la actividad física. Iba vestido de manera informal, con unas calzas, unos bombachos y un chaleco. Si se hubiera puesto sus mejores galas, la habría dejado a ella en ridículo con su vestido todo desgastado. Cuando llegó al último escalón, él le tendió el brazo.

—Había pensado que lo mejor sería una cena informal en la biblioteca con unas bandejas delante del fuego —dijo Edward—. El comedor es una sala muy grande que intimida un poco. Pueden cenar allí cincuenta personas fácilmente.

Isabella lo miró a través de una cortinilla de pestañas de azabache.

—Gracias Edward, agradezco tu consideración. En España no somos tan formales como vosotros, los ingleses. En casa de mi padre, cuando hacía bueno, cenábamos a menudo en la terraza o en el patio.

Entraron en la biblioteca, una sala acogedora iluminada por un fuego crepitante. Las paredes estaban forradas de estanterías de libros, todas llenas de volúmenes encuadernados en cuero. Inspiró para apreciar el olor del cuero y de los muebles encerados, y decidió que por más elegantes que pudieran ser las demás habitaciones, aquélla iba a ser siempre su preferida. Edward la condujo hasta una de las butacas tapizadas que estaban colocadas una al lado de la otra y la ayudó a sentarse. Luego, acercó dos mesitas y se acomodó en la butaca que había junto a ella.

Como si hubieran estado esperando justo ese momento, los criados entraron y sirvieron la cena. Lo que les sirvieron era la típica comida insípida inglesa, de la que Isabella comió más bien poco, haciéndola bajar con un vino exquisito. Edward picoteó apenas de su comida pero bebió copiosamente, sin apartar la mirada de los ojos entornados de Isabella. Isabella, con descaro, lo miró a los ojos, y encontró en ellos una mirada silenciosa llena de rabia, pena y deseo.

—Daisy me ha dicho que la has echado —empezó a decir Edward una vez que la cena había sido recogida y los criados se habían retirado—. ¿Te ha disgustado de alguna manera? ¿Quieres que te elija a otra doncella? Tal vez debería despedirla.

Lo último que quería Isabella era darles a los criados un motivo más para que la odiasen.

—Es que yo estaba tensa y cansada. Por mí, no hace falta que la despidas.

Edward asintió, comprensivo.

—Eso fue justo lo que pensé. Como ya te he dicho antes, debes aprender a llevarte bien con los criados. Si no te respetan, vas a conseguir que hagan muy poco. Todos vienen de buenas familias inglesas y son de confianza. No siempre voy a estar yo aquí para hacer de colchón entre la servidumbre y tú. Si surgen problemas, tendrás que arreglártelas tú sola.

La idea de quedarse sola le producía a Isabella en las tripas un sentimiento de caída libre.

—Edward, tal vez deberías mandarme de vuelta a España. Yo no soy de aquí. Tú no me quieres y tu gente me odia. ¿Por qué insistes en semejante tortura para ambos?

El azul de los ojos de Edward se cristalizó en dos diamantes.

—Estamos casados, ¿o es que ya se te ha olvidado? No voy a permitir que te marches, Isabella; olvídate.

—Pues no lo comprendo. —Ella estaba profundamente confundida.

—Ni yo —replicó Edward, observando sin mucho afán el bailoteo de las llamas. Su franqueza la sorprendió—. Brujería pura —dijo como para sí—. Pero, a pesar de todo —continuó, ya más claramente—, eres mía, y vas a seguir siendo mía. ¿De verdad piensas que tu padre quiere que vuelvas después de haber abandonado a tu prometido? —se rió con amargura—. Yo no lo creo. Por lo menos, aquí puedo tenerte a salvo y saber que no te va a faltar nada.

Excepto tu amor, pensó Isabella en silencio. No eres capaz de darme tu amor, y eso es lo único que quiero de ti.

Isabella se levantó de pronto con la intención de marcharse, pero Edward la sujetó del brazo y la obligó a quedarse sentada.

—¿Me das tu palabra de que vas a tratar de llevarte bien con los criados?

