EL VENGADOR (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 20/10/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: NO
Votos: 22
Comentarios: 213
Visitas: 26116
Capítulos: 16

UN PIRATA SIN ESCRUPULOS…

El aristócrata inglés Edward Cullen, conocido como El Diablo, atacaba sin piedad a todas las naves que cruzaban el océano Atlántico buscando vengarse por los cinco años de brutal cautiverio que había pasado a bordo de un barco español. Cuando su barco abordó el Santa Cruz, encontró la ocasión perfecta para llevar a cabo esa venganza: una inocente dama española, recién salida del convento, cuyo cuerpo podía hacer suyo para de ese modo humillar a su gente. Pero pronto Edward se encontró dividido entre el deseo de venganza y la pasión que ella le provocaba.

 

Una extraña cautiva….

 

La vida de Isabella Swan cambió de forma traumática cuando su padre le informó que había acordado su matrimonio con el poderoso gobernador de Cuba, y que por lo tanto tenía que dejar el convento en el que había vivido hasta ahora y en el que era feliz. Su situación no mejoró con el repentino abordaje que sufrió su barco en aguas del Caribe. Pero aunque temía por su suerte a manos de aquel poderoso y temible pirata, Isabella luchaba contra el desbordante deseo que él le inspiraba, con aquellos ojos azules como el mar y aquel cuerpo flexible cuyos músculos parecían sacados de la estatua de un dios griego. Por más que se estuviera haciendo pasar por monja, las encendidas emociones que sentía entre los fuertes brazos de Edward eran cualquier cosa menos santas, y fueron consumiendo la cólera que los separaba hasta que no tuvieron más remedio que rendirse a sus sentimientos...

 

Adaptacion de los personajes de Crepusculo con el libro "Pirate's arms" de Connie Mason

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 13: DOCE

HOLA GUAPETONAS, ¿COMO ESTAN?

 

AVISO IMPORTANTE: CHICAS TENGO UN PROBLEMA DE TRABAJO NOS ESTAN HACIENDO SUPERVISION Y ESTARE MUY OCUPADA EN LOS PROXIMOS TRES DIAS "PERO NO SE ASUSTEN" TENGO DOS OPCIONES, LA PRIMERA: DEJO DE ACTUALIZARQUE DE SEGURO ME MATAN SI HAGO ESO JIJIJI) O LA SEGUNDA: ACTUALIZARE TODOS LOS DIAS COMO SIEMPRE MUY TEMPRANO (PARA MI HORARIO) PERO NO PODRE CONTESTAR A SUS COMENTARIOS COMO SIEMPRE LO HAGO.

ME INCLINO MAS POR LO SEGUNDO, PERO PORFAVOR NO DEJEN DE COMENTARME :( SI NO LES CONTESTO DE INMEDIATO SABEN LA RAZON, YO LEO CADA UNO DE SUS COMENTARIOS DESDE MI CEL EN MIS TIEMPOS LIBRES. Y LES PROMETO QUE CUANDO TENGA TIEMPO ME PONGO A MANO. OKISSS. GRACIAS POR LA COMPRENSION. LAS QUIERO MUCHO MIS CHICAS

 

 

 

 

 

 

La circunspección de Edward lo abandonó al cabo de unos pocos días. El mero pensamiento de que tenía a Isabella durmiendo en su cama lo llenaba de un sentimiento feroz de deseo. El barco era su prisión y su infierno. No había manera de escapar a los encantos mágicos de ella. Lo llamaban, lo tentaban, lo llenaban de lujuria, y a él le faltaba la fuerza necesaria para resistirse a su magnetismo. Había librado una batalla gigantesca, y había perdido.

Isabella oyó que se abría la puerta del camarote y supo que era Edward antes de verlo.

—¡Maldita sea, Isabella, me has embrujado! —Edward entró en la habitación enfurecido como un toro bravo al que se le disparan las aletas de la nariz ante el olor de una hembra.

Se quitó la espada, y para cuando llegó a la litera ya estaba desnudo.

El colchón se resintió por su peso y las botas golpearon la tarima cuando las lanzó por los aires al quitárselas. Cuando se metió en la cama al lado de ella, la temperatura de su cuerpo le hizo encenderse de los pies a la cabeza al abrazarla.

—Cómo voy a haber hecho yo eso —susurró Isabella temblando en respuesta a esa autoridad suya genuinamente masculina.

Dios, bastaba con que Edward la tocara para que empezara a arder en llamas.

—He intentado resistirme a ti con todas mis malditas fuerzas, pero este barco no es lo suficientemente grande para poder huir de mi deseo hacia ti. Me flaquea la voluntad en lo que a ti se refiere. Eres una enfermedad que tengo que purgar de mi cuerpo. Antes de que lleguemos a Inglaterra espero haberme saciado de ti.

