Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 53844
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


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Capítulo 20: Capítulo 19

Cuando Edward detiene el Mercedes en el espacio del aparcamiento y apaga el motor, sé que no debo salir del coche por mi cuenta. Rodea el vehículo por la parte delantera, se abrocha la chaqueta y me abre la puerta.

—Gracias, señor.

—De nada —responde como si no hubiese captado mi sarcasmo—. ¿Y ahora qué? —Mira a nuestro alrededor brevemente y se retira la manga de la chaqueta un momento para ver la hora.

—¿Tienes prisa? —pregunto, irritada inmediatamente por su gesto grosero.

Me mira y baja los brazos.

—En absoluto. —Se alisa el traje de nuevo, lo que sea con tal de evitar mi tono amargo—. ¿Y ahora qué? —repite.

—Pasearemos.

—¿Adónde?

Dejo caer los hombros. Esto no va a ser fácil.

—Se supone que esto tiene que ser relajante. Algo tranquilo de lo que podamos disfrutar.

—A mí se me ocurren maneras mucho más gratificantes de pasar el tiempo, Isabella, y no implican mantenerte en público. —Lo dice totalmente en serio, y mis muslos se tensan cuando veo que vuelve a mirar a nuestro alrededor.

—¿Has ido a pasear alguna vez? —pregunto.

Vuelve a mirarme rápidamente con ojos curiosos.

—Voy de A a B.

—¿Nunca te has sumergido en las riquezas que ofrece Londres? —pregunto sorprendida de que alguien pueda vivir en esta grandiosa ciudad sin perderse en su historia. No me lo puedo creer.

—Tú eres una de las mejores riquezas, y me encantaría sumergirme en ti ahora mismo. —Me estudia detenidamente, y sé lo que viene a continuación. El ritmo acelerado de los latidos entre mis piernas es buena señal, así como el deseo que se acumula en sus ojos después de ejecutar uno de esos parpadeos ociosos—. Pero no puedo venerarte aquí, ¿verdad?

—No —me apresuro a responder, y aparto la mirada antes de verme atrapada todavía más en sus cautivadores ojos azules. No quiere pasear, pero yo sí. Ardo de deseo; un deseo que se palpa en el ambiente que nos rodea, pero quiero disfrutar de Edward de otra forma—. ¿Qué hay de tus cuadros?

—¿Qué pasa con ellos?

—Debes de apreciar la belleza de las cosas que pintas. De lo contrario, no te molestarías en hacerlo. —Paso por alto el hecho de que serían todavía más bonitos si fuesen algo más claros.

Se encoge de hombros con indiferencia y mira de nuevo a nuestro alrededor. El tema empieza a irritarme.

—Veo algo que me gusta, le hago una foto y luego lo pinto.

—¿Así de simple?

—Sí. —No me mira a la cara.

—¿No crees que sería más gratificante pintar teniendo el objeto en cuestión delante?

—No veo por qué.

Exhalo, cansada de insistir, y me cruzo el bolso por encima del hombro. Sigo sin entenderlo del todo, a pesar de que me digo a mí misma constantemente que sí lo hago. Me estoy engañando.

—¿Listo?

Contesta cogiéndome de la nuca y empujándome hacia adelante, pero yo me detengo y me libero. Le lanzo una mirada desdeñosa y él me mira con la confusión reflejada en su precioso rostro.

—¿Qué pasa?

—No vas a guiarme por Londres cogiéndome del cuello.

—Y ¿por qué no? —Está verdaderamente desconcertado—. Me gusta tenerte así de cerca. Pensaba que a ti también te gustaba.

—Y me gusta —admito. Siempre agradezco el confort de la calidez de su palma en mi nuca. Pero no mientras deambulo por Londres—. Dame la mano.

No creo que Edward haya cogido la mano de ninguna mujer porque sí jamás. No me lo imagino. Me ha guiado de la mano en algunas ocasiones, pero siempre con algún propósito: para dejarme en algún sitio donde quiere que esté, pero nunca de manera relajada y cariñosa.

