EL VENGADOR (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 20/10/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: NO
Votos: 22
Comentarios: 213
Visitas: 26127
Capítulos: 16

UN PIRATA SIN ESCRUPULOS…

El aristócrata inglés Edward Cullen, conocido como El Diablo, atacaba sin piedad a todas las naves que cruzaban el océano Atlántico buscando vengarse por los cinco años de brutal cautiverio que había pasado a bordo de un barco español. Cuando su barco abordó el Santa Cruz, encontró la ocasión perfecta para llevar a cabo esa venganza: una inocente dama española, recién salida del convento, cuyo cuerpo podía hacer suyo para de ese modo humillar a su gente. Pero pronto Edward se encontró dividido entre el deseo de venganza y la pasión que ella le provocaba.

 

Una extraña cautiva….

 

La vida de Isabella Swan cambió de forma traumática cuando su padre le informó que había acordado su matrimonio con el poderoso gobernador de Cuba, y que por lo tanto tenía que dejar el convento en el que había vivido hasta ahora y en el que era feliz. Su situación no mejoró con el repentino abordaje que sufrió su barco en aguas del Caribe. Pero aunque temía por su suerte a manos de aquel poderoso y temible pirata, Isabella luchaba contra el desbordante deseo que él le inspiraba, con aquellos ojos azules como el mar y aquel cuerpo flexible cuyos músculos parecían sacados de la estatua de un dios griego. Por más que se estuviera haciendo pasar por monja, las encendidas emociones que sentía entre los fuertes brazos de Edward eran cualquier cosa menos santas, y fueron consumiendo la cólera que los separaba hasta que no tuvieron más remedio que rendirse a sus sentimientos...

 

Adaptacion de los personajes de Crepusculo con el libro "Pirate's arms" de Connie Mason

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Capítulo 3: DOS

A bordo del Vengador

Edward no se atrevía a soltar a la temblorosa monja por miedo a que se inmolara en el mar. No tenía ni idea de por qué, pero le importaba. Ella era española, y él la despreciaba por eso. Quizá debería haberla dejado que se hundiera con el Santa Cruz reflexionó, dado que obviamente no iba a conseguir por ella ningún rescate. En sus refinados gustos no entraban inocentes miembros de órdenes religiosas. La lógica le decía que debería entregársela a sus hombres para que se divirtieran, y sin el menor escrúpulo. Pero un rescoldo de la decencia que sus padres le habían inculcado hacía ya mucho tiempo le impidió hacerlo. Ella era demasiado delicada, no sobreviviría ni una noche a tan rudo tratamiento.

—Soy el capitán Edward Cullen —le dijo Edward a Isabella, arrastrándola por la cubierta—. Estás a bordo del Vengador, y en mis manos.

—¿A-adónde me lleváis? —preguntó Isabella, abochornada por la diabólica sonrisa de Edward.

—A mi camarote.

Isabella se resistió, forcejeando contra la fuerza inexorable con que Edward la tenía agarrada.

—¡No!

—Sí, Hermana, o como quieras llamarte. Allí vas a estar más segura que aquí fuera. Mis hombres son buena gente, pero odian a los españoles tanto como yo. Ese saco de patatas que llevas puesto no te mantendrá a salvo de ellos. Si sabes hablar inglés, te recomiendo que lo hagas. El sonido de tu odiosa lengua a bordo de un barco inglés bien podría incitarlos a la violencia.

Sin apenas esfuerzo, Edward llevó a Isabella a rastras por toda la cubierta hasta su camarote, que estaba bajo el puente de mando. Abrió de un tirón la puerta y la empujó dentro. Él entró detrás, cerró a su espalda la puerta y se apoyó en ella. Clavó la mirada en Isabella, los ojos penetrantes y despiadados como el filo de una espada.

—En nombre de Dios, ¿qué voy a hacer contigo, hermana Isabella? —meditó Edward, pensativo—. ¿Debería entregarte a mis hombres para que se diviertan un poco? Te aseguro que me lo iban a agradecer. O quizá —continuó, en un tono tan bajo y tan gutural que a Isabella le produjo escalofríos— podría encontrarte alguna utilidad en mi cama —inesperadamente sus ojos se encendieron, excitados por el pensamiento de seducir a aquella belleza exuberante que afirmaba ser monja.