Isabella sonrió para sus adentros. Si no estuviera enamorada de aquel pirata arrogante, habría encontrado fuerzas para resistirse. Pero que a Edward le flaqueara la voluntad en lo tocante a ella le dio casi lástima, porque ella sentía lo mismo. Abrió los brazos y lo recibió ansiosa, hambrienta. Eran marido y mujer; ella iba a conseguir que él la amase.

Tras el encuentro apasionado de ambos, a Isabella se le concedió la libertad de deambular por la cubierta. La tripulación sabía que estaba prohibido acercarse a ella y, entre Edward y el señor Hale, rara vez quedaba sin vigilancia. El clima había empezado ya a ser más frío ahora que estaban en aguas septentrionales; era diciembre y los fuertes vientos soplaban con lluvia y aguanieve contra los portillos. Los hombres iban forrados de ropa hasta las cejas y había días en los que Isabella tenía que permanecer en el camarote para no coger frío. Era difícil creer que hacía unos pocos días había estado en los trópicos, disfrutando del sol y de brisas cálidas.

Hacía un tiempo horrible y lluvioso pocas semanas después, cuando pasaron navegando por delante de Plymouth y entraron en el Canal de La Mancha. Isabella estaba de pie en un lugar resguardado en la cubierta mirando consternada el enorme contingente de barcos reunidos en el puerto de Plymouth. Estaba a punto de ir a buscar a Edward para preguntarle qué hacían cuando él justo apareció a su lado.

—¿Qué crees que hacen todos esos barcos en el puerto? —le preguntó Isabella llena de curiosidad.

Edward dudó si decirle la verdad y decidió que no podría hacerle daño.

—Sospecho que la reina está reuniendo fuerzas para enfrentarse a la armada que tu rey ha enviado para atacar a Inglaterra.

Isabella lo miró con cautela.

—Si el rey Felipe ha enviado una armada, será para rescatar a la reina católica María Estuardo.

—Ya es demasiado tarde, y bien que lo saben. La reina María fue ejecutada en Fotheringhay en febrero de este año.

Isabella palideció.

—¿Ejecutada? Qué salvajes. ¿Qué tipo de mujer es tu reina?

—Es una mujer precavida y sabia en lo que a las costumbres mundanas se refiere —replicó Edward.

Lo que no le dijo fue que también era una mujer vanidosa y posesiva. Quería tener a sus cortesanos constantemente a su alrededor y les exigía su completa atención, amor y devoción. Ninguno de los caballeros que orbitaban en torno a la más brillante de las estrellas habría llevado a su esposa a la corte a menos que la propia reina se lo ordenara. Incluso llegó a exigir que sus cortesanos la acompañaran en los periplos veraniegos en los que viajaba de finca en finca, visitando sus dominios. Y pobre del que se casara sin su consentimiento. La reacción de Isabel a su propio casamiento inesperado iba a ser una dura reprimenda, pensó Edward para sus adentros.

—Si la reina María de Escocia ya ha muerto, dudo que el rey Felipe esté considerando un ataque contra Inglaterra.

Edward le echó una mirada reprobadora.

—Sabes muy poco de política, Isabella. Estoy deseando llegar a Londres y enterarme de lo que se está cociendo allí. Eso de pasarse semanas y meses en la mar a veces tiene sus inconvenientes.

—Pensé que habías dicho que íbamos a atracar en Portsmouth. —Durante uno de sus arrebatos más comunicativos, Edward le había revelado que iban a desembarcar en Portsmouth y que viajarían por tierra hasta su casa, en West Sussex.

—Y eso es lo que vamos a hacer. El señor Hale se quedará con el barco y navegará hacia Londres con la parte que le corresponde a la reina de nuestro botín. Tuvo la precaución de embarcarlo a bordo del Vengador antes de salir de Andros. Cuando te haya acompañado a mi casa de campo, me marcharé a Londres a toda prisa para presentarme ante la reina. Admito que estoy impaciente por saber lo que está pasando entre España e Inglaterra y por poner mi barco al servicio de Inglaterra.

—¿Vas a dejarme en West Sussex? —Isabella se tragó una bocanada de pánico—. Yo… yo no conozco a nadie allí. ¿Qué voy a hacer?

—Harás lo que hacen otras esposas en tu situación. Te quedarás en casa a supervisar a los criados y a cuidar de la propiedad. Y a criar a nuestros hijos, si algún día los tenemos —añadió, pensando en lo miserablemente que había fracasado en su intento de mantenerse apartado de la cama de Isabella. Podía ser que en aquel mismo instante llevase ya un hijo suyo en su interior. Aquel pensamiento le dejó un sabor amargo en la boca. Jamás, ni en sus peores pesadillas, se habría imaginado que sus hijos tendrían una madre española.

