El millar de relucientes espejos que cubren el vestíbulo del edificio de apartamentos de Edward proyecta mi reflejo en todas partes; la imagen de mí, llorosa y sin esperanza, es imposible de evitar. El portero se quita el sombrero con mucha educación y me obligo a sonreírle. Elijo subir en ascensor a casa de Edward en vez de escalar los cientos de escalones que ya casi ni me impresionan. Miro al frente cuando las puertas se cierran y me encuentro con más espejos.
Intento evitar el feo reflejo directo de la mujer menuda, todo hueso y pellejo, que tengo delante.
Llevo en el ascensor lo que se me antoja una eternidad cuando las puertas se abren y obligo a mis piernas a que me lleven a la reluciente puerta negra. Necesito infundirme ánimos mentalmente para llamar. Me preguntaría si está en casa..., de no ser porque el aire que me rodea se podría cortar con un cuchillo. La ira de Edward sigue presente, me envuelve y me asfixia. Puedo sentir cómo se extiende por mi piel y anida muy adentro.
Me sobresalto cuando la puerta se abre de par en par de un tirón y aparece Edward. No tiene mejor aspecto que cuando salió corriendo de mi casa hace casi una hora. No ha intentado arreglarse. El pelo sigue enmarañado, la camisa y el chaleco siguen estando rotos y sus ojos siguen furiosos. Lleva un vaso de whisky en la mano y tiene los dedos cubiertos de sangre de Gregory. Las yemas, blancas, me indican la fuerza con la que sostiene el vaso cuando se lo lleva a la boca y se bebe de un trago su contenido sin quitarme los ojos de encima. Estoy nerviosa, no sé adónde mirar más que al suelo, pero alzo la vista cuando noto un movimiento casi indetectable de sus zapatos. Ha trastabillado. Está borracho y, cuando me fijo bien en esos ojos que siempre llaman mi atención, veo algo más, algo que no me es familiar y que catapulta mi preocupación más allá de todo cuanto he vivido en presencia de Edward. Me he sentido asustada y vulnerable antes, pero por inseguridad. Nunca he tenido miedo como el que tengo ahora, ni siquiera durante sus momentos psicóticos de locura. Éste es un miedo distinto.
Asciende por mi columna vertebral y se me enrosca al cuello. Hace que hablar me sea imposible y que me cueste respirar. Es mi pesadilla. Ésa en la que me abandona.
—Vete a casa, Bella. —Tiene la lengua de trapo y arrastra las palabras, pero no es su forma lenta de vocalizar de siempre.
Me cierra la puerta en las narices. El eco del portazo resuena a mí alrededor. Doy un brinco hacia atrás, sobresaltada por su mezquindad. Estoy golpeando la puerta con el puño antes de poder decidir si es lo más sensato. Me invade el miedo.
—¡Abre la puerta, Edward! —grito sin dejar de martillear la madera negra y reluciente, sin hacer caso de la pérdida de sensibilidad que se extiende por mi mano—. ¡Abre!
¡Pam, pam, pam!
No voy a ir a ninguna parte. Pienso pasarme la noche aporreando la puerta si es necesario.
No va a echarme ni de su apartamento ni de su vida.
¡Pam, pam, pam!
—¡Edward!
De repente estoy pegándole puñetazos al aire, pierdo el equilibrio y doy unos cuantos pasos desorientados hacia adelante. Consigo estabilizar mi cuerpo tambaleante justo antes de que choque con el de Edward.
—Te he dicho que te vayas a casa.
Se ha servido otra copa. Está a rebosar.
—No. —Alzo la barbilla en un valiente gesto desafiante.
—No quiero que me veas así.
Avanza hostil intentando obligarme a iniciar la retirada, pero yo me mantengo firme, no estoy dispuesta a dejarme intimidar por él. Estamos cada vez más cerca porque soy una cabezota, casi pecho con pecho, y su aliento, que apesta a los efluvios del alcohol, flota sobre mis acaloradas mejillas.
—No te lo diré dos veces.
Me achico un poco, pero mi determinación no permitirá que él lo vea.
—No —respondo segura de mí misma. Está intentando espantarme—. ¿Por qué haces esto?
Sumido en la incertidumbre, se bebe el contenido oscuro del vaso. Hace una mueca y de su boca se escapa aire cargado de alcohol. Arrugo la nariz asqueada, tanto de ver a Edward así como por la peste del alcohol.
—No te lo preguntaré dos veces. —Empujo las palabras para que salgan por mi mandíbula apretada. Estoy jugando a su propio juego.
Me mira de arriba abajo pensativo, mascullando palabras ininteligibles. Luego su lenta mirada azul asciende por mi cuerpo. Parece la de siempre, pero esta vez va lenta porque está borracho, no por la sensualidad característica de Edward. Empieza a bambolearse.
—Soy un desastre.
—Ya lo sé. —No discrepo. Ha dicho una verdad como un templo.
—Soy peligroso.
—Lo sé.
—Pero no para ti.
Mi corazón vuelve a la vida. Lo sabía. En el fondo, lo sabía.
—Lo sé.
Su cabeza hace algo que está entre un gesto de asentimiento y un movimiento incontrolable sobre sus anchos hombros.
—Bien.
A continuación da media vuelta y comienza a dar tumbos por el apartamento. Me toca cerrar la puerta y seguirlo. Sé adónde se dirige antes de que se detenga un instante y cambie de rumbo. Se dirige al mueble bar. Ya está bastante borracho, al menos para mí. Pero parece ser que Edward no opina lo mismo.
Inclina la botella y vierte más whisky en el mueble bar que en el vaso.
—¡Mierda! —maldice dejando la botella vacía en una montaña de botellas que tintinean y amenazan con caerse—. ¡Qué desastre!
Suspiro exasperada, me coloco detrás de él, ordeno las botellas y limpio lo que ha ensuciado con la esperanza de que restaurar parte de su mundo perfecto le proporcione algo de paz.
—Gracias —murmura en voz tan baja que casi no lo oigo.
—De nada.
Su mirada me quema la cara mientras recojo las botellas. Me tomo mi tiempo... O espero pacientemente.
¡Pam!
Me vuelvo rápidamente hacia el sonido. A Edward le cuesta un poco más.
¡Pam, pam, pam!
Mi corazón, que empezaba a calmarse, se revoluciona de nuevo y miro a Edward, que también mira en dirección a la puerta. Sin embargo, no parece tener prisa por ir a ver qué está causando la conmoción, así que voy al recibidor, paso junto a la mesa circular y otro golpe resuena con estruendo en el apartamento.
