Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 53843
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


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Capítulo 16: Capítulo 15

Los fuegos artificiales implosionan. Un crujido me despierta de mi pacífica modorra.

Anochece y estoy a salvo. Está aquí. Sonrío y me acomodo entre sus brazos hasta que me pierdo en sus dulces y maravillosos ojos azules. Mis manos desaparecen bajo su traje, en su espalda, y me acerco a él. Su aliento cálido me cubre las mejillas. Le doy un beso de esquimal, me acaricia la parte posterior del muslo y se lo lleva a la cadera.

—Estaba preocupado por ti —susurra—. ¿Qué ha pasado?

—He vomitado encima de un par de abuelitas.

Los ojos le brillan con malicia.

—Eso he oído.

—Y luego ha aparecido Charlie.

No me sorprendo cuando la chispa desaparece y Edward se tensa entre mis brazos.

—¿Qué quería?

—Cabrearme —musito acurrucándome contra su pecho, con la mejilla pegada a su corazón. Late a un ritmo fuerte y constante, y el sonido me calma por completo—. Dime que nunca me abandonarás.

—Te lo prometo. —No vacila. Como si lo hubieran avisado de que se lo iba a pedir. Como si supiera que Charlie me está acosando.

Me basta, porque sé que Edward Masen no hace promesas que no puede cumplir.

—Gracias.

—No me lo agradezcas, Isabella. Nunca me des las gracias. Ven aquí, deja que te vea.

Me saca de mi santuario, apoya la espalda en la cabecera de mi cama y me acomoda en su regazo. Noto su erección apretada entre nuestros cuerpos, larga y dura, pero por la cara que pone Edward, soy la única que está en celo. Con el ceño fruncido, me restriego cuando me coge las manos y entrelaza nuestros dedos. Arquea una ceja.

—¿Por qué trabajas en la cafetería?

La extraña pregunta pone fin a mis tácticas titubeantes.

—Por dinero —respondo.

Sin embargo, eso no es estrictamente cierto: tengo una cuenta corriente llena a reventar.

—Yo tengo mucho dinero. No hace falta que te metas a trabajar en una cafetería de Londres.

Me muerdo el labio inferior, lo estiro adelante y atrás intentando comprender lo que dice.

Su nuez sube y baja en su garganta al tragar saliva. Le preocupa mi reacción, y está bien que sea así.

—No necesito que nadie me dé dinero —afirmo con calma, aunque su leve insinuación ha borrado la serenidad que sentía hace unos instantes.

—Yo no soy simplemente nadie, Isabella. —Me acaricia los antebrazos con la palma de la mano y me acerca a su barbilla. Los ojos azules me queman con una mirada airada, pero sigue siendo cariñoso y su tono de voz es dulce—. No te enfades.

—No me enfado. Sólo es que prefiero ganar mi propio dinero.

—Sé que aspiras a más que a preparar cafés —dice en tono condescendiente y, aunque podría señalarle que sus ambiciones son aún mucho menos loables, no me apetece añadir otra discusión a la lista de hoy.

—Estoy cansada. —Me salgo por la tangente con esa patética frase y apoyo la cabeza en su pecho, aunque todavía lleva el traje puesto. Hundo la cara en su cuello e inhalo su fragancia masculina.

—Cansada —suspira, y me envuelve entre sus brazos—. Si sólo son las seis y media de la tarde y, según tengo entendido, llevas acostada desde el mediodía.

No hago ni caso de su observación y, con el índice y el pulgar, jugueteo con el lóbulo de su oreja.

—¿Qué tal tu día?

—Largo. ¿Qué quería Swan?

—Ya te lo he dicho: sacarme de mis casillas.

—Explícate.

—No.

—Te he hecho una pregunta.

—Puedes preguntar tantas veces como quieras —susurro—, no quiero hablar del asunto.

Me muevo antes de tensar los músculos para inmovilizarlo. Me levanta y me sienta a horcajadas sobre él. Me coge los muslos con una mirada impaciente.

—Mala suerte.

—Para ti —mascullo indignada.

Le estoy buscando las cosquillas, pero es que no deseo compartir mis recientes hallazgos con Edward en este instante. O puede que nunca. Fui un bebé de conveniencia y no de la clase habitual. Serví a un propósito y encima fracasé miserablemente.

Me estudia con atención. Está esperando que me explique, cosa que no pienso hacer. Las expectativas de Edward no impiden que pensamientos menos placenteros trepen por los muros de mi mente. ¿Cómo debió de sentirse Charlie cuando se enteró de que Renée se había quedado embarazada de otro hombre, con lo mucho que la amaba? Ahora tengo claro que se acostaba con otros para castigarlo, pero ¿eso significa que se quedó embarazada adrede? ¿Me trajeron a este mundo también con el propósito de herir a Charlie? ¿Habría obligado a mi madre a poner fin al embarazo si yo no hubiera servido también para acallar los rumores de sus enemigos? Fui un peón, eso es todo. Un objeto que Charlie usó en beneficio propio.