Estando Isabella en West Sussex y él en Londres, le resultaría mil veces más fácil olvidarse de que tenía una esposa y, más aún, una esposa española. Había infinidad de cortesanas de sangre caliente que no iban a desperdiciar la ocasión de aliviarlo de la soledad.

Antes de que Isabella diese con una respuesta adecuada, llamaron a Edward de fuera, y la dejó que se reconcomiera en silencio. ¿Acaso Edward pretendía dejarla muriéndose de asco en su casa de campo mientras él iba con la mejor de las disposiciones a atender los bailes de su reina? ¿Y qué sería de ella durante aquellos meses que él tenía que pasar en el mar, saqueando barcos españoles por la gloria de Inglaterra? ¿Qué iba a ser de ella en aquel país hostil, sin amigos en los que apoyarse?

El barco atracó como el que no quiere la cosa. Antes de que Edward e Isabella bajaran a tierra, Edward envió a Hale a alquilar un carruaje que los llevara hasta Haslemere, en West Sussex. Isabella tuvo ocasión de enterarse de que no se encontraba a gran distancia de Portsmouth. Cuando Edward reapareció a su lado, se había ataviado a la última moda con unas calzas ajustadas, unos bombachos satinados cortos y un jubón bordado. Estaba realmente apuesto, pensó ella mientras admiraba sus largas piernas torneadas. Pero a ella le gustaba mucho más con sus pantalones de siempre, la camisa blanca al viento y las botas altas, que era lo que se ponía a bordo del Vengador.

Por desgracia, su propio atuendo dejaba mucho que desear. Y no había nada que pudiera hacer para arreglarse el pelo trasquilado. Aunque algo le había crecido, todavía lo llevaba indecentemente corto, enmarcándole la cara y toda la cabeza con una masa descontrolada de rizos de ébano.

Temblando bajo uno de los voluminosos pliegues de la capa de Edward, Isabella se acurrucó en el asiento al lado de su marido mientras el coche que habían alquilado traqueteaba por aquel camino de cabras. Advirtiendo que estaba incómoda, Edward se la colocó entre los brazos, demasiado consciente de que, una vez que hubieran llegado a su casa, toda intimidad entre ellos debía necesariamente terminar. Isabella se estaba volviendo demasiado imprescindible para su bienestar; tenía que darle cierta perspectiva a aquel casamiento forzado. Una vez que estuviera en la corte, entre los suyos, esperaba que el poder que tenía Isabella sobre él disminuyera.

—¿Qué opinas del invierno inglés? —preguntó Edward en un intento de que sus pensamientos se alejaran del cuerpo tibio que llevaba acurrucado en el regazo.

—No me gusta —dijo Isabella con toda sinceridad.

Miró por la ventana el paisaje que corría hacia atrás. Los pastos estaban secos y marrones y los árboles habían perdido su elegante follaje. Una llovizna brumosa oscurecía su visión del terreno y una humedad que calaba los huesos se le había posado encima como si fuera una funesta cortina gris. Era muy deprimente. Suspiró llena de melancolía.

—El clima agradable de España es mucho más acogedor. Y Andros es un paraíso comparado con esto.

Edward se rió.

—Me siento inclinado a coincidir contigo. Aun así, ésta es la tierra que me vio nacer, y debo informar periódicamente a mi reina y vigilar mis propiedades.

—¿Qué va a ser de mí cuando te vuelvas a hacer a la mar? —preguntó Isabella preocupada por lo poco que la valoraba como esposa.

Edward frunció el ceño. En serio, ¿qué va a ser de ella?, se preguntó a sí mismo. Maldita sea, menudo lío. Él no pensaba casarse hasta que estuviera listo para dejar la vida a bordo y sentar cabeza. Para entonces, tenía planeado hacer la ronda por aquellos aburridos eventos sociales y encontrar una novia entre las jóvenes promesas del mercado del matrimonio. Él había pensado encontrar a una que fuese rica, que se conformase con estar confinada en el campo, criando a sus hijos mientras él atendía a la reina y se echaba una amante en Londres para mantener el aburrimiento a raya.

Por desgracia, lo habían obligado a casarse contra su voluntad con una española de mucho carácter, cuyo fiero temperamento y cuya belleza arrebatadora lo tenían en constante contradicción. La pura realidad era que la quería, pero la pregunta que ella le había hecho lo inquietaba.

—Cuando vuelva a hacerme a la mar, tú te quedarás en la Residencia de los Cullen.

