EL VENGADOR (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 20/10/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: NO
Votos: 22
Comentarios: 213
Visitas: 26117
Capítulos: 16

UN PIRATA SIN ESCRUPULOS…

El aristócrata inglés Edward Cullen, conocido como El Diablo, atacaba sin piedad a todas las naves que cruzaban el océano Atlántico buscando vengarse por los cinco años de brutal cautiverio que había pasado a bordo de un barco español. Cuando su barco abordó el Santa Cruz, encontró la ocasión perfecta para llevar a cabo esa venganza: una inocente dama española, recién salida del convento, cuyo cuerpo podía hacer suyo para de ese modo humillar a su gente. Pero pronto Edward se encontró dividido entre el deseo de venganza y la pasión que ella le provocaba.

 

Una extraña cautiva….

 

La vida de Isabella Swan cambió de forma traumática cuando su padre le informó que había acordado su matrimonio con el poderoso gobernador de Cuba, y que por lo tanto tenía que dejar el convento en el que había vivido hasta ahora y en el que era feliz. Su situación no mejoró con el repentino abordaje que sufrió su barco en aguas del Caribe. Pero aunque temía por su suerte a manos de aquel poderoso y temible pirata, Isabella luchaba contra el desbordante deseo que él le inspiraba, con aquellos ojos azules como el mar y aquel cuerpo flexible cuyos músculos parecían sacados de la estatua de un dios griego. Por más que se estuviera haciendo pasar por monja, las encendidas emociones que sentía entre los fuertes brazos de Edward eran cualquier cosa menos santas, y fueron consumiendo la cólera que los separaba hasta que no tuvieron más remedio que rendirse a sus sentimientos...

 

Adaptacion de los personajes de Crepusculo con el libro "Pirate's arms" de Connie Mason

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Capítulo 7: SEIS

Cuando Edward no estaba incitándola al pecado, a Isabella la vida en Andros le resultaba bastante agradable. Por suerte para su paz espiritual, Edward pasó la mayor parte de los días que siguieron ocupándose de su barco. Todas las noches cenaban juntos, y ella no lograba encontrar un solo fallo en su comportamiento. A pesar de todo, seguía sin atreverse a abandonar su táctica a la hora de vestirse, y continuaba enfundándose todos los días aquel vestido de luto que le estaba grande y la mantilla. Lo hacía para recordarle a Edward que ella estaba prohibida para él. A pesar de la conducta ejemplar que Edward mostraba, Isabella tenía la sensación de que estaba jugando con ella.

Como era virtualmente imposible escaparse de allí, a Isabella se le permitió vagar por la isla a su antojo. Averiguó que Edward volvía a Andros a infrecuentes intervalos. Sus largas ausencias las pasaba surcando los mares en busca de galeones españoles, o en Inglaterra. Durante esas ausencias se ocupaban de su isla Lani y su familia. Algunos habían fijado permanentemente su residencia en Andros: hombres de confianza que se habían casado con nativas y preferían quedarse en tierra supervisando la industria maderera de Edward.

Las dos semanas que duró la ausencia de Jasper Hale, Edward las pasó esperando, observando y especulando. Y manteniéndose ocupado, porque si no se habría vuelto loco de deseo. Aquella pequeña beata española le estaba volviendo loco. Sólo pensar en ella era ya un exquisito tormento. A pesar de su convicción de que ella no era una monja como es debido, se esforzó en mantener el pensamiento en otra parte, porque ella continuaba invocando a Dios cada vez que intentaba seducirla. No tenía ni idea de por qué no la había mandado también a donde fuera para deshacerse de ella. Para qué quería él andar irritándose por culpa de su belleza sensual y sus tentadores ojos negros.

A las dos semanas y cuatro días de su partida, Hale llegó de La Habana. Edward le salió al encuentro en la playa.

—Me alegro de veros de vuelta, amigo. Vamos a casa para que podáis contarme lo que habéis averiguado delante de unos refrigerios.

Jasper Hale asintió, preguntándose cómo reaccionaría Edward ante la información que le traía de La Habana. Esperaba estar haciendo lo correcto al contarle aquello al capitán, porque no soportaba la idea de que Edward pudiera hacer daño a su prisionera.

Cómodamente sentado en su amplio gabinete, Edward esperaba impaciente a que Jasper hablara.