Pasa demasiado tiempo pensando en mi petición hasta que por fin accede con una ceja enarcada.

—¡Bu! —grito con una sonrisa burlona haciéndole dar un brinco. Recobra la compostura y levanta sus ojos serios hasta los míos. Sonrío—. No muerdo.

Está casi ofendido, lo noto, pero sigue mostrándose frío e impasible. A pesar de ello, sigo sonriendo. Es una buena sonrisa.

—Descarada —se limita a decir, y me agarra más fuerte, negándose a darme el gusto de sonreír mientras toma la delantera.

Lo sigo, y cambio la posición de nuestras manos mientras vagamos por la calle de manera que nuestros dedos quedan entrelazados. Mantengo la mirada hacia adelante, permitiéndome algún que otro breve vistazo hacia Edward de vez en cuando. No necesito mirar, pero lo hago, y veo cómo observa nuestras manos y flexiona la suya hasta acostumbrarse a la sensación. Está claro que nunca ha ido de la mano así con ninguna mujer y, aunque me encanta la idea, también empaña la inmensa sensación de confort en la que me deleito cuando me agarra de la nuca. ¿Es así como coge a todas las mujeres? ¿Y ellas sienten que una oleada de calor recorre sus cuerpos cuando lo hace? ¿Cierran los ojos lentamente y doblan un poco el cuello para absorber la sensación, plenas de satisfacción? Estas preguntas hacen que mi mano se cierre alrededor de la suya con más fuerza y vuelvo la cabeza para mirarlo, para ver bien la expresión de su rostro y comprobar lo incómodo que se siente con nuestra conexión. Va todo tieso, no para de flexionar la mano, y su expresión es casi de perplejidad.

—¿Estás bien? —le pregunto en voz baja cuando giramos hacia Bury Street.

Las pisadas regulares de sus caros zapatos golpeando el pavimento fallan ligeramente, pero no me mira.

—Estupendamente —dice.

Me río y apoyo la cabeza sobre su antebrazo.

No está estupendamente. De hecho, parece tremendamente incómodo. A pesar de ir vestido de una manera fina y exquisita que encaja perfectamente con el Londres diurno, Edward destila cierto desasosiego. Miro a nuestro alrededor conforme continuamos avanzando hacia Piccadilly y veo hombres de negocios trajeados por todas partes, algunos hablando por sus teléfonos móviles, otros portando carteras, pero todos parecen sentirse muy cómodos. Parecen llenos de determinación, probablemente porque lo están. Van de camino a un almuerzo, o a una reunión, o a la oficina. Cuando vuelvo a mirar a Edward me doy cuenta de que a él le falta esa determinación en estos momentos. Siempre va de A a B. No deambula. Está haciendo un esfuerzo por mí. Pero está fracasando estrepitosamente. Mi mente reflexiona por un instante en la posibilidad de que Edward se sienta tan fuera de lugar porque estoy cogida de su brazo, pero lo descarto de inmediato. Estoy aquí y tengo intención de quedarme, y no sólo porque Edward lo diga. La idea de continuar mi vida sin él me resulta inconcebible, y ese mero pensamiento nubla mi estado de felicidad y hace que tiemble contra su magnífico cuerpo.

Levanto la otra mano sin pensar y cojo su antebrazo, justo por debajo de mi barbilla.

—¿Isabella?

Mantengo la cabeza y la mano en el sitio y levanto sólo los ojos. Me está mirando con un aire de preocupación en el rostro. Fuerzo una minúscula sonrisa a través de la ansiedad que han suscitado mis pensamientos.

—Conozco y adoro la cara de dicha de mi dulce niña, y sé que ahora está intentando engañarme.