—¿Por qué no le haría yo caso al padre Eleazar? —se lamentó Isabella, retorciéndose con desesperación las manos—. Él me dijo que mejor sería matarme que entregarme a los sucios piratas.

—Corsarios, Hermana, corsarios. Con la bendición de la reina de Inglaterra y navegando con bandera inglesa. Y ¿por qué no te mataste? —preguntó, curioso.

Isabella adelantó un punto la barbilla, y sus ojos oscuros brillaron desafiantes.

—No quería morir —respondió en un inglés no del todo perfecto, pero con un acento encantador—. Quiero vivir.

Él respetó su franqueza, pero poco más.

—Eres un enigma, Hermana. Tus pretensiones de inocencia no me impresionan, porque debajo de esa vestimenta tienes un cuerpo desnudo para la cama. Tu sensualidad terrenal desmiente tu fervor religioso. En tus ojos oscuros hay brasas ardientes y ansias de vida, y tu belleza sería una tentación hasta para el mismísimo diablo.

—Yo he oído decir que el Diablo es el mismísimo diablo —se atrevió a decir Isabella.

Edward echó la cabeza hacia atrás y soltó una estridente carcajada.

—Eso no te lo voy a discutir. —El brillo infernal de sus ojos perforaba la armadura de su atuendo de monja.

Se apartó de la puerta, acortando la distancia que había entre ellos. Ella fue retrocediendo hasta que chocó con la litera. Edward siguió avanzando hasta quedarse a escasos centímetros de ella, con una sonrisa perezosa en los generosos labios que le arrugaba el rabillo de los ojos. Intrigado por los suaves tonos aceitunados de su piel, alargó la mano y le pasó el dorso de un dedo encallecido por la mejilla, asombrándose de su textura satinada. El dedo continuó audazmente hacia abajo, parándose a descansar donde su carne desaparecía bajo el cuello del hábito.

Isabella soltó una aguda exhalación, temerosa de lo que él fuera a hacer a continuación, aunque excitada y sin aliento por aquella caricia superficial.

—¡No lo hagáis!

Edward se detuvo.

—"¿No lo hagáis?" Eres mi prisionera, Hermana. Puedo hacer contigo lo que me venga en gana. Como rehén no tendrías ningún valor, tú misma lo has dicho. ¿Quién iba a pagar un rescate por una miserable monja?

—Podríais desembarcarme en vuestra próxima escala. Yo misma hallaré la forma de volver a casa.

—No lograrías sobrevivir si te soltara. Tú misma has admitido que no sabes nada del mundo que hay fuera de tu convento. Ya pensaré yo lo que voy a hacer contigo.

A Isabella sus palabras le sonaban fáciles, engañosamente tranquilas, deliberadas. El le daba la impresión de ser un hombre que mantenía un control tan estricto sobre su alma y sus emociones que parecía haberlas reducido al más frío hielo. Si ella hubiera sabido lo que Edward estaba sintiendo en realidad, se habría quedado asombrada.

Por primera vez en muchos años, Edward se sentía extrañamente perdido y confuso. Nunca le había ocurrido nada parecido. Él nunca perdía el control, sabía exactamente lo que tenía que hacer en cada situación. Verse a sí mismo a la deriva en las ascuas de aquel par de ojos oscuros era para él una experiencia nueva. Aunque su odio hacia los españoles no había disminuido, Edward se resistía a entregar a aquella joven monja a sus hombres, o a dejarla libre para que abusaran de ella otros aún más crueles que sus propios marineros. Tampoco sentía el menor impulso de hacerle él mismo daño a la pequeña beata. De hecho, el impulso que le consumía era mucho más protector. En realidad deseaba a la mujer, por encima de su vocación religiosa y su aspecto inocente.

Nunca un hombre había mirado a Isabella como Edward Cullen se estaba atreviendo a hacerlo. De hecho, eran muy pocos los hombres que había visto en el convento, pero ella reconoció el peligro en cuanto lo tuvo delante. Y peligro era precisamente la mejor palabra para describir la mirada de los ojos azules de Edward. Ella le sostuvo la mirada, demasiado inocente para comprender el efecto que sus ojos sensuales tenían en él. Antes de que pudiera darse cuenta le había puesto la mano en la nuca y la atraía hacia él.