—Espera —salta Edward. Me coge del brazo y me detiene—. Quédate aquí.
Sigue andando. Le cuesta dar las elegantes zancadas de siempre por culpa del alcohol. Me quedo quieta, con la cabeza a cien. Comprueba quién es por la mirilla. Prácticamente puedo ver cómo se le eriza el vello de la nuca y doy un paso hacia adelante, con cautela pero incapaz de contener la curiosidad. Abre la puerta un centímetro e intenta salir al pasillo, pero su plan para ocultar a nuestro visitante fracasa estrepitosamente cuando empujan la puerta y entran en el apartamento sin resistencia, sin duda gracias a la presente inestabilidad mental de Edward.
A mí también se me eriza el vello de la nuca y aprieto los dientes en cuanto aparece Charlie; su cuerpo desprende autoridad. Me estudia con atención unos instantes antes de arrastrar sus ojos cafés a la lamentable estampa de Edward. Qué mal. Edward está irreconocible, y Charlie querrá saber por qué.
—¿Qué has hecho? —le pregunta Charlie, tranquilo y sosegado, como si no fuera a pillarlo por sorpresa, como si ya lo supiera.
—No es asunto tuyo —responde Edward arrastrando las palabras y dando un portazo—. No eres bienvenido.
Siento la necesidad de apoyar a Edward, pero mi curiosidad se ha multiplicado, al igual que mi cautela. No digo nada, asimilo la animadversión que flota entre estos dos hombres.
—Y tú no eres bienvenido en la vida de Isabella —replica Charlie volviéndose hacia mí. Seguro que ve mi expresión de incredulidad pero ni se inmuta—. Te vienes conmigo.
Me atraganto al protestar. Edward se tensa un poco detrás de Charlie, pero no lo suficiente como para que esté segura de que va a intervenir.
«¡Por favor, no me digas que va a ponerse de parte de él!»
—Ni hablar —contesto cuadrándome. Me asombra que Edward no haya dicho nada todavía, sobre todo después de la violenta reacción que ha tenido ante la intromisión de Gregory hace menos de una hora.
—Isabella —suspira Charlie—, de verdad que estás poniendo a prueba mi paciencia.
Me preparo para otro comentario sobre mi madre y me preocupa la rabia que me entra sólo de pensar en Charlie hablando de ella. Si abre la boca y dice lo que sé que está pensando, es posible que supere a Edward en lo que a posesos se refiere.
—¡Y tú estás poniendo a prueba la mía!
Charlie disimula su sorpresa muy bien y sé que es porque no quiere mostrar ni una pizca de compasión delante de Edward. No, ahora tiene que mantener su poderosa reputación..., lo que significa que la cosa puede ponerse fea muy rápido.
—Ya te he dicho que tu sitio no está aquí con él.
Me quedo sin aliento un instante, recuerdo que me dijo eso mismo a los diecisiete años.
Estaba en su despacho, borracha. Mi sitio no estaba con Charlie. Mi sitio no está con Edward.
—Entonces ¿dónde? —pregunto, y Charlie me lanza una mirada de advertencia—. Por lo visto, en tu opinión no encajo en ningún sitio. Así que, dime, ¿adónde demonios pertenezco?
—Isab... —Edward interviene, da un paso adelante, pero lo corto. No me gusta la posibilidad de que esté de acuerdo con Charlie.
—¡No! —grito—.Todo el mundo se cree que sabe lo que es mejor para mí. ¿Y qué hay de mí? ¿Qué hay de lo que yo sé?
—Cálmate. —Edward está a mi lado, tambaleante. Me ha cogido de la nuca para intentar tranquilizarme y me la masajea con delicadeza. No va a funcionar. Ahora mismo, no.
—¡Yo sé que aquí es donde debo estar! —grito, y tiemblo más y más a medida que voy acumulando frustración—. ¡He sido como una sonámbula desde que me enviaste a casa!
Lanzo un dedo acusador en dirección a Charlie, que retrocede un ápice.
—Ahora lo tengo a él. —Le paso a Edward el brazo por la cintura y me planto a su lado—. ¡Tendrás que enterrarme si quieres impedir que esté con él!
Charlie se ha quedado sin habla. Edward está petrificado a mi lado y yo me convulsiono de rabia, buscando en mi interior la concentración que necesito para respirar hondo y calmarme.
Cojo aire. Creo que estoy sufriendo un ataque de pánico.
—Calla.
Edward me estrecha contra sí y me da un beso en la coronilla. No es como «lo que más me gusta», pero funciona hasta cierto punto. Me vuelvo hacia él y me escondo. Sus labios encuentran de nuevo mi coronilla y él la besa y tararea y yo cierro los ojos con fuerza.
Pasa mucho tiempo sin que nadie diga nada.
—¿Qué sientes por ella? —pregunta Charlie con un tono cargado de recelo y reticencia.
Me quedo donde estoy, temiendo lo que Edward vaya a decir. «Fascinación» no será suficiente. Noto el latir de su corazón. Casi puedo oírlo.
—Es la sangre que corre por mis venas —dice alto y claro—. Es el aire que llena mis pulmones.
Hace una breve pausa y estoy segura de que oigo a Charlie atragantarse, alucinado.
—Es la luz brillante y llena de esperanza de mis atormentadas tinieblas. Te lo advierto, Swan: no intentes apartarla de mí.
Parpadeo para contener las lágrimas y me acurruco en su pecho, dando las gracias porque me haya apoyado. Luego vuelve a hacerse el silencio. Da repelús. Al cabo, oigo a alguien coger aire y sé quién es.
—Me importa una mierda lo que te pueda pasar —dice Charlie—. Pero en el mismísimo instante en que me huela que Isabella está en peligro, vendré a por ti, Masen.
Y, con eso, la puerta se cierra con un golpe y estamos solos otra vez. El abrazo de Edward se suaviza, las vibraciones de su cuerpo se atenúan y me suelta cuando lo que de verdad quiero es que me abrace con más fuerza. Camina sobre sus piernas tambaleantes hacia el mueble bar y, torpemente, se llena otra vez el vaso de whisky, se lo echa al gaznate y traga saliva.
Permanezco callada y quieta y, transcurrida lo que se me antoja una eternidad, él suspira.
—¿Cómo es que sigues en mi vida, mi dulce niña?
—Porque has luchado para mantenerme en ella —le recuerdo sin vacilar, obligándome a decirlo con seguridad—. Has amenazado con arrancarle la piel a tiras a quien intente apartarme de tu lado. ¿Te arrepientes de haberlo dicho?