Se detiene y se vuelve hacia mí, obligándome a soltarlo de una manera inevitable y tremendamente dolorosa, pero permito que me aparte de él. Me recoge el pelo de la coleta de los hombros, lo deja caer sobre mi espalda y toma mis mejillas en las manos. Se inclina ligeramente hasta que su rostro queda a la altura del mío; entonces me devuelve un poco de esa felicidad recién mermada cuando parpadea tan increíblemente despacio que tengo la sensación de que no va a volver a abrir los ojos de nuevo. Sin embargo, lo hace, y un tremendo bienestar emanado desde cada fibra de su precioso ser me invade. Lo sabe.

—Comparte conmigo lo que te aflige.

Sonrío por dentro e intento recomponerme.

—Estoy bien —le aseguro, y aparto una de sus manos de mi mejilla para besarle la palma suavemente.

—Estás rumiando en exceso, Isabella. ¿Cuántas veces tenemos que pasar por esto? —Parece enfadado, aunque sigue mostrándose tremendamente tierno.

—Estoy bien —insisto desviando la vista de la intensidad de su interrogante mirada y descendiéndola por la longitud de su cuerpo hasta sus pijos zapatos de cuero calado. Mi mente capta cada fino hilo de su atuendo y la espectacular calidad de su calzado. Y entonces pienso en algo y miro al otro lado de la calle—. Ven conmigo —digo, y lo cojo de la mano y tiro de él hasta la otra acera.

Él me sigue obedientemente sin protestar hasta el final de Bury Street y cuando giramos hacia Jermyn Street, hasta que nos encontramos frente a una tienda de ropa de hombre. Es una especie de boutique, llena de cosas sosas y aburridas, pero veo algo que me gusta.

—¿Qué haces? —pregunta mirando nervioso el escaparate.

—Vamos a ver escaparates —digo casualmente mientras le suelto la mano y me vuelvo para mirar las prendas de hombre de la mejor calidad expuestas sobre los sólidos maniquíes de madera. Veo sobre todo trajes, pero no son éstos los que me llaman la atención.

Edward me imita, se mete las manos en los bolsillos de los pantalones y ambos nos quedamos ahí parados durante una eternidad: yo fingiendo buscar algo cuando en realidad estoy pensando en cómo hacer que entre ahí, y él moviéndose nerviosamente a mi lado.

Se aclara la garganta.

—Creo que ya hemos visto bastante por ahora —declara, y me coge de la nuca para alejarme de la tienda.

Yo no cedo, ni siquiera cuando ejerce más fuerza con sus dedos. No me resulta fácil, pero me quedo clavada en el sitio, dificultándole la hazaña de moverme.

—Entremos a echar un vistazo —sugiero.

Se queda quieto, deteniendo todos sus intentos de moverme.

—Soy muy maniático a la hora de elegir los sitios en los que compro.

—Eres muy maniático con todo, Edward.

—Sí, y me gustaría seguir siéndolo. —Intenta moverme de nuevo, pero yo me libero y me dirijo con paso decidido hacia la entrada.

—Vamos —lo insto.

—Isabella... —dice con un tono cargado de advertencia.

Me detengo en el escalón de la tienda y me vuelvo hacia él con una enorme sonrisa en la cara.

—Nada te proporciona más placer que verme feliz —le recuerdo mientras me apoyo en el marco de la puerta y cruzo una pierna por encima de la otra—. Y me haría muy feliz que entrases conmigo en esta tienda.

Sus ojos azules destellan, pero mantiene una mirada de recelo, como si estuviera intentando ocultar que le ha hecho gracia mi comentario de listilla. Noto que también contiene una sonrisa, y eso me llena de un tremendo júbilo. Es perfecto, porque a Edward le gusta verme contenta, y yo no podría estarlo más en estos momentos. Estoy siendo traviesa, y él me corresponde... más o menos.