Isabella gritó asustada cuando sintió el calor abrasador de los labios de Edward contra los suyos y el húmedo deslizarse de su lengua que la saboreaba. Fue un acto tan burdamente íntimo que retrocedió sobresaltada, cubriéndose la boca con la mano temblorosa. Era el primer beso de su vida, y sintió que en su interior se despertaba un calor tórrido, encendiendo algún rincón de sí misma que había permanecido intacto por las emociones humanas. Se sintió vulnerable y frágil y… asustada. Muy, muy asustada. ¿Tenía Edward Cullen intención de violarla? La respuesta le pareció evidente cuando él bajó las manos por su espalda hasta sus nalgas y notó un extraño bulto que se apretaba contra su estómago cuando él la atrajo con fuerza hacia sí.

Presa de la desesperación y el miedo, Isabella empujó a Edward a un lado, se hincó de rodillas y juntó las manos en ferviente plegaria. Rezó en alto, alzando los ojos y la voz al cielo, con la esperanza de aguar con su fervor las lascivas intenciones del atractivo pirata.

—Que nuestro dulce Salvador —rezaba— me mantenga pura, de alma y de cuerpo; que me proteja de estos paganos ingleses. Que, si soy brutalmente violada, me dé fuerzas para matarme luego. —Bajó la cabeza y siguió rezando en silencio mientras Edward la contemplaba desde arriba, impresionado por la fuerza de su fe.

Había muy pocas cosas ante las que Edward Cullen pudiera sentirse derrotado, y sin embargo la fe de Isabella era una de ellas. El deseo le abandonó tan deprisa como había hecho alzarse su masculinidad hacía sólo unos instantes. Dios sabe que seguía con ganas de aquella exuberante bruja española, pero esa inconmovible fe suya le desarmaba.

—Quédate de rodillas, Hermana, y reza cuanto te plazca —le espetó con voz ronca—. La idea de violar a una devota inocente no me seduce. Puede que no respete tu vocación religiosa, pero admiro la forma en que la usas para desbaratar mis intenciones —entornó los ojos y añadió con voz áspera—: Eres de una valentía sorprendente, Hermana Isabella. Me habría gustado mostrarte lo que te estás perdiendo por esconderte bajo ese feo hábito y esa toca. Y puede que aún lo haga, si logras reservarme un hueco entre tus continuas oraciones —dijo en tono amenazador.

Las oraciones de Isabella se detuvieron en seco.

—No estoy fingiendo. He vivido dedicada a Dios y a la religión. Que no sepa nada de las cosas terrenas no significa que me esté perdiendo nada. Si os hiciera un hueco, sería para recordaros que mi cuerpo es sagrado.

Edward soltó una carcajada inclemente.

—Cuando quiera tu cuerpo lo tomaré a mi antojo. O quizá te entregue a mis hombres. Todavía no lo tengo decidido. Ahora me largo para que puedas continuar con tus rezos. Pero entiende bien, bruja española, que ni tus más fervientes súplicas bastarán para salvarte si decido que no vales la pena. —Y girando sobre sus talones, salió dando un portazo.

La pequeña estructura de Isabella pareció colapsarse hacia dentro una vez que estuvo sola. Osciló sobre sus rodillas, temblando al evocar las feroces palabras de Edward y su forma de amenazarla. Se tocó ligeramente la boca, recordando la suavidad de los labios de él sobre los suyos, sintiendo el rescoldo de calor de su beso. La mejilla todavía le ardía del contacto con su dedo encallecido, y se preguntó una vez más qué tipo de hombre sería.

El capitán Edward Cullen odiaba a los españoles, eso resultaba más que evidente, y por lo que se veía no tenía el menor reparo en matarlos. ¿Sería ella la siguiente? Era obvio que el tipo no respetaba la religión, ni la vida humana. Y, aun así, había mostrado una extraordinaria contención en lo que a ella respectaba; lo atribuyó enteramente al efecto que le hacía su fervor religioso. En el momento en que él la miraba con ese brillo perverso en los ojos, ella se había arrodillado a rezar y él se había apartado, despechado. Si era eso lo que tenía que hacer para que la dejaran tranquila, se emplearía a fondo en su papel de monja piadosa. Confiaría en su fe para convencer al Diablo de que la dejara libre.

 

 

—¿Qué tenéis pensado hacer con la muchacha española, Capitán? Su presencia distrae a la tripulación. Solicitan que se la paséis cuando hayáis acabado con ella.