—Es justo lo que sospechabais, Edward. La hija del noble español se llamaba Isabella, no Ángela. El capitán del Santa Cruz y los supervivientes de su tripulación fueron recogidos por otro galeón español y llevados a La Habana, donde informaron del hundimiento del barco y del secuestro a don Aro del Fugo, gobernador general de Cuba.

Edward juntó las puntas de los dedos y asintió pensativo.

—Isabella Swan. Así que no es monja. Sabía que esa bruja me estaba mintiendo desde el principio.

—Parte de su historia es cierta, Edward. Isabella creció en un convento, y la sacaron de allí contra su voluntad para casarla con Del Fugo. El gobernador general estaba esperando con impaciencia a su inocente novia. Y han vuelto a poner precio a vuestra cabeza, compañero. Mil doblones de oro.

Edward lanzó un silbido.

—¿Tanto? Deben de estar locos por cogerme.

—Más que locos, especialmente Del Fugo. Has secuestrado a la novia con la que iba a casarse. Se despachó inmediatamente un barco a España para informar a don Charlie Swan, el padre de Isabella. Según los rumores, don Charlie está furioso por la pérdida de la dote de Isabella. Eso por no mencionar el asunto de su virginidad. Todo el mundo da por hecho que el Diablo ya habrá violado a la muchacha para cuando cobre el rescate y la devuelva a su familia.

—Qué perspicaces —dijo Edward sin que se le alterara la voz. En su rostro había un rictus que no presagiaba nada bueno para Isabella.

—Ya sé que yo mismo os aconsejé que le pegarais un buen revolcón, pero eso fue antes de enterarme de su historia. En todo esto ella es inocente. No le hagáis daño.

Los pensamientos de Edward tomaron un rumbo adusto.

—¿Que no le haga daño? Con lo bien que me conoces, Jasper. Vamos a jugar este jueguecito hasta su triste final, pero te aseguro que voy a ganar yo. Al final devolveré a nuestra falsa santita a su prometido, pero no sin antes haberla despojado de su virginidad. Y, cuando lo haga, te aseguro que ella participará activamente.

—No lo hagas, Edward, no le hagas eso a Isabella. No se merece un tratamiento tan vil. ¿Qué va a pasar si le haces un hijo? ¿Qué vida puede esperar a su vuelta si la violas? Ya sabes lo rígidos que son esos malnacidos españoles para estas cosas.

Edward intentó no pensar en lo que pasaría si Isabella llevara dentro un hijo suyo. Sabía que no podría reclamar a un niño que llevara en sus venas sangre española. En lo que se concentró fue en el recuerdo de sus años de esclavitud en un galeón español, a base de palizas diarias y raciones minúsculas, y de que le torturaran hasta más allá de lo soportable. Nadie se apiadó de él en todos esos años, le hicieron sentirse menos que humano, así que ¿por qué iba él a perdonar a Isabella? Pero tenía una razón aún más imperiosa para reclamar su carnal botín. Una que nunca antes había compartido con nadie.

—Esto no te lo había contado nunca, pero el galeón que atacó al barco en el que viajaba con mi familia pertenecía a la flota de Charlie Swan. Incluso llegué a ver al padre de Isabella una vez que visitó el barco en el que me tenían de esclavo. Así que tengo que hacer lo que manda mi orgullo —Edward hizo una breve pausa—. Vete a ocuparte de tus cosas y déjame a mí a Isabella. No le voy a hacer daño físico, si es que eso te tranquiliza. Es muy buena actriz, y la voy a dejar que siga un poco más con su juego, pero al final pienso salirme con la mía.

Entonces sonrió, con una sonrisa genuina, que revelaba cuánto le complacía aquella tarea que se había impuesto.

La seducción.

Si quedaba algún resquicio de remordimiento en algún punto cercano a su corazón, intentó ignorarlo. Él no le iba a hacer daño a Isabella, no, de ningún modo. Iba a tejer una red de sensualidad alrededor de sus sentidos y le iba a dar placer, más del que jamás hubiera sentido. Para cuando terminara con ella, ya la habría hecho olvidarse de aquel absurdo empeño en ser monja. Más tarde, la devolvería a su familia cubierta de vergüenza, y podría contarlo como un acto más de venganza contra sus enemigos españoles. Si él fuera un salvaje, habría ejecutado de inmediato a Isabella, exactamente igual que los compatriotas de ella hicieron con su familia. Pero, como había dicho Hale, Isabella no tenía ninguna culpa en todo aquello, y él no le deseaba ningún daño. A decir verdad, si no hubiera sido por lo mucho que la deseaba no le habría tocado un pelo y habría pedido por su rescate una cantidad enorme. Pero esa opción la había perdido en el momento en que la besó y sintió deseo.