Me preparo para lo que no quiero oír cuando me mira, pero baja la vista.
—Me arrepiento de haberte arrastrado a mi mundo.
—No lo hagas —contesto. No me gusta que pierda su fortaleza ahora que Charlie se ha ido—. Vine porque quise y me quedo porque quiero.
Decido ignorar la alusión a «mi mundo». Me estoy hartando de oír las palabras «mi mundo» sin oír nunca nada más sobre él.
Se echa más whisky al cuerpo.
—Iba en serio.
Intenta enfocarme pero desiste. Da media vuelta y atraviesa la sala.
—¿El qué?
—Mi amenaza.
Posa el culo en la mesita de café y deja el vaso con precisión a su lado, a pesar de la borrachera. Incluso lo gira un poco antes de soltarlo, ya satisfecho con su emplazamiento. El mechón rebelde ha hecho acto de presencia y se ve que le hace cosquillas en la frente porque se lo aparta. Luego deja caer la cabeza y se cubre la cara con las palmas de las manos, los codos apoyados en las rodillas.
—Mi temperamento siempre ha sido una carga, Isabella, pero me asusta mi tendencia a sobreprotegerte.
—Tu tendencia a ser posesivo —lo corrijo.
Levanta la cabeza y una arruga le cruza la frente al fruncir el ceño.
—¿Perdona?
Una diminuta sonrisa tira de las comisuras de mi boca. Hasta borracho y hecho unos zorros conserva sus modales. Me acerco a él y me arrodillo a sus pies. Me mira y deja que le quite los codos de las rodillas y le coja las manos.
—Tu tendencia a ser posesivo —repito.
—Quiero protegerte.
—¿De qué?
—De los entrometidos.
Se sume en sus pensamientos, sus ojos no me ven durante unos instantes. Luego vuelven a mí.
—Acabaré matando a alguien.
Me sorprende su confesión. No obstante, que admita que tiene un defecto irracional me tranquiliza. Estoy a punto de sugerirle que vaya a terapia, a aprender a controlar las conductas agresivas, lo que sea con tal de que consiga dominarse, pero algo me lo impide.
—Charlie se está entrometiendo —balbuceo.
—Charlie y yo tenemos un acuerdo. —Edward arrastra las palabras—. Aunque antes tú no entrabas en la ecuación. Camina por una línea muy fina.
La animadversión casi puede palparse en su tono ebrio.
—¿Qué acuerdo? —inquiero.
Esto no me gusta un pelo. Los dos tienen un temperamento temible. Supongo que ambos son conscientes del daño que podrían hacerse el uno al otro.
Niega con la cabeza y maldice, frustrado.
—Quiere protegerte, igual que yo. Es probable que seas la mujer mejor protegida de Londres.
Abro unos ojos como platos por lo equivocado de su afirmación y dejo caer las manos.
Discrepo: me siento la mujer más vulnerable de Londres. Pero no se lo digo. Me resisto a continuar con el debate Charlie-Edward. Ellos se odian, y ya sé por qué, así que más me vale ir acostumbrándome.
—¿Te doy primero la mala o la buena noticia? —pregunto poniéndome en pie y tendiéndole la mano.
Me siento un poco mejor cuando atisbo una chispa en su mirada. Me resulta familiar y la necesitaba.
—La mala.
Deja su mano en la mía y las estudia cuando estrecho la suya con fuerza y tiro de ella para que se levante. No le cuesta demasiado.
—La mala noticia es que vas a tener una resaca infernal. —Le devuelvo la sonrisa diminuta y lo llevo hacia el dormitorio—. La buena es que estaré aquí para cuidarte cuando sientas que te quieres morir.
—Vas a dejar que te venere. Eso me hará sentir mejor.
Le doy un empujón en el hombro y él se deja caer sentado en la cama.
—No pongas en duda mi capacidad para satisfacerte, mi dulce niña. —Desliza las palmas de las manos por mi trasero, aprieta, tira de mí y me coloca entre sus piernas abiertas.
Niego con la cabeza.
—No voy a acostarme contigo estando borracho.
—Discrepo —replica.
Sus manos vuelan a mi cintura y se meten bajo mi camiseta. Con la mirada me reta a que lo detenga y, aunque acaba de elevar mi deseo a la estratosfera, no pienso ceder. Tengo que hacer uso de todas mis fuerzas pero las localizo deprisa, antes de que me haga capitular. No quiero que un Edward borracho me venere. Me quito sus manos de encima y niego otra vez con la cabeza.
—¡No me rechaces! —suspira sentándome en su regazo y acomodando mis piernas sobre las suyas.
No tengo más remedio que pasarle un brazo por los hombros, cosa que me acerca aún más a su cara. Los efluvios del alcohol me dan más fuerza de voluntad.
—Para —le advierto. No estoy preparada para caer víctima de sus tácticas—. No estás en condiciones y, si te beso, es probable que acabe tan borracha como tú.
—Estoy bien y soy perfectamente capaz. — Restriega las caderas contra mis posaderas—. Y necesito desestresarme.
¡Tendrá cara! Soy yo la que necesita desestresarse pero, siendo sincera, no me entusiasma la idea de que Edward me haga suya bajo la influencia del alcohol. Sé que lucha para dominarse durante nuestros encuentros, y tener la barriga llena de whisky no le será de gran ayuda.
—¿Qué? —pregunta mirándome con recelo. Es evidente que percibe el ir y venir de mis pensamientos—. Cuéntame.
—No es nada. —Intento huir de su regazo. No lo consigo.
—¿Isabella?
—Déjame darte «lo que más te gusta».
—No, dime qué le preocupa a tu preciosa cabecita —insiste sujetándome con más fuerza—. No te lo preguntaré dos veces.
—Estás borracho —le espeto en voz baja; me avergüenza dudar de que vaya a cuidar de mí —. El alcohol hace que las personas pierdan el juicio y el control.
Agacho la cabeza. A Edward no le hace falta el whisky para perder el control, las dos escaramuzas con Gregory son prueba de ello. Y el encuentro en el hotel...
Permanezco en su regazo y dejo que sopese mis preocupaciones mientras jugueteo con mi anillo, nerviosa, deseando poder retirar mis palabras. Se pone rígido debajo de mí. La superficie dura de su cuerpo me magulla la piel. Luego me coge la cara, me pellizca las mejillas con cariño y se la acerca para consolarse. Parece arrepentido y eso hace que me sienta más culpable y más avergonzada.