Edward tenía la expresión pensativa cuando se volvió a responder a Jasper Hale, su contramaestre y amigo desde hacía mucho tiempo. Parecidos de aspecto, de cuerpo y de mente, ambos cultivaban un saludable rencor hacia los españoles. Se habían conocido al poco de que Edward obtuviera el permiso de la reina para navegar como corsario bajo bandera inglesa. Lo primero que hizo cuando le fue devuelta su herencia fue comprarse un barco, equiparlo con cañones y contratar como contramaestre a Hale. Este había sufrido en sus propias carnes la crueldad de los españoles y los odiaba casi tanto como el propio Edward. Juntos habían formado un formidable equipo, además de que enseguida se hicieron amigos.

—No lo he decidido —dijo Edward, despacio—. Lo normal es que pidamos un rescate, cuando capturamos alguna mujer.

—Un español es un español, sea hombre o mujer —entonó secamente Hale—. ¿Habéis olvidado lo que los muy malnacidos os hicieron?

El cuerpo de Edward se puso en tensión.

—No he olvidado nada. —Hizo una pausa, y luego dijo—: Esa mujer pertenece a una orden católica. ¿Acaso están los hombres tan impacientes como para violar a una religiosa?

Hale soltó una risa sarcástica.

—Debajo de ese saco de patatas gris hay una mujer como cualquier otra. Y tenéis que admitir que tiene su encanto. Nuestros hombres llevan meses en el mar, y les importa bien poco lo que sea o no sea esa mujer.

Edward apartó la mirada.

—No tengo inconveniente en admitir que la muchacha es atractiva, además de infinitamente irritante. Sin embargo, hay algo en ella que me descoloca. Parece sincera en lo de su fe. Pero es demasiado terrenal, demasiado sensual, maldita sea, para ser lo que ella afirma. En lo más hondo de esos ojos oscuros se esconde un temperamento ardiente, lo sepa ella o no.

Hale le lanzó a Edward una mirada preocupada.

—¿Os gusta la muchacha, Capitán? Si así es, dadle un buen revolcón y os la quitaréis de la cabeza. Y después, pasádsela a los hombres. No conviene mantenerla mucho tiempo a bordo; nos va a traer problemas seguro. La tripulación entera acabará peleándose por ella, en cuanto vos la hayáis despachado.

—No me gusta la muchacha, Jasper —negó Edward de forma poco convincente—. No puedo soportar a los españoles, sean hombres, mujeres o niños. Eso lo sabes tan bien como yo.

—Bueno, pero siempre hay una primera vez —le previno Hale—. Tened cuidado, Edward, no os dejéis engatusar por esa muchacha. Pensad que es muy probable que por debajo de esa toca que lleva esté más calva que un huevo.

—Ocupaos de vuestras obligaciones, señor Hale —dijo Edward con un deje de irritación—, y yo me ocuparé de las mías. Nunca me han atraído las mujeres calvas, pero admito que esa bruja de ojos oscuros me intriga como ninguna otra lo había hecho en mucho tiempo. Déjales bien claro a los hombres que no se le puede poner la mano encima hasta que yo me haya hartado de ella.

Conteniendo una sonrisa, Hale saludó marcialmente y se alejó, dejando a Edward confuso y sin saber qué decidir sobre el destino de su cautiva. Sus marineros querían a la mujer, y en circunstancias normales él no se habría opuesto a entregársela. No tenía ni idea de qué podía ser lo que le estaba empujando a no seguir los dictados de su conciencia. ¿Sería la fe de aquella mujer? ¿Sus suplicantes ojos negros, que hablaban elocuentes de misterios que él ansiaba descubrir? ¿La pasión que trasmite, incluso si ella misma no era consciente? ¿La lozana promesa de su cuerpo virgen? ¿Qué tenía ella que la hacía distinta del resto de las mujeres?

Edward sabía que no se trataba sólo de la belleza de la monja, porque él había estado con mujeres aún más bellas sin que le hicieran perder el norte. Y ahora tenía que decidir lo que debía hacerse con ella. Recorrió con los ojos la cubierta, donde su tripulación se afanaba en arreglar los destrozos que les había infligido el galeón español. Por más que su lealtad fuera incondicional, la mayor parte eran hombres toscos, groseros en sus palabras y en su comportamiento. Se estremeció ante el pensamiento de que cualquiera de sus hombres pudiera abalanzarse sobre el cuerpo inocente, virginal, de la hermana Isabella. Sabía que si se la daba a ellos, más de un hombre poseería su frágil cuerpo de las formas más violentas que imaginarse puedan. No duraría ni una noche.

