EL VENGADOR (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 20/10/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: NO
Votos: 22
Comentarios: 213
Visitas: 26121
Capítulos: 16

UN PIRATA SIN ESCRUPULOS…

El aristócrata inglés Edward Cullen, conocido como El Diablo, atacaba sin piedad a todas las naves que cruzaban el océano Atlántico buscando vengarse por los cinco años de brutal cautiverio que había pasado a bordo de un barco español. Cuando su barco abordó el Santa Cruz, encontró la ocasión perfecta para llevar a cabo esa venganza: una inocente dama española, recién salida del convento, cuyo cuerpo podía hacer suyo para de ese modo humillar a su gente. Pero pronto Edward se encontró dividido entre el deseo de venganza y la pasión que ella le provocaba.

 

Una extraña cautiva….

 

La vida de Isabella Swan cambió de forma traumática cuando su padre le informó que había acordado su matrimonio con el poderoso gobernador de Cuba, y que por lo tanto tenía que dejar el convento en el que había vivido hasta ahora y en el que era feliz. Su situación no mejoró con el repentino abordaje que sufrió su barco en aguas del Caribe. Pero aunque temía por su suerte a manos de aquel poderoso y temible pirata, Isabella luchaba contra el desbordante deseo que él le inspiraba, con aquellos ojos azules como el mar y aquel cuerpo flexible cuyos músculos parecían sacados de la estatua de un dios griego. Por más que se estuviera haciendo pasar por monja, las encendidas emociones que sentía entre los fuertes brazos de Edward eran cualquier cosa menos santas, y fueron consumiendo la cólera que los separaba hasta que no tuvieron más remedio que rendirse a sus sentimientos...

 

Adaptacion de los personajes de Crepusculo con el libro "Pirate's arms" de Connie Mason

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Capítulo 11: DIEZ

HOLA MIS CHICAS HERMOSAS, TENGO UN AVISO, yo se que en ocaciones es mas sencillo leer cuando un libro esta en PDF y lo puedes descargar y leerlo sin la necesidad del internet, por eso les ofresco "Prisionera de Guerra" "Amor de leyenda" "El diablo" "el caballero demonio" "El caballero negro" "Novia del Oeste" "Los hermanos MacMasen" "Calamitosa" en PDF, si alguien los quiere solo envieme un correo electronico "beel_rg88@outlook.com"

 

 

 

 

Isabella atravesó la entrada ricamente ornamentada de la mansión del gobernador general a las cinco en punto de la tarde. El coche que don Aro le había prometido la estaba esperando. El corazón se le salía del pecho del miedo y de la emoción mientras el cochero la ayudaba a subir al fastuoso carruaje. No vio a don Aro por ningún sitio, y eso a Isabella la reconfortó. Quería hablar con Edward a solas. Puede que aquélla fuese la última vez que lo veía con vida.

El trayecto hasta la prisión fue muy corto; Isabella se dio cuenta de que podría haber ido perfectamente a pie. La cárcel estaba emplazada en un edificio bajo construido rudimentariamente con bloques de piedra. Las únicas ventanas que tenía estaban situadas en lo alto del muro, donde los presos no pudieran ver sino un pedazo de cielo. Supo lo mal que se debía de sentir Edward y eso hizo que su intención de encontrar una forma de ayudarlo se intensificara.

El cochero abrió la puerta e Isabella se apeó del carruaje. Momentos más tarde, la puerta del calabozo se abrió cuan grande era y don Aro salió a recibirla. Isabella perdió la compostura.

—Tan puntual como de costumbre, querida —dijo don Aro con una sonrisa insulsa.

—¿Qué hacéis vos aquí?

—Estoy interrogando al prisionero —se le agrandó la sonrisa—. El pirata nos lo está poniendo difícil. Me temo que mis hombres y yo hemos puesto demasiado celo en tratar de reducirlo.

Isabella bajó la mirada hacia el látigo que llevaba enrollado en la mano derecha. Lo había tenido escondido tras la espalda y no había dejado que ella lo viera hasta que él lo juzgó oportuno. Daba la impresión de que atormentar a Isabella con lo que le había hecho a Edward le producía un placer profano.

—¡Dios! ¡Le habéis pegado! ¿Cómo habéis podido hacerlo?

La voz de Aro adquirió un tono amenazador.

—¿Cómo habría podido no hacerlo? Me robó algo que nunca voy a poder recuperar, Antes de que vaya mañana a la horca le volveré a pegar, y le pegaré una y otra vez hasta que considere que ha sufrido lo suficiente. Pasa, querida, ya se habrá recuperado de su desmayo y debe de estar listo para seguir con su castigo.

—Por favor, no le peguéis más —suplicó Isabella—. ¿Acaso no ha sufrido ya bastante?

Aro apretó los dientes.

