El gimnasio está a tope. Encuentro un hueco en uno de los bancos de los vestuarios de señoras, me apresuro a ponerme la ropa de deporte y meto la bolsa en una taquilla. Escapo de la animada cháchara matutina de los habituales del centro y para cuando llego al pasillo ya estoy agotada. Echo una ojeada pero no veo a Edward, así que paseo hacia el final del edificio, recuerdo que allí estaba el gimnasio. Paso junto a las grandes puertas de cristal, las clases ya han empezado. Me detengo enfrente de una. Hay decenas de mujeres dando saltos delante de un espejo. Están todas muy en forma, prietas y, aunque están sudando, todas están perfectamente maquilladas. Me llevo la mano al moño mal recogido y mi reflejo en el cristal me llama la atención. No llevo ni gota de maquillaje y tampoco parece que venga mucho al gimnasio. Por lo visto, este sitio no es excusa para descuidar la apariencia personal.
—¡Ay! —exclamo al notar un aliento tibio en mi oído.
—Por aquí no es —me susurra rodeándome la cintura con el brazo y cogiéndome en brazos—. Ésta es nuestra sala.
Me lleva de vuelta por donde he venido pero no me quejo. Edward está entrando en la misma sala en la que lo vi. Una vez dentro, me deja en el suelo, mi espalda contra su pecho, y entonces la puerta se cierra. No tarda en darme la vuelta y empotrarme en ella. Me llevo una gran decepción al ver que lleva puesta una camiseta, pero se me pasa en cuanto me levanta hasta sus maravillosos labios y éstos hacen que me olvide de todo. Ésta es otra clase de ejercicio.
—Para saborearme podrías haberme dejado en la cama —musito al notar que sonríe contra mi boca.
Tanta sonrisa y el hecho de verlo tan relajado, sobre todo fuera del dormitorio, me aturden un poco. Me encanta, la verdad, pero es todo muy nuevo.
—Puedo saborearte donde quiera —contesta.
Me desliza hasta que toco el suelo y retrocede. No me gusta que haya tanta distancia entre nosotros.
Así que me acerco a él y le rodeo la cintura con los brazos. Luego hundo la cara en la tela de su camiseta.
—Vamos a hacer «lo que más nos gusta».
—Estamos aquí para hacer ejercicio —dice de buen humor. Me coge de las muñecas y me separa de él.
—La de cosas que podría decir al respecto —refunfuño.
—¿A mi dulce niña le está saliendo la vena atrevida? —Enarca una ceja, coge el bajo de su camiseta y se la quita despacio, mostrando cada centímetro hasta que estoy ciega de felicidad.
—Estás haciendo el tonto —lo acuso mirándolo mal—. ¿Por qué has hecho eso?
—¿Qué?
—Eso —digo gesticulando con la mano en dirección a su torso. Se lo mira y el mechón le cae sobre la frente—. Vuelve a ponerte la camiseta.
—Pero pasaré calor.
—No voy a poder concentrarme, Edward.
Me están entrando ganas de pegarle un puñetazo a un saco de arena por otra clase de frustración. Mi Edward Masen maniático y obsesivo está jugando a no sé qué y, aunque resulta encantador verlo tan relajado, sus tácticas empiezan a cabrearme.
—Mala suerte —dice. Dobla la camiseta pulcramente y la deja a un lado. Me coge de la mano y me lleva a una colchoneta. Un saco de arena cuelga del techo—. Te vas a concentrar a la perfección, confía en mí.
Entonces me mira los pies y frunce el ceño.
—¿Qué es eso que llevas puesto?
Sigo su mirada y muevo los dedos dentro de mis Converse. Él va descalzo. Hasta los dedos de sus pies son perfectos.
—Zapatillas.
—Quítatelas —me ordena. Suena exasperado.
—¿Por qué?
—Lo harás descalza. Eso no ofrece ninguna sujeción. —Las mira con asco y las señala—. Fuera.
Refunfuño por lo bajo y me las quito de un puntapié. Ahora estoy descalza, como Edward.
—¿No vas a ponerte la camiseta?
Va descalzo y a pecho descubierto. Esto va a ser una tortura.
—No. —Se acerca a un banco, se saca el iPhone del bolsillo y se acuclilla. Lo coloca sobre un replicador de puertos y se pasa una eternidad buscando en la lista de reproducción—. Perfecto.