¿Por qué tenía que importarle a él lo que fuera de aquella bruja española?

El hecho de que fuera española, que debería haber facilitado la decisión de Edward, no hacía más que complicar las cosas. ¿Acaso se había vuelto tan insensible, tan desalmado, tan desprovisto de honor como para permitir que sus hombres violentaran a una religiosa? ¿O para violarla él mismo?

Sus torvos pensamientos fueron interrumpidos por el contramaestre, que venía a informarle de los daños sufridos por el Vengador.

—Capitán, los hombres han descubierto más desperfectos por bala de cañón de lo que habíamos pensado. Necesitamos recalar en algún puerto para hacer las reparaciones. ¿Nos volvemos a Inglaterra o ponemos rumbo a Andros?

—A Andros, señor Hale —dijo sucintamente Edward. La respuesta que andaba buscando, concerniente a la hermana Isabella, se le hizo clara de pronto—. Los hombres se merecen descansar un poco del mar, y yo seguro que puedo aprovechar el tiempo que estemos atracados para atender mi plantación.

Hale se aclaró la garganta:

—¿Y qué hay de la mujer, Edward?

—Se vendrá con nosotros. Igual puede salvar algunas almas en nuestra isla.

 

 

Isabella paseaba en círculos por el estrecho espacio del camarote, esperando a que el pirata viniera a comunicarle su destino. Cuando él se marchó, comprobó la puerta para ver si estaba cerrada con llave. No lo estaba, pero junto a ella había un guardián armado que cuando vio asomar su cara por la rendija le echó una mirada lasciva. Ella cerró de un golpe la puerta, con el corazón latiéndole como un martillo pilón.

Isabella no se hacía falsas ilusiones con respecto al pirata inglés. Puede que tuviera cara de ángel, pero por debajo de su hermoso aspecto se escondían la negrura y la lascivia. Si decidía entregarla a sus hombres, ella encontraría el modo de arrojarse antes al mar. "El padre Eleazar tenía toda la razón", reflexionó. Una muerte honorable era preferible a ser violada por piratas ingleses. Pero ¡ay, Virgen Santa, ella no quería morir!

Oyó ruido de pisadas en el exterior del camarote y se preparó para lo peor. Breves instantes antes de que la puerta se abriera de golpe, se arrodilló y agachó la cabeza. Su fervor religioso había funcionado antes, y tenía intención de seguir usándolo una y otra vez cuando en el futuro tuviera que vérselas con Edward Cullen.

—Todavía de rodillas; ya veo —se burló sarcástico Edward cuando entró—. Tu fe no me impresiona. Ni a mis hombres tampoco. No ven en ti más que una mujer como cualquier otra, con todo lo necesario para complacerles.

Isabella levantó de inmediato la cabeza:

—¡Sois un bárbaro sin corazón! ¡Habéis decidido entregarme a vuestros hombres!

Edward esbozó una sonrisa burlona, recreándose en el destello de rebeldía de los ojos de ella.

—Pues sí, una vez que yo me haya hartado de ti. Pero a decir verdad, no me atraes —mintió—. ¿Es verdad que debajo de la toca llevas la cabeza afeitada?

Gracias a Dios que Edward no había visto la abundante melena de ébano que su toca ocultaba. En ese mismo instante, Isabella decidió afeitarse el pelo en la primera ocasión que se le presentara, antes de que él descubriera su secreto.

—Sí; estoy calva como una cebolla —concedió Isabella—. ¿Queréis verlo? —Con el pulso tembloroso, hizo como si fuera a quitarse la toca. Era una treta temeraria, y Isabella rezó por que no tuviera que arrepentirse.

Edward hizo una mueca de desagrado, visiblemente asqueado. No sentía el menor deseo de ver a una hermosa mujer como Isabella despojada de la gloriosa corona de su pelo. Había oído decir que la reina Isabel estaba calva, pero no se lo había creído. El siempre la había visto con una exuberante mata de pelo roja.

—No, no tengo ningunas ganas de ver tu cabeza calva. Hacerle eso a una mujer es un auténtico ultraje.

—Y sin embargo vos pensáis ultrajarme de otras formas aún más viles —le replicó Isabella. Sus ojos le desafiaron a negarlo, pero él no fue capaz de hacerlo.