—No, ni por asomo. —Le lanzó a ella una mirada brutal y luego esbozó una sonrisa mezquina—. Ayudarlo es cosa tuya.

—¡Decidme lo que tengo que hacer! Haré lo que sea. Lo que sea.

—Pues tienes que decirle al Diablo que te has convertido en mi amante porque así lo has querido. Que lo odias y que me suplicaste que lo castigara por haberte mancillado. Le dirás que te alegras de que vaya a morir.

A Isabella se le hizo un nudo en la garganta.

—¡No! ¡Eso no es verdad!

—Aun así, le vas a repetir todo lo que te acabo de decir. Si no lo haces, le darán una paliza cada hora hasta que muera. ¿Es eso lo que deseas que le ocurra a tu amante?

—¿Por qué lo hacéis? ¿Qué beneficio podéis obtener vos de todo esto?

—Satisfacción —dijo don Aro adusto—. Lo que me gustaría es descuartizarlo lentamente, arrancarle las manos, los pies y todos los miembros para hacerle sufrir las penurias del infierno por lo que os ha hecho a España y a ti. Al rey Felipe le da igual cómo muera, con tal de que muera. Ya estoy siendo bastante clemente con él.

Isabella se tambaleó peligrosamente y estuvo a punto de desmayarse. Don Aro era un desalmado muy astuto. No sabía lo que era la piedad. Pero sabía que ella no iba a permitir que torturaran cruelmente a Edward, que diría o haría lo que fuera necesario para evitarle más sufrimiento. Que mentiría, incluso.

—Si hago lo que decís, ¿liberaréis a Edward?

Don Aro se la quedó mirando como si estuviera loca de remate.

—¡Liberarlo! Jamás! Lo que estoy dispuesto a hacer es ordenar que dejen de darle palizas y concederle una muerte digna.

Un sollozo se adueñó de la garganta de Isabella. Lo que le ofrecía era muy poco. Asquerosamente poco. Pero, con tal de conseguir que Edward tuviera una muerte pacífica, estaba dispuesta a mentir. Y luego, antes de que don Aro la metiera en su cama, ella seguiría a Edward al mundo de los muertos. Vivir sin Edward ya no era opción para ella.

—Muy bien, haré lo que me pedís. ¿Puedo ver a Edward a solas?

—No me fío de ti, querida. Vamos juntos —le dio el látigo a uno de los guardias y condujo a Isabella hacia dentro del edificio.

El fétido hedor de la muerte y del sufrimiento asedió a Isabella cuando atravesó la sala de guardias para entrar en los pasillos oscuros, tan fríos y húmedos, de los calabozos. Las puertas macizas de madera estaban trancadas desde fuera y gruesas paredes de piedra separaban unas celdas de otras. Una rejilla pequeña situada a escasa altura en cada una de las puertas servía para que los guardias les pasasen la comida a los presos. Don Aro se detuvo de pronto ante una puerta cerrada y uno de los guardias se apresuró a correr el cerrojo.

—Trae una antorcha —ordenó don Aro.

La antorcha llegó y abrieron la puerta de una patada.

La luz reveló una escena propia del mismísimo infierno. Cuando Isabella vio a Edward, un grito se le quedó suspendido en la garganta. Aún seguía encadenado a la pared, tal y como don Aro lo había dejado un rato antes. Tenía la espalda hecha un desastre; tremendos moratones y abundantes cortes le recorrían profusamente los hombros y el tórax. Don Aro le dio a Isabella un apretón en el brazo a modo de advertencia, y el grito que ella estaba a punto de soltar se le ahogó violentamente en la garganta.

Edward giró la cabeza lentamente hacia la luz. El cuerpo le abrasaba y la cabeza le palpitaba. Envuelto en un halo de dolor punzante, vio a Isabella de pie al lado de don Aro. Ella lo miró sin decir nada y a él el dolor se le convirtió en una ira incandescente. Se humedeció los labios tratando de reunir suficiente saliva para que se le aflojase la garganta reseca.

—¿Para qué has traído a tu barragana, Del Fugo? ¿No ha creído tu palabra cuando le has dicho que se estaba haciendo lo que ella había ordenado?

Don Aro esbozó una sonrisa desagradable.

—Le advertí que no eras un espectáculo agradable de ver pero ella insistió en comprobar con sus propios ojos que el castigo se está impartiendo tal y como ella lo había deseado. —Se volvió hacia Isabella—. Cuéntale, querida, cuéntale al bueno del capitán lo que piensas de él exactamente.

Isabella cerró los ojos para reunir el valor necesario para decir las cosas que detendrían la tortura de Edward.

—Os odio por lo que me hicisteis, Capitán.

—Venga, Isabella, ¿no hay nada más que le quieras decir? —La mano de don Aro le apretó brutalmente el brazo.

