EL VENGADOR (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 20/10/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: NO
Votos: 22
Comentarios: 213
Visitas: 26125
Capítulos: 16

UN PIRATA SIN ESCRUPULOS…

El aristócrata inglés Edward Cullen, conocido como El Diablo, atacaba sin piedad a todas las naves que cruzaban el océano Atlántico buscando vengarse por los cinco años de brutal cautiverio que había pasado a bordo de un barco español. Cuando su barco abordó el Santa Cruz, encontró la ocasión perfecta para llevar a cabo esa venganza: una inocente dama española, recién salida del convento, cuyo cuerpo podía hacer suyo para de ese modo humillar a su gente. Pero pronto Edward se encontró dividido entre el deseo de venganza y la pasión que ella le provocaba.

 

Una extraña cautiva….

 

La vida de Isabella Swan cambió de forma traumática cuando su padre le informó que había acordado su matrimonio con el poderoso gobernador de Cuba, y que por lo tanto tenía que dejar el convento en el que había vivido hasta ahora y en el que era feliz. Su situación no mejoró con el repentino abordaje que sufrió su barco en aguas del Caribe. Pero aunque temía por su suerte a manos de aquel poderoso y temible pirata, Isabella luchaba contra el desbordante deseo que él le inspiraba, con aquellos ojos azules como el mar y aquel cuerpo flexible cuyos músculos parecían sacados de la estatua de un dios griego. Por más que se estuviera haciendo pasar por monja, las encendidas emociones que sentía entre los fuertes brazos de Edward eran cualquier cosa menos santas, y fueron consumiendo la cólera que los separaba hasta que no tuvieron más remedio que rendirse a sus sentimientos...

 

Adaptacion de los personajes de Crepusculo con el libro "Pirate's arms" de Connie Mason

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Capítulo 4: TRES

Isabella seguía rezando con desesperación cuando Edward se fue despechado del camarote. En el aire que la rodeaba vibraba todavía su imponente presencia, y se sintió como atrapada en una violenta tempestad. Una tempestad llamada el Diablo. Cuando por fin logró levantarse de sus rodillas, estaba agitada como una hoja. Aquel rufián infame le producía un efecto que ella no entendía. ¿Por qué no le habría hecho caso al padre Eleazar? ¿Por qué se sentía tan cobarde para matarse? Se estremeció, sabiendo lo que él le haría esa noche cuando volviera. Ese pensamiento aterrador la obligó a arrodillarse una vez más.

Edward salió del camarote dando un portazo, con todo su autocontrol pendiente de un fino hilo. La pequeña bruja española le estaba haciendo cuestionarse los motivos mismos que tan inexorablemente le habían empujado a buscar venganza. Le estaba haciendo cuestionarse hasta su propia cordura, por haber permitido que ella le llegara tan dentro. ¿Por qué no podía utilizarla sin más y dejar de darle vueltas? ¿O entregarla a sus hombres, si es que a él no le atraía? El problema era que le atraía demasiado. Llevársela a Andros era una locura y él lo sabía. Pero lo más fastidioso era que, en lo que a Isabella respectaba, ni él mismo sabía lo que quería.

—¿Hay algo que os inquiete, Edward? —preguntó Jasper Hale cuando Edward alcanzó el puente.

Edward le lanzó una mirada austera.

—¿Debería haberlo?

Hale sonrió.

—Por lo que yo sé, no. ¿Y qué hay de la monja? ¿La vais a gozar vos mismo o se la vais a dar a los hombres? —Creía saber la respuesta a su pregunta, pero quería oírla de Edward—. Ya sabía yo que algo tan simple como la suerte que corra una mujer no puede inquietar al Diablo.

—¡Es mía! —dijo Edward, con una vehemencia que pilló a Hale por sorpresa—. Me la voy a llevar a Andros. Cuando me canse de ella, si es que me canso, seréis el primero en saberlo.

Hale las pasó canutas para disimular su regocijo.

—Estoy sorprendido, Edward. Las vírgenes inocentes no os suelen resultar atractivas. ¿Qué veis vos en la hermana Isabella que yo no veo…? —entrecerró los ojos, especulando—. ¿O es que ya la habéis hecho vuestra, y la halláis de vuestro agrado? Podríais compartirla.

Edward se puso tenso.

—No tentéis a la suerte, señor Hale. Nuestra larga amistad no os autoriza a poner en cuestión las decisiones de vuestro capitán. Os sugiero que vayáis a ocuparos de vuestras obligaciones.

—A la orden, capitán Cullen —dijo Hale, volviendo al orden. No era habitual que Edward hiciera valer su rango, pero cuando eso ocurría Jasper sabía recomponerse a tiempo.