Isabella abrió la boca para protestar, pero Edward la detuvo con un beso. No lo pudo evitar. Los labios de ella, ligeramente humedecidos y resplandecientes, lo estaban tentando. Tan perturbadores pero tan irresistibles como la fruta prohibida. Se la subió al regazo y acopló la boca sobre la de ella en un beso capaz de pararle a cualquiera el corazón. Los labios de él fueron todo menos delicados cuando le fue abriendo la boca con la lengua para poder saborear la dulce esencia de ella. Le encantaba su sabor, y el sentimiento de tenerla entre los brazos, porque era sólido, cálido y reconfortante. Era casi como si ella…

No, no iba a ponerse a pensar en eso. Su vida ya era lo bastante complicada sin preguntarse si Isabella sentía algo especial por él. Deseo sexual, eso seguro; pero no se atrevía a contemplar otras cosas. Por supuesto, sus propias ansias de sexo hacia su fogosa esposa española tampoco eran cuestionables. Su debilidad por Isabella era motivo más que suficiente para poner distancia entre ambos antes de que perdiera irrevocablemente el sentido. Su resentimiento contra los españoles le hacía imposible cuidar de ella, ¿acaso no era eso cierto?

Pero, con Isabella retorciéndose provocativa sobre su regazo, le resultaba difícil acordarse de los sentimientos amargos de venganza. Las manos de ella le agarraban de los hombros y tiraba de él para apretarse más mientras su boca tomaba por asalto la de ella. Los gimoteos de placer ahogado que soltaba Isabella casi lo hicieron enloquecer.

Se desprendió del beso y se la quedó mirando. Los ojos de ella eran tan oscuros y estaban tan llenos de promesas eróticas que se tiró de cabeza dentro de aquellas profundidades sin importarle las consecuencias.

—Bruja —le susurró con aspereza, sinceramente convencido de que ella lo había embrujado. ¿Cómo podía haberle hecho perder el norte de aquella manera, si no era con alguna brujería?

—No soy una bruja, Edward —replicó Isabella suspirando sin aliento—. Soy sólo una mujer que… —Se mordió la lengua. No iba a ganar nada diciéndole que lo amaba pero, en cambio, podía perderlo todo. Antes de admitir tal cosa, tenía que convencerlo de que no era su enemiga.

—…Una mujer, de sangre caliente y naturaleza tempestuosa, que satisface cierta necesidad que yo tengo —terminó Edward.

La volvió a besar con la boca caliente y llena de exigencias mientras le levantaba el vestido hasta los muslos, dando vía libre a sus más fervientes deseos.

—A ti te gusta lo que te hago, mi amor. —La mano de él encontró el suave nido de entre sus piernas y le acarició con los dedos la carne tierna y húmeda de sus partes más íntimas. Le hundió la cabeza en el pecho, dejando un círculo mojado en la tela del corpiño—. Yo también lo disfruto.

Isabella tomó aliento y lo retuvo. Las caricias íntimas que él le estaba haciendo la estaban dejando aturdida.

—Tu arrogancia es abrumadora.

Él avanzó con dedos certeros hacia el dulce calor de su sexo, y soltó un gruñido cuando el miembro se le endureció tanto que por poco le revienta el lazo de los pantalones.

—Maldita ropa diseñada por hombres sin perspectiva —musitó, recolocándose para acomodar aquella erección de enormes proporciones—. Cómo pretenderán que nos demos ningún homenaje con toda esta impedimenta de capas y más capas de ropa apretada.

Isabella gimió de decepción.

Edward la oyó y se rió.

—Eso no quiere decir que no te pueda complacer. —Empujó el dedo hacia adentro e Isabella se sacudió convulsivamente.

Una vez que hubo recuperado el pulso normal, empezó a apretarse contra los dedos que la acariciaban, obligándole a meterse aún más adentro. Cuando el pulgar de él encontró su perla palpitante de sensibilidad, ella entró en la erupción de un violento clímax. Él continuó con ella hasta que el último temblor hubo abandonado su cuerpo. Entonces, le subió del todo el vestido y se abrazó con fuerza a ella.

—¿Te ha gustado, mi amor?

Isabella se ruborizó, enardecida.

—Ya sabes tú que sí. Pero, ¿y tú, qué? —Le metió mano, decidida a hacer por él lo mismo que él acababa de hacer por ella.

Edward carraspeó cuando la mano de ella se cerró en torno a su pene, aún dolorido por la erección, aún palpitante. El autocontrol de Edward pendía de un hilo muy fino. Le hacía falta bien poco para unirse al éxtasis de Isabella. Haciendo acopio de fuerzas, le apartó bruscamente la mano. Decidió que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para poner a prueba su fuerza de voluntad y demostrar que podía resistirse a los encantos tan seductores de Isabella. Iba a ser el mayor reto de toda su vida. Cuando abrió la boca, su voz era una estrangulada parodia de frustración y deseo contenido.