—¿Isabella? —La forma dulce y alentadora en que Edward pronuncia mi nombre trae mi mente vagabunda de vuelta a la habitación, donde me espera alguien que de verdad me quiere.

No porque sirva para un propósito, sino porque soy su propósito.

—Charlie me utilizó —murmuro. Me duele decirlo. Tenía superado el dolor de haber sido abandonada. Ahora me enfrento a un nuevo tipo de dolor—. Mi madre se quedó embarazada de otro hombre para castigarlo a él.

Hago una mueca al oír mis gélidas palabras y cierro los ojos con fuerza.

—Estaban enamorados —prosigo—. Él y mi madre estaban locamente enamorados y no podían estar juntos por el mundo de Charlie. Si la gente equivocada se hubiera enterado de su relación, la habrían utilizado contra él.

De repente considero la posibilidad de que Charlie mantuviera a Renée cerca no sólo porque necesitaba verla, sino también para poner fin a toda sospecha. Nunca se liaba con sus chicas. Todo el mundo lo sabía.

Permanezco con los ojos cerrados hasta que noto movimiento debajo de mí y siento la boca caliente de Edward en la mía.

—Silencio —me susurra, a pesar de que ya me he callado.

No tengo nada más que decir, y espero que Edward no siga presionándome. Todos los fragmentos de la historia que me ha contado Charlie esta mañana, toda la intensidad y la pasión entre él y mi madre, han sido aniquilados con su última frase: «Le salvaste la vida a tu madre».

Pues no, y mi actual estado mental no me permite sentir remordimientos al respecto.

—¿Cuánto hace que conoces a Charlie? —pregunto con calma mientras Edward me cubre las mejillas y los labios de besos.

—Diez años.

Su respuesta suena a punto y final, y su boca continúa seduciendo a la mía, su lengua deja atrás mis labios y traza círculos reverentes. Me está distrayendo, así que me despego de su laboriosa boca y lo estudio un instante. Le retiro el mechón rebelde de la frente. No le gusta que me haya apartado, cosa que me hace sospechar aún más.

—Cuando descubriste que conocía a Charlie, sabías que no le iba a gustar lo nuestro, ¿no es así? No comparte tu modo de hacer negocios.

—Correcto.

—¿Eso es todo?

Se encoge de hombros y finge indiferencia: —Swan tiene opiniones para todo, incluido yo.

—Dice que careces de sentido moral —susurro bajando la mirada.

Me avergüenza contarle lo que Charlie opina de él. Es absurdo, porque sé que Charlie ya se lo ha dicho a la cara.

—Mírame. —La yema de su índice se desliza por debajo de mi barbilla y me levanta la cara. Me consumen sus brillantes ojos azules y su boca entreabierta—. No contigo —dice despacio, con calma, sosteniendo mi mirada como si sus ojos fueran imanes.

Ya lo sé. Tengo que olvidar nuestro espantoso encuentro en el hotel. Aquél no era mi Edward.

—Te quiero —digo con un hilo de voz.

Lo abrazo y me fundo con su pecho. Luego apoyo la cabeza en su hombro. Él responde con un gruñido casi inaudible y me tumba boca arriba. Su cuerpo me clava en la cama.

—Te vas a arrugar el traje —aviso despeinándolo e intentando olvidar mi conversación con Charlie. Me he pasado años deseando que hubiera una explicación e hice lo indecible para encontrarla. Ahora me he tropezado con ella y desearía con todas mis fuerzas no haberlo hecho.

—Podría ser peor. —Me mordisquea el cuello y la presión de su boca me produce un pequeño escalofrío.

—¿Cómo?

Edward no parece estar tan obsesionado con su aspecto como antes y, aunque debería alegrarme mucho de que haya dejado de ser tan estirado y tan remilgado, no sé por qué parece que me preocupa más a mí que a él.

—Podríamos haber hecho planes para salir a cenar.

Frunzo el ceño, pero él abre la boca otra vez antes de que pueda preguntarle qué demonios dice.

—Por suerte, tu encantadora abuela se ha ofrecido a darnos de comer.

Se apoya en los antebrazos y me mira. Sus ojos tienen un brillo malicioso. Sé lo que busca y no voy a decepcionarlo. Pongo los ojos en blanco.

—¿Ha tenido que torturarte para que aceptaras? —digo.

—La verdad es que no.

Me da un beso perezoso en los labios y levanta la cabeza. Con el cambio de postura, sus caderas presionan mi bajo vientre. Abro los ojos al notarme húmeda. Ahora que he vaciado mi mente de cargas no deseadas hay espacio para otra cosa. Algo agradable.

Deseo.

Me muerdo el labio inferior, busco sus hombros y le aliso las mangas de la chaqueta. El tacto de sus bíceps aumenta mi apetito. Niego con la cabeza muy despacio, sentenciando, inmutable. Me rindo con un bufido.

—Contrólate tú.