—Es muy difícil negarte nada, Isabella Taylor. —Sacude la cabeza con aire pensativo y mi felicidad aumenta todavía más cuando veo que empieza a caminar hacia mí. Permanezco en el escalón de la tienda, mirándolo, incapaz de borrarme la sonrisa de la cara. Sin sacar las manos de los bolsillos, se aproxima y acerca los labios a los míos—. Es casi imposible —susurra inundando mi rostro con su aliento suave y mi nariz con su masculino aroma.

Mi determinación flaquea, pero pronto la recupero y me adentro en la tienda antes de que me embauque y me aleje del establecimiento. Al entrar, un hombre corpulento que aparece de la parte trasera me analiza con la mirada inmediatamente. Tiene pinta de salir de alguna hacienda de la campiña inglesa. Viste un traje de tweed impecable y, al observarlo más detenidamente, veo que lleva la corbata tan perfectamente anudada como Edward. Estúpida de mí, pienso que a Edward le gustará ese detalle y que eso aumentará su buen humor, de modo que me vuelvo para mirarlo, pero me llevo una enorme decepción al descubrir que ha desaparecido de la puerta y está mirando el escaparate otra vez, con su máscara impasible cubriendo de nuevo su rostro. Pasea de un lado a otro mirando con cautela..., con recelo.

—¿Puedo ayudarla en algo?

Dejo a Edward planteándose si va a aventurarse a entrar en la tienda y desvío la atención hacia el dependiente. Sí, puede ayudarme.

—¿Tiene ropa de sport? —pregunto.

Él se ríe con pomposidad y señala hacia el fondo de la tienda.

—Por supuesto que sí; no obstante, son nuestros trajes y camisas los que nos otorgan nuestra buena fama.

Sigo con la mirada la dirección que me señala su dedo y veo una sección al final de la tienda con unas pocas barras y algunas prendas informales. No hay mucha cosa, pero no voy a arriesgarme a intentar llevar a Edward a una tienda con más variedad. Tendría demasiado tiempo para escabullirse. Y con esa idea en mente, me vuelvo de nuevo para ver si se ha decidido a entrar. No lo ha hecho.

Lanzo un sonoro suspiro con la intención de que me oiga, incluso desde fuera, y me vuelvo hacia el dependiente de nuevo.

—Iré a echar un vistazo.

Me dispongo a pasar, pero su cuerpo rollizo se interpone en mi camino con un gesto incómodo. Frunzo el ceño, le lanzo una mirada interrogante y veo cómo me mira de la cabeza a las uñas rosa expuestas de mis dedos de los pies, desaprobando mi vestido de flores.

—Señorita... —empieza mirándome con sus ojos pequeños y redondos—, verá, en la mayoría de las tiendas de Jermyn Street vendemos..., ¿cómo decirlo? —murmura pensativo, pero no entiendo por qué. Sabe perfectamente lo que quiere decir, y yo también—. Ropa de la máxima calidad.

Mi seguridad en mí misma disminuye al instante. No soy el perfil de su clientela típica, y no tiene ningún reparo en hacérmelo saber.

—Ya —susurro.

Me vienen a la mente demasiados pensamientos indeseados; pensamientos de gente pija comiendo comida pija y bebiendo champán pijo..., comida y champán que yo les sirvo de vez en cuando.

Me ofrece una sonrisa completamente falsa y empieza a juguetear con la manga de una camisa que luce un maniquí cercano.

—Quizá encontraría cosas más adecuadas para usted en Oxford Street.

Me siento estúpida, y la reacción de este hombre despreciable ante mi consulta no ha hecho sino confirmar mis constantes preocupaciones, y eso que ni siquiera ha visto a Edward.

Se quedaría pasmado. ¿Yo con un espécimen elegantemente vestido como él?

—Creo que la señorita desea que le muestre la sección de ropa informal. —La voz de Edward repta por mis hombros y hace que los eleve al instante. He oído antes ese tono. Sólo unas pocas veces, pero es inolvidable e inconfundible. Está enfadado.