—¡No, Isabella! —las palabras le salieron con mayor aspereza de lo que había calculado.

Isabella apartó la mano como si se hubiera quemado.

—No tenía intención de… de… ofenderte. Quería complacerte.

Los pesados párpados de Edward descendieron para esconder su angustia. No podía permitirse que Isabella supiera lo difícil que le resultaba protegerse el corazón contra ella. Bruscamente, se la arrancó del regazo y la sentó en el asiento que tenía al lado.

—Pasaremos la noche en una fonda —dijo Edward fríamente—. El viaje desde Portsmouth hasta mis propiedades no suele hacerse muy pesado, pero hemos salido del Vengador cuando era ya tarde, de modo que necesitamos hacer una parada. No me gusta estar en el camino por la noche y sin escolta. Los bandoleros abundan por estos parajes. Ya he mandado gente por delante para que nos reserven habitaciones y nos resuelvan la comida y el baño.

Isabella observaba a Edward consternada. ¿Qué era lo que había dicho o hecho ella para que él cambiara de parecer tan bruscamente? Se había transformado de amante en desconocido en un abrir y cerrar de ojos. A pesar del breve interludio de hacía unos instantes, le pareció que Edward estaba desechando deliberadamente la posibilidad de continuar en lo sucesivo con esas intimidades. Había llegado a decirle que la iba a dejar en el campo mientras él perseguía sus intereses en Londres y revoloteaba alegremente por la corte. Bueno, Isabella admitió que no eran exactamente ésas las palabras que él había utilizado, pero ella sabía leer entre líneas.

La oscuridad se cernía sobre el filo del atardecer cuando el carruaje entró haciendo gran estruendo en el patio de la fonda de La Herradura y la Pluma. El posadero salió a recibirlos, secándose las manos en el sucio delantal.

—Bienvenido, Capitán —lo saludó efusivamente, al corriente como estaba de la visita de Edward—. No solemos tener a menudo clientes tan distinguidos en La Herradura y la Pluma. Sentaos mientras mi mujer os prepara una buena cena. Todo es poco para el Diablo y su señora esposa.

Se volvió hacia Isabella y la sonrisa se le borró del rostro.

—Disculpad, Capitán Cullen, creí que vendríais acompañado de vuestra esposa.

Isabella retrocedió y se pegó a Edward. Evidentemente, aquel hombre esperaba una delicada doncella inglesa de tez clara en lugar de una señorita española morena y seductora. ¿Acaso era aquél el perfecto ejemplo de la reacción que iba a encontrar en Inglaterra ante su casamiento?

—Estás en lo cierto, posadero —dijo Edward un poco enfadado—. Esta es, de hecho, mi esposa.

—Pero… pero es española, Capitán. Pensé, quiero decir, toda Inglaterra sabe que…

—¡Maldita sea! —farfulló Edward al ver el aire compungido del rostro de Isabella.

A pesar de lo que él mismo sintiera hacia los malditos españoles, no le gustaba ver que sus paisanos ofendían a Isabella.

—Me importa bien poco lo que opine todo el mundo en Inglaterra acerca de mi matrimonio. Nadie tiene nada que opinar en este asunto. Estoy muerto de hambre. A mi esposa y a mí nos gustaría que nos sirvieran la cena de inmediato.

—Sí, Capitán —dijo el posadero haciendo una reverencia servil.

Sabía que había excedido los límites de la cortesía, pero se había quedado tan estupefacto ante la visión de la mujer española del Diablo que no había podido contener la lengua.

—No le hagas caso, Isabella —dijo Edward una vez que se hubieron sentado en una mesa reservada junto al fuego.

Isabella se quedó mirando las llamas que bailaban y sintió que el calor le entraba en los huesos congelados. Tras una larga pausa de contemplación silenciosa, se volvió hacia Edward.

—No tienes que disculparte por tus paisanos. Me ha quedado muy claro. Sienten lo mismo que tú por mi país. Pero están equivocados. El rey Felipe jamás mandaría una armada contra tu reina. No hay tazón ahora que la reina María Estuardo ha muerto.

—Eso está por verse —dijo Edward secamente.

Llegó la comida y la conversación quedó interrumpida mientras ambos se concentraban en el festín que les habían puesto delante.

Cuando Isabella dejó el tenedor, bostezó ampliamente. Advirtiendo que estaba agotada, Edward chasqueó los dedos. El posadero apareció como por arte de magia haciendo reverencias.

—Enséñale a mi esposa su habitación —dijo Edward—. Y encárgate de tener una bañera preparada para que pueda darse un baño antes de retirarse.

El posadero, un hombre bajito y rechoncho de ojos azules muy vivos, se volvió muy estirado hacia Isabella.