—Ya está bien de hablar de Isabella. ¿Parecía contenta Jessica cuando la dejaste en La Habana?

—Parecía contenta con el dinero y los regalos que le diste —dijo Jasper—, pero enfadada por la forma tan brusca en que te has deshecho de ella. Aunque seguro que se las apañará bien, como suelen hacer las de su clase. —Le lanzó a Edward una plácida sonrisa—. A mí me ha hecho el viaje hasta Cuba muy agradable. Es estupenda, Edward, estupenda. Me sorprende que te desprendas de ella. Cuando Isabella se vaya, Andros se va a quedar muy solitario. Tendrías que haber dejado por aquí a Jessica para entretenerte durante tus visitas a la isla.

Edward evocó la imagen de Isabella, los ojos oscuros chispeantes de rabia, el casquete de rizos negros que le cubría la cabeza en encantador desorden, los labios lozanos inflamados por sus besos, y supo que nunca podría volver a desear a Jessica como lo había hecho un día.

—Era lo mejor —dijo, sin dar más explicación.

 

 

Isabella y Edward cenaron esa noche en el cenador de invitados. La lluvia que había empezado por la tarde continuó al parecer hasta bien entrada la noche. Isabella se revolvía inquieta en su asiento, recelosa de la forma en que Edward la estaba mirando, como si quisiera comérsela al mismo tiempo que la cena. Ella creía que ya había desistido de intentar seducirla, pero algo en lo más profundo de aquellos ojos azules la advirtió de lo contrario. ¿Acaso llevaba todo ese tiempo esperando solamente el momento oportuno? Inspiró profundamente y empezó a bendecir la mesa, un ritual al que se había acostumbrado en el convento y que había continuado en Andros.

Edward esperó pacientemente mientras ella rezaba, sin prestar atención al hecho de que estaba alargando a propósito sus oraciones más de lo habitual. Algo le decía que esa noche ella iba a necesitar toda la ayuda que pudiera conseguir.

—¿Has terminado ya, hermana Isabella? —le preguntó, recalcando el tratamiento—. Se está enfriando la comida.

—Sí —dijo Isabella, concentrándose en la comida que tenía en el plato. Cogió el tenedor y empezó a comer.

Edward la contemplaba con ojos de calor y de hambre.

—¿Pasa… pasa algo? —preguntó ella, nerviosa.

—No; estás preciosa esta noche, aunque preferiría verte con algo un poco más colorido. Pero aun así el negro te sienta bien. Es mucho más atrayente que aquel gris mortecino. Lástima que esté lloviendo. Un paseo por la playa sería la guinda perfecta para un día esclarecedor como el de hoy.

—¿Esclarecedor? ¿Por qué?

—Por cosas que a ti no te interesan. Dejémoslo en que hoy me he enterado de algo que me complace.

A Isabella no le gustó el rumbo que estaba tomando la conversación, así que lo desvió.

—Hoy he visto llegar al Gloria de la Reina. ¿Ha vuelto el señor Hale? ¿Por qué no está cenando con nosotros?

—El señor Hale está ocupado esta noche.

—Ah. ¿Os habéis decidido a liberarme? Pronto tendréis que partir para cumplir con vuestros trabajos de pirata. Os coge justo de camino.

—Tú déjame a mí a mi ritmo, Hermana, a mi ritmo. ¿Has terminado de cenar?

Isabella apoyó el tenedor en el plato.

—Sí.

—Pues te acompañaré a tu cuarto.

—No es necesario.

Los ojos de Edward se hicieron plata pura.

—Cómo que no. Ven conmigo, Hermana.

Isabella sabía que estaban solos en la casa. Después de preparar la cena, Lani se había ido al pueblo a estar con su propia familia. No volvería hasta la mañana siguiente temprano.

—Buenas noches, Capitán —dijo Isabella cuando llegaron ante su dormitorio.

Edward alzó la encrespada ceja y abrió la puerta. Lani había encendido un candelero antes de marcharse a pasar la noche fuera; bañaba la habitación en un fulgor dorado. Cuando Isabella entró e intentó cerrarle la puerta en la cara a Edward, él la empujó y entró también.