Levanto las caderas y lo dejo sin aliento. Intenta lanzarme una mirada asesina pero le sale fatal. Sonrío y repito la operación. Por supuesto, me pongo más cachonda, pero ver a Edward luchando por contenerse enciende en mí la chispa de una rebeldía infantil. Vuelvo a levantarme y observo entre risas cómo salta de la cama y empieza a alisarse la ropa y a darle tirones al bajo de la chaqueta.

—¿De verdad, Isabella?

Me incorporo con una sonrisa malévola en la cara.

—Siempre es cuando a ti te apetece.

Apoyo la barbilla en la palma de la mano y el codo en la rodilla. Está ocupado adecentándose, buscando una respuesta sin mirarme.

—No nos va tan mal, ¿no crees?

—Cuando alguien te está hablando es de buena educación mirarlo a la cara.

Las frenéticas manos se quedan quietas y su cara impasible se alza hacia la mía.

—No nos va tan mal, ¿no crees?

—No, no lo creo.

Me vienen a la cabeza recuerdos de un gimnasio, un estudio y coches. Aquí, al menos, hay una cama. Y es mi dormitorio. Me bajo del colchón y me acerco a él, despacio y con un propósito. Me observa de pie y en silencio, casi con cautela, hasta que me pego a su pecho.

Alzo la mirada hacia su boca, de la que salen ráfagas de aire caliente que alimentan mi deseo y mi confianza.

—No voy a aguantar hasta después de la cena —le advierto mirándolo a los ojos.

—No voy a faltarle al respeto a tu abuela, Isabella.

Entorno los ojos y con una mano traviesa le rozo la entrepierna. Da un salto atrás. Yo doy un paso adelante.

—No seas tan remilgado.

Sus fuertes manos se cierran sobre mis antebrazos y su cara baja hacia la mía con una expresión frustrada.

—No —se limita a decir.

—Sí —respondo. Me revuelvo, me libro de sus manos y le cojo las nalgas a dos manos—. Tú eres quien ha desatado mi deseo y, por tanto, estás en la obligación de remediarlo.

—¡Joder!

Por dentro lanzo vítores. Sé que lo tengo en el bote. No puede hacerme soportar otra cena con la abuela en este estado o entraré en combustión espontánea.

—Relájate.

—Isabella, dame fuerzas.

De un manotazo aparta mi mano de su entrepierna y me derriba en la cama. El somier chirría y la cabecera da golpes contra la pared. Mi victoria me llena de orgullo. Junto los labios y cierro los ojos y él dibuja deliciosos círculos en mí. Intento recolocar las piernas para aliviar la presión que se acumula entre mis muslos, pero sólo consigo que me sujete con más fuerza y me clave las muñecas en el colchón.

—¿Me deseas? —dice echándome el aliento a la cara, empujando hacia adelante, dejándome sin aire en los pulmones. Grito y abro los ojos. Unas pestañas oscuras me dan la bienvenida, enmarcan unos embriagadores ojos azules—. No me obligues a repetirte la pregunta.

—¡Sí! —grito cuando me ataca con otra embestida bien calculada.

Lo siento, está duro como una piedra debajo de la tela del pantalón. Empiezo a perder el sentido y la habitación da vueltas, pero veo con total claridad la cara perfecta de Edward delante de mí.

—¡Edward! —jadeo.

Odio el control que tiene sobre mi cuerpo, pero a la vez me encanta. Se lo ve satisfecho.

De pronto se aparta y comienza a alisarse el traje otra vez.

—Vamos. Tu abuela se ha tomado muchas molestias.

La mandíbula me llega al suelo. No me lo puedo creer.

—¿No serás capaz de...?

—Por supuesto que sí.

Me levanta de la cama e intenta ponerme presentable. Estoy patidifusa. No me esperaba que jugara sucio. Menuda tienda de campaña. Eso debe de doler, porque a mí me duele. Me cepilla el pelo enmarañado hasta que está satisfecho con el resultado.

—Estás colorada —dice con voz de cretino engreído.

—¿Cómo...? —Me pone un dedo en los labios para hacerme callar y al instante sus labios lo reemplazan, cosa que aún me pone peor.

—Sólo piensa en que después, cuando pueda tomarme mi tiempo contigo, vas a disfrutarme mucho más.

—Eres muy cruel —gimoteo echándole los brazos al cuello y asaltando su maravillosa boca, desesperada por disfrutarla al máximo antes de que me aparte.

Pero no lo hace, sino que me levanta del suelo y me lleva hacia la puerta mientras me devuelve el beso y acepta mi lengua, que baila salvajemente en su boca. Gime de gusto. Para sentirlo mejor, le enrosco las piernas en las caderas prietas y arqueo la espalda. Nuestros pechos se funden y hundo los dedos en su pelo. Gimo. Protesto. Suspiro. Ladeo la cabeza, mi boca dibuja sus labios y de vez en cuando mi lengua descansa y le doy un mordisco. Eso no me alivia pero, si es todo lo que voy a conseguir por ahora, voy a disfrutarlo al máximo. Cierro los ojos cuando Edward me coge por las nalgas, las estruja, las masajea y las acaricia mientras empieza a bajar la escalera. Se me acaba el tiempo.

