La semana se me hace eterna. He ido a trabajar a la cafetería, también he evitado a Gregory y además no he vuelto al gimnasio. Me gustaría hacerlo, pero no puedo arriesgarme a ver a Edward. Da la impresión de que nota cuándo empiezo a sacar un poco la cabeza, y entonces aparece de repente (casi siempre en sueños y alguna vez en el mundo real) para hacerme retroceder de nuevo a la casilla de salida.
Mi abuela asoma por la puerta del salón, le saca el polvo a la librería y me quita el mando a distancia de la mano.
—¡Eh, que estoy viendo la tele!
Eso no es verdad pero, aunque estuviera fascinada por el documental sobre los murciélagos de la fruta, la abuela no me devolvería el mando.
—Cierra el pico y ayúdame a decidir.
Deja caer el mando en el sofá y corre al pasillo. Al poco, vuelve con dos vestidos colgados de sus perchas.
—No sé cuál elegir —dice colocándose uno delante del cuerpo. Es azul con flores amarillas—. ¿Éste? —Cambia de vestido, uno verde—. ¿O éste?
Me incorporo y miro los vestidos.
—Me gustan los dos.
Me pone mala cara.
—¡Eres toda una ayuda!
—¿Adónde vas a ir?
—Cena y baile con George el viernes.
Sonrío.
—¿Vas a ser el ama de la pista de baile?
Mueve la cabeza y da unos pasos de baile.
—Isabella, tu abuela es el ama siempre, haga lo que haga.
—Cierto —digo, y es verdad.
Me concentro en los vestidos.
—El azul.
La sonrisa que adorna su rostro es un buen cambio respecto a la frialdad de los últimos días y me alegra el corazón.
—También es mi favorito. —Deja el verde a un lado y se pega el azul al cuerpo—. Es perfecto para bailar.
—¿Es un concurso?
—Oficialmente, no.
—Entonces ¿es sólo un baile?
—Isabella, un baile nunca es sólo un baile. —Se retuerce un mechón de la melena canosa y se lo aparta de la cara con garbo—. Llámame Ginger.
Me echo a reír.
—¿Y George va a ser tu Fred?
Suspira exasperada.
—Que Dios bendiga al bueno de George: el pobre lo intenta, pero tiene dos pies izquierdos.
—No seas tan dura con él. ¡Tiene casi ochenta años!
—Yo tampoco soy ya ninguna jovencita, pero aún puedo menear el esqueleto como la que más.
—¿Menear el qué? —inquiero enarcando las cejas.
Ella flexiona las rodillas como si fuera a hacer una sentadilla y mueve las caderas hacia adelante.
—Menear... —dice antes de cambiar de dirección y empezar a dibujar círculos con la pelvis— el esqueleto.
—¡Abuela! —Me echo a reír viendo cómo embiste hacia adelante y traza círculos ondulantes. Se concentra mucho e intensifica el ritmo, y yo me retuerzo de la risa en el sofá. Tengo que sujetarme el estómago con las manos—. ¡Para, por favor!
—Voy a presentarme al casting del próximo vídeo de Beyoncé. ¿Crees que me cogerán?
Me guiña el ojo, se sienta a mi lado y me rodea con los brazos. Consigo controlar la risa y suspiro en su regazo. La estrecho con fuerza.
—Nada me llena tanto de felicidad como ver el brillo de esos preciosos ojos cuando te ríes, mi querida niña.
La risa da paso a una enorme gratitud. Gratitud por tener en mi vida a esta mujer maravillosa. Soy muy afortunada por ser nieta suya. Ha trabajado sin descanso para llenar el hueco que dejó mi madre y, en cierto modo, lo ha conseguido. Ahora está adoptando la misma táctica ante la ausencia de otra persona.
—Gracias —susurro.
—¿Por?
Me encojo de hombros.
—Por ser tú.
—¿Una vieja cotilla?
—No lo dije en serio.
—Muy en serio. —Se echa a reír y me aparta de su seno. Coge mis mejillas entre sus manos arrugadas y me colma de besos con sus labios de malvavisco—. Mi niña, mi niña preciosa. Tienes que sacar a la Isabella descarada y con brío que llevas dentro. Si no te pasas, te irá muy bien.
Aprieto los labios. Se refiere a que no me pase como se pasó mi madre.
—Mi niña querida, coge a la vida por las pelotas y retuércelas —añade.
Me echo a reír y ella se ríe también. Se recuesta hacia atrás en el sofá y me arrastra consigo.
—Lo intentaré —digo.