—Disculpadme mientras rezo mis oraciones —le dijo ella. Su voz temblaba. La forma en que Edward la estaba mirando le producía hormigueos y ardores. Se acercó a su cama y se arrodilló, para rezar con más fervor que nunca.

Edward se sentó al borde de la cama, contemplándola con un destello depredador en los ojos. Ella rezó larga e intensamente, hasta que le dolieron las rodillas y la espalda. Edward no parecía conmovido por sus prolongadas plegarias, sino bastante impaciente, mientras Isabella renovaba sus votos de mantenerse pura para Dios y le pedía fuerzas para resistir la malvada tentación de Satanás. Durante su perorata, Edward sonreía sin ganas.

—Ya está bien, Isabella —dijo impaciente al cabo de un rato largo.

—Por favor, marchaos de mi dormitorio para que yo pueda recogerme.

—Estoy en mi casa, y tú eres mi… invitada. Iré a donde me plazca.

—Vuestra prisionera, queréis decir.

—Llámalo como quieras. He tenido más que paciencia contigo. Ya sabes tú lo que quiero.

—Lo que queréis es violar a una mujer que está reservada a Dios.

Los ojos de Edward centellearon peligrosamente.

—No he violado a una mujer jamás en mi vida, y no tengo intención de empezar ahora. ¿Cómo sabes que lo tuyo es la vida religiosa? Parece un tipo de vida de lo menos apetecible. Hasta un tonto se daría cuenta de que tú eres una criatura sensual, tan poco apropiada para la vida religiosa como yo mismo. Y yo no soy un tonto.

Isabella se llenó de aire los pulmones, airada.

—No sé de qué me estáis hablando. Hasta que os conocí, jamás me había besado nadie. Me pareció terrible que me besarais. —Eso, pensó con determinación Isabella, que se enterara de una vez de lo que le parecían a ella sus intentos de seducción.

—¿Sabes? —dijo Edward—. Puede que no lo haya intentado lo suficiente. —Y agarrándola del brazo, la levantó y se la sentó en el regazo.

—¡No me toquéis! ¡Soy una sierva de Dios! —Edward se limitó a sonreír. Quizá no lo estaba diciendo con suficiente convicción—. ¿Me habéis oído? Soy una monja, una religiosa.

—Y yo soy un santo. —Y su boca se abalanzó sobre la de ella, jugueteando con la lengua en sus labios antes de cubrirlos por completo.

Isabella respiraba de forma entrecortada. El beso de Edward hacía que las palabras que acababa de decir resultaran ridículas. En realidad sus besos no le parecían terribles: le encantaban. Le encantaba su sabor, el calor húmedo de su boca, el aroma dulce de su aliento, su excitación. ¡Iba a ir derechita al infierno!

Él la empujó sobre la cama y se inclinó sobre ella para continuar con renovado fervor el asalto a su boca. Isabella intentó que se le despertara la rabia y trató de romper el lazo sensual que el tendía sobre sus sentidos. Edward se desprendió del beso y le lanzó una sonrisa de animal de presa.

—Ah, hermana Isabella —dijo, volviendo a recalcar el tratamiento—. No creo que pudiera soportar que te gustaran mis besos. Olvídate de todo ese absurdo de ser monja y entrégate a mí. Yo te daré placer; un placer tan grande que vendrás a pedirme más.

Al encontrar de pronto su boca libre de los electrizantes besos de Edward, recurrió a su fervor religioso para protegerse del apuesto pirata. Cuando Edward se desplazó con sus besos hacia el cuello y empezó a desabrocharle por delante el vestido para llegar a sus pechos, Isabella invocó en voz alta el nombre de Dios, rezando por que la liberara.

Edward sonrió con lástima, porque sabía que en realidad estaba luchando por conservar su virginidad para su prometido español. Ahora Edward la tenía calada. Lo que ella temía era que si él le quitaba la inocencia ya no podría casarse con el gran gobernador general de Cuba. Ella y su familia afrontarían una deshonra irremediable, no tendrían la menor posibilidad de celebrar un matrimonio prestigioso. Decidió que sería divertido seguirle a Isabella el juego hasta el batacazo final. Pero ni un paso más allá.

—¿Tan importante es tu virginidad, santita? —se burló.

—Es lo único que tengo para ofrecerle a Dios —respondió fervientemente Isabella.