Rabbit Heart de Florence and the Machine’s llena la amplia sala.
Ladeo la cabeza un tanto sorprendida cuando vuelve hacia mí con determinación y lo dejo que me coloque como quiere. Mentalmente maldigo su culo perfecto y procuro evitar deleitarme demasiado con las vistas. Imposible.
—¿Qué estamos haciendo? —pregunto observando cómo coge una tira de tela, la alisa con los dedos y la dobla.
—Vamos a boxear. —Me agarra la mano y empieza a vendármela con la tela mientras yo continúo mirándolo con el ceño fruncido y él sigue a lo suyo—. Me vas a pegar.
—¿Qué? —Retiro la mano horrorizada—. ¡No quiero pegarte!
—Sí que quieres —dice casi echándose a reír. Me coge otra vez la mano y prosigue con el vendaje.
—No, no quiero —insisto. No me hace ni pizca de gracia—. No quiero hacerte daño.
—No puedes hacerme daño, Isabella. —Me suelta la mano y coge la otra—. Bueno, sí que puedes, pero no con los puños.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir —suspira como si yo ya debiera saberlo, sin dejar de vendarme— que el único daño físico que puedes infligirme es en el corazón.
Mi confusión se torna satisfacción al instante.
—Pero es demasiado resistente.
—No en lo que a ti respecta. —Sus ojos azules se posan en los míos un instante—. Pero eso tú ya lo sabías, ¿no es así?
Oculto mi sonrisa de satisfacción. Flexiono los dedos bajo las vendas.
—Tengo un derechazo letal —le recuerdo, sea cierto o no. No quiero acordarme de aquella noche, pero me molesta su chulería. El saco se me dio bien. Sudé de lo lindo, y las agujetas en los brazos lo corroboraron.
—Estoy de acuerdo —asiente él con un toque de sarcasmo. A continuación descuelga unos guantes de un gancho y me los pone.
—¿Para qué son las vendas?
—Más que nada para sujetar, pero ayudarán a que no te salgan ampollas en los nudillos.
Me sonrojo. Soy una aficionada.
—Vale.
—Ya está —dice. Da un golpe a la punta de los guantes con las manos y se me desploman los brazos—. Aguanta, Isabella.
—¡Me has pillado con la guardia baja!
—Tienes que estar siempre en guardia. Ésa es la primera regla.
—En lo que a ti se refiere, siempre estoy en guardia.
Vuelve a golpear la punta de los guantes y bajo los brazos... otra vez. Edward se ríe satisfecho.
—¿De verdad? —inquiere.
—Tomo nota —mascullo intentando apartarme un mechón rebelde de la cara sin conseguirlo.
—Ven, permíteme.
Dejo que me lo coloque detrás de la oreja y trato con todas mis fuerzas de no acariciar su mano con la mejilla... Ni mirar su pecho... Ni olerlo... Ni...
—¿Podemos acabar con esto, por favor?
Lo aparto y me llevo los guantes a la barbilla, lista para atacar.
—Como quieras. —Es un cretino.
—¿Quieres que te pegue?
—¿Vas a pegarme de verdad?
—Voy a noquearte.
Se lo está pasando bomba.
—Vas a noquearme, Isabella.
—Es posible —digo más chula que un ocho. En el fondo sé que voy a arrepentirme de haberlo dicho.
—Me encanta tu osadía —dice meneando la cabeza—. Enséñame tu mejor golpe.
—Como quieras.
Rápidamente echo el brazo atrás y voy directa a por su mandíbula, pero él se retira sigilosamente. Pierdo el control, giro y, antes de que pueda darme cuenta, me tiene inmovilizada contra su pecho.
—Buen intento, mi dulce niña. —Me muerde la oreja y pega su entrepierna a mi trasero. Me atraganto de la sorpresa y de deseo. Me aprieto contra él, desorientada; luego me da la vuelta y me suelta—. A ver si tienes más suerte la próxima vez.
Es tan gallito que me pongo a cien y ataco de nuevo. Espero cogerlo con la guardia baja...
Fracaso.
—¡Jo! —grito al encontrarme de nuevo contra su pecho, con su entrepierna pegada a mi cuerpo y su incipiente barba raspándome la mejilla.