—Y, ya puestos, retuérceles también las pelotas a todos los gilipollas que te encuentres por el camino.
No lo ha dicho directamente, pero sé a quién se refiere. ¿A quién, si no?
Suena el teléfono de casa y nos levantamos las dos.
—Ya lo cojo yo —digo, y le doy un beso rápido antes de salir al pasillo, donde la base del inalámbrico ocupa la mesita del viejo teléfono.
En un raro ataque de entusiasmo se me ilumina la cara al ver en la pantalla el número de la cafetería, y creo saber por qué llaman. O eso espero.
—¡Garrett! —saludo tal vez demasiado contenta.
—Hola, Bella. —Qué alegría escuchar su acento cockney—. He intentado llamarte al móvil, pero no da señal.
—Sí, es que está roto. —Tengo que comprarme un móvil nuevo pronto, pero estoy disfrutando de la sensación de aislamiento que conlleva no tener uno.
—Ah, vale. Oye, sé que no te gusta trabajar por las noches, pero...
—¡Cuenta conmigo! —respondo subiendo los escalones de dos en dos. «Distracciones, distracciones, distracciones...»
—¿Sí?
—¿Quieres que trabaje de camarera? —Entro en el baño; es un poco triste que me emocione el hecho de tener una oportunidad perfecta para escapar de la tortura mental ahora que ya se me ha pasado el efecto de las payasadas de la abuela.
—Sí, en el Pavilion. Los empleados que manda esa maldita agencia siempre fallan.
—No hay problema. —Guardo silencio un instante y me apoyo contra la puerta del baño. De repente caigo en la cuenta de algo que podría fastidiarme la distracción—. ¿Puedo preguntar de qué clase de evento se trata?
Sé que Garrett está frunciendo el ceño.
—Una gala anual para abogados y miembros de la judicatura.
Me relajo. Edward no es ni juez ni abogado. Estoy a salvo.
—¿Me visto de negro? —pregunto.
—Sí. —Parece confuso—. Empieza a las siete en punto.
—Vale. Te veré allí.
Cuelgo y me meto en la ducha.
Entro a la carrera por la puerta de personal del Pavilion y busco a Garrett y a Alice, que están sirviendo champán.
—¡Ya estoy aquí! —Me quito la cazadora vaquera y la mochila—. ¿Qué hago?
Garrett sonríe y mira a Alice. Es su forma de comentar en silencio que estoy de buen humor.
—Termina de servir, preciosa —me dice pasándome la botella y dejándome con mi compañera.
—¿Ocurre algo? —le pregunto a Alice mientras empiezo a llenar copas.
Su melena corta negra se mueve de un lado a otro cuando niega con la cabeza y me sonríe: —Es que se te ve... contenta.
No le doy importancia a su comentario y tampoco pierdo la sonrisa.
—La vida sigue —digo rápidamente antes de cambiar de tema—. ¿A cuántos pijos tenemos que dar de comer y beber esta noche?
—A unos trescientos. La recepción es de ocho a nueve, luego cenarán en el salón de baile y volveremos a entrar en acción a eso de las diez, cuando hayan terminado de cenar y dé comienzo la música y el baile. —Deja la botella vacía de champán—. Listo. Vamos allá.
A pesar de mi entusiasmo por usar el trabajo como distracción, no estoy cómoda esta noche. Me deslizo entre la multitud repartiendo canapés y champán pero me siento muy incómoda. No me gusta.
Cuando el maître anuncia la cena, la sala se vacía y veo el suelo de mármol cubierto de servilletas. Serán del mundo del Derecho, pero han dejado la sala que da pena. Me libro de la bandeja y me pongo a recoger basura y a verterla en una bolsa negra. Incluso encuentro restos de canapés.
—¿Te encuentras bien, Bella? —me pregunta Garrett desde la otra punta de la sala.
—Sí. Son un poco cerdos —digo haciéndole un nudo a la bolsa, que ya está llena—. ¿Te importa si voy al servicio?
Se echa a reír y niega con la cabeza.
—¿Qué vas a hacer si te digo que no?
No sé qué responder a eso.
—¿Vas a decirme que no?
—Eres genial. ¡Ve al baño, mujer!
Mi jefe desaparece en la cocina y yo tengo que buscar el servicio.
Subo una escalera siguiendo los carteles que indican dónde están los servicios de señoras y llego a un largo pasillo del que cuelgan unos retratos. Son de reyes y reinas famosos, el más antiguo es el de Enrique VIII. Me paro y observo al hombre de edad madura, grande y con barba, y me hago una pregunta un tanto estúpida: ¿qué veían en él las mujeres?