—Pues hala, consérvala un poquito más. —Edward se puso de pie, preguntándose cuánto tiempo podría soportar seguir con aquel juego. Las entrañas le ardían, la hombría le latía dolorosamente—. Guárdala bien, monjita, durante el tiempo que yo te lo permita. Que sepas sólo que muy pronto te la voy a quitar.

Isabella lo vio salir a grandes pasos de su dormitorio, con el miedo y el deseo luchando en su interior. Edward Cullen era la encarnación del mismísimo Diablo. La tentaba hasta más allá de lo concebible, prometiéndole cosas que ella sólo podía imaginar, haciéndola retorcerse de deseo. ¿Cuánto tiempo iba a poder resistirse al poderoso imán de su seducción? ¿Por qué no lograba convencerle de que la liberara? ¿Por qué no se creía que era monja? ¿Es que había visto en ella algo que le hubiera hecho pensar que estaba mintiendo?

 

 

La seducción sutil de Edward continuaba interminablemente. Era encantador, atento, un maestro del pecado y la sensualidad. Pretendía robarle la honra, y ella no podía hacer nada para evitarlo. Muy pronto, Isabella lo sabía, se saldría con la suya y ella caería en sus brazos como ciruela madura. ¿Y qué iba a ser de ella entonces?

Pasaron varios días sin que nada ocurriera. Edward supo exactamente cuándo cayó la gota que colmó su vaso. Fue mientras ella rezaba inclinada sobre la comida. Había esperado todo lo que podía, mucho más de lo que nunca se hubiera creído capaz de esperar. Si Isabella no hubiera continuado desinflando su deseo con aquel fervor religioso, ya haría mucho tiempo que la habría hecho suya. Pero, ahora que sabía que en realidad no era monja, ya no había nada que le impidiera continuar hasta el final. Cuanto antes se acostara con Isabella, antes podría devolverla deshonrada a su familia. Intentaba convencerse a sí mismo de que seducir a la hija de don Charlie Swan calmaría su sed de venganza contra aquellos a quienes tan apasionadamente odiaba.

Esa noche, después de la cena, Edward sugirió que dieran un paseo por la playa. Isabella rehusó, recordando lo que había ocurrido, o había estado a punto de ocurrir, la última vez que salieron juntos a pasear a la luz de la luna. Pero Edward se negó a aceptar un no por respuesta. Llegaron a la playa justo cuando la luna salía por el horizonte del mar. Él la guió un trecho por entre los árboles hasta donde no podían ser vistos y allí extendió su casaca en la arena.

Isabella dudó.

—Creo… creo que me voy a volver… Siento de pronto la necesidad de rezar…

Él la agarró por la cintura y la tumbó a su lado.

—Esta vez no te va servir, Isabella. Ahora lo sé.

Isabella fijó la mirada en él.

—¿Que sabéis qué?

—Que eres Isabella Swan, la hija de don Charlie Swan. Viajabas a La Habana para casarte con don Aro del Fugo, gobernador general de Cuba. Tu prometido se puso furioso cuando se enteró de que te había secuestrado el Diablo. Ofrecen toda una recompensa por mi cabeza.

Isabella se le quedó mirando.

—¡No, eso no es verdad! La hija de don Charlie era Ángela. Yo no era más que su acompañante.

—No hace falta que sigas mintiendo, Isabella. Envié a Jasper Hale a La Habana porque tuve la sensación de que me estabas mintiendo desde el principio. En La Habana se habló mucho de lo que le había ocurrido al Santa Cruz, incluido el hecho de que la prometida del gobernador general había sido secuestrada por el Diablo.

Así que ya ves, Isabella, lo de interpretar ese papel sólo te ha servido para retrasar lo inevitable.

—No estaba interpretando ningún papel —negó acaloradamente Isabella—. Es verdad que quiero hacerme monja. Ya lo sería si mi padre no me hubiera sacado del convento antes de haber podido hacer los votos definitivos. El matrimonio entre don Aro y yo estaba acordado desde hacía años, pero yo tenía la esperanza de que se suspendiera. Por desgracia, mi padre veía las cosas de otra forma.

—Alabo tu fe —dijo Edward—, pero te pienso hacer mía por más horas que quieras pasarte de rodillas rezando.

—Por favor, os lo ruego. Podéis obtener de mi padre más dinero si me devolvéis intacta.

Él soltó una carcajada.