Isabella hizo una mueca de dolor.

—Soy la amante de don Aro. Gracias a vos, nunca podré convertirme en su esposa. Es un… es un amante maravilloso.

Lo último lo añadió más en beneficio de don Aro que de Edward. Cualquier cosa con tal de apaciguar a aquel monstruo cruel y aliviar el sufrimiento de su amado.

Don Aro le echó una sonrisa complacida.

—Ah, querida, eres un tesoro. Estoy encantado contigo, en la cama y fuera de ella. ¿Te parece que el Diablo ha sufrido ya bastante por echar tu vida a perder?

—Oh, sí —dijo ella rápidamente, mucho más rápido de lo que le habría gustado a don Aro—. Ya estoy satisfecha. Lo único que deseo ya es que muera.

La sonrisa de don Aro se volvió amarga.

—Eres demasiado buena, querida. Salgamos de este lugar inmundo. Tenemos cosas mejores en las que emplear nuestro tiempo que conversar con un condenado.

Cuando lo vio tender aquella mano fina, de uñas acicaladas, y acariciarle el pecho a Isabella, a Edward le entraron ganas de matarlo. Y luego le entraron ganas de matar a Isabella. Era consciente de que se merecía que lo odiase por lo ásperamente que había despreciado su inocencia, pero ¿acaso no se daba cuenta de que él se preocupaba sinceramente por ella? Él estaba dispuesto a reconocer que se había valido de la seducción para ganársela, pero ella había participado también con mucha voluntad. Había creído que conocía a Isabella pero, evidentemente, no había llegado más allá de la superficie de su naturaleza perversa.

Isabella esquivó la caricia de don Aro y puso todo el corazón en la mirada que le echó a Edward, pero él ya había vuelto la cabeza y no la vio. Su corazón y su mente la daban ya por perdida. A ella no le quedó más remedio que dejar que don Aro la llevara fuera de aquella celda. Cuando la puerta dio un portazo al cerrarse a su espalda, ella dejó escapar su nombre en un suspiro entrecortado. Don Aro le tapó la boca con una mano y se la llevó de allí a rastras.

Edward levantó la cabeza de golpe. Podría haber jurado que había oído a Isabella decir su nombre. Se dijo a sí mismo que la imaginación le debía de estar jugando una mala pasada. Le había parecido que a Isabella se le estaba partiendo el corazón. Sacudió la cabeza para deshacerse de esas ideas tan absurdas. Pues ¿no había reconocido ella que lo despreciaba y que disfrutaba de' que le dieran palizas y lo torturaran? Había reconocido por su propia voluntad que se había convertido en la amante de del Fugo. "Tiene gracia", musitó, sombrío; nunca pensó que se fuera a venir abajo por una mujer.

 

 

Una nave anónima entró en La Habana escondida bajo un manto de oscuridad y fondeó en la profundidad del puerto. Poco después, un chinchorro partió de la nave y se deslizó sobre el agua hacia la costa. El chinchorro alcanzó su destino y depositó a los hombres que llevaba a bordo en el muelle desierto. Cinco hombres se quedaron a bordo del bote mientras otros dos se alejaban y desaparecían entre las sombras. Dos horas más tarde, aquellos hombres volvieron, cada uno por su lado, al lugar donde habían dejado el chinchorro. Subieron a bordo y compartieron con su jefe la información que habían recogido.

—¿Has conseguido enterarte de algo, Pierre? —preguntó Jasper Hale.

Pierre, un francés de piel oscura que hablaba perfectamente el francés y el español, escupió una palabrota tremenda.

—El capitán está aquí, tal y como habíais sospechado. Lo van a ejecutar mañana.

—¡Maldita sea!

—El gobernador general ha decretado día de fiesta para que todos los ciudadanos de La Habana puedan asistir a la ejecución. Todo el mundo habla del Diablo. Ha sido fácil enterarse de dónde lo van a colgar. ¿Tú qué has averiguado, Ramón?

—Dios, toda la maldita ciudad está deseando verlo colgado —reveló Ramón. Ramón era el único miembro español de la tripulación de Edward, y tenía buenos motivos para odiar a sus paisanos. La Inquisición había estado a punto de quitarle la vida—. El capitán está en el calabozo de la ciudad esperando a que lo ejecuten.

Jasper observó la luna, calculando las horas que faltaban para el amanecer.

—No es que nos sobre precisamente el tiempo para rescatar a Edward y volver a bordo del Vengador. Vosotros habéis sido elegidos por vuestra capacidad de trabajar bajo presión. ¿Estáis conmigo?

—Sí, señor Hale —exclamaron los marinos al unísono—, estamos con vos.

—¿Y qué pasa con la mujer? —preguntó Hale a sus espías—. ¿Alguno de los dos se ha enterado de lo que ha sido de ella?