—Isabella —jadea poniendo fin a nuestro beso.

—No... —protesto. Mi boca ataca de nuevo.

—Jesús, me vas a dejar hecho una ruina.

Medio atontada, tomo nota de la estupidez que acaba de decir.

—Llévame a tu casa —le suplico, aunque sé que será en vano.

Edward es demasiado educado como para dejar plantada a mi abuela. Huele a comida caliente, a comida pesada que cuece a fuego lento. La abuela canturrea feliz en la cocina.

—Se ha tomado demasiadas molestias.

Me aparta de su traje y me deja en el suelo. Luego me arregla la camiseta.

—¿No tienes hambre? —dice mirando mi vientre plano.

—La verdad es que no —admito. Estoy demasiado ocupada como para pensar en comer.

—Vamos a tener que resolver lo tuyo con la comida antes de que te vuelvas transparente —replica cortante.

—No tengo ningún problema con la comida. —Le tiro de la corbata y me peleo con el nudo medio deshecho hasta que está recto y aseado—. Como cuando tengo hambre.

—¿Y eso cuándo es? —Me lanza una mirada expectante mientras se quita la chaqueta y la cuelga del perchero antes de volverse hacia el espejo y deshacer el nudo de la corbata que me he pasado treinta segundos perfeccionando.

Su espalda parece más ancha cuando se lleva las manos al cuello. El chaleco parece a punto de reventar. Suspiro de admiración.

—Tenemos que llevarte al médico.

La frase me devuelve al presente y tengo que ponerme seria.

—Ya he ido —susurro.

No puede ocultar la sorpresa. Me encanta poder sacarle tantas emociones, pero no es el momento.

—¿Has ido sin mí?

Me encojo de hombros para quitarle importancia.

—La recepcionista me dijo que lo mejor era que tomara la píldora del día después cuanto antes, y sólo podía darme hora para esta mañana.

—Ah. —Termina con el nudo de la corbata y parece incómodo—. No quería que tuvieras que hacerlo sola, Isabella.

—Me he tragado una píldora —sonrío intentando animarlo. Se siente culpable.

—¿Y las anticonceptivas?

—Hecho.

—¿Has empezado ya?

—El primer día de mi siguiente ciclo. —Me acuerdo de eso, pero no de mucho más.

—¿Cuándo es eso?

Con el ceño fruncido, hago mis cálculos mentales.

—Dentro de tres semanas.

No le va a gustar. Tuve la regla mientras Edward estaba... ausente.

—Estupendo —dice muy formal, como si acabara de llegar a un importante acuerdo de negocios.

Pongo los ojos en blanco e ignoro su mirada inquisitiva.

—Y antes de que me lo preguntes: sí, es necesario que me ponga insolente.

Aprieta los labios y entorna sus ojos azules.

—Ese brío... —susurra haciéndome sonreír—. Habría ido contigo.

—Ya soy una mujer.

No hace falta que se preocupe, aunque es culpa suya que me haya visto en esa situación.

No volverá a ocurrir.

—Además, viniste conmigo. —Sonrío intentando que olvide el sentimiento de culpa—. Todavía te llevaba dentro.

Él también sonríe.

—Y dale con el brío.

Nos interrumpe el ruido de pasos y aparece la abuela. Su cara risueña está más risueña que de costumbre, y sé que es porque Edward está aquí y ha accedido a que ella le prepare la comida.

—¡Asado! —canturrea encantada de la vida—. No he tenido tiempo de preparar nada más extravagante.

Edward me quita los ojos de encima y los centra en sus zapatos caros. La abuela está en éxtasis, a pesar de que acaba de perder de vista los deliciosos bizcochitos de Edward.

—Estoy seguro de que es perfecto, señora Taylor —dice él.

Ella le pega con el paño de cocina, la mar de ufana y sonriendo como una adolescente.

—He puesto la mesa en la cocina.

—De haber sabido que iba a cenar con usted habría traído algo —dice Edward cogiéndome de la nuca y poniéndome en movimiento para que siga a la abuela hacia la cocina.

—¡Tonterías! —ríe ella—. Además, todavía tengo guardados el champán y el caviar.

—¿Con el asado? —pregunto con el ceño fruncido.

—No, pero dudo que Edward nos hubiera traído un barril de cerveza barata para acompañarlo. —La abuela señala una silla con la mano—. Sentaos.

Edward aparta la silla para mí, me siento y luego me arrima a la mesa. Su boca acaricia mi oreja.

—¿Cuánto tiempo necesitas para terminarte el asado? —susurra.

Lo ignoro y me concentro en el calor de su aliento en mi oído, lo que probablemente sea una estupidez, pero es que no importa lo que yo tarde en limpiar el plato, porque los modales de Edward no le permiten engullir a toda velocidad.