Isabella asintió. Edward, satisfecho, la soltó. Tocarla era una auténtica tortura. Se sentía arrastrado a caer en la telaraña de su seducción, y sus anteriores experiencias con Isabella le habían demostrado que no era lo suficientemente fuerte como para resistir el poder arrebatador que ella ejercía sobre sus sentidos. Acordarse de que Isabella era española y evocar su odio por todos aquellos que llevaran sangre española no le servía para acallar el anhelo imperioso que sentía de su sensual esposa. Lo que más hubiera deseado era ser capaz de dejarla marchar y olvidarse de ella.

Porque habría sido muy fácil mandarla de vuelta con su padre o enviarla a un convento que no tuviese remilgos a la hora de admitirla en la orden. Una caldera humeante de resentimiento le hervía a Edward en las entrañas. Le estaba pasando algo que no le gustaba y que no era capaz de controlar.

—Me voy por la mañana, Isabella. No sé cuándo volveré. Londres no está tan lejos de la Residencia de los Cullen. Estaré en contacto con Withers y con Forsythe, y así ellos podrán mantenerme al corriente de si estás bien. Si necesitas cualquier cosa, pídesela a Withers; mañana pasará a conocerte. Puedes irte de compras al pueblo, si así lo deseas. Puedes apuntar todo lo que se te antoje a mi cuenta.

Aquellas palabras sonaron del todo frías e impersonales. ¿Acaso todos los maridos y mujeres de Inglaterra llevaban vidas separadas? Ella apenas si sabía nada acerca del matrimonio. ¿Es que Edward no se daba cuenta de lo mucho que ella lo amaba? Estaba segura de que él se sentía atraído por ella. ¿Cómo iba a hacerle el amor con tanta ternura si no sintiera nada por ella? Él la quería; ella veía cómo él se desesperaba por tenerla, en las ardientes profundidades de sus ojos azules y en el calor tórrido que emanaba por todos sus poros. Y a ella le pasaba lo mismo. ¡Dios! Si con sólo mirarlo se le hacía la boca agua.

—Te deseo buen viaje, Edward —esas palabras frías traicionaban el resentimiento que le hervía a ella por dentro—. ¿Estarás aquí en Navidades?

La mirada de hielo de Isabella dejó a Edward maltrecho. Maldita sea, resistirse a ella le costaba, toda su fuerza de voluntad.

—Vete a la cama, Isabella —farfulló, luchando por la supervivencia de su alma. Si perdía la batalla, perdería para siempre la vida que siempre había conocido y a la que se había acostumbrado—. No tenemos nada más que hablar. En cuanto a las Navidades, es poco probable que venga a pasar las vacaciones.

—Eres un imbécil, Edward Cullen —siseó Isabella entre los dientes apretados—. Evitarme no te va a servir de nada, y mentir acerca de lo que sientes es una falta de honradez. No engañas a nadie más que a ti mismo.

Edward cerró los ojos sufriendo el impacto de las acusaciones de Isabella con una calma pétrea. Dios, ¿cómo podía ella saber todo eso? Cuando abrió los ojos, Isabella ya se había marchado.

Las palabras de Isabella le tocaron la libra sensible a Edward. ¡Maldita sea! ¿Acaso le estaba haciendo sentirse como un imbécil a propósito? Su mirada se posó en el coñac y los vasos que Forsythe precavidamente había colocado sobre el escritorio y se sirvió a sí mismo una dosis generosa. Le bajó tan suavemente que se sirvió otro tanto. Para cuando se hubo terminado la tercera copa, estaba dando traspiés y compadeciéndose a sí mismo. ¡Maldita sea! Su vida había pegado un giro inesperado. Él nunca había pedido tener esposa, y ahora que la tenía no sabía qué hacer con ella.

Lo que sabía era que aparecer en la corte con una esposa española a su lado era exponerse a una catástrofe. Habría sido una tontería pensar que la reina le iba a dar la bienvenida a Isabella sin poner inconvenientes. A Edward le iba a costar lo suyo explicarle a Isabel lo de Isabella. Ya debía de estar al tanto del casamiento, y estaría esperando con impaciencia que le diera una explicación. Durante su última visita a Londres, la reina había insinuado que estaba buscando alguna joven aristócrata apropiada para que se casase con él. Edward suspiró. En aquel momento tenía el corazón demasiado malherido como para pensar en la posible reacción de Isabel ante su repentino casamiento.