Pierre acertó en el agua con un escupitajo manchado de tabaco.

—Podemos olvidarnos de esa barragana. Los rumores dicen que ya le está calentando la cama al gobernador general. Es increíble de lo que se puede uno enterar en una taberna. De lo que no se habla es de boda.

—Da lo mismo —dijo Hale con amargura—. Tendremos suerte si conseguimos sacar a Edward con vida, así que de la mujer mejor ni hablamos. ¿Dónde está el calabozo?

Un rato más tarde, siete marinos armados atravesaban con sigilo la oscuridad hasta el edificio achaparrado que hacía las veces de prisión. Andaban en fila india, pasando a toda velocidad de un portal a otro. Hale los guiaba, con la mano aferrada a la empuñadura de la espada. Mandó parar al grupo cuando tuvo los calabozos a la vista, y allí se agazaparon tras unos espesos arbustos, calibrando la situación. Hale contó dos guardias que estaban apoyados contra la puerta con las armas colgándoles perezosas de las manos. Tras una señal silenciosa de Hale, Pierre y Ramón se arrastraron a hurtadillas hacia los guardias distraídos. Se les echaron encima por detrás y los dejaron fuera de combate sin que apenas se dieran ni cuenta. Entonces, los arrastraron hacia los arbustos, donde se cambiaron de ropa con ellos, y ocuparon sus puestos.

Hale, con mucho cuidado, abrió la puerta de la prisión y echó un vistazo dentro. La luz trémula de la única vela que había sólo le permitió ver a dos hombres que estaban sentados a una mesa jugando a las cartas. Lo tenía todo perfectamente calculado. No había duda de que los demás guardias debían de estar haciendo la ronda y éstos no esperaban compañía. Y en caso de que apareciera una visita inesperada, los guardias apostados delante de la puerta la despacharían.

Hale se detuvo en la entrada y les hizo señas a sus hombres para que lo siguieran. Uno a uno se fueron colando por la puerta en la sala de los guardias. Hale no necesitaba decirles lo que tenían que hacer, porque todos sabían instintivamente lo que se esperaba de ellos. Los guardias sentados a la mesa debieron de oír algo, porque dieron un respingo y empuñaron las espadas. Los hombres de Hale les cayeron encima de inmediato. La batalla fue salvaje pero de escasa duración. Los españoles fueron rápidamente reducidos, atados y amordazados, y allí los dejaron, tirados en el suelo. Hale encontró un llavero colgado de un clavo en la pared de la sala de los guardias. Dos de sus hombres se rezagaron por si los guardias ausentes regresaban mientras los demás seguían a Hale.

Edward oyó a alguien correteando por el pasillo, pero prestó poca atención. Siempre había gente de todo tipo yendo y viniendo en aquel lugar maléfico. Si venían por él, esperaba que fuera para matarlo y no para seguir torturándolo con el látigo. O, peor aun, para seguir atormentándolo con la idea de que Isabella había ordenado que le dieran más palizas. Eso lo laceraba aún más profundamente que las correas de cuero que le desgarraban la espalda.

—Pssst, Edward, contéstame si estás ahí dentro.

Edward logró girar la cabeza hacia la puerta trancada. Por un instante temió que las duras palizas que había soportado le estuvieran provocando alucinaciones. Quizás el demonio había venido a buscarlo.

—Edward, soy Jasper Hale. Contesta si puedes. Por los clavos de Cristo, hombre, tenemos que salir de aquí a toda prisa antes de que nos descubran.

—¿Jasper? —Tenía la boca tan seca que apenas podía hablar más alto que un susurro. Rezó para que alcanzase a oírse—. Aquí, Jasper. ¿Tienes la llave?

Jasper se sintió muy aliviado. No tenía ni idea de cuándo era el cambio de guardia ni cuántas horas faltaban para que amaneciese.

—Sí, tengo la llave.

—Llevo grilletes, Jasper. Espero que tengas también la llave que los abre.

La puerta se abrió con un crujido atronador. Jasper sostuvo en alto una vela, esperando a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. La vela estuvo a punto de caérsele de la mano al ver a Edward sujeto a la pared, colgado de las cadenas con las que estaba atado.

Jasper contuvo el aliento al ver la condición lamentable de la carne lacerada de Edward, la cara hinchada y el labio partido. Tragó saliva con mucha dificultad.

—Maldita sea, tienes suerte de estar vivo.

—Pues no me siento muy afortunado, amigo mío. ¿Tienes la llave, Jasper? Rápido, tenemos muchas cosas que resolver antes de poder volvernos con el Vengador a casa.

Probando una llave tras otra, Jasper por fin dio con la que abría los grilletes de Edward. En cuanto éste estuvo libre, se desplomó sobre Jasper, incapaz de aguantar su propio peso.