—El odio que siento hacia mí mismo hunde las garras en mi alma oscura a diario — declara.
De repente parece que está casi sobrio, es posible que en parte se deba a mi omisión. Sus ojos azules parecen más fuertes, y su boca pronuncia las palabras exactas con claridad.
—Nunca me temas, te lo suplico. A ti nunca podría hacerte daño, Isabella.
Su profunda y grave afirmación alivia un poco mi pesar, pero sólo un poco. Edward no alcanza a comprender la destrucción que puede causar si me hiere emocionalmente. Ése es mi mayor miedo. Perderlo. Con tiempo, puedo recuperarme de las heridas físicas, en caso de que, sin querer, me vea atrapada en uno de sus brotes psicóticos. Pero ni todo el tiempo del mundo podría curarme las heridas mentales que puede infligirme. Eso me aterroriza.
—Es como si tu mente estuviera muy lejos —empiezo a decir con pies de plomo, escogiendo muy bien mis palabras.
—Así es —musita, y me hace un gesto para que continúe.
—No tengo miedo por mí. Padezco por tu víctima y por ti.
—¿Mi víctima? —Casi se atraganta. No le ha gustado mi elección de palabras—. Bella, no ataco a gente inocente y, por favor, no te preocupes por mí.
—Pues claro que me preocupo por ti, Edward. Acabarás entre rejas si alguien presenta cargos, y no quiero que te hagan daño. —Le paso el dedo por una leve magulladura que tiene en la mejilla rasposa.
—Eso no va a pasar —suspira, y me estrecha contra su pecho para consolarme.
Funciona, por extraño que parezca. Me fundo con su cuerpo relajado y yo también suspiro agotada. Parece muy seguro de lo que dice. Demasiado.
—Mi niña preciosa, ya te lo he dicho, y en esta ocasión no me importa repetirme. —Se deja caer en la cama y me lleva consigo. Me acomoda hasta que estoy tumbada a su lado y puede verme la cara. Me planta un reguero de besos de una mejilla a la otra y vuelta a empezar—. Tengo entre mis brazos lo único que puede hacerme daño en este mundo.
Me levanta la barbilla para que nuestros labios queden a la misma altura y el olor a whisky invade mi nariz. No me resulta difícil ignorarlo. Me está mirando como si no existiera nada más que yo en su mundo. Esos ojos borran la ansiedad que ha dejado este largo día. Sus labios avanzan y me preparo. Le acaricio el pecho, necesito sentirlo.
—¿Me permites? —susurra parándose a unos milímetros de mi boca.
—¿Me estás pidiendo permiso?
—Soy consciente de que huelo a destilería —musita haciéndome sonreír—. Y estoy seguro de que el sabor es aún peor.
—Discrepo.
Toda mi reticencia a dejar que me haga suya en estas circunstancias disminuye por su ternura. Pongo fin a la distancia que nos separa. Nuestras bocas se encuentran con más ímpetu de lo esperado. Me da igual. La inapetencia ha sido reemplazada por la necesidad imperiosa de serenarme y de recuperar al Edward relajado. Sabe a whisky, pero predomina Edward. Me invade el deseo, hace que se me nuble la mente. Las únicas instrucciones que puedo encontrar en mi cerebro, dominado por la lujuria, me dicen que le permita venerarme. Que eso acabará con mis penas. Que eso hará que todo vuelva a ir bien. Que eso lo calmará. Nuestra pasión colisiona y todo lo demás no importa. En este momento es perfecta, pero es difícil no zozobrar cuando nos enfrentamos a una resistencia infinita.
Edward se tumba de espaldas sin separar nuestras bocas, me coge del cuello con una mano y del culo con la otra para asegurarse de que me tiene en sus manos.
—Saboréalo —susurra contra mis labios.
La palabra, ya familiar, me hace ver más allá de mi desesperación por tenerlo en mí y obedezco, voy más despacio. Mi miedo no tiene base. Es Edward el que debe decirme que me controle; él parece tener un perfecto dominio de sí mismo. Está lúcido pese a la ingente cantidad de whisky que ha pasado entre sus labios.
—Mejor —me alaba masajeándome el cuello—. Mucho mejor.
Gimo. No estoy preparada para soltar su boca y decirle que estoy de acuerdo. Por eso he gemido. Noto que sus labios dibujan una sonrisa a través de nuestro beso y entonces sí que me aparto, y rápido. Un solo vistazo a la sonrisa ocasional de Edward me hará delirar de felicidad.
Me siento deprisa apartándome el pelo de los ojos y entonces, sin ningún obstáculo, la veo. Es la repera, una sonrisa arrolladora de un millón de megavatios que me deja tonta. Siempre es devastadora, incluso cuando él está hecho una pena, pero ahora mismo va más allá de la perfección. Va todo arrugado, con la ropa hecha jirones y polvoriento, pero está guapo a rabiar y, cuando me llega el turno de devolverle la sonrisa, igual de relajada, muerta de ganas de disfrutar de su rara aparición, voy y me echo a llorar. Toda la mierda con la que me ha tocado lidiar hoy se hace una bola enorme y mis ojos la lloran en silencio, entre incontrolables sollozos. Me siento tonta, estresada y débil y, para intentar ocultarlo, entierro la cara en las palmas de las manos y separo mi cuerpo del suyo.
Lo único que se oye en la tranquilidad que nos rodea son mis sollozos ahogados. Edward cambia de postura en silencio y me da la impresión de que tarda una eternidad en encontrar mi cuerpo tembloroso, probablemente porque el exceso de alcohol traba sus otrora elegantes y precisos movimientos. Pero llega a mi lado y me abraza. Suspira pesadamente en mi cuello y me masajea la espalda con amplios movimientos circulares de la mano.
—No llores —susurra con una voz áspera y grave como el papel de lija—. Sobreviviremos. No llores, por favor.
Su ternura y la comprensión que fluye de sus escasas palabras no hacen más que exacerbar mis emociones. Mi único propósito en la vida es aferrarme a él con todo lo que tengo.
—¿Por qué no pueden dejarnos en paz? —pregunto con una frase entrecortada.
—No lo sé —admite—. Ven aquí.
Me retira las manos, con las que me sujetaba a su cuello, y las coge entre las suyas. Le da vueltas a mi anillo sin darse cuenta mientras me observa luchar para controlar las lágrimas.
—Desearía ser perfecto para ti.
Su confesión me deja bizca.