—Haced el favor de seguirme, Lady Cullen. Mi mujer se encargará de vuestro baño.

—Gracias —dijo Isabella amablemente.

Antes de seguir al posadero, le preguntó a Edward:

—¿Vas a venir?

—Me voy a quedar contemplando el fuego durante un buen rato y me voy a terminar el coñac. Pero no tienes que preocuparte de que pueda despertarte cuando me vaya a dormir, porque tengo mi propia habitación.

Isabella lo miró atónita.

—¿Has pedido habitaciones separadas?

Él se quedó mirando el fuego de mal humor.

—Pensé que iba a ser lo mejor.

—Ya veo —dijo ella con un deje de rencor—. Buenas noches, Edward.

Negándose a mostrarle su profunda decepción, siguió al posadero por la estrecha escalera con la cabeza bien alta a pesar de tener el ánimo por los suelos. En cuanto había pisado suelo inglés, Edward había cambiado. Apenas reconocía a aquel extraño tan distante. No le hacía la menor gracia tener que pasarse la vida confinada en el campo mientras el hombre al que amaba buscaba otros placeres lejos de ella. Aquel pensamiento le oscureció de imponente furia la mirada.

Edward se quedó sentado mirando el fuego hasta bien pasada la hora en que debía haberse retirado. Le repateaba aquella debilidad que le entraba en todo lo que a Isabella se refería, y renovó su promesa de mantener el más estricto de los controles al tratar con su esposa. Él era un hombre fuerte; esperaba firmemente ganar la ardua lucha de contener sus deseos hacia Isabella, sin importarle el precio que tuviera, que pagar con el corazón. Una vez que hubiese dejado de necesitar a la zorra española, sería libre de vivir el tipo de vida al que se había acostumbrado antes de verse obligado a casarse.

El posadero soltó un sonoro suspiro de alivio cuando Edward, por fin, fue a refugiarse a su cama. Tenía la mirada borrosa y andaba haciendo eses cuando pasó por delante de la puerta de Isabella. No se detuvo, sino que siguió hasta su propia habitación, complacido por su capacidad de ignorar los latidos de su corazón.

 

 

A la mañana siguiente, Edward estaba esperando a Isabella cuando ella bajó las escaleras. Estaba un poco pálido y le temblaban las manos mientras sostenía una jarra de densa cerveza. Isabella trató de pasar por alto la actitud amarga con que la recibió. Si a él le molestaba la indiferencia de ella, le estaba bien empleado por haberla ignorado deliberadamente la noche anterior.

Ella se comió el desayuno, consistente en cordero frío, queso, pan y leche fresca, en silencio, preocupada por el modo en que Edward la observaba con los ojos inyectados en sangre. ¿Por qué la estaría mirando de aquella manera?, se preguntó tratando de mantener la dignidad mientras él la atravesaba con la mirada. Se revolvió incómoda varias veces antes de que Edward se diera cuenta de que la estaba mirando.

Dios, qué guapa es, pensaba él desmoralizado. Aquella belleza oscura y arrebatadora resultaba exótica e inocentemente seductora. Pensó que ella llevaba su herencia española con orgullo. Con aquel pensamiento aleccionador, Edward se puso en pie.

—¿Estás lista, Isabella?

—Sí, Edward —dijo y se levantó con gesto elegante.

Él la acompañó hasta el carruaje que los estaba esperando y se fueron traqueteando por el camino.

Edward durmió hasta llegar al pueblo de Haslemere. Entonces, se despertó de repente, como si dormirse no hubiera sido más que un pretexto para evitar comunicarse con ella. Isabella se preguntaba cómo hacía para ser un hombre cálido durante un minuto y frío durante el minuto siguiente.

—Ya casi hemos llegado a la Residencia de los Cullen —dijo él con una impaciencia que a ella la dejó sorprendida—. Te va a gustar. Es una finca preciosa con un huerto, un bosquecillo y un riachuelo que la atraviesa. A mis padres les encantaba este lugar, y cada vez que vuelvo me doy cuenta de por qué les gustaba tanto.

—Si tanto te gusta, ¿cómo eres capaz de pasarte meses enteros tan lejos?

Él se quedó callado durante tanto rato que Isabella pensó que no la había oído. Cuando por fin se pronunció, lo hizo en un tono distante, como si estuviese pensando en otra cosa.

—La intriga social y política de Londres me divierte y la finca requiere gran parte de mi tiempo pero, tras una breve estancia en tierra, la mar siempre me atrae. He formado un hogar en Andros; un entorno bien alejado de Londres y de su sociedad estrafalaria.