—¿Puedes andar? —susurró Jasper—. Apóyate en mí.

Edward se tambaleó y apretó los dientes para aplacar el dolor punzante de su carne lacerada. Tenía un ojo tan hinchado que no lo podía abrir, pero el ojo bueno lo tenía firme y bien enfocado. Asintió pesaroso.

—Puedo andar.

—Entonces, vamos —Jasper se puso en marcha.

Edward lo seguía de cerca. El pasillo estaba en silencio. Cuando llegaron a la sala de los guardias, Edward hizo un gesto con la boca a modo de sonrisa al ver que sus hombres tenían la situación bajo control. Jasper, Edward y el resto de la tripulación se escabulleron por la puerta y los dos hombres que se habían quedado de guardia fuera los siguieron.

Hale, sin dudar ni un instante, los dirigió al Malecón donde los estaba esperando el chinchorro. Le metió prisa a Edward para que avanzase, pero éste se negó, rechazando la invitación de Hale de ponerse a salvo.

—Maldita sea, Edward, ¿qué pasa? ¿Necesitas ayuda?

—Hay algo que tengo que hacer antes —dijo Edward con una voz tan cargada de rencor que Hale se alegró de no ser el blanco de aquella ira.

—Mierda, Edward, no puedes llegar hasta Del Fugo. Olvídate de ese malnacido, no vale la pena que arriesgues tu vida por él.

A Edward se le puso un aire pétreo en la mirada; tenía en el rostro el reflejo de un sentimiento que Hale nunca le había visto antes.

—No es a Del Fugo a quien quiero.

—¿No es a Del Fugo? ¿Y a quién, si no? —De repente, se le hizo la luz—. No, olvídate de ella. Deja que se quede con su amante.

—Isabella es mi esposa, Jasper. No puedo marcharme de La Habana sin mi "amante" esposa —se rió con aspereza al ver la cara de asombro de Jasper—. Preparad el Vengador. Si no he regresado cuando amanezca, zarpad sin mí.

—¿Cuándo os casasteis Isabella y tú? Según los rumores, Del Fugo y ella son…

—…Amantes. Ya lo sé. A pesar de todo, ella es mi esposa. Nos casó un cura a bordo del barco de sus hermanos. Ya te lo contaré todo cuando vuelva de mi misión de "rescate".

—Esas palizas te han afectado al cerebro, Edward. La residencia del gobernador general está bien vigilada, no hay manera de que entres en ella sin ser visto ni oído. No estás en condiciones de rescatar a nadie más que a ti mismo.

Edward apretó los labios con determinación.

—Todavía soy el capitán, señor Hale. ¿Vas a obedecer mis órdenes?

Hale contempló consternado a Edward. cuanto más tiempo perdieran allí discutiendo, mayor sería el riesgo de que los capturasen. Pero se daba cuenta de que Edward estaba decidido, por no decir algo peor.

—Muy bien, Capitán, supongo que no te puedo detener. Pero yo voy contigo.

—Voy yo solo, señor Hale, ¿queda claro?

—Perfectamente —dijo Hale entre dientes.

—Recuerda, si no he vuelto al amanecer, debéis zarpar sin mí. Dame una espada.

Alguien le lanzó una espada con su vaina y él se la ató a la cintura.

—Por todos los demonios, espero que no tengamos que llegar a eso —musitó Hale en voz baja mientras veía cómo desaparecía Edward al doblar la esquina de un edificio.

Cuando Edward estuvo fuera de vista, se dirigió brevemente a sus hombres y salió disparado tras su capitán. En ningún momento se paró a considerar las consecuencias de desobedecer sus órdenes, porque pensaba que Edward había perdido el sentido común. Cualquier hombre en la situación de debilidad de Edward tenía que estar loco de remate para irse él solo a provocar a un enemigo tan fuerte. Pero Hale estaba más loco todavía, y pensaba que podía salvar a su ofuscado capitán de aquel suicidio.

 

 

Isabella se pasó la tarde entera rezando. Si Dios hacía el milagro de salvar a Edward, ella nunca volvería a pedirle nada para sí misma. Aceptaría cualquier destino que le tocase vivir y estaría agradecida de que le hubiese perdonado la vida a Edward. Por el lado contrario, si Dios permitía que Edward muriese, rogaba que le diera valor para acabar con su propia vida y reunirse con él en la eternidad.

Desde que ella regresó del calabozo, don Aro la había dejado tranquila en sus aposentos. Informó alegremente a Isabella de que había decidido reprimir su lujuria hasta después de que su marido hubiera sido ejecutado. Una mujer sollozando le arruinaría la libido.