—¿Piensas que tu prometido se va a tragar que no te he hecho mía ni una sola vez?

—Me da igual lo que él crea. Lo sabré yo y lo sabrá Dios. Sólo espero volver al convento y dedicar mi vida al servicio de Dios.

—No me lo creo —el tono de Edward era bajo, seductor, imperativo—. Bésame, Isabella. Bésame con todo el celo y todo el fervor que dedicas a tus rezos.

—No.

—¿Tienes miedo?

—Sí. —Y era verdad que lo tenía.

Temía que el pirata llegara a aquel lugar privado de su interior que ella consideraba sacrosanto. Un lugar que nadie había tocado antes. Ya se había hecho una idea de lo que era el deseo, el ardor. Si permitía que Edward la condujera al paraíso, estaría condenada para siempre. El sólo la quería para deshonrarla, a ella y a su familia. El odio que sentía por su gente exigía que la violara y la devolviera cubierta de vergüenza. Ella no le importaba, eso Isabella lo sabía. La venganza era la fuerza motriz de su vida, controlaba todos los aspectos de su existencia.

—No te voy a hacer daño, Isabella —dijo Edward, tirando de ella hacia sus brazos—. No tengo nada contra ti aparte de tu nacionalidad. En su momento cobraré tu rescate y te devolveré a tu padre.

—Después de haberme deshonrado —dijo Isabella con amargura.

Él se levantó y le dio la mano a Isabella para que hiciera lo mismo.

—Ven, que no quiero que la primera vez lo hagas en el suelo, por muy mullida y apetecible que esté la arena. Quiero que sea algo memorable, algo que puedas recordar con placer cuando vuelvas junto a tu prometido.

Isabella soltó una risa áspera.

—Don Aro ya no me querrá cuando me hayáis deshonrado.

—Entonces podrás volverte al convento como tú querías. Te habré hecho un favor.

—No me admitirán.

Aquello dejó perplejo a Edward. Debería haber comprendido que la rígida mentalidad española era capaz de castigar a una mujer por el pecado que un hombre cometiese contra ella. Pero tampoco iba a dejar que eso le desviara de su camino. Necesitaba que don Charlie sufriera, que alguien le hiciera tragarse su orgullo, aun si para conseguirlo Edward tenía que utilizar a su hija. La deshonra no sería sólo para Isabella, sino también para su padre.

Llegaron a la casa muy pronto, demasiado pronto. Isabella se rezagó un poco, pero Edward la cogió en brazos y la llevó escaleras arriba hasta su dormitorio. La dejó de pie en el suelo, le echó a la puerta la llave y se la guardó en el bolsillo. Luego se volvió hacia Isabella, con el rostro desencajado de deseo.

—¿Sabes cuánto tiempo llevo deseando que llegara este momento?

Isabella se había quedado sin voz. Vio la mirada voraz de aquellos ojos, sintió cómo el calor se desplegaba en él, envolviéndola, y supo que no habría argumento que pudiera apartar a aquel hombre del camino que había emprendido. Estaba perdida.

Dio un paso hacia atrás, y luego otro. El siguió acercándose implacablemente. Tendió las manos para cogerla. Ella se quedó helada. La rodeó con sus brazos. Ella se derritió. El fuego de la piel de él le encendió la sangre, fundiéndole hasta los huesos. Él la besaba. A ella no se le ocurría ninguna plegaria capaz de contener el tórrido calor que se le estaba forjando dentro. El maestro de la sensualidad y el pecado había logrado por fin abrirse paso hasta ese lugar de su interior que venía negando su sexualidad.

—Santo cielo, Isabella, qué dulce, pero qué dulce eres. No me cansaría nunca de besarte. Pero hay más, muchas más cosas que quiero hacerte, o que hagamos. Déjame, monjita, déjame.

Ella respiró entrecortadamente mientras Edward la apretaba contra su cuerpo. Apoyando las manos en los hombros de Isabella, la sondeó profundamente con los ojos.

—No sabes el tiempo que llevo deseando arrancar esa maldita ropa de luto de tu hermoso cuerpo.

El vestido se fue abriendo por delante a medida que él, tironeando, iba soltando los botones. Ella trató de sujetarle, pero él le apartó las manos. Entonces, le deslizó el vestido hombros abajo hasta las caderas, donde quedó un instante detenido antes de caer al suelo a sus pies. Siguieron las enaguas. Cuando se vio allí de pie en corpiño y pololos, Isabella recuperó por fin la voz.