—Eres española —remachó Edward, como si eso hiciera perfectamente aceptables sus intenciones—. No he venido para discutir contigo.

—¿Para qué habéis venido?

—Para informarte de tu destino —la contempló con perturbadora intensidad—. Levántate, no me gusta estar hablando con tu coronilla, y me estoy ya cansando de tanto rezo. Tienes que tener las rodillas destrozadas de tanto arrodillarte.

Isabella se levantó grácilmente, a pesar de tener las piernas entumecidas. Se encaró directamente con Edward, apretando la barbilla. Su actitud era tan belicosa que a ella misma le costó creer lo mucho que había cambiado en tan poco tiempo. Resultaba evidente que ni diez años entre los muros del convento habían logrado domar el temperamento fogoso y el espíritu rebelde que en su niñez desesperaban a su padre. Le echó la culpa de esa recaída a cierto procaz pirata conocido como "el Diablo".

—¿Qué decisión habéis tomado, Capitán? —En sus ojos oscuros había una innegable chispa de rebeldía.

Edward reprimió la súbita irritación que sentía hacia la española. ¿Por qué aquella orgullosa monja española le hacía sentirse como el más bajo chucho callejero? Le resultaba difícil pensar de un modo racional teniéndola tan cerca, y contra su propia voluntad se descubrió admirando la chispa de su mirada. Luego un dulce aroma de rosas cruzó flotando el estrecho espacio que los separaba, y él frunció el ceño, más que sorprendido de descubrir que las monjas usaban perfume. Sacudió la cabeza para despejársela de pensamientos demasiado perturbadores para su bienestar, pero no dio resultado. Le hormigueaban los dedos de ganas de tocarla. Quería montarla, cabalgar sobre ella, quería oírla jadear de deliciosa liberación.

Por Dios, ¿es que se estaba volviendo loco? Debía hacer lo que su parte consciente le exigía: violarla, y luego dársela a sus hombres.

—El barco necesita reparaciones. Vamos a recalar en nuestro refugio de las Bahamas. Tú vendrás con nosotros.

Isabella tragó saliva.

—¿Para qué? ¿De qué iba yo a serviros?

—Quizá te encuentre algún valor. ¿Eres de familia rica? ¿Estarían dispuestos a pagar un rescate por volver a verte?

Isabella se le quedó mirando. Si le decía la verdad, su hábito de monja ya no podría protegerla. Si él cobraba el rescate y la devolvía a su padre, don Charlie la enviaría de nuevo a Cuba para celebrar un matrimonio que ella no quería. Pero si continuaba con su farsa, existía una posibilidad de que Edward la escuchara y la dejara marchar. Entonces podría buscar la forma de volver a casa, reingresar tranquilamente en el convento y hacer sus votos definitivos. Para cuando su padre la descubriera, ya sería demasiado tarde para poner remedio.

Isabella sabía que podía ponerse a sí misma en grave peligro si metía la pata con el capitán pirata. Por un lado, no tenía la menor garantía de que él no fuera a violarla si admitía que era Isabella Swan; por otro, lo de hacerse pasar por monja tampoco disuadiría al pirata de cometer cualquier vileza. Aun así, tenía que decir algo. Se decidió en una fracción de segundo:

—Ay, Capitán, mi familia es pobre. Me encomendaron al convento a la edad de diez años para tener una boca menos que alimentar. Yo soy la única hermana entre muchos hermanos. Ellos valían para trabajar nuestra miserable tierra, y a mí me pusieron en manos de la Iglesia. Os suplico que me liberéis para poder regresar al convento.

—Eso no puedo hacerlo. Se me amotinarían los hombres, si te soltara. Están esperando que te entregue a ellos cuando haya acabado yo contigo.

Isabella tragó saliva de forma ostensible. El miedo le clavó sus heladas garras en las entrañas:

—Os ruego que me dejéis ir. Yo no os he hecho nada. ¿Por qué tenéis ese odio hacia mis compatriotas?