—Vaya, vaya... —Su aliento me hace cosquillas en el oído, y cierro los ojos en busca de la elegancia que voy a necesitar para enfrentarme a él—. Te mueve la frustración. Es el combustible equivocado.
«¿Combustible?»
—¿Qué quieres decir? —resoplo.
Me suelta, me pone en posición y me sube los puños a la cara.
—La frustración te hará perder el control. Nunca puedes perder el control.
Al oírlo decir eso, abro unos ojos como platos. No recuerdo que tuviera ni una pizca de control ninguna de las veces que lo he visto pegando puñetazos y, a juzgar por la mirada que le cruza la cara un instante, él acaba de caer en la cuenta de lo mismo.
—Tú no ayudas —dice con calma, llevándose las manos a los costados—. Otra vez.
Rumiando sus palabras, intento pensar en algo que me calme y en mi autocontrol, pero está muy escondido y antes de que haya podido encontrarlo mis brazos salen disparados como un resorte, por impulso. No consiguen más que hacerme dar vueltas, física y mentalmente.
—¡Maldita sea! —Echo el culo hacia atrás cuando noto el roce de sus caderas otra vez.
En esto tampoco tengo el menor control. Mi cuerpo responde por su cuenta.
—¡Puedo hacerlo! —grito enfadada librándome de su abrazo antes de caer en la tentación de bajarle los pantalones cortos—. Dame un minuto.
Respiro hondo un par de veces. Me llevo los puños a la cara y lo miro a los ojos. Él me observa pensativo.
—¿Qué? —pregunto cortante.
—Estaba pensando que estás adorable con los guantes, enfadada y sudada.
—No estoy enfadada.
—Discrepo —dice en tono seco, separando las piernas—. Cuando tú quieras.
Me cabrea que esté tan tranquilo.
—¿Por qué estamos haciendo esto? —pregunto pensando que necesito librarme desesperadamente de toda esta frustración o explotaré. Mi sesión en solitario fue mucho más satisfactoria, y eso que no tenía el musculoso cuerpo de Edward delante.
—Ya te lo he dicho: porque me gusta ver lo mucho que te exaspero.
—Tú siempre me exasperas —mascullo. Lanzo el brazo a toda velocidad, pero una vez más termino contra el duro pecho de Edward—. ¡Mierda!
—¿Frustrada, Isabella? —susurra recorriendo con la lengua el borde de mi oreja.
Cierro los ojos. Mi respiración lenta se agita por cosas que no tienen nada que ver con el ejercicio físico. Me clava los dientes con suavidad y unas punzadas de deseo me atraviesan la entrepierna. Se me tensan los muslos.
—¿A qué viene esto? —jadeo.
—Me perteneces y aprecio aquello que me pertenece. Eso incluye hacer cualquier cosa para proteger mis pertenencias.
Son palabras muy impersonales pero, dada la singular forma que tiene de expresar sus sentimientos mi tarado emocional, acepto que lo haga a su manera.
—¿Esto te ayuda? —pregunto cuando consigo recuperar la capacidad de hablar en mi estado febril. Aunque la ansiedad está haciendo que se me pase. Tiene problemas para controlar su mal carácter.
—Inmensamente —confirma, pero no me da más explicaciones, sino que me sube la temperatura.
Me levanta y me lleva hacia una pared. Frunzo el ceño no porque quiera que siga hablando, aunque ha confirmado mis sospechas, sino porque tengo delante decenas de bultos de plástico de colores que sobresalen de una superficie que hay en la pared; empieza en el suelo y acaba en el techo.
—¿Qué es eso? —pregunto mientras me empotra contra una parte de la pared en la que no hay extrañas protuberancias.
—Esto —dice cogiéndome las manos, quitándome los guantes y deshaciendo los vendajes— es para hacer escalada. Aguanta.
Me coloca las manos en dos de los salientes de plástico. Me agarro con fuerza y trago saliva cuando me coge de las caderas y tira de ellas hacia atrás.
—¿Estás cómoda?
No puedo hablar. El estrés acumulado durante el ejercicio físico ha dado lugar a la anticipación. Así que asiento con la cabeza.
—Es de buena educación contestar cuando alguien te hace una pregunta, Bella. Ya lo sabes. —Hace a un lado mis pantalones cortos y mis bragas.
—Edward —jadeo un tanto preocupada por nuestra ubicación al notar sus dedos explorando mi sexo—. No podemos, aquí no.