Isabella agradecía aquel pequeño respiro y dedicó el resto de la tarde a sus plegarias. Si por medio de la simple oración pudiera salvar a Edward, éste tendría la redención asegurada. Desgraciadamente, los caminos del Señor son misteriosos, y ella tampoco pretendía llegar a comprenderlos. Dios había hecho que se enamorase del pirata, ¿no?

Haciendo caso omiso de la bandeja de comida que le habían llevado a su habitación al ver que no se presentaba para la cena, Isabella siguió arrodillada hasta bien entrada la noche. Cuando el cansancio hizo que se tambalease, mareada, y vio que corría el riesgo de desplomarse, dejó el reclinatorio y atravesó dando tumbos la puerta que daba a la terraza desde la que se veía el jardín. Qué apacible parecía, pensó estirando los músculos entumecidos. Tenía las entrañas más retorcidas que un sacacorchos; ni siquiera la oración había conseguido disipar la tensión que la atenazaba. Pero el pensamiento demoledor de la muerte inminente de Edward la hizo volver al reclinatorio.

 

 

Edward trepó por la tapia del jardín y cayó como un peso muerto en el suelo al otro lado. El dolor le recorrió el cuerpo entero; sentía su propio cuerpo como si se le estuviese cayendo a pedazos. Apretó los dientes y se esforzó en ponerse de pie y reunir las pocas fuerzas que le quedaban. Mirando hacia arriba, vio una fila de ventanas oscuras que daban a una terraza en el segundo piso. Supuso que la mayoría de aquellas habitaciones serían dormitorios, y se preguntó cómo demonios iba a encontrar el de Isabella. Como se la encontrara en la cama con Del Fugo se iba a dar el gustazo de matar a aquel malnacido. Rezó para tener fuerzas.

Seguía mirando fijamente las ventanas del segundo piso cuando una pequeña silueta apareció en la terraza. Tomó aliento con tal ímpetu que se hizo daño en las costillas y parpadeó perplejo varias veces, temiendo que los ojos le estuvieran jugando una mala pasada. ¡Isabella! Anonadado, vio cómo ella se estiraba, contemplaba el jardín durante un instante y luego se daba la vuelta y desaparecía dentro de la habitación que había justo detrás de ella. Si Edward había dudado alguna vez de la existencia de Dios, ya jamás volvería a dudar.

Edward se acercó sigilosamente a la casa totalmente decidido, apreciando con satisfacción la gruesa hiedra que trepaba por la pared de ladrillo de la mansión. Parecía lo suficientemente firme y fuerte como para aguantar su peso. No dudó ni consideró las posibles consecuencias cuando se agarró a la hiedra y trepó, con mucho dolor, hacia arriba, sin darse cuenta de que Hale lo seguía de cerca y había escalado la tapia del jardín a tiempo de ver a Edward ascendiendo cauteloso por la hiedra hacia la terraza del segundo piso. Hale atravesó con sigilo el jardín, observando con el corazón en un puño cómo Edward se ponía a salvo al llegar arriba.

Edward saltó con delicadeza la barandilla para meterse en la terraza. Podía ver directamente el interior de la habitación en la que había desaparecido Isabella. Un cirio colocado a los pies de una estatua de la Santa Virgen iluminaba con luz trémula y tenue la figura arrodillada de Isabella. Tenía los ojos cerrados y la cabeza piadosamente inclinada. Si Edward no la conociera bien, pensaría que era la más santa de las mujeres. Se había dejado engañar una vez, pero se juró que eso no iba a volver a pasar. ¡Conque monja, ¿eh?! Lo que era es una bruja en celo incapaz de esperar para tener a otro hombre entre los muslos tras haber sido liberada de su virginidad. Había caído en la cama de Del Fugo como una ciruela madura sin esperar siquiera a que su marido estuviera muerto. El odio le recorrió el cuerpo entero como una criatura viva que palpitaba. Sintió la tentación de retorcerle ese pescuezo tan adorable. Pero un sentimiento al que prefirió no enfrentarse lo disuadió de estrangular a su esposa.

Edward entró en la habitación. A pesar del cansancio, sin tener en cuenta su estado debilitado y su cuerpo brutalmente malherido, fue dando pasos ligeros y silenciosos para acercarse a Isabella. Ya estaba tan cerca de ella que podía oler el dulce aroma de su carne y sentir que el calor que irradiaba lo iba a devorar. La lascivia se apoderó de él, y tuvo que reprimir un gruñido. Aquélla era la mujer que deseaba su muerte, se recordó a sí mismo. Aquélla era la mujer que se había arrojado ansiosa a los brazos de Del Fugo.

—Isabella —se agachó susurrando su nombre.

Isabella lo oyó y volvió la cabeza. Estaba completamente aturdida. Soltó un bufido de asombro, con la cara transida de una alegría increíble al ver a Edward allí, de pie detrás de ella. Al darse cuenta de que no estaba soñando, de que era Edward en carne y hueso, se agarró a él.