—Eres perfecto —le discuto, a pesar de que en el fondo sé que estoy muy equivocada. Edward Masen no tiene nada de perfecto, excepto su físico y su incesante obsesión con que todo lo que lo rodea esté perfectamente dispuesto—. Eres perfecto para mí.
—Aprecio que me tengas tanta fe, sobre todo porque estoy borracho y porque me he cubierto de gloria delante de tu abuela.
Niego con la cabeza con una exhalación frustrada. Se lleva una mano a la frente, como si acabara de comprender las consecuencias de sus actos. O puede que haya empezado la resaca.
—Estaba enfadada —lo informo. No veo motivo para intentar hacer que se sienta mejor.
Tendrá que enfrentarse a su ira en un momento u otro.
—Ya me di cuenta cuando me empujó para que caminara más deprisa.
—Te lo tenías merecido.
—Estoy de acuerdo —acepta de buena gana—. La llamaré. No, mejor le haré una visita.
Aprieta los labios y parece que le está dando vueltas a algo.
—¿Crees que si dejo que me dé un mordisco en los bizcochitos me perdonará?
Me pongo muy seria, él arquea una ceja. Quiere una respuesta sincera. Luego pierde la batalla por mantener la cara larga y la comisura de sus labios amenaza con una sonrisa.
—¡Ja, ja! —me río.
Su vis cómica me ha pillado por sorpresa y la risa se traga toda la tristeza. Pierdo el control. Echo la cabeza atrás y me caigo encima de él. Mis hombros suben y bajan entre carcajadas. Me duele la barriga y se me caen las lágrimas, pero éstas son de la risa. Es mucho mejor que la desesperación de hace unos instantes.
—Mucho mejor —concluye Edward.
Me coge en brazos y me lleva del dormitorio al cuarto de baño. No sé si el bamboleo de Edward se debe a que está ebrio o a que me estoy desternillando. Me deja frente al lavabo y se desabrocha el chaleco mientras yo intento controlar mi ataque de risa. Me mira con su cara que quita el sentido; le parece divertido.
—Perdona —digo entre risas. Me concentro en respirar hondo, a ver si se me pasa.
—No te disculpes. Nada me produce más placer que verte tan feliz. —Se quita el chaleco y siento una gran satisfacción cuando veo que lo dobla y lo deposita con mimo en el cesto de la ropa sucia—. Bueno, eso no es del todo cierto, pero tu felicidad ocupa el segundo puesto.
Empieza a desabrocharse la camisa. Con el primer botón aparece su piel, tersa y tentadora.
Dejo de reír al instante.
—Deberías reírte más. Te...
—Me hace parecer menos intimidante. —Acaba la frase por mí—. Sí, ya me lo has dicho. Pero creo que...
—Te expresas a la perfección. —Ayudo a sus dedos torpes a desabrochar los diminutos botones. Luego lo ayudo a bajarse la camisa por los hombros—. Perfecto —suspiro.
Me siento en el lavabo para admirar las vistas con ojos golosos. Cada músculo de su torso megaperfecto se mueve mientras dobla la camisa. La deja con manos expertas en el cesto de la ropa sucia y vuelve a mi lado con los brazos caídos, la barbilla pegada al pecho y la mirada ausente. Está muy concentrado. Le acaricio la sombra rasposa que oscurece su rostro. Puedo tomarme mi tiempo para acariciarlo. Mis dedos dibujan el arco de su mandíbula, vagan por sus sienes y rozan sus párpados cuando los cierra para mí. Me lo como con los ojos y lo acaricio hasta que las puntas de mis dedos se deslizan por sus brazos en dirección a sus manos.
—Deja que te cure —le digo volviéndole la mano. Los nudillos están rojos, cubiertos de sangre y un poco magullados.
Él mira mis dedos entrelazados con los suyos, estira y flexiona la mano pero no hace ningún gesto de dolor ni tampoco protesta.
—En la ducha.
Me aparta, coge el bajo de mi camiseta y lo sube. Tengo que levantar los brazos para que pueda librarme de ella. Luego me quita el sujetador despacio, dejando al descubierto mi modesto pecho, que se hincha y me pesa bajo su mirada de aprobación un tanto ebria. Los pezones se me ponen duros como guijarros y me arden cuando su pulgar dibuja círculos a su alrededor.
—Perfectos —dice plantándome un beso casto en los labios—. Baja.
Obedezco su orden y me bajo del lavabo. Me quito las Converse y, ya puestos, le quito los pantalones mientras él se saca los zapatos. No hay prisa, estamos contentos de poder tomarnos nuestro tiempo para desnudarnos hasta que los dos estamos en cueros. Coge un envoltorio del armario, lo rasga con dedos torpes y extrae de él un preservativo. Se lo arrebato de las manos.
Me siento cómoda encapuchándolo, sus ojos azules me queman la cara y, cuando he terminado, me levanta. La respuesta instintiva de mis piernas es enroscarse en su cintura.
Estamos piel con piel, corazón con corazón, deseo con deseo. Nos mantiene lejos del chorro de agua de la ducha mientras ésta se calienta y, cuando la temperatura es de su agrado, se mete debajo, conmigo en brazos. El agua cae sobre nosotros y se lleva la suciedad, la tensión, la duda, el dolor.
—¿Estás cómoda?
—Perfecta. —Es la única palabra que se me ocurre. Sonrío escondida en su hombro, me aparto para admirar su rostro perfecto, húmedo y deslumbrante—. ¿Puedo pasar la noche contigo?
—Por supuesto.
—Gracias. —Le muerdo la barbilla áspera para demostrarle mi agradecimiento.
—No tenías elección —me informa acercándome a la pared e indicándome que me apoye en ella—. ¿Está muy fría?
El frío de los azulejos en mi espalda me pilla por sorpresa.
—Un poco. —Se dispone a separarme, pero me tenso y se lo impido—. No, ya me he acostumbrado.
Me mira sin acabar de creérselo pero no cuestiona mi mentirijilla piadosa.
—Estás mojada y resbaladiza —musita separando las piernas y sujetándome de las nalgas. Sus intenciones están muy claras y son justo lo que necesito. Mi respiración entrecortada se lo confirma—. Quiero deslizarme en tu interior y colmarte de felicidad.
Respiro cada vez más deprisa por la anticipación.
—Te hace feliz venerarme.
—Me hace feliz que me aceptes —me corrige retirando sus caderas y cogiéndose la erección con la mano—. Me proporcionas el mayor de los placeres cuando me aceptas en mi totalidad, no sólo cuando me aceptas en tu maravilloso cuerpo.