—Tengo esta sala reservada, es mía todos los días de seis a ocho. Nadie vendrá a molestarnos.
—Pero el cristal...
—Aquí no se nos ve. —Sus dedos se abren paso y apoyo la cabeza en la pared, cogiendo aire como puedo—. Te he hecho una pregunta.
—Estoy cómoda —respondo de mala gana. La postura es cómoda, pero no estoy a gusto en este sitio.
—Discrepo. —Traza círculos profundos y ambos dejamos escapar un gemido ronco—. Estás tensa.
«¡Embestida!»
—¡Ay, Dios!
—Relájate. —Me penetra con delicadeza, esta vez con dos dedos, y sus tiernos movimientos alivian mi tensión, me relajan todo el cuerpo—. ¿Mejor?
Mucho mejor. La continua caricia de sus dedos me conduce a un estado de pasión absoluta, ya ni siquiera me importa dónde estamos. El deseo es mi combustible. Me estremezco. Me... Me... Me...
—¡Edward!
—Shhh. —Me manda callar con dulzura y saca los dedos. Me coge firmemente pero con ternura de las caderas. La pérdida de fricción me vuelve loca, suelto uno de los salientes y pego un puñetazo en la pared.
—¡No, por favor!
—¿No te dije que iba a volverte loca de deseo todos los días?
—¡Sí!
—¿Estoy cumpliendo mi promesa?
—¡Sí!
—Y sabes que me encanta, ¿verdad?
—¡Joder, sí!
Gruñe y desliza la punta de su polla entre mis muslos. Luego se adentra en mí siseando.
Me tiemblan las rodillas.
Gimo. Me derrito, mi cuerpo se vuelve líquido y es Edward quien lo sujeta.
—Quieta —susurra enroscándome el brazo en la cintura para sujetar mi cuerpo de gelatina.
Dejo caer la barbilla contra el pecho.
—Parece que nos hemos desviado del propósito de esta visita.
Sus caderas siguen avanzando, cada vez más adentro, cada vez estoy más mareada, hasta que encaja perfectamente en mí y se queda quieto. En la oscuridad, no veo nada, pero no me importa haber perdido el juicio. Puedo olerlo, siento su aliento, lo siento a él, y cuando sus manos se deslizan por mi cuerpo hasta que sus dedos llegan a mis labios, puedo lamerlo y también puedo saborearlo.
—¿Quieres que me mueva? —pide con la voz ronca, cargada de ardiente deseo animal.
Mi boca está muy ocupada relamiendo sus dedos, así que encuentro la manera de estabilizar las piernas y de apretar el culo contra su entrepierna. Coge aire. Le muerdo el dedo.
—¿Isabella?
Quiere una respuesta. Aflojo el mordisco y consigo decir: —Muévete. Muévete, por favor.
—¡Dios!
Me tira del pelo y me quita la goma. Me peina con los dedos y mis rizos vuelan libres.
Luego me coge del cuello y tira hasta que mi coronilla descansa en su hombro. Abro la boca y mantengo los ojos cerrados, la cara levantada hacia el techo. Sigue sin moverse y, aun así, mis músculos tiemblan sin cesar con un maremoto de sensaciones decididas a volverme delirante de placer en cuanto él empiece a entrar y a salir de mí. Ya estoy casi a punto. La polla firme, palpitante de Edward provoca espasmos en mi interior. Su respiración invade mis oídos.
—Me hace muy feliz que seas mi alguien, Isabella Taylor.
—Y a mí me hace muy feliz ser tu hábito —musito. Me resulta fácil pronunciar las palabras medio tonta de placer.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado —repone.
Lleva la cara a mi cuello, empieza a mover las caderas hacia dentro y hacia fuera, y me deja sin aire en los pulmones. Se me escapa en forma de suaves gemidos satisfechos.
Sonrío de placer y noto que él sonríe pegado a mi cuello y me besa con delicadeza sin perder el ritmo, con la palma de la mano en mi garganta.
—Sabes a gloria —susurra con voz ronca.
—Tú me tienes en la gloria.
—Te estás poniendo tensa alrededor de mi polla, mi dulce niña.
—Estoy a punto. —Noto que todo se intensifica, la tensión, el pulso, la presión en el vientre—. ¡Dios!