—Edward, ¿cómo…?

Edward actuó con rapidez, antes de que Isabella pudiese gritar para avisar a Del Fugo. La golpeó en la mandíbula, y ella se apagó como una vela. Él lamentaba haber tenido que recurrir a la violencia, pero no tenía elección. Si Isabella lo odiaba, tal y como había declarado durante su visita al calabozo, no dudaría en gritar pidiendo auxilio. Y él no tendría nada que hacer contra los guardias de Del Fugo.

Edward soltó un gruñido de dolor al echarse a Isabella al hombro. A pesar de su debilidad, la adrenalina le corría por las venas, llenándolo de una fuerza que necesitaba desesperadamente. Se dio cuenta demasiado tarde de que la bajada por la pared de hiedra con Isabella a cuestas, en las condiciones en las que se encontraba, le iba a minar el poco vigor que le quedaba.

Apoyándose en la barandilla de la terraza, Edward miró hacia el jardín oscuro que tenía debajo, preguntándose si tendría la fortaleza necesaria para llegar hasta abajo con tanto peso. Ya había pasado una pierna por encima de la barandilla cuando de entre las sombras de debajo de la terraza salió un hombre. Por un instante, Edward fue presa del pánico. Entonces, reconoció a Hale y se atrevió a volver a respirar. Habría sido demasiado que sus hombres hubieran seguido sus órdenes, pensó, no sin alegrarse infinitamente de ver a su contramaestre.

—Pásamela —susurró Hale, indicándole a Edward que dejase caer a Isabella en sus brazos.

Edward no dudó más que un instante antes de pasar el cuerpo inerte de Isabella por encima de la barandilla y dejarla caer con cuidado en los brazos de Hale. Él mismo la siguió rápidamente, saltando la barandilla y descolgándose por la hiedra.

—Tú sigue, que yo llevo a Isabella —susurró Hale, asustado por la palidez de Edward. Le sorprendió todo lo que Edward había sido capaz de hacer después de las tremendas palizas que había resistido. Debía de haberle costado una voluntad y una fortaleza enormes.

Llegaron a la tapia del jardín y Hale le pasó a Edward a la aún inconsciente Isabella mientras escalaba la tosca construcción de piedra. Ya había comprobado antes que la entrada estaba firmemente cerrada contra los intrusos, obligándolos a marcharse por el mismo camino por el que habían llegado. Hale llegó a lo alto, maldijo en voz baja y volvió a bajar corriendo.

—Una patrulla —susurró, rogándole a Edward que fuese cauto mientras el sonido de los pasos se acercaba.

Se agazaparon al pie de la tapia hasta que la patrulla hubo pasado. Entonces Hale se levantó discretamente y se subió a lo alto de la tapia. Haciendo señas de que ya se habían ido, estiró los brazos para que le alcanzara a Isabella. Edward le pasó su delicada carga a Hale, que esperó a que Edward llegara hasta donde él estaba. Edward llegó a lo alto y se dejó caer al suelo del otro lado hecho un ovillo por el dolor que lo traspasaba. Entonces, Hale transfirió a Isabella a los brazos de Edward para poder bajar al suelo él también. Ahora que estaban a salvo fuera del jardín tapiado, los dos hombres huyeron escondiéndose entre las sombras hacia el muelle. Estuvieron a punto de ser descubiertos y se vieron obligados a esconderse cuando el sereno les pasó tan cerca que tuvieron que contener la respiración hasta que estuvo fuera de su vista.

Llegaron al embarcadero justo cuando Isabella empezaba a retorcerse en los brazos de Edward. Ella gimió suavemente y él le tapó la boca con la mano, previniéndola.

—Como grites, te retuerzo ese pescuezo sediento de sangre que tienes.

El chinchorro estaba esperándolos donde Hale lo había dejado. Todos habían regresado sanos y salvos y estaban ansiosos por volver al Vengador. En cuanto Hale, Edward e Isabella estuvieron a bordo, los hombres desatracaron. Todos sabían que era cuestión de minutos que descubrieran la fuga de Edward y dieran la alarma. Con los cañones de tierra apuntándoles, el Vengador sería como un pato posado en el agua.

Una vez que estuvieron a buena distancia de tierra, Edward le quitó la mano de la boca a Isabella. Esta se frotó la mandíbula y se quedó mirándolo.

—No hacía falta que me pegases.

—Tenía que asegurarme de que no ibas a gritar para que viniera tu amante a salvarte. Si te llego a encontrar en la cama con Del Fugo, lo habría matado.

—¡Dios santo! ¿Por qué iba yo a avisar a don Aro? Habría venido contigo por mi propia voluntad si hubieras tenido la cortesía de preguntar. —La mirada se le ablandó al mirarlo—. Rezaba para que ocurriera un milagro, pero no lo esperaba.