Se levantó con dificultad y se fue a buscar refugio en su cama.

 

 

Isabella se desnudó hasta quedarse en combinación y trepó a la cama. Trató de dormir, pero tenía el corazón demasiado atormentado y la mente acuciada por problemas insalvables y, a pesar del fuego de la chimenea, estaba tiritando de frío. La vida en el convento era tan simple y sin complicaciones, suspiró, acordándose de aquellos tiempos en los que había sido más feliz. ¿Por qué Dios no la había encontrado digna de dejarla allí a vivir en paz? ¿Por qué la había mandado Él a un mundo de peleas y confusión y la había hecho enamorarse de un hombre tan irritante como Edward Cullen? Si Dios había querido que amase a Edward Cullen, ¿por qué no había hecho que Edward también se enamorara de ella? Todo le resultaba muy confuso.

Se recostó en la cama y observó el baño de luces y sombras que había en el techo. En algún lugar lejano, oyó un sonido de algo que se arrastraba, pero no le prestó mucha atención. En una casa tan grande como aquélla, siempre había actividad de algún tipo, incluso bien entrada la noche. Isabella no habría sabido señalar en qué preciso momento se dio cuenta de que no estaba sola. Se incorporó sobre un codo y oteó la puerta. Nada. Girando el cuello, miró hacia el vestidor.

La puerta estaba entreabierta. Edward estaba de pie asomado, iluminado por un haz de luz que venía de una lámpara que había a su espalda. Le costó darse cuenta de que la habitación de Edward comunicaba con la suya a través del vestidor. Detrás de él, podía verse su habitación.

El nombre de Edward salió de los labios de Isabella con un suspiro tembloroso. No le veía la cara, ya que la luz de detrás dejaba todo a oscuras menos su silueta musculosa. Estaba en equilibrio sobre las puntas de los pies, con los músculos en tensión y los puños apretados.

—Tú tienes razón, Isabella, soy un imbécil —balbuceó él arrastrando las palabras. A Isabella se le disparó el corazón, pero las siguientes palabras que él dijo hicieron desvanecerse sus esperanzas—. Soy un cretino por permitir que me influyas de un modo que no soy lo bastante fuerte para resistir. —Entró en la habitación e Isabella tragó saliva con dificultad.

Estaba desnudo. Total y gloriosamente desnudo, con la hombría erecta en toda su magnitud.

A Isabella se le secó la boca y se pasó la lengua por los labios.

—No era eso lo que yo quería decir. Te llamé imbécil porque niegas lo inevitable. Lo que los dos queremos. ¿Es que no ves más allá de tus narices? ¿No te das cuenta de que yo te a…? —dejó la pregunta sin acabar.

¿De qué iba a servir que supiera que ella lo amaba? Él era incapaz de ver más allá del odio que sentía por su sangre española.

—Yo no tuve nada que ver con la muerte de tus familiares.

Edward trató dos veces de volver a su habitación, y las dos veces fracasó. Isabella y su cama lo atraían como el olor de la miel atrae a los osos, que se desesperan por el dulce manjar a pesar del riesgo que conlleva. La recompensa prometida bien valía el esfuerzo.

Cuando Edward se tambaleó ligeramente, Isabella se dio cuenta de inmediato de que no estaba sereno.

—¡Estás borracho!

Edward soltó una risilla.

—No demasiado.

La cama acusó el peso de él. Le dedicó a Isabella una sonrisa poco firme y le arrancó a jirones los pololos. La tela raída cedió enseguida, y los arrojó a un lado. Abrazó a Isabella dejándola sentir el extremo erguido de su deseo.

—Por lo menos esto siempre nos sale bien —declaró—. Perderme en tu dulce cuerpo hace que me olvide de quién eres y de lo que soy yo —gruñó mientras le restregaba la erección por el vientre y le hundía el rostro entre los pechos. ¡Dios santo, qué bien olía!