Toma asiento a mi lado y me lanza una sonrisa pícara cuando la enorme cacerola de barro con el asado de la abuela aterriza en la mesa. Huele a carne, verduras y patatas. Hago una mueca. No tengo ni pizca de hambre, lo único que me apetece devorar es al hombre recalcitrante que está sentado a mi lado.

—¿Dónde está George? —refunfuña la abuela mirando impaciente el reloj—. Llega cinco minutos tarde.

—¿George viene a cenar? —pregunta Edward señalando con la cabeza el asado humeante. Es su forma de decirme que empiece a comer—. Será un placer volver a verlo.

—Hum. No es propio de él llegar tarde.

Tiene razón. Normalmente está sentado a la mesa, armado con cuchillo y tenedor, con tiempo de sobra para ser el primero en empezar. Por desgracia, hoy ese honor me corresponde a mí. Cojo la cuchara de servir con el mismo entusiasmo que siento, la hundo en el centro y esparzo el aroma por toda la cocina.

—Huele de maravilla —cumplimenta Edward a la abuela sin quitarme los ojos de encima.

No sé cuánto voy a ser capaz de comer, pero con la abuela y Edward interesadísimos en mis hábitos alimentarios, voy a tener que apañármelas para tomarme un plato entero.

En ese instante suena el timbre de la puerta. «Salvada por la campana.»

—Voy yo.

Dejo la cuchara, y aún no he terminado de levantar el culo de la silla cuando ya me han vuelto a sentar en ella.

—Si me permites —interfiere Edward.

Coge la cuchara y me sirve un plato lleno a más no poder. Luego sale al pasillo.

—Gracias, Edward —tararea la abuela con una sonrisa resplandeciente—. Es todo un caballero.

—La mayor parte del tiempo —murmuro por lo bajo.

Cojo de nuevo la cuchara de servir y lleno el plato de Edward hasta que amenaza con desbordarse.

—¿Tiene apetito? —pregunta la abuela; sus ojos ancianos siguen la cuchara, que viaja repetidas veces de la cazuela al plato de Edward.

—Está muerto de hambre —proclamo muy orgullosa de mí misma.

—Guarda algo para George. Le dará un pasmo si no puede repetir al menos una vez.

Echo un vistazo al interior de la cazuela para ver lo que queda.

—Hay de sobra —digo.

—Mejor. Empieza. —Señala mi plato con el dedo y me pregunto qué ha sido de la etiqueta en la mesa, de eso de esperar a que todo el mundo esté sentado antes de empezar. La abuela mira en dirección al pasillo y enarca una ceja—. ¿Crees que se habrán perdido?

—Iré a ver.

Me levanto. Cualquier cosa con tal de no comer. Espero que se produzca un milagro y mi apetito haga acto de presencia en breve mientras busco a Edward y a George. Sin prisa, recorro el pasillo y veo la espalda de Edward y la puerta que se cierra tras él.

—¿Qué quieres? —me espeta intentando bajar el tono de voz. Fracasa estrepitosamente.

Tardo una fracción de segundo en darme cuenta de que George no ha llamado a la puerta.

Ya estarían los dos de vuelta en la cocina y Edward no estaría haciendo preguntas como si escupiera serpientes por la boca. Se me acelera el pulso y aprieto el paso. Cojo el pomo de la puerta y tiro, pero éste sólo se mueve unos milímetros, se resiste cada vez más. No quiero gritar y alarmar a la abuela, así que espero un momento hasta que noto que la puerta cede ligeramente y tiro con todas mis fuerzas. Funciona. Edward se tambalea un poco por haber perdido el punto de apoyo. El pelo le cae sobre la frente y sus ojos azules me acribillan sorprendidos.

—Isabella. —Apenas puede contener un suspiro de exasperación cuando da un paso hacia mí y me coge por la nuca. Se hace a un lado y puedo ver al invitado misterioso.

—Gregory —digo con una mezcla de ansiedad y alegría.

No es lo ideal. Nunca habría escogido planear una reconciliación con Edward cerca, pero aquí está y no puedo hacer nada al respecto. La mandíbula de Gregory tiembla, no es una buena señal, sigue sin tolerar a Edward Masen. Y Edward está que echa humo.

—En amor y compañía —dice Gregory entre dientes con una mirada mordaz dirigida a Edward y a mí.

—No seas así —replico con dulzura, intentando acercarme a él.

No voy a ninguna parte. Edward no me suelta, no me soltará pase lo que pase.

—Edward, por favor. —Me revuelvo, me suelto y mi buena intención sólo recibe gruñidos.

—Olvídalo, Isabella. —Vuelve a tomar posesión de mi nuca.

Alzo la vista y me encuentro con su mirada asesina. Es lo que me faltaba.

—¿Qué quieres? —le espeta Edward. Su tono es amenazador.

—Quiero hablar con Isabella. —Gregory prácticamente ruge su petición.

Está a la altura de la ferocidad de Edward. Son como dos lobos al acecho, con las mandíbulas tensas y la respiración alterada, preparados para atacar en cualquier momento, sólo que no sé cuál de los dos perderá el control primero. El temple de Gregory es digno de admiración.