Veo que el dependiente abre los ojos como platos y advierto su expresión de pasmo antes de lanzarle a Edward una mirada recelosa cuando se reúne conmigo en la tienda. Sé que para el hombre que no ha intentado ayudarme parecerá que está totalmente sereno, pero yo sé que le hierve la sangre de ira. Está muy disgustado, e imagino que no tardará en hacérselo saber a don «Mis prendas son demasiado pijas para ti».

—Disculpe, señor. ¿Está la señorita con usted?

La sorpresa en su voz acaba con toda la seguridad que Edward trata de infundirme constantemente. Ha desaparecido por completo. Tendré que enfrentarme a esto a diario si sigo intentando entrar en su mundo. Sé que jamás lo dejaré. De eso, ni hablar. De modo que esto es algo que debo aprender a aceptar o a llevarlo mejor. Tengo descaro de sobra con mi estirado caballero a tiempo parcial, pero parece que me falla en otras ocasiones, como ahora.

Edward me rodea la cintura con el brazo y me acerca hacia sí. Siento sus músculos tensos y el pánico hace que quiera sacarlo del establecimiento antes de que descargue su furia y arremeta contra este viejo.

—¿Importaría algo que no lo estuviera? —pregunta Edward con los dientes apretados.

El hombre se revuelve con desasosiego en su traje de tweed y suelta una risa nerviosa.

—Sólo intentaba ser amable —insiste.

—Pues no lo ha sido —responde Edward—. Estaba comprando para mí, pero eso no debería tener la menor importancia.

—¡Por supuesto! —El hombre rechoncho observa a Edward analizando su constitución y asiente antes de sacar con cuidado una camisa blanca—. Creo que tenemos muchas cosas que podrían interesarle, señor.

—Seguramente.

Edward apoya la mano en mi nuca y empieza a masajeármela, devolviéndome así la seguridad. Nunca falla. Me siento de nuevo reconfortada y menos expuesta ante las humillantes palabras que el dependiente me ha dirigido, a pesar de que me haya insultado con una excelente educación. Edward da un paso hacia adelante y pasa la punta del dedo por la lujosa tela de la camisa al tiempo que murmura su aprobación. Lo observo con cautela, sintiendo sus músculos encrespados todavía y consciente de que ese murmullo de aprobación era totalmente falso.

—Es una pieza magnífica —dice el dependiente con orgullo.

—Lamento discrepar. —Edward vuelve a mi lado—. Y aunque estuviera confeccionada con el material más fino que el dinero pudiera comprar, jamás se la compraría a usted. —Flexiona ligeramente la mano y me da la vuelta—. Buenos días, señor.

Salimos de la tienda y dejamos al hombre perplejo con una magnífica camisa blanca colgando de sus manos mustias.

—Capullo de mierda —espeta Edward mientras me empuja hacia adelante.

Mantengo la boca cerrada. Ni siquiera siento la necesidad de estar cabreada por no haber conseguido que Edward se interesase en alguna prenda de sport y, después de la escenita, mi determinación debería ser más firme. Sin embargo, no quiero vivir otro enfrentamiento como ése, y no sólo porque ha sido humillante, sino también porque todavía me preocupa el temperamento de Edward. Tenía un aspecto feroz, como si estuviera a punto de convertirse en esa amenazadora criatura que pierde la razón y parece incapaz de controlarse.

Me guía por la calle. Se me va cayendo el alma a los pies a cada paso que damos cuando empiezo a darme cuenta de que estamos volviendo al coche. ¿Ya está? ¿Nuestro tiempo de relax juntos consistía en un baldazo de realidad en una tienda de ropa? La palabra decepción ni siquiera se acerca a lo que siento.

Llegamos junto al Mercedes de Edward y él me guía hacia el asiento del acompañante.

Observo en silencio con ojos cautelosos, sin atreverme a expresar mi descontento, mientras él rodea el coche echando humo y se sienta con brusquedad tras el volante.

Estoy nerviosa.

Él, cabreado.

Yo guardo silencio.

Él respira de manera agitada.