—Yo soy una mujer, y tú eres un hombre —apuntó Isabella. Su cuerpo no necesitaba demasiada provocación para responder al tacto de Edward—. Y somos marido y mujer. Sólo con que te dejases de…

Él interrumpió su discurso con un beso abrasador. No quería oírla. Se negaba a atender a lo que su corazón le decía. Si les hiciera caso a Isabella y a su corazón, pronto dejaría de ser el Diablo, y aún no estaba preparado para eso. Y tal vez nunca llegase a estarlo. Por el bien de su cordura, necesitaba recordar en todo momento que él era un hombre que se guiaba por el odio hacia sus enemigos españoles. Tenía la intención de seguir siendo ese hombre por mucho tiempo.

El proceso mental de Edward se vino abajo por completo cuando el deseo desenfrenado por su esposa española se manifestó en el doloroso endurecimiento de su entrepierna. Maldita sea. Isabella hacía que se le disparara el pulso y ponía a prueba su capacidad de dominarse. Con sólo mirarla, la deseaba con el calor de las llamas del infierno. Debería haberla mandado de vuelta con su padre después de haberle quitado la virginidad en lugar de habérsela quedado de forma egoísta para su propio regocijo. O, mejor aun, debería haber echado un simple vistazo a sus ojos inocentes y no haberla tocado en absoluto. Aunque, si la suerte estaba de su lado, aquella misma noche se saciaría de ella y se iría a Londres con la mente despejada y el cuerpo complacido. En la atmósfera de la corte de la reina Isabel, tan cargada de tensión sexual, le sería fácil olvidar que tema esposa, se dijo a sí mismo.

Incapaz de esperar ni un segundo más, Edward se lanzó a separarle las piernas a Isabella, apretó las caderas y empujó con fuerza. En el instante en el que sintió el calor resbaladizo de ella a su alrededor, se olvidó de sus oscuros pensamientos y dejó que el placer se apoderase de él. Era un tipo de placer que sólo Isabella sabía darle. Agachó la cabeza y le chupó los pezones.

Isabella jadeaba y gritaba, queriendo desesperadamente ser para Edward algo más que un cuerpo caliente. De repente, se le desvanecieron los pensamientos. La carrera hacia el éxtasis era demasiado arrebatadora, y explotó en un clímax violento. Cuando él hubo obtenido todo lo que ella tenía para darle, la agarró del trasero y empujó de forma salvaje. Su propia explosión no fue menos turbulenta que la de Isabella.

Isabella volvió en sí poco a poco, sintiéndose profundamente saciada. Miró a Edward y vio que parecía estar tan desbordado como ella.

—Edward…

Él abrió los ojos lentamente, muy confundido, como si la estructura entera de su vida se hubiera desmoronado y él acabara de darse cuenta de algo demasiado preocupante como para compartirlo.

—¡Maldita sea! —Saltó de la cama y se la quedó mirando como si todo su mundo se estuviera viniendo abajo—. ¡Tengo que marcharme de aquí! Me has arrancado el alma del cuerpo. ¡Ya no me reconozco a mí mismo!

—Pero Edward, ¿qué te pasa?

—Me voy, Isabella, me voy ahora mismo. Seguiremos en contacto por medio de un mensajero.

Se pasó los dedos por el alborotado pelo rubio y se dio media vuelta, musitando entre dientes algo de las esposas y de un hechizo. Se fue por donde había venido, por el vestidor, dando portazos a su paso.

Poco después, oyó un repicar desbocado de pasos que bajaban las escaleras y se dio cuenta de que Edward había hablado en serio. Era cierto que tenía intención de marcharse en mitad de la noche, sin importarle los bandoleros ni los demás peligros que pudieran acecharlo de camino a Londres. ¡Dios santo! Era como si se hubiera asomado al infierno y estuviera huyendo para salvarse.

 

 

A la mañana siguiente, Isabella durmió hasta tarde. Se había quedado despierta durante horas con la esperanza de que Edward cambiara de parecer y volviera pero por lo visto al final le sobrevino el sueño. El débil sol de la mañana entraba por las ventanas cuando Daisy la despertó bruscamente de un sueño profundo.