Hale recordó las innumerables veces que él y Edward habían compartido mujer sin llegar nunca a las manos por ninguna de ellas. No sólo compartían mujer, sino también el mismo odio a los españoles. También él había sufrido el azote del látigo durante los seis meses que pasó prisionero de los españoles. ¿Qué tenía aquella monja, se preguntó Hale, para poner tan irascible a Edward? Si no la había gozado ya, Hale esperaba que lo hiciera pronto, o él mismo y la tripulación sufrirían en sus carnes el mal humor de Edward.

 

 

Al oscurecer, uno de los hombres fue a llevarle a Isabella una bandeja. El rudo marino se quedó un instante contemplándola, y luego se fue deprisa. Aunque la comida parecía bastante apetitosa, Isabella era incapaz de tragar bocado. El peligro implícito en las amenazas de Edward producía efectos terribles en su mente. Se imaginó a sí misma a merced de él. No podía mirar la amplia litera sin pensar en lo que un hombre poderoso como el Diablo podía llegar a hacerle en ella. No estaba del todo segura de cómo se llevaba a cabo una violación, con lo que sus vividas imaginaciones se hacían aún más terribles. Si al menos tuviera un arma…

En un arrebato de excitación recordó el pequeño puñal que se había guardado en el bolsillo cuando se puso sus ropas de monja. Al meter la mano en el bolsillo se sintió reconfortada por la garantía del frío acero, por exiguo que fuera. ¿Tendría ella el coraje de usarlo en defensa propia? Isabella estaba calibrando las consecuencias y armándose del valor que necesitaba, cuando la puerta se abrió de sopetón y Edward Cullen irrumpió en el camarote, más grande que la vida misma y el doble de aterrador.

Él la miró con aire distraído, notando cómo el miedo transformaba sus facciones casi perfectas. Su vista se posó en la bandeja que estaba junto a ella, intacta.

—¿No es de tu gusto la comida? —preguntó, desabrochándose el cinto de la espada al tiempo que cruzaba en dos zancadas la habitación—. Yo creía que las religiosas estabais acostumbradas a la comida sencilla y frugal. Nuestro cocinero hace auténticas maravillas con lo poco que tenemos por aquí; deberías probarlo. —Terminó de quitarse la espada y la arrojó sobre una silla. La casaca voló detrás.

Isabella se puso en pie de un salto y retrocedió.

—¡No os acerquéis más!

—Tu castidad está a salvo por el momento; no creo que pudiera ponerme lo bastante a tono como para saborear tus dudosos encantos. —Le lanzó a Isabella una mirada que la hizo estremecerse. ¿Es que era tan poco atractiva que aquel hombre no quería ni tocarla?

Bien, pensó, llena de alivio. Eso era exactamente lo que pretendía al ponerse aquellos discretos ropajes de monja enclaustrada. La madre abadesa habría estado orgullosa de ella. Su expresión debió traslucir sus pensamientos, porque Edward le dedicó una desvergonzada sonrisa que hizo que el alma se le cayera en picado a los pies.

—Esa suficiencia está de más, hermana Isabella. No digo que no vaya a pensar lo contrario mañana, o incluso dentro de diez minutos. Como me dé por tenerte, te tendré; pero prefiero dejarte con la duda. Además, quiero estar bien descansado cuando te apetezca —le lanzó una mirada libidinosa—, estoy seguro de que mi paciencia se verá ampliamente recompensada.

Isabella lo miraba boquiabierta y aterrorizada.

—Sois un monstruo, capitán Cullen. Ni os tengo miedo ni me siento tentada por el Diablo. —Echó una mirada anhelante a la espada que él acababa de quitarse.

Edward se acercó todavía más, cerniéndose en todo su esplendor varonil sobre la menuda silueta de Isabella.

—¿Estás segura, Hermana? Cuanto más me insultas, más creo que eres una farsante. He estado pensándolo mucho y he llegado a la conclusión de que tú no eres monja. El fuego profano de tus ojos niega hasta la existencia de ese fervor religioso tuyo. Eres demasiado arrogante para ser la humilde beata que afirmas ser. Te falta contención y modestia. ¿Quién eres en realidad?

Estaban tan cerca que Isabella sintió el calor apremiante de su aliento en la mejilla. Intentó retroceder, pero no había hacia dónde. Tanteó con la mano el puñal que llevaba en el bolsillo y le lanzó al pirata una mirada desafiante.