Estoy a punto de echarme a llorar otra vez. Sus palabras reverentes me dejan estupefacta.
—Para mí no hay nada más natural.
—Mi niña dulce y preciosa. —Toma mis labios mientras se desliza entre mis pliegues hinchados. Luego empuja hacia adentro y hacia arriba con un gemido ahogado.
Arqueo la espalda cuando siento toda su envergadura colmándome por completo. Intento seguir el ritmo calmado de su lengua que seduce mi boca mientras él continúa en mi interior sin moverse, palpitante y gimiendo.
—¿Te hago daño?
—No —insisto, a pesar de que me duele un poco.
—¿Te penetro poco a poco primero?
«Porque así decidiré si te follo como un loco directamente o si te penetro poco a poco.»
—Siempre. —Sonrío, y me separo, apoyo la cabeza en la pared para perderme en Edward, en sus maravillosos ojos, en vez de saborear las atenciones de su boca adictiva.
Asiente y se retira despacio. Se me cierran los ojos y siento mariposas en el estómago. Me atacan demasiadas sensaciones placenteras a la vez: el roce de su piel, el hecho de que me esté venerando, su belleza, su fragancia, sus atenciones y mi mechón rebelde favorito. Me producen un placer glorioso e inexorable. Me preparo para su arremetida y, cuando llega, precisa y experta, se me escapa un grito de agradecimiento. Jadeo, me niego a cerrar los ojos y a perderme un solo segundo de su cara, que se contorsiona de deseo en estado puro que realza sus rasgos. Podría desmayarme sólo con mirarlo.
—¿Qué tal? —Masculla las palabras y se retira de nuevo, casi la saca del todo antes de inclinar las caderas y clavármela con un trémulo gemido.
—Bien.
Me agarro a sus hombros y le clavo los dientes para absorber cada delicioso envite. Tiene las piernas abiertas y sus caderas me someten a un bombardeo constante, cada embestida tan controlada y precisa como la anterior.
—¿Sólo bien?
—¡Alucinante! —grito cuando roza un segundo mi clítoris y me vuelve loca—. ¡Joder!
—Así está mejor —dice para sí, repitiendo el movimiento que me ha hecho soltar un taco.
—¡Ay, Dios! ¡Joder! ¡Edward!
—¿Otra vez? —me tienta sin esperar mi respuesta. Sabe lo que voy a decir, así que me complace al instante.
Estoy fuera de mí. Su ritmo castigador me tiene atontada, pero él se domina mejor que nunca y observa cómo me desintegro entre sus brazos.
—Necesito correrme —jadeo muerta de desesperación. Necesito soltar todo el estrés y el trauma del día con un gemido satisfecho, o incluso un grito, al correrme.
Me hundo en su entrepierna cuando su ritmo se mantiene lento y definido y sumerjo las manos encrespadas en su pelo mojado. La avalancha de placer es más de lo que puedo soportar, y la polla de Edward, palpitante, en expansión y enterrada en mis profundidades, es un alivio tremendo. A él también le falta poco.
—Es demasiado agradable, Isabella.
Cierra los ojos con fuerza y las caderas arremeten hacia adelante y me acercan un poco más. Estoy al borde del abismo, la mitad de mi cuerpo se estremece y la otra mitad está esperando seguir su ejemplo y catapultarme a una supernova.
—Por favor —suplico, porque no tengo nada en contra de suplicar en momentos como éste—. ¡Por favor, por favor, por favor!
—¡Joder! —Es la señal de su rendición, se retira, coge aire, me clava en el sitio con una mirada y carga hacia adelante con un grito—: ¡Joder, Isabella!
Cierro los ojos cuando mi orgasmo se apodera de mí. Dejo caer la cabeza y mi cuerpo se tensa intentando soportar las punzantes ráfagas de presión que asaltan mi sexo. Estoy empotrada en los azulejos, nuestros cuerpos están pegados, vibrando, resbaladizos, y una respiración jadeante me canta al oído. Me está robando mordiscos y me chupa la garganta mientras mis jadeos llegan al techo. Mis brazos se niegan a colaborar, caen lacios a los costados, las palmas de las manos contra la pared. Mi único apoyo es el cuerpo de Edward. Mi mundo ha vuelto a su sitio y gira con normalidad sobre su eje. La mezcla embriagadora de sudor, sexo y alcohol me recuerda que todavía está borracho.
—¿Estás bien? —digo con un hilo de voz.
Echo la cabeza hacia adelante para hundir la nariz en su pelo mojado. No tengo fuerzas para más. Mis brazos siguen inertes.
Se endereza un poco y al moverse su semierección me acaricia por dentro. Es una delicia.
—¿Cómo no iba a estarlo? —Saca la cabeza de mi cuello, me coge las manos y se las lleva a los labios. Me besa los nudillos y me mantiene pegada a la pared con su cuerpo—. Cuando te tengo a salvo entre mis brazos lo único que siento es una felicidad inmensa.
Mi sonrisa satisfecha no le arranca una igual. Él también está satisfecho, pero no necesito oírlo. Porque salta a la vista.
—Me muero por tus huesos borrachos, Edward Masen.
—Y tienes a mis huesos borrachos totalmente fascinados, Isabella Taylor. —Me come la boca durante unos instantes dichosos antes de bajarme de la pared—. No te he hecho daño, ¿verdad?
Me examina la cara mojada con sus ojazos. Su adorable expresión es de verdadera preocupación.
Me apresuro a tranquilizarlo: —Has sido un perfecto caballero.
Sonríe al instante.
—¿Qué? —inquiero.
—Estaba pensando en lo guapa que estás en mi ducha.
—Tú siempre me ves guapa.
—Sobre todo cuando te tengo en mi cama. ¿Puedes sostenerte en pie?
Asiento y dejo que mis piernas se deslicen hacia el suelo, pero mi mente empieza a vagar en otra dirección. Pongo las manos en sus pectorales y desciendo por su torso mientras nos miramos a los ojos. Quiero saborearlo, pero él pone fin a mi tentativa. Me coge los brazos y se abalanza sobre mi boca.
—Te saboreo yo a ti —musita en voz baja regalándome sus labios. Tengo la mente dispersa por toda la ducha—. Y sabes a gloria bendita.
Me coge del cuello cuando ya no hay ninguna pared que nos mantenga en pie. Creo que se está apoyando en mí. Me saca de la ducha y se quita el condón.
—Tengo que lavarme el pelo —digo.