—Edward, os lo ruego por última vez, no hagáis esto. Dios os va a castigar. Le pertenezco.

—A quien perteneces es a ese malnacido de Del Fugo. A él sí que le darías lo que yo te estoy pidiendo. Pero a partir de ahora me perteneces a mí.

Edward frunció el ceño. ¿De dónde diantres le había salido aquello? No tenía el menor deseo de poseer ninguna mujer, y menos aún una bruja española.

—No quiero pertenecer a nadie más que a Dios.

—Te voy a demostrar que te equivocas.

Entonces la besó, y los labios de ambos se deshacían en fuego y de ansia. Los dedos de él se afanaban abiertamente en despojarla del corpiño. Lo aflojó y de un tirón se lo quitó. Ella soltó un gemido y se rindió a su beso, hambrienta de su tacto embriagador. Sin desprenderse de su boca, Edward le rasgó en dos los pololos y se los arrancó del cuerpo. Luego la alzó del montón de ropa en mitad del cual estaba y la llevó en brazos a la cama. La depositó con suavidad, liberando por fin su boca. Isabella dejó escapar un grito.

Edward se puso de pie y se quedó contemplándola, contemplando su belleza y la perfección de su cuerpo. Tenía los pechos del tamaño de sus manos, llenos pero firmes, con grandes pezones que habrían puesto a prueba la cordura de cualquier hombre. Era pequeña de estatura, pero tenía todas las curvas necesarias. Sus caderas partían cautivadoras de una cintura increíblemente fina. Tenía los muslos esbeltos y flexibles, y las pantorrillas y los tobillos más torneados que había visto en su vida. Cuando por fin se permitió mirar al lugar en el que deseaba estar por encima de ningún otro, estuvo a punto de perder el control de sí mismo, cosa que nunca le había pasado. El oscuro triángulo de pelo rizado en la conjunción de sus muslos ocultaba un tesoro mayor de lo que hubiera podido imaginar.

Poco a poco Edward empezó a desnudarse. Isabella estaba estremecida de pura turbación. Jamás había imaginado lo excitante que podía resultar mostrarse desnuda a un hombre. Ni que ella misma pudiera llegar a estar en la situación de mirar el cuerpo desnudo de un hombre. Quería apartar la mirada de él, pero no podía. Algo perverso en su interior la empujaba a continuar mirando hasta saciarse.

Cuando Edward empezó a quitarse los pantalones, Isabella no pudo seguir soportando el torbellino de tensión que se le estaba desencadenando por dentro, y bajó los ojos.

Edward la cogió por la barbilla y le hizo levantar la cara.

—¿Tienes miedo de mirarme, Isabella? —preguntó—. No apartes la vista. Quiero gustarte tanto como tú me gustas a mí. Tu cuerpo es la perfección misma, exactamente como me lo imaginaba.

Dejó caer los pantalones y Isabella, de la impresión, soltó un respingo. Era la primera vez en su vida que veía a un hombre excitado desnudo. Le pareció imponente. Le pareció temible. Le pareció demasiado grande.

—¿Tú sabes lo que te voy a hacer, querida? —El apelativo cariñoso sorprendió a Isabella. Negó con la cabeza—. ¿Es que nadie te ha explicado lo que te iba a ocurrir en el lecho de bodas? —Ella volvió a negar con la cabeza—. ¡Jesús! Bueno, pues tú relájate, que te lo iré explicando sobre la marcha.

Se tumbó junto a ella y le acarició y le besó los pechos. Le lamió los pezones, y ella se agitó convulsivamente.

—Los hombres tenemos muchas formas de hacer que una mujer se excite —dijo Edward con tono lírico—. Esta es sólo una de ellas. Antes de que acabe la noche exploraremos otras posibilidades.

En los ojos de Isabella había un destello de incredulidad.

—¿Y para qué quiere un hombre que una mujer se excite? Creí que sólo os interesaba vuestro propio placer.

Edward soltó una risita.

—A algunos hombres, puede que sí; pero a mí no. La mitad del placer consiste en llevar a una mujer poco a poco hasta el clímax.

Esas palabras la dejaron confusa, le hicieron darse cuenta de lo lejos que estaba de su propio elemento. También se dio cuenta de que tenía que hacer un último esfuerzo para detener a aquel Diablo que quería llevarla a la perdición.