Isabella guardó silencio. Era evidente que Edward no necesitaba una esposa. Estaba casado con la mar. El hecho de que ella fuera española de nacimiento sólo servía para empeorar las cosas entre ellos. Sus hermanos le habían hecho un flaco favor insistiendo en que Edward y ella debían casarse. Pero, claro, lo que ellos no se imaginaban era que Edward iba a vivir para reclamarla como esposa. Y su propio error había sido enamorarse del pirata.

Isabella observó con agrado la apacible mansión de ladrillo que se erigía imponente sobre una loma en la pradera. Estaba rodeada de una vasta extensión de césped bien cuidado y jardines exquisitos. Había un huerto que se extendía desde el extremo occidental de los jardines hasta el río, que se internaba plácidamente en el bosque que quedaba más atrás. Isabella pensó que quienquiera que cuidase de la finca de Edward en su ausencia, hacía un trabajo de mantenimiento magnífico. El lugar conservaba una pátina de elegancia a pesar de las largas ausencias de Edward.

—Es preciosa —dijo Isabella.

Edward se vio extrañamente complacido por su sinceridad.

—Es un poco pequeña —dijo Edward mientras el coche paraba delante de las altas y finas columnas que guardaban la entrada delantera—. Sólo tiene treinta habitaciones; pero creo que te sentirás cómoda aquí. Puedes redecorarla como quieras, si te apetece. Han cambiado muy pocas cosas desde que mis padres vivían aquí.

La puerta del carruaje se abrió y Edward se apeó. Para ahorrar tiempo, sacó a Isabella de dentro y la puso a su lado. Le quitó bruscamente las manos de la cintura cuando la puerta principal se abrió y un hombre alto, demacrado y sombrío vestido de rigurosa librea negra salió a recibirlos.

—Capitán —dijo, haciendo una leve reverencia—. En nombre de la servidumbre y en el mío propio, me complace daros la bienvenida a vuestro hogar —clavó la mirada en Isabella, atravesándola—. Nos informaron de que veníais a casa con vuestra esposa.

Aquel hombre, sirviente o no, resultaba intimidante e Isabella dio un paso atrás, chocándose con Edward. Él le puso las manos sobre los hombros para sujetarla.

—Forsythe, viejo gruñón —se rió Edward dándole a aquel hombre una palmada en la espalda—. Me alegro de verte. No has cambiado nada. Todavía me acuerdo del día que me diste unos azotes en el trasero por portarme mal con mi hermana.

La cara de Forsythe hizo una mueca que podría haber pasado por una sonrisa.

—Y bien que os lo merecisteis, Capitán. —Su mirada se volvió a posar en Isabella como si la hubiera juzgado y la hubiese hallado en falta.

—Es justo que seas el primero en conocer a mi esposa —prosiguió Edward—. Isabella, este individuo con cara de asco es Forsythe. Es el que se encarga de la casa con mano de hierro y siempre lo ha hecho, desde que mis padres lo conocieron cuando era joven. Ha hecho que todo lo referente a la casa marche en orden desde que yo era un chaval. No sabría qué hacer sin él.

El semblante sombrío de Forsythe se llenó de orgullo. Y de amor. Isabella se dio cuenta de que el mayordomo sentía algo más que afecto por aquel tremendo Diablo.

—Gracias, Capitán —se inclinó ante Isabella—. Encantado de conoceros, señora Cullen —la voz de Forsythe era fríamente diplomática pero claramente reprobadora, muy distinta de lo que Isabella habría podido esperar a modo de bienvenida al hogar de Edward de haber sido una esposa inglesa. Se sintió fuertemente rechazada.

Isabella murmuró una respuesta apropiada mientras Edward fruncía el ceño.

—Por favor, convoca al resto de la servidumbre en el recibidor. Quiero que conozcan a su nueva señora —ordenó Edward a Forsythe con un aire de censura.

—Enseguida, Capitán —dijo Forsythe sin cejar en su actitud mientras se marchaba para llevar a cabo las instrucciones de Edward.

Edward se dispuso a seguirlo hacia el interior, pero Isabella le tocó suavemente el brazo. Él se detuvo y la miró receloso.

—No le gusto —dijo Isabella temblando—. Todos tus criados van a tener motivos para odiarme. Todos tus amigos me van a despreciar, porque desconfían de cualquiera que sea español. ¡Hasta tú me odias! —gritó, dejándose llevar cada vez más por el pánico.

—Isabella, deja de imaginarte cosas. Forsythe no está en posición de que le guste o le disguste su señora. Cumplirá tus órdenes porque me es fiel a mí, y a los míos.

Edward podía contemporizar cuanto quisiese, pero era lo suficientemente astuto como para darse cuenta de que Isabella lo iba a tener difícil para encajar en aquella casa inglesa tradicional suya. Pero no quedaba otro remedio. Todo el mundo estaba al tanto del odio acérrimo de Edward hacia los españoles. ¡Maldita sea! ¿Cómo iba a explicarles el hecho de haber traído a casa a una esposa española?