—Ya os he dicho quién soy. Soy la hermana Isabella, recién salida del convento de la Madre de Dios. La reverenda madre superiora me encargó que acompañara a la señorita Ángela Swan hasta La Habana. Si me lleváis de vuelta a España, rezaré por vos hasta el día en que me muera.

—Yo no quiero tus rezos, hermana Isabella —dijo Edward. Tenía la voz grave y áspera, como si le costara un gran esfuerzo controlar la respiración—. Es posible que quiera de ti otra cosa. Una cosa que nos va a hacer felices a los dos.

A Isabella se le quedó la boca seca. La punta de su lengua se asomó a sus labios para humedecerlos. Le pareció oír un gruñido de Edward, pero no estaba segura.

—No… no sé de qué me estáis hablando.

Edward tendió la mano hacia delante para cogerla por la barbilla.

—¿Ah, no? Pues igual te lo puedo enseñar. Puede que esté demasiado cansado para tentarte, pero tendría que estar en mi lecho de muerte para resistirme a tan dulce invitación.

Isabella se quedó paralizada, subyugada por la intensidad azul de los ojos de Edward. Habría dicho que eran simplemente azules, pero ahora veía que eran del gris azulado del mar agitado por la tormenta, con tumultuosos destellos de plata pura. Nunca había visto unos ojos como aquéllos. Los ojos del Diablo. Consternada, tragó saliva y buscó una respuesta para las palabras intimidatorias que él acaba de decirle.

—Yo no os he invitado a nada.

—Oh, sí que lo has hecho. —Él bajó un punto la cabeza, y su pelo rubio le rozó la frente cuando sus labios tocaron los de ella.

Fuego. Puro fuego. Al principio fue una sensación abrasadora en el lugar por donde se habían unido sus labios. Pero cuando la boca de él cubrió por completo la suya y su lengua se deslizó húmeda por entre sus labios sellados, el ardor se convirtió en un infierno de llamas que se precipitaba por sus venas hasta lugares innombrables. Cuando intentó apartarlo de un empujón él la sujetó por los brazos, manteniéndola inmovilizada mientras seguía explorando su boca. En el momento en que él intentaba meterle a la fuerza la lengua en la boca, a ella, de la impresión, se le escapó un suspiro involuntario que facilitó a su lengua el libre acceso a la cálida dulzura de su interior.

Jamás había sentido Isabella nada parecido al desbordante magnetismo del beso de Edward. ¡Quería besarlo otra vez! Se moría de ganas de rodearle el cuello con los brazos y pasarle las manos por la rubia maraña del pelo. Deseaba… Aquel beso le hizo desear cosas que no tenían nombre. Aquello no estaba bien. No estaba pero que nada bien. Ella no debería sentir eso. Aquel hombre era su enemigo. Era un pirata degenerado que la había secuestrado y tenía intención de violarla. Ese pensamiento proporcionó un ápice de cordura a sus dispersas emociones, por más que las manos de Edward iban ganando en audacia, intentando descubrir lugares que ningún hombre tenía derecho a tocar. Ella sabía que tenía que hacer algo, lo que fuera, para romper el hechizo que aquel hombre ejercía sobre ella antes de quedar totalmente a su merced.

¡El puñal!

Se llevó la mano al bolsillo, extrajo la pequeña arma y la blandió hacia arriba, apretándola contra un punto vulnerable del cuello de Edward. Él dejó caer las manos, interrumpiendo bruscamente el beso, y la miró con una especie de perversa admiración. La pequeña beata se envolvía en su virtud como si de un sudario se tratara.

—No me toquéis. No volváis a tocarme nunca.

Los labios de él se estiraron en una sonrisa.

—La cosa se pone complicada. ¿De dónde has sacado ese puñal?

—Es mío. Atrás, o no viviréis para ver otro día.

Edward hizo lo que pudo para no echarse a reír abiertamente. ¿Qué esperaba ella conseguir con aquel puñal minúsculo? De un golpe de muñeca habría podido desarmarla, hacerle daño incluso, si quisiera. No le habría costado especial esfuerzo echarla encima de la litera, levantarle las faldas, abrirle las piernas y tomar lo que quería. Él era enemigo de todos los españoles. ¿Por qué iba una bruja española que se decía religiosa a ser distinta de los demás?

—Qué cruel eres, hermana Isabella —se mofó de ella.

—Lo he dicho completamente en serio, Capitán.

—¿Ah, sí, de verdad? Muy bien, pues a ver qué es lo peor que eres capaz de hacer. Córtame el cuello, si te atreves. —En los ojos de Edward había un brillo peligroso. Cuando el puñal hizo brotar una gota de sangre, no reaccionó como ella había esperado—. Antes de hacerlo —añadió siniestramente—, quizá deberías tener en cuenta otra cosa: mi muerte mortificará a mis hombres hasta hacerles perder el sentido. Querrán hacerte sufrir, y te aseguro que no será agradable.