—Silencio, Bella —dice con voz gutural; sus caderas parecen tener vida propia, dan un par de sacudidas y hunde los dientes en mi cuello. Respira con calma un par de veces y deja de moverse.
La frente se me llena de gotas de sudor. El calor de su boca sobre mi piel se extiende por mi cuerpo pegajoso y me quema en lo más íntimo.
—¿Muy a punto? —pregunta con la voz entrecortada—. ¿Cuánto te falta, Bella?
—¡Poco!
Sus caderas empiezan a vibrar. Es un signo claro de que está controlándose para no follarme como un salvaje.
—¡Mierda! —grito cuando avanza con rapidez pero con mucho cuidado.
Tengo los nudillos blancos de agarrarme con tanta fuerza. Sale otra vez y ataca de nuevo con decisión. Me deja sin aire en los pulmones y el corazón me late a una velocidad peligrosa.
Voy a desmayarme.
—Edward... —Trago saliva y se me tensan los brazos pegados a la pared. La cabeza me da vueltas, fuera de control. Las cumbres de placer hacen que mi cabeza caiga en barrena. No sé cómo soportarlo. Nada ha cambiado, y espero que no cambie jamás—. Edward, por favor, por favor, por favor.
Estoy en la cúspide, tambaleándome al borde del abismo. Me mantiene ahí, incitándome.
Sabe exactamente lo que se hace.
—Suplícamelo —gruñe embistiéndome de nuevo con otro implacable avance de sus caderas—. Suplícamelo.
—¡Lo estás haciendo a propósito! —grito poniendo el culo en pompa, intentando atrapar la ráfaga de presión y dejarla explotar.
Consigo que Edward ruja y yo grito, sorprendida. De un tirón, nuestras caras se quedan pegadas y me come viva. Nuestro beso es un paso hacia mi orgasmo inminente.
—Suplícamelo —repite en mi boca—. Suplícame que te dedique el resto de mi vida, Isabella. Hazme ver que deseas que estemos juntos tanto como yo.
—Lo deseo.
—Suplícamelo. —Me muerde el labio y lo succiona entre los dientes. Sus ojos azules arden en los míos, me queman el alma—. No me rechaces.
—Te lo suplico.
Le sostengo la mirada y absorbo la necesidad que mana de sus ojos. Me necesita a mí. Es reconfortante. Nos necesitamos desesperadamente el uno al otro.
—Y yo te lo suplico a ti. —Empieza una deliciosa rotación de caderas que me recuerdan mi estado explosivo. Me da un pico y vuelve a encontrar el ritmo. Se adentra en mí y se retira despacio, inmovilizándome con su adoración experta—. Te suplico que me ames para siempre.
Dejo caer la cabeza en su cuello y lo acaricio con la nariz.
—No hace falta que me supliques —susurro—. Para mí no hay nada más natural que amarte, Edward Masen.
—Gracias.
—Y ahora, ¿podrías dejar de volverme loca?
Mi clímax sigue en el limbo. Grita para que lo liberen.
—Dios, sí. —Me la clava sin clemencia y se hunde muy adentro, moviendo las caderas sin cesar. Despego con un grito y la presión acumulada se escapa de mi ser, me deja aturdida e inmóvil en sus brazos—. ¡Joder, joder, joder!
—¡No me sueltes! —Me tiembla todo el cuerpo y muevo la cabeza de un lado a otro.
—Jamás.
Suspiro. Las punzadas no desaparecen cuando me relajo en sus brazos. Mi mundo es una neblina de sonidos distorsionados e imágenes borrosas. Busco el camino de vuelta entre la intensidad de mi orgasmo. No siento las extremidades, sólo a Edward, que me muerde con suavidad en la mejilla, y su erección palpitante dentro de mí. Ante mis ojos pasan vívidas imágenes, todas de Edward y de mí, algunas del pasado, otras del presente y unas cuantas de nuestro futuro juntos. He encontrado a mi alguien. Alguien con sus taras, alguien que muestra sus emociones del modo más extraño y que se comporta de tal forma que repele todo afecto.