—Pues habla.

—A solas.

Edward niega suavemente con la cabeza, seguro de sí mismo, rebosando supremacía por cada poro de su refinado cuerpo.

—No —dice con un susurro, pero la palabra casi inaudible es pura determinación. No le hace falta subir el volumen.

Gregory desvía la mirada de Edward y la posa en mí con desprecio.

—Bien, puedes quedarte —cede. Le palpita la vena del cuello.

—Eso no es negociable —aclara Edward.

Mi mejor amigo no le otorga a Edward ni una mirada desdeñosa. Ésa me la reserva a mí.

—Lo siento —dice sin el menor atisbo de sinceridad.

Mantiene la misma mirada de indiferencia que lleva ahí desde que he aparecido en escena.

Ni parece, ni suena arrepentido, aunque yo desearía que lo estuviera. Yo también quiero disculparme, aunque no sé por qué. No creo tener nada de lo que arrepentirme. Sin embargo, estoy dispuesta a disculparme con tal de tener a Gregory de vuelta. Es posible que haya estado distraída desde nuestro altercado, pero él no ha vuelto por aquí y me remuerde la conciencia.

Lo he echado muchísimo de menos.

—Yo también lo siento —susurro haciendo caso omiso de Edward, que cada vez está más tenso y respira con más fuerza—. Odio que estemos así.

Gregory agacha la cabeza y se mete la mano en el bolsillo de los vaqueros. Las botas de trabajo arañan el sendero.

—Muñeca, yo también odio que estemos así, pero me tienes aquí para lo que haga falta. —Me mira con cara de pena—. Quiero que lo sepas.

Me invade la felicidad. Se me ha quitado un peso enorme de mis hombros cansados.

—Gracias.

—De nada —contesta él, y luego se saca algo del bolsillo y extiende el brazo hacia mí.

El alivio se torna confusión. Edward se queda petrificado a mi lado, no creo que sean imaginaciones mías.

—Cógela —me dice Gregory tendiéndome la mano.

Un brillo plateado refleja la luz del porche y me ciega como el sol de invierno. Entonces reparo en la letra perfecta: es la tarjeta de Edward. El corazón se me sale por la garganta.

La mano de Edward le arrebata la tarjeta en un abrir y cerrar de ojos.

—¿De dónde coño la has sacado?

—Eso no importa —dice Gregory con calma, bajo control.

Yo, en cambio, pierdo el mío del todo, estoy temblando de pies a cabeza.

—¡Claro que importa! —ruge Edward levantando el puño y arrugando la tarjeta hasta que desaparece—. ¿De dónde la has sacado?

—Que te jodan.

Edward me suelta al instante.

—¡Edward! —grito, pero ha montado en cólera y no hay nada que pueda hacer para apaciguarlo.

Gregory se las apaña para esquivar el primer puñetazo, pero ambos no tardan en rodar por el suelo con un estrépito.

—¡Edward!

Mis gritos de pánico no sirven de nada, al igual que mis piernas y mis brazos. Sería de locos meterse en medio de esos dos, pero odio sentirme tan inútil.

—Parad, por favor —lloriqueo en voz baja.

Las lágrimas que se agolpaban en mis párpados empiezan a rodar ahora por mis mejillas y nublan el doloroso paisaje.

—¡¿Para qué coño te metes donde nadie te llama?! —brama Edward cogiendo a Gregory de la camisa y lanzándole un derechazo letal a la mandíbula que le gira la cara a mi amigo—. ¿Por qué cojones todo dios se cree con el puto derecho a entrometerse?

¡Plas!

Otro golpe bestial le parte a Gregory el labio. La sangre mana a borbotones y cubre los nudillos de Edward.

—¡Déjanos en paz de una puta vez!

—¡Para, Edward! —grito intentando dar un paso adelante, pero mis piernas parecen de gelatina. Tengo que cogerme a la barandilla para no caerme—. ¡Edward!

Está a horcajadas sobre Gregory, resoplando como una bestia, con la cara bañada en sudor.

Nunca lo había visto tan fuera de sí. Está fuera de control. Agarra a mi amigo del cuello de la camisa con ambas manos y lo levanta.

—¡Le arrancaré la piel a tiras a quien se atreva a intentar arrebatármela! Quedas avisado. —Empuja a Gregory contra el suelo y se levanta sin apartar sus ojos enloquecidos de él—. ¡Más te vale cerrar el pico!

—¡Edward! —grito sorbiéndome los mocos, mientras intento respirar entre sollozos.

Entonces se vuelve lentamente hacia mí y no me gusta lo que veo. Ha perdido la razón. Ha perdido el dominio de sí mismo. Está hecho un energúmeno. Esa faceta suya, la violenta, la irracional, la posesa, no me gusta nada en absoluto. Me asusta, y no sólo por el daño que puede infligir, sino porque no parece darse cuenta de nada cuando entra en ese estado destructivo.