La mano de Isabella vaciló.

—¿No te resulta preferible entregarte a mí, en lugar de probar suerte con mis marineros? Mira que son un hatajo de brutos. No creo que duraras ni una noche.

—¡Antes prefiero darme muerte!

Lo dijo con tanta saña que Edward no puso en duda ni por un instante que tuviera valor para cumplir su amenaza. Era consciente de que había sido él el que había dejado que el juego se les fuera de las manos. Isabella no habría podido herirle con aquella especie de palillo de dientes, pero por alguna razón inexplicable tampoco quería que aquella pequeña beata peleona con más coraje que sentido común sufriera ningún daño.

Un movimiento repentino, más rápido que el ojo, y Isabella se encontró despojada del puñal y encajonada en la prisión de los brazos de Edward. Las lágrimas le escocieron en los ojos cuando se dio cuenta de lo que había pasado, pero no las dejó derramarse.

—¿Y ahora qué, hermana Isabella? ¿Dónde está ese coraje tuyo ahora?

—¡Despreciable y vil… pirata!

—Corsario, Hermana. Hay una diferencia. Yo sólo abordo y saqueo a españoles.

—¡Dejadme marchar!

—Con mucho gusto —la soltó al instante, y ella dio un traspiés antes de rehacerse—. Vete a la cama. De pronto he perdido el interés. Pero me guardo este juguetito tuyo, no vaya a ser que te dé por degollarme mientras estoy durmiendo.

Isabella echó una mirada espantada a la litera. ¿Acaso el pirata pretendía que se acostara junto a él? Cuando se volvió a mirarle buscando una aclaración, vio con asombro que se había quitado la camisa de seda negra y no llevaba más que el ajustado pantalón negro, que le ceñía los fuertes muslos y las pantorrillas, y las botas de cuero. Palideció y apartó los ojos, pero no sin antes echar una mirada furtiva a su pecho bronceado y a sus hombros, sobre los que se tensaban en gruesas bandas los músculos. Y al extraño bulto que le abombaba por delante los pantalones.

—¿Piensas dormir con esa toca espantosa? —preguntó Edward, desdeñoso—. Te aseguro que no me voy a asustar por verte la cabeza calva. Que me dé grima, puede, pero asustarme, no.

—Prefiero no quitármela —se obstinó Isabella. Si se la quitaba y desvelaba su largo pelo, él se habría dado cuenta del engaño. Aunque las monjas normalmente no se afeitaban la cabeza, sí que solían llevar el pelo muy corto debajo de la toca. Ella no había hecho aún los votos definitivos, y hasta que lo hiciera le habían permitido conservar su exuberante cascada de pelo de ébano.

—Métete en la cama —le ordenó secamente Edward. Se desató el cordón del pantalón y se dobló para quitarse las botas.

—¿Qué vais a hacer? —en la voz de Isabella vibraba una nota de pánico.

—Dormir —Edward la miró con ojos lascivos—. A menos que a ti se te ocurra algo mejor.

—No pienso acostarme a vuestro lado —dijo ella, apretando los labios con obstinación.

Él le echó una mirada feroz, y luego se encogió de hombros.

—Haz lo que quieras. El suelo puede resultar algo duro después del primer par de horas.

—Estoy acostumbrada a las penalidades. En el convento hay pocas comodidades materiales. Llevamos una vida de austeridad y plegaria.

Él asintió, cortante.

—Por ahora puedes hacer lo que te dé la gana. Cuando requiera tu presencia en mi lecho, ya te lo haré saber.

Isabella intentaba no mirar su pecho desnudo, pero era difícil no hacerlo. Con lo poco que ella sabía de anatomía masculina. Ajeno a su escandalizado escrutinio, Edward se sentó al borde de la litera y se quitó los pantalones. El grito de consternación que se le escapó a Isabella le hizo volver a posar la vista en ella. Le dedicó una sonrisa fanfarrona. Ella se dio la vuelta a toda prisa, ruborizándose hasta la raíz del pelo. Oyó sus pasos detrás de ella, pero se negó a mirar.

Sintió un alivio enorme cuando él le tiró una manta y una almohada, que cayeron en el suelo cerca de ella, y se volvió para atrás. Ella no quería mirarle el cuerpo desnudo, pero cada vez que le oía moverse no podía evitar espiarle por encima del hombro, manteniendo la vista a la altura de los pies. El se acercó despreocupadamente a la silla y recuperó su espada.