La ira parece estar intensificándose en lugar de menguar. Me siento estúpida, sin saber qué decir ni qué hacer. Introduce la llave en el contacto soltando un bufido, la hace girar y revoluciona con tanta fuerza el motor que temo que el coche vaya a estallar. Me hundo más en mi asiento y empiezo a juguetear con mi anillo.

—¡Joder! —ruge golpeando con el puño en el centro del volante.

El golpe hace que dé un respingo y me ponga derecha en el asiento al instante, pero el sonido del claxon me pone en guardia. Ese horrible temor se apodera de mi corazón acelerado, aunque mantengo la vista en mi regazo. No puedo mirarlo. Sé lo que voy a ver, y ver a Edward iracundo no es nada agradable.

Parece que pasa una eternidad hasta que el eco del claxon se disuelve, resonando en mis oídos, y pasa todavía más rato antes de que reúna el valor necesario para mirarlo. Tiene la frente apoyada en el volante; agarra con las manos el círculo de cuero y su espalda asciende y desciende agitadamente.

—¿Edward? —digo en voz baja mientras me inclino un poco con cautela, aunque pronto me aparto cuando veo que levanta las manos y golpea el volante de nuevo.

Se retrepa en su asiento, guarda silencio durante unos largos instantes y, entonces, tira de la manija de la puerta, sale del vehículo y cierra de un portazo.

—¡Edward! —grito al ver cómo se aleja del coche—. ¡Mierda!

¡Va a volver a la tienda! Palpo la puerta en busca de la manija mientras veo cómo sus largas piernas avanzan por el pavimento, pero detengo mis frenéticos movimientos cuando, de repente, frena y se lleva las manos al pelo. Me quedo parada, sopesando las ventajas de intentar calmarlo. No me gusta la idea en absoluto. Mi corazón sigue agitado en mi pecho, amenazando con liberarse mientras aguardo su siguiente movimiento, rezando para que no continúe hacia adelante, porque no tengo ninguna posibilidad de disuadirlo de que haga lo que tiene intención de hacer.

Todo mi ser se relaja un poco cuando veo que baja los brazos, y un poco más cuando veo que levanta la cabeza mirando al cielo. Se está calmando. Está dejando que la sensatez venza al torbellino de furia. Trago saliva y sigo sus pasos hasta un muro cercano, y entonces me relajo todavía más, sollozando para mis adentros, cuando pega las palmas de las manos a las baldosas y se apoya en la pared, con la cabeza agachada y respirando de manera constante y controlada. Está respirando hondo. Relajo las manos sobre mi regazo y apoyo la espalda en el asiento de piel al tiempo que observo la escena en silencio, sin molestarlo, mientras recupera la compostura. No tarda tanto como había anticipado, y el alivio que recorre mi ser cuando empieza a alisarse el traje y a arreglarse el pelo es indescriptible. Agradecida, exhalo tanto aire de mis pulmones que podrían llenarse mil globos con él. Ya ha vuelto en sí, aunque no entiendo por qué ha perdido los papeles de esa manera por una situación tan tonta.

Tras dejar pasar unos minutos para asegurarse de que está presentable, vuelve al coche, abre la puerta tranquilamente y se sienta con delicadeza tras el volante, muy calmado.

Yo espero con cautela.

Él se sume en sus pensamientos.

Entonces se vuelve hacia mí con expresión atormentada, me coge las dos manos, se las lleva a los labios y cierra sus ojos azules.

—Lo siento muchísimo. Perdóname, por favor.

Una leve sonrisa se dibuja en la comisura de mis labios ante su ruego y su capacidad de pasar de ser un caballero a un demente y a un caballero de nuevo, y todo en tan sólo unos minutos. Su temperamento es una preocupación que nuestra relación no necesita.

—¿Por qué? —pregunto sencillamente obligándolo a abrir los ojos—. Ese hombre no estaba intentando entrometerse ni amenazando nuestra relación.