Nuestras miradas se abrazan durante una eternidad, él resoplando sin control y yo intentando traerlo de vuelta antes de que cause más daño. Gregory está hecho fosfatina. Está intentando levantarse detrás de Edward, se agarra el estómago y sisea de dolor. No se lo merecía.

—Tiene derecho a saberlo —masculla doblado sobre sí mismo de dolor.

Sus palabras, apenas inteligibles, entran en mis oídos alto y claro. Cree que no lo sé.

Pensaba que venía aquí a compartir conmigo información sobre el hombre al que odia, y que esa información me haría apartarlo de mi vida. Cree que por eso Edward ha perdido la cabeza y no sólo porque se ha entrometido y porque casi lo descubre ante la abuela, de la que se preocupa mucho. Mi pobre corazón, que sigue fuera de sí atronando en mi pecho, mete una marcha más.

—Ya lo sabía —digo tragando saliva sin apartar la mirada de los ojos de Edward—. Sé lo que era y lo que ha hecho.

Soy consciente de que la noticia va a rematar a Gregory. Creía tener la razón perfecta para que yo dejara a Edward, creía que iba a venir a consolarme cuando descubriera la terrible verdad. Eso era lo que esperaba. Pues se equivoca, y soy perfectamente consciente de que esto podría asestarle el golpe de gracia a nuestra amistad. Nunca entenderá por qué sigo con Edward, y dudo que yo sea lo bastante fuerte o capaz para hacérselo entender.

—¿Lo sabías? —inquiere estupefacto—. ¿Sabías que este pedazo de mierda es un puto gigoló?

—Era chico de compañía —lo corrijo.

Me permito desviar la mirada de Edward y trasladarla al cuerpo dolorido de Gregory. Está empezando a ponerse derecho.

La incredulidad de su rostro me hace sentir una vergüenza que ni quiero ni esperaba sentir.

—¿Qué coño te ha pasado? —me espeta.

Me lanza una mirada de odio que me parte por la mitad, y tengo que apretar los labios para no dejar escapar un sollozo porque sé que eso desataría de nuevo la locura de Edward.

No me doy cuenta de que en ese instante se abre la puerta detrás de mí, pero sí que oigo la voz gastada por los años de la abuela.

—¡Que se enfría la cena! —exclama. Luego se hace el silencio durante un nanosegundo, el tiempo que tarda en procesar el cuadro con el que acaba de encontrarse—. Pero ¿qué demonios...?

No me da tiempo a pensar en una explicación para la abuela. Gregory vuelve a la vida y carga contra Edward, se abalanza sobre su cintura y ambos ruedan por el sendero del jardín.

—¡Maldito cabrón! —grita cogiendo impulso y catapultando el puño con un bramido. Edward lo esquiva y la mano de Gregory se estrella contra el asfalto—. ¡Mierda!

—¡Por todos los santos! —La abuela corre como el viento y se planta en medio de los dos hombres.

Los tiene bien puestos, y es temible. No hay ni rastro de miedo en su anciano rostro, es pura decisión.

—¡Se acabó! —grita. Se mete entre los dos y los empuja con un grito—: ¡Basta!

Ellos resoplan, uno a cada lado de ella, que los sujeta por el pecho. Maldicen y se lanzan miradas asesinas. La abuela es muy valiente pero temo por ella, la cólera que disparan ambos no parece tener intención de disiparse. La abuela no es de cristal, pero no deja de ser una anciana. No debería intervenir ni meterse entre estos dos hombres. Sobre todo por cómo está Edward. Parece poseído, incapaz de razonar.

—¡Sólo lo diré una vez! —les advierte—. ¡O paráis o tendréis que véroslas conmigo!

Sus palabras me meten el miedo en el cuerpo, pero dudo que tengan el más mínimo efecto en esos dos. Para mi sorpresa, ambos se relajan y desvían sus miradas letales. Entonces recuerdo lo que me dijo Charlie medio en broma: «Nunca nadie me ha hecho cagarme en los pantalones, Isabella, excepto tu abuela».

—Así está mejor.

Los suelta, despacio, asegurándose de que no van a moverse del sitio. Tuerce el gesto y pone cara de asco. Mira a uno y a otro enfadadísima.

—Que no tenga que volver a separaros, ¿me habéis oído?

Me quedo alucinada cuando Edward asiente con un movimiento seco de la cabeza y Gregory con un gruñido mientras se limpia la sangre de la nariz.

—Bien —dice la abuela señalando la puerta principal—. Entrad en casa antes de que los vecinos empiecen a cuchichear.

Permanezco callada, flipada, observando cómo la abuela coge las riendas de esta espantosa situación y se hace con el control. Cuando ninguno de los dos se mueve lo bastante rápido para su gusto, los empuja sin contemplaciones. Edward tiene la cabeza gacha y sé que es porque se muere de vergüenza. Mi abuela, una mujer a la que respeta, ha sido testigo de su agresión. Doy las gracias porque la abuela no haya salido unos minutos antes. Entonces sí que habría pillado a Edward en todo su psicótico esplendor.