—Esto va a estar más seguro conmigo —dijo, llevándose la espada consigo a la litera. Se oyó un crujir de sábanas, y luego el silencio. De pronto todo se puso oscuro, y Isabella comprendió que Edward había apagado el farol que se balanceaba sobre sus cabezas.

Continuó sin moverse, temiendo que él pudiera cambiar de opinión y requerir su presencia en la cama. Se quedó inmóvil, atreviéndose apenas a respirar, hasta que oyó la cadencia regular de la respiración de él y supo que estaba dormido. Sólo entonces se envolvió en la manta y se tumbó en el duro suelo de madera.

A pesar de la almohada, con la toca puesta era casi imposible encontrar una postura cómoda. Por debajo de la tela de hilo le picaba la cabeza, y echaba de menos un peine para poder desenredarse el pelo. O mejor aún, unas tijeras, para cortárselo lo más corto posible. La única concesión a la comodidad que hizo fue quitarse los zapatos y las medias. Se quedó dormida casi de inmediato, agotada tras su encuentro con el Diablo. Desafortunadamente, sus sueños se llenaron de imágenes del varonil capitán, de su cuerpo desnudo exhibiéndose en toda su masculina belleza.

Sin pantalones.

Que Dios se apiadara de ella.

A Edward no le resultó fácil dormirse, a pesar de la regular cadencia de su respiración. Permaneció despierto en la cama, fogosamente consciente de aquella mujer que afirmaba ser monja. Ella le producía el efecto de hacerle sentirse incómodo. Había habido muchas mujeres en su vida. El era un hombre viril, de los que toman de las mujeres el placer sensual y el alivio sexual que ellas les proporcionan. Había muchos puertos, y muchas mujeres. Pero ninguna era la hermana Isabella. ¿Qué era lo que tenía aquella monjita que le hacía quererla para sí? No habría tenido más que tomarla como el cuerpo le pedía y luego olvidarse de ella de una vez por todas. ¿Acaso no era española? No había habido español, hombre o mujer, a quien no hubiera odiado con todas sus fuerzas.

Y que ella era monja.

Eso él no se lo había creído ni por un instante. Quería tenerla. Habría sido tan sencillo hacer caso omiso de su devoción religiosa y tomar su cuerpo… Tan sencillo… ¿Sería de verdad una religiosa?

Le echó una mirada a Isabella, que estaba hecha un ovillo sobre el duro suelo, asombrado del curso de sus propios pensamientos. Ya antes había capturado a un par de mujeres españolas, y las devolvió de inmediato a cambio de un rescate. En ningún momento le inspiraron el menor deseo, a pesar de que estaban ansiosas de complacer al Diablo. Una de ellas en particular había dejado claro que él le gustaba. Pero él no se sintió atraído por ella. No encontraba belleza alguna en sus facciones oscuras y sus ojos negros, de modo que la rechazó.

Edward lanzó un suspiro entrecortado y se volvió de cara a la pared. ¿Por qué iba a preocuparle a él que la bruja española estuviera o no cómoda? Ella misma había elegido dormir en el suelo. Pues que así fuera.

 

 

Isabella se despertó con el sol de la mañana que entraba sesgado por la escotilla de babor abierta. Dio un respingo al darse cuenta de que estaba tumbada en la litera de Edward y, levantándose de un brinco como si algo le quemara, miró con horror las sábanas revueltas. ¿Cómo había llegado a la cama desde el suelo? No tenía el menor recuerdo de haberse movido, ni de que la hubieran trasladado. ¿Dónde estaba el pirata? ¿Qué le habría hecho?

Repasó su ropa. Aparentemente no le faltaba nada de lo que llevaba puesto el día anterior. Se notó el cuerpo algo entumecido de haber dormido en el duro suelo, pero aparte de eso no sentía dolor en ninguna zona desacostumbrada. No tuvo tiempo de continuar con su inspección, porque la puerta se abrió y entró Edward, cerrando con firmeza a su espalda. Traía una bandeja que emanaba un olor delicioso.

—Ah, estás despierta; ya veo. Te he traído algo de comer. Debes de estar hambrienta después de haberte saltado anoche la cena. —Posó la bandeja en el escritorio, empujando a un lado un mapa.

A Isabella se le hizo la boca agua.

—No tengo hambre —mintió. Pero la traicionó su estómago, haciendo unos ruidos tan fuertes que hasta Edward los oyó—. ¿Cómo he llegado hasta la litera?

—Te puse yo ahí —dijo Edward—. Me he despertado al amanecer. Tenías pinta de estar tan incómoda que te trasladé a la litera. Cuando salí del camarote estabas durmiendo como un tronco.