Isabella entró en el recibidor, intimidada por el enorme grupo de criados que había allí reunidos para recibirla. Para su desgracia, no había entre ellos ni una sola cara amiga. Lo que encontró fue curiosidad, hostilidad y frío desdén.

Forsythe le presentó primero a la cocinera; una mujer corpulenta envuelta en un delantal inmaculadamente blanco que miró a Isabella con la nariz levantada, mostrando su desprecio. Después vino el turno de los ayudantes de cocina y de los friegaplatos. Las doncellas, todas jóvenes y guapas, le hicieron reverencias con más o menos la misma condescendencia que la cocinera. Eran doce criados en total, y todos ellos, cada uno a su manera, hicieron patente su falta de respeto por la esposa española del patrón.

Según Edward, lo que mostraron fue amor, respeto y una lealtad intachable. Las doncellas se reían como tontas y se lo comían con los ojos sin el menor pudor. Hasta le hacían ojitos. Si Edward se daba cuenta del descaro con el que lo miraban, prefería ignorarlo. Una en concreto, una jovencita insolente llamada Daisy, miraba a Edward insinuándose con una desfachatez que disgustó a Isabella profundamente.

Después de haberle presentado a todo el mundo, menos al administrador, a los jardineros, a los mozos de caballerizas y a los cocheros, a quienes conocería a su debido tiempo, Edward sorprendió a Isabella eligiendo a Daisy como su doncella particular. De todos los criados, Daisy era la última que Isabella habría elegido para sí. Cuando se les dijo que siguieran con lo suyo, se fueron como una marea de delantales, cuchicheando entre ellos como suelen hacer los criados. Isabella sintió que le habían cogido una manía tan sólida que habría podido cortarla con un cuchillo.

Edward habló con Forsythe a solas durante unos instantes y luego se reunió con Isabella al pie de las escaleras.

—Mañana tendrás tiempo suficiente para ir haciéndote a la casa. Te recomiendo que descanses una hora o dos. Luego, por la tarde, vendrá la modista del pueblo a tomarte las medidas para hacerte vestidos nuevos. No puedo permitir que mi mujer vaya hecha una zaparrastrosa. Aquí se cena puntualmente a las ocho. Te estaré esperando al pie de las escaleras. —Le ofreció su brazo—. Voy a enseñarte tu habitación. Daisy te ayudará a desvestirte. Pídele cualquier cosa que desees. Si tienes hambre, te puede traer un tentempié para que aguantes hasta la cena.

—Edward, hablando de Daisy, ¿no valdría igual cualquier otra para ser mi doncella?

—¿Qué tiene Daisy de malo?

—Nada, en realidad. Es sólo que me resulta muy lanzada y muy descarada.

—¿Cómo puedes decir eso sin siquiera conocerla? Dale una oportunidad, Isabella. Si no estás a gusto con ella, puedes elegir a otra. Todo te va a resultar mucho más fácil si aprendes a llevarte bien con los criados durante mi ausencia.

Isabella se detuvo de repente.

—¿No estarás pensando ya en marcharte?

—Sí. De hecho, me marcho mañana. Quiero estar presente cuando el Vengador atraque en Londres. Ahora, voy a consultar con el administrador, Clyde Withers. Él sabrá ocuparse de todo en mi ausencia.

A Isabella le entristeció que Edward estuviera deseando abandonarla tan pronto. Evidentemente, no podía esperar para gozar de la emocionante vida nocturna londinense ni para unirse a la disoluta corte de la reina Isabel. Después de todo el tiempo que llevaba en el mar, debía de estar muerto de ganas de zambullirse en la intriga política.

Edward salió de allí bruscamente, dejando a Isabella con el nefasto sentimiento de que la abandonaba.

 

-----------------------------------

JURO QUE AMO A EDWARD, PERO A VECES ME DAN GANAS DE GGGGGGGGGGGGGRRRR, MATARLO Y HECHARLE SUS RESTOS A LOS TIBURONES, POR QUE SIGUE EMPECINADO EN ODIAR TANTO A ISABELLA POR SER ESPAÑOLA, ELLA NO LE HA HECHO NADA, PERO EL SIGUE CON LA BURRA AL TRIGO, SOLO POR SU SANGRE.

AHORA VEREMOS QUE SUCEDE, POBRE ISABELLA, COMO AGUANTA, YO SI FUERA ELLA ME ESCAPABA PARA DARLE UNA LECCION JIJIJI

BESITOS NENAS LAS VEO MAÑANA

Capítulo 12: ONCE Capítulo 14: TRECE

 
14437822 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10756 usuarios