—El capitán se ha ido —la acusó Daisy llena de reproches—. Es raro que un recién casado abandone a su esposa tan pronto. Resulta evidente que no lo complacéis.

La sonrisa petulante le desapareció de los labios y se le quedaron los ojos como platos al ver los pololos rasgados de Isabella tirados en el suelo a un lado de la cama. Trató de ocultar su sorpresa mientras recogía la prenda rasgada y se la colgaba de un brazo.

—¿No querréis que os los cosa?

Isabella bufó, iracunda:

—Eres una descarada que no conoce el respeto. —Si no lograba poner a Daisy en su sitio, ya nunca iba a poder controlar a ninguno de los criados—. Por supuesto que quiero que me los cosas. Y quiero que me los devuelvas antes de una hora.

—Tendréis que hablar con más claridad —la provocó Daisy—, vuestro inglés resulta difícil de entender —le dijo y salió tan campante por la puerta, meneando con todo su garbo las caderas.

Isabella estaba que echaba chispas de impotencia y de rabia. Nunca se había sentido tan insultada. Y por herejes ingleses, nada menos. Por si fuera poco, Daisy la hizo esperar casi dos horas antes de devolverle los pololos zafiamente remendados.

Después del desayuno, la modista llegó con el primero de sus vestidos. Cuando Isabella recibió al administrador de Edward, tenía un aspecto arrebatador con aquel traje de terciopelo rojo intenso que le acentuaba las esbeltas curvas con grandiosa elegancia.

Clyde Withers no era como Isabella había esperado. Era bastante joven, no mucho mayor que Edward, que lo había contratado al poco de que volver de Londres tras los años que pasó de cautiverio. La reina le había devuelto a Edward sus propiedades casi de inmediato, y necesitaba a alguien que se encargase de ellas mientras él andaba por ahí saqueando galeones españoles. Withers era un hombre intenso, fornido y capaz, un rubio bien parecido y de naturaleza seria. No parecía tener más interés que los negocios cuando fue recibido por Isabella en la biblioteca, que era la única habitación aparte de su dormitorio en la que se sentía a gusto.

—Vuestro marido me dio instrucciones muy específicas antes de marcharse, señora Cullen —dijo Withers con aire cohibido—. Si necesitáis cualquier cosa, debéis acudir a mí y yo me encargaré de lo que sea.

—¿Dijo mi marido cuánto tiempo va a pasar en Londres? —Le irritaba tener que preguntarle a un desconocido lo que debía haber sabido por boca de Edward.

—No, pero prometió que estaríamos en contacto a través de un mensajero. Estoy seguro de que estáis al corriente. El capitán rara vez se queda en el campo cuando está en Inglaterra. La reina es una soberana exigente que insiste en que sus cortesanos la colmen de atenciones.

—Eso tengo entendido —dijo Isabella con amargura—. ¿Hay algo más que debiera saber?

Clyde Withers sintió una punzada de lástima por la adorable mujer española con la que Edward Cullen se había casado. Estaba al tanto de los rumores que circulaban entre los criados. Se rumoreaba que era un marido renegado pero, tras conocer por fin a la esposa de Edward, no le costaba entender la fascinación de su patrón por la belleza arrebatadora de Isabella. Dudaba mucho que Edward se hubiera casado con una mujer española de no haber sido lo que realmente quería. A pesar de eso, percibió en Isabella una tristeza profunda, como si estuviera a punto de venirse abajo. Tenía un aspecto frágil y vulnerable. Algo debía ir desesperadamente mal en su matrimonio, dedujo Withers.

—El capitán Cullen mencionó que podríais llegar a tener problemas con los criados. A veces pueden actuar con soberbia ante los forasteros. —De repente, se puso rojo, dándose cuenta de lo que acababa de decir—. Lo siento, señora Cullen, no he querido decir que… Estaré encantado de resolver las dificultades que puedan saliros al paso.

Isabella se rió con modestia.

—No me he ofendido, señor Withers, ya estoy acostumbrada. A vuestro modo de ver, soy una forastera. Me alegro de saber que puedo contar con vos, pero tengo que aprender a lidiar con los criados yo sola.