Pero es mi alguien con taras. Yo lo entiendo. Yo sé cómo relajarlo, cómo manejarlo y, lo más importante, sé cómo amarlo. A pesar de que lleva toda la vida empeñado en rechazar el potencial del cariño y de los sentimientos, me ha dejado abrirme paso a través de su exterior borde y frío, e incluso me ha ayudado a hacerlo, y yo le he permitido tener el mismo efecto en mí. Me siento a salvo, deseada, amada, y eso ha valido toda la penuria y la tristeza que hemos soportado hasta llegar aquí. Me acepta a mí y acepta mi historia. Vivimos en mundos lejanos pero somos absolutamente perfectos el uno para el otro. De lejos es un hombre muy atractivo y de cerca es igual de hermoso. Bajo esa belleza exterior aún es más bello. Es una belleza profunda y, cuanto más adentro miro, más bello se torna. Soy la única persona que la ve, y eso es porque soy la única persona a la que Edward le ha permitido verla. Sólo a mí. Es mío. Del todo. Cada maravilloso milímetro.
Edward me clava los dientes en el hombro y su tranca palpitante sigue enterrada en mi interior. Vuelvo a la Tierra. Estoy mirando al techo, se me han dormido los dedos de las manos, agarrados a los salientes de colores de la pared. Estoy agotada pero llena de energía.
Me tiemblan las rodillas pero son más fuertes que nunca.
—Te vi —susurro. No sé por qué he tenido que decírselo.
Me hace un chupetón y besa la marca con los labios. Me coge del pelo y tira para que lo mire a la cara.
—Lo sé.
No me pregunta qué quiero decir ni dónde lo vi. Lo sabe.
—¿Cómo?
—Un cosquilleo en la piel.
Sonrío confusa y estudio su mirada en busca de algo más que cinco palabras. Veo sinceridad, cree al cien por cien en lo que ha dicho.
—¿Un cosquilleo en la piel?
—Sí, como tenues fuegos artificiales bajo la piel —sigue muy serio.
—¿Fuegos artificiales?
Me besa en la frente y sus caderas se retiran. Su semierección cuelga en libertad. Me arregla las bragas y los pantalones cortos y me quedo amargada y resentida por la pérdida. Me da la vuelta entre sus brazos, me peina el pelo hacia un lado y me pasa los brazos por sus hombros. Está empapado y caliente, y su piel brilla bajo la dura luz artificial de la sala. Mi cuerpo ofendido y la falta de Edward en mi interior se me olvidan tan pronto como mi mirada aterriza en los duros altiplanos de su pecho. Tiene los pezones erectos, la piel suave y los músculos cincelados. Es digno de ver.
Estudia la pared que tengo detrás y me mueve un poco a la izquierda. Luego esa obra maestra que tiene por cuerpo se acerca y me arrincona contra el frío muro. Cubre mi cuerpo vestido con su semidesnudez y me levanta la barbilla con el índice para que lo mire.
—Aquí arriba. —Sonríe y me besa con ternura en la mejilla—. Cuéntame tu señal.
—¿Mi señal? —No puedo ocultar mi confusión. No sé de qué está hablando—. No tengo ni idea de a qué te refieres.
Me regala una sonrisa con hoyuelo, muy mona y casi tímida.
—Cuando estás cerca, incluso cuando no puedo tocarte, se me eriza la piel. Siento como fuegos artificiales. Cada centímetro de mi piel cosquillea de placer. Ésa es mi señal.
Me coge las mejillas con las palmas de las manos y con el pulgar me acaricia los labios.
—Así es como sé que estás cerca. No necesito verte. Te siento y, cuando te toco — parpadea lentamente y respira hondo—, los fuegos artificiales explotan. Eso me nubla la mente. Son hermosos, brillantes y lo consumen todo. —Se agacha y me besa en la punta de la nariz—. Te representan a ti.
Entreabro la boca y mis brazos ahora están en su nuca. Paso unos momentos en silencio, bañándome en su mirada y disfrutando de su cuerpo contra el mío. Asimilando sus palabras.
No tienen nada de confusas. Sé a qué se refiere, aunque mi señal es un poco diferente.
—Yo también siento fuegos artificiales. —Le beso la yema del dedo y el ir y venir de éste por mi labio inferior cesa. Me observa con atención y en silencio—. Sólo que los míos implosionan.
—Suena peligroso —susurra desviando la mirada a mi boca.
No digo nada de la advertencia de Charlie, que me dijo que tuviera cuidado si notaba que se me erizaba el vello de la nuca. Estoy segura de que no pensaba con claridad y que estaba venga a darle vueltas al hecho de haber perdido a Edward. Aunque es posible que forme parte de mi señal.