Sigue andando sin tener en cuenta mi preocupación.
—Mañana por la mañana.
—Pero parecerá que he metido los dedos en el enchufe. —Es rebelde hasta cuando uso crema suavizante. Lo que me recuerda...—. Tú también tienes el pelo rebelde.
—Así nos rebelaremos juntos.
Tira el condón a la papelera, saca una toalla y me seca todo el cuerpo. Luego se seca él.
—¿Qué tal tu cabeza? —pregunto.
Estamos llegando al dormitorio.
—Fresca como una rosa —musita. Me echo a reír y me mira con el ceño fruncido cuando nos acercamos a la cama—. Dime qué te hace tanta gracia.
—¡Tú! —«¿Qué, si no?»
—¿Yo?
—Me dices que estás como una rosa cuando salta a la vista que no es así. ¿Te duele la cabeza?
—Empieza a dolerme, sí —admite con un bufido.
Me suelta el cuello y se lleva la mano a la frente.
Sonrío y me dispongo a quitar todos los cojines pijos de la cama y a ordenarlos en el arcón donde él los guarda. Luego retiro la colcha.
—Adentro. —Recorro con mirada golosa su cuerpo de infarto. Hasta los pies los tiene perfectos. Echan a andar por la moqueta hacia mí, así que alzo la vista hasta que me alcanzan esos ojazos azules—. Por favor —susurro.
—Por favor, ¿qué?
He olvidado lo que iba a decirle que hiciera. Rebusco en mi cabeza hueca bajo su mirada traviesa. Nada.
—Se me ha olvidado —confieso.
Me ciegan unos dientes blanquísimos.
—Creo que mi dulce niña iba a ordenarme que me metiera en la cama.
Frunzo los labios.
—No iba a ordenarte nada.
—Discrepo. —Se echa a reír—. Y me gusta. Tú primero.
Señala la cama con ambas manos. Sus modales de caballero han vuelto.
—Debería llamar a la abuela —digo.
Se le borra la sonrisa de la cara. Odio poder arrancarle esas sonrisas tan poco frecuentes para luego hacerlas desaparecer al instante. Es como si nunca hubieran hecho acto de presencia, como si no fueran a volver. Se queda pensativo un momento, le cuesta sostenerme la mirada. Está avergonzado.
—¿Serías tan amable de preguntarle si va a estar en casa mañana por la mañana?
Asiento.
—Acuéstate. Volveré en cuanto la haya apaciguado.
Se mete bajo las sábanas, en su lado, de espaldas a mí. No debería sentir compasión, pero su arrepentimiento es tan profundo que espero que la abuela acepte lo que sé que será una disculpa sincera.
Cojo mi camiseta, me la pongo, busco la mochila, saco el móvil y veo que ya me ha llamado unas cuantas veces. Me consume la culpa y no pierdo ni un segundo en devolverle la llamada.
—¡Isabella! ¡Maldita sea, chiquilla!
—Abuela —suspiro dejando caer mi trasero desnudo en la silla. Cierro los ojos y me preparo para la bronca que me va a caer.
—¿Estás bien? —pregunta con dulzura.
Abro los ojos. No me lo esperaba.
—Sí. —Pronuncio la palabra despacio, sin mucha convicción. Debe de haber más.
—¿Edward está bien?
Esa pregunta me deja a cuadros. Empiezo a revolverme nerviosa en la silla.
—Está bien.
—Me alegro.
—Yo también. —Es todo lo que se me ocurre decir.
¿No hay bronca? ¿No me acribilla a preguntas? ¿No me exige que lo deje? La noto pensativa. Se abre una brecha silenciosa de palabras que no pronunciamos.
—¿Isabella?
—¿Sí?
—Cariño, lo que le dijiste a Gregory...
Trago saliva. Estaba casi convencida de que me había oído, pero albergaba la esperanza de que no lo hubiera hecho. Mi abuela, pese a la edad, tiene un oído muy fino.
—¿Sí? —Me reclino en la silla y me llevo la mano a la frente, lista para calmar la jaqueca inminente. Ya ha empezado, me palpitan las sienes sólo de pensar en tener que explicar mis palabras—. ¿Qué pasa?
—Tienes razón.
Aparto la mano y me quedo mirando a la nada. La confusión sustituye al incipiente dolor de cabeza.
—¿Tengo razón?
—Sí —suspira—. Ya te lo he dicho: no elegimos de quién nos enamoramos. Enamorarse es especial. Aferrarse a ese amor a pesar de las circunstancias que puedan destruirlo es aún más especial. Espero que Edward sepa la suerte que tiene de tenerte, mi querida chiquilla.
Me tiembla el labio inferior y noto un nudo en la garganta que no deja salir las palabras con las que querría responderle. Las más importantes son: «Gracias. Gracias por apoyarme, por apoyarnos, cuando parece que todo Londres se ha empeñado en sabotear lo nuestro.
Gracias por aceptar a Edward. Gracias por tu comprensión sin saber toda la verdad». Gregory sabe lo que la verdad podría hacerle.
—Te quiero, abuela. —Trago saliva. Se me llenan los ojos de lágrimas que no tardan en rodar por mis mejillas.
—Yo también te quiero, cariño —dice con voz clara y firme, aunque embargada por la emoción—. ¿Te quedas con Edward esta noche?
Asiento y me sorbo los mocos. Apenas consigo balbucear un suave «sí».
—De acuerdo. Que duermas bien.
Sonrío entre las lágrimas y saco fuerzas de su tono dulce y de sus palabras cariñosas para recomponerme y hablar: —Soñaré con los angelitos.
Se echa a reír y me recuerda otra de las rimas con las que el abuelo me mandaba a la cama.
—«Vamos a la cama, que hay que descansar, para que mañana podamos madrugar» — canturrea.
—No creo que madruguemos mañana.
—Ah, vale. —Se queda un momento en silencio—. ¿Estáis molidos?
—Agotados —confirmo con una carcajada—. Ahora me voy a dormir.
—Muy bien. Dulces sueños.
—Buenas noches, abuela. —Sonrío, y cuelgo.
De inmediato pienso que debería llamarla otra vez para preguntarle cómo está Gregory, pero me contengo. La pelota está en su tejado. Sabe lo que hay, sabe que no me voy a ninguna parte y sabe que nada de lo que diga podrá cambiar eso, y menos ahora. No tengo nada más que decir ni garantías de que vaya a escucharme. Me mata pero no voy a volver a ponerme a tiro. Si quiere hablar, que me llame. Satisfecha con mi decisión, salgo de la cocina pero no paso del umbral de la puerta. Empiezo a pensar en tonterías.