—No me habréis… —Isabella se pasó la lengua por los labios, sin saber bien cómo continuar—. No os habréis… aprovechado de mí, ¿verdad? ¿Sois acaso lo bastante malvado como para ultrajar a una servidora de Dios?

Edward le echó una mirada tan ceñuda que ella volvió a pegar un brinco, asustada.

—Cuando te tome quiero que estés despierta para que te des cuenta. Quiero que en mis brazos estés receptiva, no inconsciente y ajena a lo que le haga. Puedo ser un malnacido, pero hay ciertas cosas a las que ni yo misino me pienso rebajar. Ahora come. Yo tengo que llevar el barco. —Y se dio la vuelta para irse.

—¡Esperad! —Edward se detuvo, pero no se volvió—. ¿Puedo… puedo salir a cubierta?

—Mis hombres son leales, pero piratas a pesar de todo, hermana Isabella. No te voy a poder proteger de ellos una vez que hayas salido del camarote. Darán por hecho que ya me he cansado de ti y que tienen permiso para satisfacer sus impulsos. Puedes hacer lo que prefieras, pero si no quieres someterte a mi tropa, te sugiero que te quedes prudentemente aquí dentro.

Isabella sintió un escalofrío. Le pareció que él decía la verdad. ¿Por qué todos los hombres eran tan ruines, tan reprobables? Cuando él salió por la puerta, ella decidió no abandonar el camarote por nada del mundo. La dudosa protección del capitán era preferible a ser violada por la tripulación entera.

Edward salió de allí riéndose entre dientes. No había sido del todo sincero con Isabella. Sus hombres podían desearla, pero obedecerían sus órdenes por miedo a sufrir las consecuencias. Después de lo que les había dicho esa mañana, ni uno solo de ellos se habría atrevido a ponerle la mano encima a la muchacha sin su permiso expreso.

Isabella lo siguió con la mirada mientras aquel aroma delicioso la empujaba hacia la bandeja de comida. Tenía que mantenerse fuerte, ¿no? Con ese pensamiento devoró rápidamente el contenido de la bandeja entera, encontrándolo sorprendentemente sabroso para ser rancho marinero. No bien hubo terminado, oyó que llamaban discretamente a la puerta. Contempló con el corazón desbocado cómo la puerta se abría sin invitación y entraba el contramaestre, con un jarro de agua y una pila de toallas limpias en las manos.

—El capitán ha pensado que te apetecería un poco de agua. Esto es lo más parecido que hay por aquí a darse un baño. Para eso habrá que esperar hasta que lleguemos a Andros.

Hale dejó el jarro sobre la mesita del aguamanil y sopesó descaradamente a Isabella con la mirada. Se preguntó si Edward la habría tomado la noche anterior. Concluyó que, a juzgar por el humor horrible del capitán, la virtuosa monjita se las había apañado para mantener su virginidad intacta. No era propio de Edward perder los papeles por una putilla española, por bella o deseable que fuera; y sin embargo aquella palomita blanca lo tenía totalmente enganchado. Eso dejaba a Hale perplejo. Creía conocer a Edward mejor que nadie, y no parecía propio de él estar privándose de algo que habría podido coger con sólo extender la mano, y menos aún de algo que deseaba desesperadamente, como evidentemente le ocurría con aquella monja española.

—¿Hay algún problema? —le preguntó Isabella, picada por el intenso escrutinio de Hale.

Hale le echó una sonrisa fanfarrona.

—¿Te das cuenta de lo que le estás haciendo al capitán Cullen? ¿Por qué no te rindes y te ahorras tiempo y problemas? Él va a acabar saliéndose con la suya.

Isabella se encrespó, indignada.

—¿Rendirme? ¡No, jamás! Soy monja. Ofenderme a mí es ofender a Dios.

—Dios abandonó a Edward cuando él le necesitaba.

Isabella soltó un gritito ahogado.

—¡Blasfemo! Así sois los paganos ingleses. Podéis decirle a vuestro capitán que me pienso defender de él hasta mi último aliento.

Hale sacudió la cabeza.

—Para qué va a morir nadie, Hermana. Sólo te estoy advirtiendo que Edward no es un hombre paciente, y que la tripulación prefiere verle contento. Yo mismo prefiero verle contento.

—Podéis iros al diablo, señor Hale.

—¿Dónde has aprendido el inglés? Lo hablas estupendamente para ser una monja —también él sospechaba, igual que Edward, que la vehemente española no era lo que ella afirmaba ser.