A Edward se le endureció la expresión y clavó la vista en el vacío, arponeado por recuerdos que ella no podía ni empezar a comprender. Aún sentía el azote del látigo en la espalda, oía todavía las risas crueles de sus torturadores españoles cuando le echaban agua salada en las heridas y él se retorcía de dolor. Le habían hecho trabajar hasta la extenuación y lo habían alimentado con raciones para morirse de hambre durante cinco años, y difícilmente habría logrado sobrevivir mucho más tiempo en tan intolerables condiciones. De no ser por los españoles, sus padres y sus hermanos todavía estarían vivos. Y aquella mujer que tenía delante llevaba la odiosa sangre del asesino español.

Isabella retrocedió aterrorizada al ver la expresión feroz de Edward. Fuera lo que fuese, sus compatriotas tenían que haberle hecho algo verdaderamente horrible, reflexionó con sutileza.

Edward notó que estaba asustada y le lanzó una sonrisa mortífera:

—Haces bien en temerme, hermana Isabella. Tus compatriotas me hicieron vivir un infierno y destruyeron todo lo que me era querido. Juré que no iba a tener piedad con los españoles, y ahora te toca a ti sufrir por ello. Nos acompañarás en el Vengador hasta Andros y te someterás a mí del modo que a mí me plazca.

El pirata se había acercado tanto que Isabella se sintió desbordada por la solidez inflexible de su fuerza. La urgencia de su ira, el calor de su cuerpo… la tenacidad y la determinación de aquel hombre y la nitidez de la energía que emanaba la inundaron de un pavor tan intenso que se sintió perdida sin remedio. Y sin embargo, a pesar de todo lo que sabía de aquel pirata inglés, de todas las cosas terribles que había oído contar, que bastarían para hacerla desmayarse, lo que tenía era la embriagadora sensación de estar por fin viva, después de muchos años de existir sin más.

—Antes me mataré a mí misma que permitir que vos o ninguno de esos degenerados marineros vuestros me pongáis la mano encima —juró, lanzándole a Edward una mirada de absoluto desdén. Era una amenaza vacía, porque no se veía con valor para cumplirla. Esperaba, sin embargo, que obligara al pirata a pensárselo dos veces antes de tocarla.

La generosa boca de Edward se curvó hacia arriba en una sonrisa muy poco reconfortante:

—Oh, no, Hermana, la muerte es la forma más fácil de huir, y tú no eres una cobarde. Tus ojos dicen claramente cuánto amas la vida. Será entretenido dejarte seguir rumiando tu destino. Igual te tomo esta noche, en mi litera. O puede que espere hasta que lleguemos a Andros. O —añadió, sacudiendo la cabeza con despreocupación— puede que decida que eres demasiada molestia y te entregue inmediatamente a mis hombres. En realidad no eres mi tipo; pero mi tripulación no es tan exigente. —Sus ojos le acariciaron el cuerpo de arriba abajo con insultante intensidad—. Si tienes un poco de cerebro, podrías hacerme cambiar de opinión.

Isabella sintió un ahogo tan fuerte que a duras penas logró tragarse el nudo que se le había formado en la garganta. Edward apretaba el bien definido ángulo de la mandíbula con tanta fuerza que ella le veía el movimiento convulsivo del músculo bajo la piel tostada de la mejilla. Ni por un instante puso en duda sus palabras. Su odio hacia los españoles era tan violento, estaba tan profundamente enraizado en él desde hacía tanto tiempo, que no podía esperar compasión de él. No lograba pensar en nada que pudiera hacerle cambiar de opinión, pero eso no le impidió volver a recurrir a un método que otras veces le había funcionado. Estaba segura de que Dios no la iba a abandonar.

Arrodillándose, inclinó la cabeza y rezó con todo el fervor que pudo.

 

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JAJAJA CUANTO CREEN QUE LE DURARA EL MENTIRA DE QUE ES MONJA??????? JAJAJA HABER QUIEN GANA YO APUESTO A QUE EL FIERO DIABLO PIRATA LA SEDUCE CON TODO Y HABITO DE MONJA JAJAJA ¿USTEDES QUE PIENSAN?

 

BUENO CHICAS AQUI INICIAMOS UNA NUEVA AVENTURA, COMPLETAMENTE DIFERENTE A LO QUE HAN SIDO LAS OTRAS HISTORIAS, AHORA NOS MONTAMOS EN UN BARCO Y NOS VAMOS A LAS ISLAS DEL CARIBE, !QUE RICO! ¿NO CREEN?

 

GRACIAS A TODAS POR SU APOYO, LAS QUIERO NENAS, BESITOS

Capítulo 2: UNO Capítulo 4: TRES

 
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