—Lo es —confieso.
—¿Y eso?
—Porque cada vez que te miro, que te toco o que siento tu presencia, esos fuegos artificiales van directos a mi corazón. —Me embarga la emoción. Sus ojos azules ascienden por mi cara hasta que nuestras miradas se entrelazan—. Me enamoro un poco más de ti cada vez que eso ocurre.
Asiente lentamente con la cabeza. Es casi imperceptible.
—Vamos a vernos y a tocarnos mucho —susurra—. Vas a estar muy enamorada de mí.
—Ya lo estoy.
Cierro los ojos cuando sus labios ocupan el lugar de su pulgar. Me enamoro de él un poco más. Nuestras bocas se mueven juntas, sin prisa, la pasión salvaje de hace unos instantes se torna ternura y cariño. Me habla con su beso. Me está diciendo que lo entiende, que él también se siente así. Sólo que él lo llama fascinación.
—¿Te mueres por mis huesos? —pregunta en mi boca.
Sonrío.
—Y por todo lo demás.
—Y yo rezo para que sigas amándome todos los días.
—Dalo por hecho.
—En esta vida no se puede dar nada por hecho, Isabella.
—Eso no es verdad —rebato, y me separo de su boca.
La felicidad de hace unos instantes desaparece. Me estudia con atención mientras pienso lo que voy a decir a continuación. No estoy segura de que haya otra forma de decirlo.
—¿Por qué no lo aceptas?
—Es difícil aceptar lo que no se debe aceptar. —Su mano asciende por mi espalda y se enrosca en mi pelo—. No soy digno de tu amor.
—Sí que lo eres.
Noto cómo el enfado se me sube a las mejillas y reemplaza mi rubor postorgásmico.
—Coincidiremos en que discrepamos.
—De eso, nada. —Mi cuerpo reacciona a su ceguera. Mis manos descienden a su pecho y lo empujan para que se aparte—. Quiero que lo aceptes. No sólo que me digas que lo aceptas para tenerme contenta, sino que lo aceptes de verdad.
—De acuerdo —se apresura a responder, aunque lo hace sin la más mínima convicción.
Bajo los hombros derrotada. La esperanza que brillaba desde nuestro reencuentro se apaga demasiado rápido.
—¿Qué te hace ser tan negativo?
—La realidad —dice con una voz monótona, sin vida.
Cierro la boca. No tengo réplica para eso, no puedo infundirle ánimos. Al menos, no así, de pronto. Si me dan un rato, seguro que se me ocurre algo y ya procuraré que sea lógico y cierto.
Pero ahora mismo la cabeza me va a cien, y se interrumpe en mitad de un razonamiento cuando se abre la puerta de la sala.
Los dos miramos en la misma dirección y se me ponen los pelos como escarpias.
—Se acabó el tiempo. —La voz aterciopelada de Bree me enerva aún más. Su cuerpo perfecto cubierto de licra no me ayuda. Su mirada desprende resentimiento y alarma a partes iguales. La sorprende verme, y eso me complace sobremanera.
—Ya nos íbamos —contesta Edward cortante. Me agarra de la nuca, recoge su móvil y me conduce hacia la puerta.
Le lanzo una mirada asesina a Bree cuando se contonea por la sala y, sin un atisbo de pudor, se toca los tobillos, se estira y se abre de piernas con una sonrisa de superioridad. La cruz de diamantes que adorna siempre su bello cuello roza el suelo.
—Pilates —ronronea—. Es fantástico para la flexibilidad, ¿no es así, Edward?
Lo miro con unos ojos como platos, deseando con todas mis fuerzas haber malinterpretado sus palabras. Sin embargo, él no me lo confirma y tampoco me dirige una mirada que me dé seguridad en mí misma.
—Contrólate, Bree —le espeta. Abre la puerta y me empuja con suavidad para que salga.
—¡Que tengáis un buen día! —canturrea ella con una carcajada.
En cuanto la puerta se cierra de un golpe me libero de la mano de Edward en mi nuca y me vuelvo para mirarlo a los ojos. El pelo me tapa la cara.
—¿Qué hace ésa aquí?
—Tiene la sala reservada de ocho a diez.
Me encrespo.
—¿Te has acostado con ella?