Gregory pasa junto a mí primero. Luego la abuela y después Edward. Ni siquiera puedo moverme. Lentamente, sus ojos preocupados encuentran los míos, traumatizados, y se detiene.

Está hecho un cisco, con el chaleco enrollado, la camisa por fuera y la manga rota. Lleva el pelo enmarañado y enredado.

—Te pido disculpas —dice en voz baja.

Da media vuelta y, de cuatro zancadas, recorre el sendero y se planta en su coche.

—¡Edward! —grito.

Corro tras él aterrorizada. Mis piernas temblorosas no son de gran ayuda, y los neumáticos chirrían sobre el asfalto antes de que haya conseguido llegar al final del sendero. Me llevo la mano al pecho como si la presión pudiera calmar el latido desenfrenado de mi corazón. No funciona, y no sé si tendrá solución.

—¿Bella? —La voz grave de George me hace apartar la mirada del Mercedes de Edward, que desaparece a lo lejos. Parece confuso y viene hacia la casa—. ¿Qué ocurre, cielo?

Vuelvo a dejarme llevar por las emociones y me derrumbo. Me da un abrazo de oso y sostiene mi cuerpo enclenque.

—Ha salido todo fatal —lloro en su jersey con cadenas. Su pecho fofo envuelve mi diminuto cuerpo.

—Cura sana... —me calma y me masajea la espalda con grandes círculos de su mano—. Vayamos adentro.

George me coge por los hombros y me conduce por el sendero. Cierra la puerta con cuidado al entrar. Luego me lleva a la cocina, donde encontramos a la abuela limpiando la nariz de Gregory con una gasa fría. Huele a agua oxigenada, y Gregory protesta de vez en cuando, lo que me demuestra que es la abuela la que ha elegido el tratamiento.

—Estate quieto —le dice. Por su tono, sé que todavía está molesta.

Gregory me ve en cuanto George me sienta en una silla y me da un pañuelo de tela limpio.

La abuela se vuelve. Ahora falta un invitado y ha llegado el que faltaba al principio.

—¡Llegas tarde! —le grita al pobre e inocente George—. ¡La cena se ha enfriado y se ha montado un combate de boxeo en mi jardín!

—¡Un momento, Marie Taylor!

George se pone recto y yo me tenso de pies a cabeza. La abuela no está de humor para que le chisten, y George debería haberlo notado por la furia que emana de su cuerpo bajito y rechoncho. Sin embargo, eso no lo detiene:

—Acabo de llegar y, por lo que veo, que la cena se haya quedado fría es la menor de nuestras preocupaciones. ¿Por qué no tapas el asado y dejas que yo me encargue de estas pobres almas en pena?

La abuela pasa la gasa por el labio partido de Gregory con demasiada firmeza y pregunta sorprendida:

—¿Dónde está Edward?

Ahora soy yo el blanco de su ira.

—Se ha ido —admito enjugándome las lágrimas con el pañuelo y robándole una mirada arriesgada a Gregory.

Él entorna los ojos y no es por la hinchazón. Por lo menos, uno de los dos se le va a poner morado: el que se libró durante el último encontronazo con Edward. Mi vapuleado amigo gruñe algo con una risa sardónica, pero no le pido que lo repita porque sé a ciencia cierta que no me va a gustar lo que ha dicho. Y a la abuela y a George, tampoco.

—¿Qué ha pasado? —pregunta George sentándose a mi lado.

—Que me aspen si lo sé.

La abuela le pone a Gregory una tirita en el labio y presiona en los extremos para asegurarse de que está bien pegada sin hacer caso de los gruñidos de protesta de su paciente.

—Todo cuanto sé es que Gregory y Edward no se llevan bien, pero nadie parece dispuesto a explicarme por qué.

Sus ojos expectantes se dirigen hacia mí y agacho la cabeza para no tener que verlos.

Lo cierto es que Edward y Gregory se detestan desde antes de que mi amigo descubriera su oscuro pasado. Ahora sólo puedo suponer que se odian el uno al otro categóricamente. Nada podrá arreglarlo. Puedo tener a uno o a otro. La culpa me destroza mientras veo cómo le hacen curas a mi amigo más antiguo, mi único amigo. Me siento culpable por ser la causa de sus heridas y de su dolor, y me siento culpable porque sé que no voy a elegirlo a él.

Me levanto con todas las miradas puestas en mí, todos los presentes esperando mi siguiente movimiento. Rodeo la mesa con calma y me agacho para darle un beso a Gregory en la mejilla.

—Cuando amas a alguien, lo amas por quién es y por cómo llegó a ser esa persona —le susurro al oído, y de inmediato me doy cuenta de que es probable que la abuela haya oído mi declaración. Rezo para que Gregory calle lo que sabe. No por mí, ni por Edward, sino por ella. Removería demasiados fantasmas—. No lo di por perdido entonces y tampoco voy a rendirme ahora.

Me enderezo y salgo con calma de la cocina. Dejo atrás a mi familia para ir a consolar a mi alguien.

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