—Tuve excelentes maestras en el convento. Empecé a estudiar a los diez años, y me di cuenta de que tenía una inclinación natural hacia las lenguas extranjeras. También hablo un poco de francés y alemán.

—No es de extrañar que tengas intrigado a Edward —entonó secamente Hale—. La belleza y la inteligencia no suelen darse cita en una mujer. ¿Y todas las monjas son tan cultas como tú?

¿Estaba tratando de pillarla en un renuncio? Ella no podía reconocer que su padre había exigido que la educaran bien para no avergonzar a su futuro marido. Don Aro del Fugo era un hombre muy culto y poderoso que necesitaba una esposa tan inteligente como bella. Don Charlie había sido generoso con su única hija en lo relativo a su educación.

—No puedo hablar más que por mí misma, señor Hale. Gracias por el agua.

Hale sabía reconocer cuándo le estaban diciendo que se marchara, y se dio la vuelta para irse.

—Ah, por cierto —añadió, antes de salir por la puerta—, hay un mea… ¡ups!, un orinal debajo de la cama. Lo puedes usar. El pinche de cocina viene a vaciarlo una vez al día.

A Isabella le ardió la cara. A decir verdad necesitaba desesperadamente un orinal, pero le daba demasiada vergüenza pedírselo al despreciable capitán Edward Cullen. Se preguntó si habría sido él quien le había indicado al señor Hale que se lo mencionara. Y, a pesar de todo, agradeció el agua, porque no se había lavado decentemente desde que la raptaron del Santa Cruz.

Cuando se dio cuenta de que la puerta no tenía cerrojo, optó por la segunda mejor solución: sujetar con el respaldo de la silla el picaporte. Luego se lavó deprisa, quitándose por un instante la parte de arriba de la túnica y levantándose luego las faldas para llegar a las piernas. Consideró la idea de quitarse la toca, y lo hizo con muchas reservas, con un ojo puesto en la puerta no fuera a ser que el pirata reventara su precaria barrera y descubriera su secreto. Lamentó no tener consigo su puñalito para poder cortarse su gloriosa mata de pelo.

Cuando hubo terminado de lavarse contempló con interés el escritorio de Edward. Una verdadera colección de tesoros, pensó, abriendo los cajones en rápida sucesión. Lo mejor que pudo encontrar fue un abrecartas, pero si estaba lo suficientemente afilado bastaría para cortar sus tirabuzones. La suerte estaba de su parte. En el último cajón, Isabella encontró unas pequeñas tijeras de tocador. Se imaginó que Edward las usaba para recortarse el pelo. Pero cuando las acercó a su propia cabeza le temblaron las manos. Su pelo era el único rasgo físico del que estaba orgullosa. Sabía que tendría que cortárselo cuando hiciera los votos definitivos, pero hasta entonces había cuidado celosamente y preservado sus largos y lustrosos rizos. Ahora se enfrentaba a una dolorosa decisión: ¿qué prefería conservar, la castidad o el pelo? No había elección posible. Tenía que proteger su castidad del varonil pirata y del abrumador poder que ejercía sobre ella.

Puso manos a la obra rápidamente, con eficacia, quitándose grandes mechones de pelo sin el beneficio de un espejo. Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras el montón de pelo trasquilado iba creciendo. No tenía ni idea de si se lo estaba cortando uniformemente, y tampoco le importaba. Sólo sabía que tenía que terminar y deshacerse de las pruebas antes de que volviera el capitán Cullen.

Por fin concluyó su obra. Recogió cuidadosamente del suelo los negros rizos, se acercó a la escotilla, que permanecía abierta para que corriera el aire, y arrojó al mar hasta el último mechón de pelo. Contempló con indiferencia cómo sus rizos morenos se alzaban sobre la cresta de una ola para desaparecer luego dentro del agua.

Entonces dio media vuelta y volvió a colocarse la toca. Y no le sobró un minuto. El picaporte empezó a sacudirse ruidosamente, la silla salió volando de pronto y Edward irrumpió por la puerta.

—¿De qué pensabas que te iba a servir esa silla? —El sesgo sardónico de su ceja le reveló lo poco eficaz que le parecía aquella táctica para mantenerle a él fuera.

—Necesitaba un poco de intimidad para lavarme.

—Nadie que no sea yo va a entrar nunca en este camarote sin mi permiso.

—¿Y se supone que eso debería tranquilizarme?

Edward sonrió.

—Pronto, monjita mía. Pronto estarás suplicándome que te haga caso.

—¡Eso será cuando arda la luna y bailen las estrellas!

—Yo puedo hacer que eso ocurra —le prometió él. Bajó la voz hasta un susurro ronco—. Cuando yo te haga llegar al placer, vas a ver cómo arde la luna y bailan las estrellas.