—Lamento discrepar —responde Edward tranquilamente.

Enarco una ceja ante su declaración, y más aún cuando insiste en que me una a él en su lado del coche tirando de mí. Su ropa se ha arrugado bastante después de su pequeño ataque, aunque se ha pasado mucho tiempo estirándosela de nuevo. Me coloca sobre su regazo, a horcajadas encima de sus muslos y con mis manos en sus hombros, y después me rodea la cintura. Inspira hondo, me agarra la cintura con más fuerza y me mira fijamente a los ojos.

Los suyos han perdido toda su fiereza y ahora se han tornado serios.

—Sí que estaba creando divisiones entre nosotros, Bella.

Intento ocultar mi confusión, pero los músculos de mi rostro me delatan, y me muestro perpleja antes de poder evitarlo.

—¿De qué modo?

—¿Qué estabas pensando?

—¿Cuándo?

Suspira profundamente, y empieza a frustrarse.

—Cuando ese cap... —Cierra la boca y mide sus palabras antes de continuar—. Cuando ese caballero indeseable te estaba hablando, ¿qué estabas pensando?

Entiendo lo que quiere decirme al instante. Será mejor que no sepa lo que estaba pensando.

Volvería a ponerse furioso, de modo que me encojo de hombros, bajo la vista y mantengo la boca cerrada. No voy a arriesgarme.

Edward me hunde suavemente uno de sus dedos en la piel.

—No me prives de esa cara, Isabella.

—Ya sabes lo que estaba pensando —respondo negándome a levantar la vista.

—Por favor, mírame cuando estamos hablando.

Lo miro directamente a los ojos.

—A veces odio tus modales.

Estoy enfadada porque me ha clavado, a mí y a mi proceso mental, y al mismo tiempo estoy encantada, porque sus suaves labios se esfuerzan por contener una sonrisa ante mi descaro.

—¿Qué estabas pensando?

—¿Por qué quieres que lo diga? —pregunto—. ¿Qué estás intentando demostrar?

—Vale, lo diré yo. Te explicaré por qué he estado a punto de volver para enseñarle modales a ese hombre.

—Pues adelante —lo incito.

—Cada vez que alguien te hace infeliz o te habla de esa manera, hace que te comas la cabeza. Y ya sabes lo que pienso yo sobre lo de cavilar demasiado. —Me da un apretón para reafirmar su postura.

—Sí, ya lo sé.

—Y mi niña dulce y preciosa ya piensa demasiado por sí misma.

—Sí, lo sé.

—De modo que, cuando esta gente hace que te calientes la cabeza más todavía, me vuelvo loco porque empiezas a dudar de lo nuestro.

Lo miro con recelo, pero no puedo negarlo. Tiene toda la razón.

—Sí, lo sé —digo con los dientes apretados.

—Y eso aumenta el riesgo de que me dejes. Acabarás pensando que esa gente tiene razón y me dejarás. De modo que, sí, están creando divisiones entre nosotros. Están entrometiéndose, y cuando la gente mete las narices en nuestra relación, tengo cosas que decir al respecto —sentencia con voz apagada.

—¡Haces algo más que decir cosas!

—Coincido.

—Vaya, es un alivio.

Su rostro refleja extrañeza.

—¿El qué?

—Que estés de acuerdo. —Aparto las manos de sus hombros y me inclino hacia atrás contra el volante con la intención de poner la máxima distancia posible entre nosotros, aunque supongo que no servirá de nada—. Creo que necesitas ir a sesiones para controlar la ira o a terapia o algo así —suelto de golpe antes de que el temor haga que me arrepienta.

Entonces me preparo para sus mofas.

Pero no llegan. De hecho, se ríe un poco.

—Isabella, bastante gente se ha inmiscuido ya en mi vida. No voy a invitar a un extraño para que interfiera un poco más.

—No interferirá. Te ayudará.