—Yo no quiero eso. Ese clímax del que habláis. Eso es pecado. Dejadme marchar y yo me encargaré de que mi padre os pague el doble del rescate que pidáis por mí.

—Es demasiado tarde, Isabella. Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, el clímax. Cuando lo alcanzas, es como una pequeña muerte. Así lo llaman los franceses. Lo que se siente es difícil de explicar, será mejor que lo experimentes por ti misma para entenderlo.

Inclinó la cabeza sobre sus pechos, y esta vez, en lugar de limitarse a lamerle y besarle los pezones, se metió uno de ellos en la boca y chupó de él, mientras le acariciaba el otro con el pulgar y el índice. Isabella gritó, arqueándose contra él. Aquello no podía estar pasándole a ella. Ella lo único que había deseado siempre era ser monja. ¿Cómo podía permitir que un pirata arrogante la sedujera? La respuesta era turbadora hasta el extremo: de pronto, nada le importaba excepto aquel hombre y los pecaminosos sentimientos que despertaba en ella. Y el clímax… quería experimentarlo en los brazos de Edward Cullen. El pirata.

La perdición de las mujeres.

El maestro del pecado y la seducción.

Su amante.

¿Aquellos grititos estaban saliendo de su propia boca, o es que lo estaba soñando? ¿Era imaginación suya el relámpago de fuego que la recorría mientras él se daba un banquete con sus pechos, mientras le devoraba los pezones? Se tensó contra él, asombrada de las llamas que la estaban consumiendo. Sintió que se derretía hasta la médula de los huesos, sintió que le hervía la sangre. Y cuando pensaba que había experimentado el placer máximo, él añadió una dimensión nueva a su tormento amoroso. Sus manos trazaron senderos de fuego líquido en sus labios, su estómago, por sus caderas, avanzando inequívocamente hacia el lugar suave y húmedo de entre sus piernas. Sus dedos se despegaron de ella para deslizarse a lo largo de la resbaladiza hendidura, comprobando si ella estaba preparada.

Edward resollaba del esfuerzo que le estaba costando contener su ardor mientras ponía a Isabella a tono. Ella en respuesta gemía, con un torbellino de necesidad brotándole del centro mismo de su ser.

—No hagáis eso, no puedo… no puedo soportarlo.

—Es todo parte del juego amoroso, querida. Se supone que debemos continuar hasta que estés preparada.

Isabella se agitó violentamente cuando el dedo de él encontró un punto especialmente vulnerable oculto entre los húmedos pliegues de su feminidad.

—¿Preparada para qué?

Edward soltó un suspiro. Que Dios le librara de vírgenes ignorantes.

—Me refiero a que estés lo bastante húmeda y lo bastante caliente como para que yo pueda introducirme dentro de ti. —La dura protuberancia de su sexo se apretaba contra el estómago de Isabella, proporcionándole una idea exacta de qué parte de su cuerpo era con la que pensaba desflorarla.

—¡Dios, no! ¡Eso es imposible! Sois demasiado… —Se ruborizó hasta la raíz del pelo—. Sois demasiado grande. Me vais a matar.

—Confía en mí.

Para distraer su mente de aquellos pensamientos Edward la besó a fondo, imperiosamente, introduciéndole la lengua en la boca.

Dios, pensó Isabella, ¿sentirían las mujeres decentes tan potentes emociones? Sin intervención de su voluntad, sus dedos se enredaron en el abundante pelo de Edward, y luego bajaron por sus hombros tensos y musculosos. Sintió bajo los dedos la carne vibrante de vida, igual que el propio hombre.

Que Dios me ampare, rezó, preparándose para entregar su virtud al Diablo.

Un instante más y él habría acabado con su inocencia, justificando el nombre que había elegido en su búsqueda de venganza. El Diablo.

 

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!!!!DIOSSSSSSSSSS!!!!! SE DESCUBRIO EL PASTEL, EDWARD YA SABE QUIEN ES EN REALIDAD, Y NO HABRA QUIEN LO PARE ESTA VEZZZZZZZZZ, AHORA SI LA QUE SE VA ARMAR JAJAJA AHORA SI LAS BRUJIZZ SI ARMAN SU MOTIN JAJAJA,

 

LAS VEO MAÑANA CHICAS, BESITOS

Capítulo 6: CINCO Capítulo 8: SIETE

 
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