La admiración de Withers por Isabella aumentaba por momentos. Se preguntaba cómo había podido Edward abandonar a una mujer tan irresistible, que parecía frágil pero emanaba seguridad en sí misma.

—Os agradeceré que me informéis cada vez que llegue un mensajero de Londres con noticias de mi marido.

—Por supuesto —concordó Withers—. Ah, casi me olvido de decíroslo: el capitán Cullen ha dejado la calesa para que dispongáis de ella. Hacedme saber si deseáis ir al pueblo o visitar las otras propiedades y yo me encargaré de que os la tengan preparada.

La entrevista concluyó en aquel punto y a Isabella casi le dio pena ver a aquel hombre tan afable marcharse. Por el momento, era la única persona de toda la casa que había sido agradable con ella y le había mostrado el respeto debido a la esposa de Edward.

 

 

Durante los siguientes días, Isabella aprendió a manejarse por la residencia. Sabía instintivamente que los que habían habitado aquella casa antes la habían querido mucho. Había poco, si es que había algo, que quisiera cambiar. Las habitaciones eran amplias, bien ventiladas y llenas de los fantasmas de la familia feliz que una vez había recorrido aquellas salas tan majestuosas. Percibía que se habían oído muchas risas en aquel hogar. Pero, por encima de todo, estaba triste porque ella nunca iba a pertenecer sinceramente a aquella casa ni al hombre que ahora era su dueño.

Isabella echaba de menos a Edward desesperadamente. Aunque no había recibido ningún mensaje directamente de él, sabía que estaba en contacto con Clyde Withers, ya que él la informaba oficiosamente cada vez que recibía un mensaje. Parecía abochornarse cada vez que se veía forzado a admitir que Edward no había incluido ningún mensaje específico para Isabella. Llegaron las Navidades con muy poca pompa. Isabella mandó decorar la casa con la esperanza de que Edward volviera a pasar las vacaciones. En lugar de ello, él le mandó a un mensajero con un regalo.

¡Un regalo! ¿De qué le iba a servir un regalo si lo que ella quería era a Edward? Miró el carísimo collar de esmeraldas sin ningún entusiasmo, y enseguida lo dejó de lado. Ni siquiera había tenido la delicadeza de incluir una felicitación con el regalo.

A principios de enero llegó un mensajero con un paquete enorme de papeles para Withers. Isabella esperaba con ansia a que Withers le dijera si Edward había incluido un mensaje para ella. Ni que decir tiene que no lo había hecho y la decepción que se llevó fue un trago muy amargo. Decidió pasar por alto su orgullo e interrogar al mensajero, con la esperanza de que le contase qué era lo que, aparte de la reina, ocupaba las horas de Edward. Un hombre de sangre caliente como Edward no era propenso a negarse a sí mismo la comodidad que una mujer le podía ofrecer, y la idea de que Edward estuviera entre los brazos de otra la destrozaba.

Encontró al mensajero en la cocina, rodeado de los criados de la casa. Isabella oyó que estaban hablando y cotilleando entre ellos, y se detuvo delante de la puerta cuando oyó que mencionaban el nombre de Edward. Entreabrió la puerta y entró. El mensajero estaba sentado a la mesa y era el centro de atención. Lo que les estuviera contando debía de ser fascinante, porque le prestaban la mayor atención.

—El capitán es el hombre más famoso de la corte entre las señoritas —farfulló el mensajero entre bocado y bocado de pan con queso—. Se derriten todas por sus huesos.

—Cuéntanos más cosas, Tom —lo animó la cocinera sobornándolo con una gruesa loncha de carne asada—. ¿Cuál de esas mariposas crees que le gusta a nuestro capitán?

—Le gustan todas —dijo Tom dándose importancia—; pero, cuando no está con la reina, se le ha visto principalmente acompañado de la joven señorita Jane Carey, un bocadito de nata, toda ojos y pecho. Y por si fuera poco, es una rica heredera. La vieja Isabel hace que coincidan siempre que puede, y nuestro capitán no es de los que deja pasar una oportunidad, no sé si me explico —se rió como un cerdo.

Risillas y sonrisillas de complicidad se sucedieron por toda la cocina, mientras Tom arrancaba un pedazo de carne suculento y lo masticaba con visible delectación.