Por ejemplo, en el cajón donde Edward guarda la agenda.
Intento ignorar mi ataque de curiosidad, en serio, pero mis pies cobran vida propia y de repente tengo el cajón delante antes de haber podido convencerme de que fisgonear está muy feo. No es que no me fíe de él, confío en él con todo mi corazón, pero es que estoy en el limbo, sin saber nada, sin enterarme de nada, y aunque sin duda eso es bueno, no puedo evitar la terrible curiosidad que siento. Es más fuerte que yo.
«La curiosidad mató al gato. La curiosidad mató al gato. La maldita curiosidad mató al puto gato...»
Abro el cajón y ahí está, mirándome, incitándome... Tentándome. Es como un imán. Me atrae, me reclama, y sin darme cuenta tengo en las manos el libro prohibido, el libro de las sombras. Ahora sólo necesito que me abra sus páginas como por arte de magia. Me tiro un buen rato mirando la agenda pero sigue cerrada. Y así es como debería permanecer, cerrada para siempre, sin que nadie vuelva a leer sus páginas. Agua pasada.
Sin embargo, eso sería en un mundo en el que la curiosidad no existe.
Le doy vueltas y, lentamente, abro la tapa, pero mis ojos no se posan en la primera página: se dirigen al suelo, siguiendo la trayectoria de un pedazo de papel que se ha caído del interior y que aterriza en mis pies desnudos. Cierro la agenda y frunzo el ceño. Me agacho para recoger el papel vagabundo y de inmediato noto que es grueso y brillante. Es papel de foto. El escalofrío que me recorre la columna me confunde. No puedo ver la foto, está boca abajo, pero su sola presencia me inquieta. Miro hacia el umbral de la puerta intentando pensar, luego mis ojos curiosos vuelven a la fotografía misteriosa. Me ha dicho que no tiene a nadie. A nadie, y mira que se lo he preguntado de todas las maneras posibles. Sólo Edward, ni familia ni nada, y aunque me muero de curiosidad, no he insistido para que me cuente más. Ya tenía bastantes revelaciones sobre él con las que lidiar.
Respiro hondo y le doy la vuelta muy despacio. Sé que estoy a punto de desvelar otra pieza de la historia de Edward. Me muerdo el labio nerviosa. Entorno los ojos, preparándome para lo que me pueda encontrar, y cuando por fin veo la imagen... Me relajo. Ladeo la cabeza y libero la tensión del cuello. Mientras estudio la foto, guardo la agenda de Edward en el cajón sin mirar.
Niños.
Un montón de niños que se ríen, algunos con sombrero de vaquero y otros con plumas como los indios en sus cabecitas felices. Cuento catorce en total, de edades comprendidas entre los cinco y los quince años. Están en el jardín un tanto descuidado de una antigua casa victoriana que está hecha una pena. Las cortinas parecen trapos agujereados. La ropa de los niños me dice que la foto es de finales de los ochenta, principios de los noventa, y sonrío con ternura mientras mis ojos recorren la fotografía y comparto la alegría de los chiquillos. Puedo oírlos gritar y reír mientras se persiguen con arcos, flechas y pistolas de juguete. Pero la sonrisa me dura poco, se desvanece en cuanto veo a un niño solitario que está de pie al margen, observando las monerías de los demás.
—Edward —susurro acariciando la imagen con la punta del dedo, como si pudiera imbuir algo de vida en su minúsculo cuerpo.
Es él, no me cabe la menor duda. Ya se aprecian muchos de los rasgos que tanto he llegado a amar. Lleva el pelo rizado más enmarañado que nunca, con su mechón rebelde en el sitio, la expresión impasible y carente de emoción y los penetrantes ojos azules. Parecen atormentados... Muertos. Y aun así es un niño precioso a más no poder. No puedo quitarle los ojos de encima, ni siquiera puedo parpadear. Debe de tener unos siete u ocho años. Lleva los pantalones rotos, la camisa le va pequeña y las zapatillas están hechas polvo. Parece abandonado, y la sola idea, junto con esta imagen en la que da la impresión de estar abatido y perdido, me llena de infinita tristeza. Ni siquiera me doy cuenta de que estoy sollozando hasta que las lágrimas caen en la superficie brillante de la fotografía y borran la dolorosa imagen de Edward de pequeño. Quiero dejarla así, borrosa. Fingir que nunca la he visto.
Imposible.
Se me parte el corazón por el niño perdido. Si pudiera, me metería en la foto para abrazarlo, acunarlo, consolarlo. Pero no puedo. Miro hacia la puerta de la cocina envuelta en una nube de pena y de repente me pregunto por qué sigo aquí cuando puedo ir a abrazar, a acunar y a consolar al hombre en el que se ha convertido ese niño. Me apresuro a limpiarme las lágrimas, las de la cara y las que han caído en la foto. Luego la meto de nuevo en la agenda de Edward y cierro el cajón. Bien cerrado. Para siempre.
Echo a correr de vuelta a su dormitorio y me quito la camiseta por el camino. Me meto bajo las sábanas y me pego a su espalda todo lo que puedo, aspirando su fragancia. Vuelvo a estar a gusto.
—¿Adónde has ido? —Me coge la mano con la que le abrazaba el estómago y se la lleva a los labios. La besa con dulzura.
—La abuela... —digo. Sé que esas dos palabras bastarán para que no me pregunte nada más. Pero no impiden que se vuelva para mirarme a los ojos.
—¿Está bien? —pregunta con timidez. Eso magnifica el dolor en mi pecho y se me hace un nudo en la garganta. No quiero que vea mi tristeza, así que tarareo mi respuesta. Espero que la luz tenue me tape la cara—. Entonces ¿por qué estás tan triste?
—Estoy bien —intento decir con tono seguro, pero sólo me sale un suspiro poco convincente. No voy a preguntarle por la foto porque ya sé que cualquier cosa que me cuente será una agonía.
No me cree, pero tampoco insiste. Con las últimas fuerzas de borracho, me atrae contra su pecho y me envuelve por completo con sus brazos. Estoy en casa.
—Tengo una petición —musita contra mi pelo, estrechándome con fuerza.
—Lo que quieras.
Durante unos instantes nos rodean la paz y el silencio, y me salpica de besos el pelo antes de susurrar su deseo:
—Nunca dejes de quererme, Isabella Taylor.
Ni siquiera tengo que pensarlo.
—Jamás.
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