—Desde luego, no es Edward Masen.
Me vuelvo y me encuentro cara a cara con la «socia», Bree. ¿Qué diablos está haciendo aquí? Contempla el retrato pensativa, con los brazos cruzados sobre el corpiño de un espectacular vestido plateado, el pelo negro y brillante cayéndole por los hombros desnudos.
—Su dormitorio estaba muy concurrido, pero no tanto como el de Edward. —Sus palabras, taimadas y punzantes, se me clavan en el corazón como puñales—. ¿Es tan bueno como dicen todas?
Me mira con chulería y me da un repaso. Está muy satisfecha. Me achico un poco pero saco fuerzas para ocultarlo.
—Depende de lo que digan —respondo devolviéndole la mirada con igual confianza en mí misma. Su pregunta me indica que no sabe la respuesta, y eso me gusta.
—Dicen que es muy bueno.
—Entonces están en lo cierto.
Bree apenas puede contener la sorpresa y eso hace que me crezca.
—Ya veo —responde asintiendo levemente.
—Pero te diré una cosa gratis. —Doy un paso adelante, me siento superior sin motivo, simplemente porque sé que ha sido mío y no de Bree. No le doy ocasión de preguntar el qué. Estoy a media zancada—. Cuando hace el amor es mucho mejor que cuando folla con restricciones.
Ella traga saliva y retrocede, y es entonces cuando comprendo la magnitud de la reputación de Edward. Siento ganas de vomitar, pero de alguna manera encuentro el modo de no perder mi osadía y me recompongo.
—Si tu plan era intentar asustarme contándome a qué se dedica Edward, tus malas artes de pécora llegan tarde —le espeto—. Estoy al corriente.
—Ya. —Lo dice despacio, pensativa.
—¿Hemos terminado o también te gustaría explicarme sus reglas?
Se echa a reír, pero es de asombro. Mi actitud la ha dejado de piedra, no se lo esperaba.
Mejor.
—Imagino que hemos terminado —dice.
—Estupendo —contraataco con seguridad antes de seguir hacia los servicios de señoras.
Me derrumbo en cuanto cierro la puerta del cubículo. No estoy segura de por qué estoy llorando, si en realidad estoy muy satisfecha conmigo misma. Creo que acabo de retorcerle a alguien las pelotas y la abuela se sentiría muy orgullosa de mí... Si pudiera contárselo.
Después de tirarme un siglo lavándome la cara, vuelvo a la cocina y empiezo a cargar bandejas con copas de champán para cuando vuelvan los invitados.
Bree es una de las primeras en entrar en la sala y va del brazo de un hombre de cierta edad, al menos treinta años mayor que ella. Entonces, la verdad me pega una bofetada, la mano me tiembla y las copas tintinean. ¡Ella también es una puta de lujo!
—Ay, Dios mío —susurro al verla sonreír y disfrutar con las atenciones que le dispensa ese hombre.
¿Por qué? Es en parte propietaria de un exclusivo club. Seguro que no necesita ni el dinero ni los regalos. En ese momento pienso que nunca se me ha pasado por la cabeza preguntarme cómo es que Edward se ha dejado engullir por ese mundo. Es el dueño de Ice. No necesita el dinero. Pienso en nuestro encuentro en el restaurante y busco en mi memoria unas palabras que apenas recuerdo: «Lo bastante para comprar un club de lujo».
Me muero de curiosidad y odio ser curiosa. Ya me he metido hasta el fondo y no tengo ganas de ahogarme.
—¿Vas a pasarte toda la noche ahí plantada como una boba soñando despierta?
La voz de Alice me devuelve al mundo real, la sala está llena de invitados que charlan animadamente. Observo los grupos de gente. Como siempre, van todos impecables, y me pregunto cuántos estarán metidos en el mundo de la prostitución de lujo.
—¿Bella?
Doy un respingo y tengo que sujetar la bandeja con la mano libre.
—¡Perdona!
—¿Qué te pasa? —pregunta Alice, y sé que es por todas las veces que la he liado en este tipo de eventos.
—Nada —respondo de inmediato—. Será mejor que siga sirviendo.
—Eh, ¿no es ésa la mujer...? —Me mira y se muerde el labio rosa chillón.
No le contesto, sino que me adentro en la muchedumbre y dejo que Alice saque sus propias conclusiones. He dejado que mis amigos crean que Bree es la novia de Edward, y me habría salido bien la jugada de no ser porque la muy zorra se está paseando por ahí con otro hombre.
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