—Lamento discrepar. —Me mira con ternura, como si fuera una ingenua—. Ya he pasado por eso. Y creo que la conclusión fue que no tengo solución.

Se me parte un poco el alma. ¿Ya ha probado a ir a terapia?

—Sí que la tienes.

—Tienes razón —responde sorprendiéndome y llenándome de esperanza—. Mi solución está sentada sobre mi regazo.

Mi optimismo desaparece al instante.

—Entonces ¿ya te habías comportado como un energúmeno antes de conocerme? — pregunto con vacilación, sabiendo de antemano que nunca ha alcanzado niveles de ira como lo ha estado haciendo desde que yo formo parte de su vida perfecta.

Esa pequeña línea de pensamiento resulta irrisoria. ¿Vida perfecta? No, Edward intenta convertirla en perfecta haciendo que todo lo que lo rodea sea perfecto, como su aspecto o sus posesiones y, dado que se ha estipulado que yo también soy una de sus posesiones, eso me incluye a mí, por supuesto. Y ése es el problema. Yo no soy perfecta. Mi ropa y mis modales no son impecables, y eso hace que el maniático de Edward y sus perfecciones se hundan en una espiral de caos. ¿Que yo soy su solución? Está colocándome un peso tremendo sobre los hombros.

—¿Me comporto como un energúmeno ahora?

—No se debe jugar con tu temperamento —respondo en voz baja, recordando cuando Edward me dijo esas palabras y comprendiendo ahora el alcance de su advertencia.

Desliza la mano alrededor de mi nuca y tira de mí hasta que estamos frente a frente. Ya me ha distraído de mis pensamientos indeseables con su tacto sobre mi piel y sus ojos fijos en los míos, pero sé que va a distraerme más todavía.

—Me siento perdidamente fascinado por ti, Isabella Taylor —me asegura sin apartar la mirada de la mía—. Tú inundas mi mundo oscuro de luz y mi corazón vacío con sentimientos. Te he informado en repetidas ocasiones de que nunca seré fácil. —Sus suaves labios se funden con los míos y compartimos un beso increíblemente tierno y lento—. No estoy preparado para sumirme de nuevo constantemente en esa oscuridad. Tú eres mi hábito. Sólo mío. Y sólo te necesito a ti.

Suspirando mi aceptación y con un feliz brinco en mi corazón, cojo el rostro de Edward y dejo pasar unos cuantos momentos de dicha haciéndole saber que lo entiendo. Y él lo acepta.

La fluidez de nuestras bocas unidas me aparta al instante de la dura realidad a la que nos enfrentamos y me catapulta de lleno al reino de Edward, donde el confort, la ansiedad, la seguridad y el peligro luchan entre sí. A sus ojos, todo el mundo está intentando entrometerse y, por desgracia, seguramente tenga razón. Me he tomado el día libre porque él me lo ha pedido, para poder pasar un poco de tiempo juntos y tranquilos después de los diabólicos acontecimientos de ayer y del susto de esta mañana. Está intentando arreglar el desastre de los últimos dos días, y necesito que no interfiera nadie, y no sólo hoy, sino nunca.

—Me alegro de que lo hayamos aclarado —murmura Edward mordisqueándome los labios.

Luego aparta la cabeza y me deja hecha un manojo de hormonas estimuladas sobre su regazo. Caliente. Libidinosa. Cegada por la perfección.

—Pongámonos en marcha.

A continuación traslada mi cuerpo ligero al asiento del acompañante con cuidado antes de arrancar el motor e incorporarse al tráfico.

—¿Adónde vamos? —pregunto, todavía decepcionada de que nuestro día se haya interrumpido tan pronto.

No me contesta. En lugar de hacerlo, pulsa unos cuantos botones en el volante y, al instante, los Stone Roses nos acompañan en el coche. Sonrío, apoyo la espalda en el respaldo tarareando Waterfall y dejo que me lleve a donde quiera.

Capítulo 19: Capítulo 18 Capítulo 21: Capítulo 20

 
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