Sus palabras seductoras levantaban un remolino en los sentidos de Isabella. No tenía ni idea de lo que le estaba contando, pero fuera como fuese tenía la sospecha de que él habría sido capaz de hacerlo, si ella se lo hubiera permitido.

—Tenéis el ego gravemente hinchado, Capitán.

—¿Eso crees, pequeña bruja? ¿O quizá deberíamos probar mi teoría? —Se acercó con pasos lentos a ella. Ella quiso darse la vuelta para evitarle, pero él era demasiado rápido. Además, no había adonde ir. Edward la sujetó y la atrajo hacia él. Ella notó su increíble calor a través de la ropa de ambos.

—¿Qué es lo que queréis de mí? —gritó—. ¡Miradme! Mi conducta no es seductora ni lasciva. Voy cubierta de la cabeza a los pies de un discreto color gris, sin enseñar más que el rostro. Seguro que hay mujeres mucho más atractivas que yo. Yo soy una monja, una sierva del Señor. No sé nada de las cosas terrenales.

—Si te crees que esa ropa que llevas te hace menos atractiva, te equivocas de medio a medio. Yo te voy enseñar lo que es la pasión, palomita.

La boca de él se apretó con fuerza contra la suya, exigiendo, separando sus labios. Su lengua le recorrió cálidamente la boca, produciéndole un fuego que amenazaba con consumirla. Sintió su calor contra ella, incendiándola. Gimió bajo el furioso asalto de su beso, hechizada por su lacto y su sabor.

Edward tenía aguda conciencia del contacto físico entre Isabella y él. Estaban pegados el uno al otro, y a través de la barrera de aquellos ropajes pudo sentir la longitud de sus torneadas piernas, la curva seductora de sus caderas y la suave plenitud de sus pechos. Ella podía ser o no ser monja, pero no había duda de que era una mujer.

Y estaba justo en su punto para tomarla. Para que la tomara él.

Isabella se dio cuenta del peligro, lo sintió con todas las fibras de su ser y se sintió impotente para detener lo que Edward Cullen había comenzado. Si de verdad hubiera querido aprender lo que es la pasión, estaba segura de que aquel pirata inglés habría podido llevarla a contemplar ese paraíso prohibido. Pero ella tenía más fundamento que todo eso. Ser seducida y desechada por aquel varonil bellaco habría sido aún peor que casarse con un hombre al que no conocía. Ninguna de las opciones resultaba deseable. Tenía que hacer lo que fuera para convencer al Diablo de que la devolviera al convento. Y pronto, antes de que a él le diera por despojar de todo sentido su fervor religioso.

Arrancándose de sus manos, Isabella volvió a usar el truco que mejor le venía funcionando con el pirata: se puso a toda prisa de rodillas, antes de que él pudiera agarrarla otra vez. Apretando entre las manos las cuentas de su rosario, alzó los ojos al cielo y movió los labios en ferviente oración.

Su devoción volvió a tocarle alguna fibra sensible a Edward, que salió de allí lanzando infames maldiciones. ¿Cómo iba a seducir a una mujer tan devota, tan reverente?

"En realidad no es monja", argumentaba una voz en su interior.

Pero el ardor de Edward se había enfriado. No porque el catolicismo de ella le inspirara la menor reverencia, sino porque ella le tocaba alguna fibra muy honda que apelaba a su decencia.

"Encomiéndate a Dios, monjita", masculló Edward. "Pero al final no te va a servir de nada. Tenerte te voy a tener, en cuanto a mí me dé la gana."

 

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CHICAS PRIMERO QUIERO ACLARAR QUE NO LAS QUERIA HACER ESPERAR A PROPOSITO SI SE FIJAN EN LA FECHA EN QUE CREO LA HISTORIA MARCA "21" YO DESDE EL LUNES LA SUBI, PERO LAS ADMINISTRADORAS TARDARON EN AUTORIZARLAS OKIS.

 

BUENO AHORA SI VOY CON EL PIRATA JAJAJA QUE BARBARO NI PORQUE LLEVA HABITOS DE MONJA SE CONTIENE, JAJAA POBRE ISABELLA NO TENDRA OPORTUNIDAD CONTRA EL POR MAS QUE SE RECISTA Y RECE.

 

RECUERDEN CHICAS, UN CAPITULO CADA DIA. LA VEO MAÑANA, GRACIAS POR ACOMPAÑARME EN OTRA AVENTURA QUE COMIENZA, BESITOS

Capítulo 3: DOS Capítulo 5: CUATRO

 
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