—Cuéntanos lo que dijo la reina Isabel cuando se enteró de que el capitán se había casado sin su consentimiento —preguntó Daisy entusiasmada.

—Los rumores cuentan que se puso furiosa —reveló Tom—. Le dijo que podía anular el matrimonio o conseguir el divorcio. Que quería enviar a esa rémora española de vuelta a España y entregarle a Lady Jane como recompensa por haber enriquecido sus arcas con el oro español —se rió con mucho estruendo.

—¡Lo sabía! —se exultó Daisy— ¡Pronto nos desharemos de esa puta española!

Isabella apoyo la cabeza con mucha debilidad contra la pared. Aquel modo desgarrador de ponerla en ridículo hizo que se pusiera físicamente enferma. Las lágrimas amenazaban con salírsele de los lagrimales y la amarga bilis le subió por la garganta. No era ningún secreto que Edward no la apreciaba como esposa, y ahora sabía lo poco que significaba para él. Con Lady Jane esperando impaciente a que Edward pusiese fin a su matrimonio, era sólo cuestión de tiempo que saliese de la vida de Edward de una vez por todas. Si volviera a España, su padre la despacharía a La Habana, de vuelta con don Aro. No era más que un pelele en manos de los hombres. Sofocando un sollozo, dio media vuelta y se marchó. Si se hubiera quedado a escuchar lo que dijo Tom acto seguido, se habría animado.

—No cuentes con deshacerte de la señora tan deprisa. Se dice que el capitán Cullen todavía no le ha respondido a la reina si va a tramitar la anulación o no. ¿Os lo podéis creer? Estando tan acaramelado con la señorita Jane, todos habían pensado que estaría encantado de aprovechar la ocasión de quitarse de encima a una mujer con la que le forzaron a casarse.

—¡Le forzaron a casarse! —varias voces se unieron para expresar su sorpresa.

—Sí, eso es lo que se dice. Los detalles no los sé, pero estoy seguro de que deben ser muy sabrosos. —Se levantó de repente, se dio unas palmaditas en la barriga y eructó—. Bueno, es hora de volver a Londres.

Sola en su habitación, Isabella andaba de una punta a otra. Ese libidinoso malnacido, farfullaba en voz baja. ¿Cómo se atrevía Edward a pasearse por la corte con otra mujer? ¿Cómo se atrevía a hacer de ella el hazmerreír de su reina y de toda Inglaterra? Ni muerta se iba a quedar en el campo para que la ridiculizaran y vilipendiaran los criados. Ah, no, juró. Iba a hacer que Edward Cullen y su amante se arrepintieran de retozar a sus espaldas.

Sabía exactamente lo que tenía que hacer, y estaba lo bastante enfadada como para hacerlo.

 

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QUE CAPITAN TAN MIEDOSO SON SALIO EDWARD, JIJI, TE TODOS LOS PELIGROS LE TEME A ENAMORARSE PUES QUE ALGUIEN LE DIGA QUE "YA ES DEMACIADO TARDE" PARA QUE SE ENGAÑA EL MISMO, YA ESTA ENAMORADO DE SU ENEMIGA ESPAÑOLA, GGGGGRRRRR SABEN EN TODAS LAS HISTORIAS ANTERIORES, SIEMPRE HUBO UN REY, AHORA ES UNA REYNA Y ESA BRUJA NO ES NADA BUENA, VEREMOS QUE PASA SI ISABELLA LLEGA A LA CORTE, AAAAAAAAA HABER SI NO LA MANDA A AHORCAR JAJAJA.

 

LAS VEO MAÑANA CHICAS, HE LEIDO TODOS SUS COMENTARIOS Y NO SABEN COMO ME HACEN REIR, A LA HORA DE LA COMIDA ESTOY CON UNAS RISAS QUE MIS COMPAÑEROS SE ME QUEDAN VIENDO CON CARA DE "ESTAS LOCA" JAJAJAJA. LES PROMETO QUE PRONTO CONTESTARE A TODOS OKIS. BESITOS.

Capítulo 13: DOCE Capítulo 15: CATORCE

 
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