—Si no supiera que eres una bruja mentirosa, me sentiría inclinado a creerte. El milagro del que hablas, en realidad, no fue ningún milagro. No sé todavía cómo supo Jasper dónde encontrarme, pero tengo que agradecerle que llegara justo cuando llegó.

—Si te intereso tan poco, ¿por qué no me dejaste allí, en lugar de arriesgar tu vida para volver a buscarme?

—No me digas que ya te has olvidado de que eres mi esposa. Mi esposa infiel —aclaró—. Tardaste bien poco en meter a Del Fugo en tu cama. ¿Sabían tus hermanos que no tenía ninguna intención de casarse contigo?

—Jamás se habrían ido si hubieran sabido cuáles eran las intenciones de don Aro. Ese hombre es un embustero de los buenos y no tiene escrúpulos.

—Algo tendría que te gustara —insinuó crudamente Edward.

—Mentí, Edward, para librarte de recibir más palizas. Don Aro me obligó a decirte cosas que no eran ciertas para salvarte de la tortura. Todo lo que dije era mentira.

—Incluido lo que me estás diciendo ahora. —Edward tenía el gesto pétreo, implacable, y una Voz tría e inexorable.

De repente el chinchorro chocó contra el casco del Vengador. Varios hombres empezaron a subir a toda prisa por el entramado del cordaje mientras otros aseguraban el bote con unas amarras que les tiraban de arriba. Cuando no quedaba en el bote nadie más que Edward e Isabella, lo izaron a bordo. Al poco rato, las velas se desplegaban para atrapar la brisa y el Vengador navegaba libremente a favor del viento, alejándose de La Habana y del peligro. Palidísimos jirones de color malva coloreaban el cielo de levante, anunciando un nuevo día.

Edward se agarró al pasamanos y se quedó mirando la costa que retrocedía hacia el horizonte. Recordó vivamente su corta estancia en aquella isla hostil. Si no llega a ser por Jasper aquél habría sido el último día de su vida. Su cuerpo amoratado y maltrecho se habría deshecho en polvo y cenizas en suelo extranjero. Pero el recuerdo de las palabras de Isabella le dolía mucho más que la tortura que había soportado. Ella le había dicho que lo odiaba y que le deseaba la muerte. Se había convertido en la amante de Del Fugo. Su sufrimiento la había complacido enormemente. Soltando el pasamanos, se volvió hacia Isabella con los ojos brillantes de furia.

Cuando las velas del Vengador se tendieron al viento, Isabella intentó conservar la calma, en la esperanza de que Edward, una vez que se le enfriara el carácter, conseguiría ver las cosas con más claridad. ¿Cómo podía no saber que ella jamás había sentido aquellas cosas tan hirientes que le dijo? ¿No se daba cuenta de que ella habría hecho y dicho cualquier cosa con tal de salvarlo de la tortura? Pero, cuando él se dio la vuelta para mirarla a la cara, tenía el fuego del infierno ardiendo en lo más profundo de aquellos ojos de color azul grisáceo. A ella el corazón se le agitó de forma salvaje. ¿Qué era lo que le iba a hacer?

Agarrando a Isabella del brazo, Edward tiró violentamente de ella hacia su camarote y, al llegar, la arrojó dentro. Él entró detrás y dio un portazo. El odio insoslayable que sentía por ella resultaba un espectáculo sobrecogedor. Ella no se merecía que la tratara de aquella manera.

—¿Q… Qué es lo que vas a hacer? —le preguntó, retrocediendo para alejarse de su furia implacable.

—Todavía no he decidido tu castigo. Cuando lo decida, serás la primera en saberlo. Nunca quise una esposa, Isabella, pero ahora que la tengo pienso hacer todo lo que sea necesario para mantenerte a raya. Tus hermanos no nos hicieron un favor a ninguno de los dos al empeñarse en casarnos.

—Entonces, ¿ya no queda nada entre nosotros, nada sobre lo que podamos volver a empezar?

Edward le echó una sonrisilla lasciva.

—Queda la lujuria, Isabella. Eso no podemos negarlo ninguno de los dos. —Y, dándose la vuelta, salió hecho una furia del camarote.

 

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PORQUE NO LLEGO JASPER UN POQUITIN ANTES??????? TENIA QUE SER HASTA QUE ISABELLA METIERA LA PATA...GRRRRRR QUE CORAJE AHORA EDWARD LA ODIA Y NO LE CREE. ESPEREMOS QUE ISABELLA LOGRE CONVENCERLO DE LO CONTRARIO.

 

LAS VEO MAÑANA CHICAS

Capítulo 10: NUEVE Capítulo 12: ONCE

 
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