—No —responde rápido y con decisión—. Nunca.
—Entonces ¿por qué alardea de su culo de goma?
—¿Culo de goma? —Una de las comisuras de su boca medio dibuja una sonrisa, aunque eso no hace que me ponga de mejor humor.
—Sé que es una puta, Edward. La vi en un evento con un viejo gordo y rico.
Ahora ya no parece resultarle tan divertido.
—Ya veo —dice sin más, como si no tuviera importancia.
—¿Ya ves?
—¿Qué quieres que te diga? Es una chica de compañía.
Mi brío se apaga. No sé qué quiero que diga.
—Tengo que irme a trabajar —replico.
Doy media vuelta y me marcho a los vestuarios. Un líquido caliente y espeso me gotea por los muslos. Mierda.
—Isabella.
Lo ignoro y abro la puerta. Me sorprende esta vena posesiva que hace que me hierva la sangre. El brío que ha vuelto a mi vida se está convirtiendo en... otra cosa. Todavía no sé qué es, pero es peligroso. Hasta ahí llego. Dejo caer mi trasero en un banco y la cabeza entre las manos. No va a desaparecer. Tiene pelotas y está claro que me odia. ¿Qué voy a hacer?
—Hola.
Unas manos tibias se deslizan por mis muslos. Miro entre los dedos y veo a Edward arrodillado delante de mí. Echo un vistazo al vestuario, no estamos solos. Hay dos mujeres que sólo llevan puesta una toalla y que nos observan con interés, aunque a ninguna parece preocuparle no estar vestida.
—¿Qué estás haciendo, Edward?
Su rostro está impasible pero veo simpatía en su mirada.
—Lo que cualquier hombre haría al ver por los suelos a la mujer que adora.
¿La mujer que adora? ¿No la que lo fascina? Incluso ahora, que no puedo ni pensar, esa palabra me emociona.
—No me cae bien.
—A mí a veces tampoco.
—¿Sólo a veces?
—Es una incomprendida.
—Yo creo que la comprendo perfectamente. No le caigo bien.
—Eso es porque me gustas. Mucho.
Lo fascino. Me adora. Le gusto.
—¿Te desea?
—Quiere ponérmelo difícil.
—¿Por qué?
Suspira lentamente, como si le costara. Luego me coge las mejillas con ambas manos y pega la nariz a la mía.
—Es incapaz de ver más allá de lo que conoce.
¿Es incapaz de ver más allá del glamour? Niego con la cabeza. Estoy confusa pero, sobre todo, frustrada. ¿Qué espera? ¿Qué Edward siga el mismo camino?
—Quiero echar a correr —susurro. Me pican las piernas, desean sacarme de aquí y de la cruda verdad de Edward y de su historia. Todo en todas partes me la recuerda. No estoy segura de que pueda soportarlo—. Contigo —le aclaro al ver su expresión aterrada—. ¿Crees que toda esta gente nos dejará?
—Mi dulce niña, estoy preparado para aniquilar a todo lo que se interponga en mi camino hacia la libertad. —Me besa en la frente. Es un gesto muy tierno y me colma de seguridad. O debería. La incertidumbre manaba de sus ojos antes de que los cerrara para ocultarla—. Te ruego que no permitas que las palabras de otros interfieran.
—Es muy difícil. —Dejo que me bese toda la cara hasta que se aparta. Ya tiene la incertidumbre bajo control. Ahora sus ojos azules me suplican. Cree que voy a dejar que esta gente, Bree y quien sea (porque sé que habrá más), me asuste. No lo conseguirán. Nada lo conseguirá—. Te quiero.
Sonríe y me pone en pie.
—Acepto tu amor.
—Lo dices por decir.
—¿Voy a ganar algún día esta discusión? —pregunta enarcando mucho las cejas.
Sopeso su pregunta un momento.
—No —sentencio, breve y concisa, porque no puede. Nunca sabré con certeza si lo acepta de verdad. Sus palabras no me convencerán jamás.
—Dúchate y vístete —dice. Me coge de los hombros y me da la vuelta—. Vamos a llegar tarde.
Una pícara palmada en el trasero me pone en movimiento, pero la incertidumbre que he descubierto en los ojos de Edward parece haber echado raíces muy hondas en mí. Si él no puede calmar mis miedos, nadie podrá.
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