Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49571
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes

 

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 26: Capítulo 25

Su bloque de apartamentos se me antoja hostil, con el vestíbulo acristalado frío y silencioso.

El portero se inclina la gorra cuando paso por su lado. Mis tacones rompen el espeluznante silencio y resuenan por el inmenso espacio. Evito el ascensor y empujo la puerta que da a la escalera, esperando que la energía que tendré que emplear en subir reduzca parte de la ira que invade todo mi cuerpo.

Mi plan fracasa. Corro por la escalera y me encuentro introduciendo la llave en la cerradura de su puerta brillante en un santiamén, pero mi temperamento no parece haberse enfriado. Sabiendo exactamente adónde me dirijo, corro por su tranquilo apartamento hasta la cocina y empiezo a abrir los cajones. Encuentro lo que estoy buscando; a continuación corro hasta su dormitorio y cruzo la primera puerta en dirección a su vestidor.

De pie en el umbral, armada con el cuchillo más siniestro que he encontrado, paseo la vista por las tres paredes repletas de trajes y camisas de diseñador hechos a medida. O máscaras. Yo los considero máscaras. Algo que usa Edward para esconderse. Su armadura y protección.

Y, con ese pensamiento en mente, grito enloquecida y empiezo a atacar las filas y filas de prendas caras. Acuchillo la tela, haciéndola jirones. La fuerza de mis brazos me facilita la tarea, la ira es mi amiga, pero sólo utilizo el cuchillo para hacer algunos agujeros por todas partes antes de desgarrar la ropa con las manos.

—¡Os odio! —grito atacando las filas de corbatas.

Estoy rozando el nivel de psicosis que Edward ha mostrado en demasiadas ocasiones los últimos días, y sólo me detengo cuando todos y cada uno de los artículos de su vestuario están destrozados. Después me dejo caer de culo agotada, con la respiración agitada, y observo los montones de tela desgarrada que me rodean. No pensaba que mi misión de destruir sus máscaras fuese a hacer que me sintiera mejor, y, efectivamente, no lo hace. Tengo las manos hinchadas, me duele la cara y mi garganta está irritada de tanto gritar mientras asesinaba la ropa. Estoy tan destrozada como el desastre que he causado. Me vuelvo y veo el mueble que está en el centro del vestidor de Edward. Me apoyo contra él. He perdido los zapatos entre los restos, y tengo el vestido subido hasta la cintura. Permanezco ahí sentada en silencio, jadeando, durante un buen rato, preguntándome... ¿y ahora qué? Puede que ser destructiva evite que piense durante unos instantes, pero el alivio dura poco. Llegará un punto en el que lo habré destruido todo, probablemente hasta a mí misma. Hasta que no me reconozca. ¿Qué haré entonces? Ya estoy al borde de la autoaniquilación.

Dejo caer la cabeza hacia atrás, pero doy un brinco cuando un fuerte estrépito resuena por todo el apartamento. Me quedo parada y la respiración se detiene en mi garganta. Entonces empieza el martilleo. Un temor familiar me paraliza, aquí sentada, mientras escucho los persistentes golpes en la puerta, abro los ojos como platos y el corazón casi se me sale del pecho. Miro a mi alrededor, al desastre que me rodea. Y entonces reparo en el cuchillo. Lo recojo lentamente y observo el resplandor de su hoja mientras lo giro en la mano. Me levanto con las piernas temblorosas. Quizá debería esconderme, pero mis pies descalzos empiezan a moverse a su aire y mi mano se aferra al mango del cuchillo con fuerza. Camino sobre los restos de la ropa de Edward en dirección al ruido, con precaución, con cautela, hasta que recorro el pasillo de puntillas y llego al salón. Desde allí, miro con temor hacia el recibidor y veo que la puerta se mueve físicamente con cada golpetazo.

Entonces los golpes cesan y se hace un silencio inquietante. Me dispongo a avanzar, tragándome el miedo, decidida a enfrentarme a la desconocida amenaza, pero me detengo cuando la cerradura mecánica gira y la puerta se abre acompañada de una sonora maldición.

Me tambaleo hacia atrás sobrecogida, con el pulso retumbándome en los oídos, mareada y desorientada. Me lleva unos instantes de pánico asimilar lo que tengo delante de mí. Parece desequilibrado, algo curioso viniendo de mí después del rato que he pasado en su vestidor.

Está destrozado, jadeando y sudoroso, casi vibrando de ira.

No me ha visto. Edward cierra la puerta de golpe y le da un puñetazo tan fuerte que astilla la madera, y entonces ruge con los nudillos abiertos. Retrocedo alarmada.

—¡Joder! —El taco resuena en el inmenso espacio abierto, golpeándome desde todas las direcciones y haciendo que me congele en el sitio.

Quiero correr a socorrerlo o gritarle para que sepa que estoy aquí, pero no me atrevo a hablar. Está completamente desquiciado, y me pregunto cuál es la causa de su estado. ¿Su propia intromisión? Observo, consternada y angustiada, su espalda agitada mientras el eco de su voz desaparece. Apenas unos segundos después, sus hombros se tensan visiblemente y gira su cuerpo desastrado hacia mí. La perfección que define a Edward ha desaparecido. El nudo que tengo en la garganta estalla, asfixiándome, y me muerdo el labio para evitar que un sollozo escape de mi boca. El sudor que desciende por sus sienes cae sobre su chaqueta, pero no parece importarle la posibilidad de que su traje caro se moje. Me mira con ojos salvajes; entonces inclina la cabeza hacia atrás de nuevo y grita hacia el cielo antes de postrarse de rodillas.

Edward Masen agacha entonces la cabeza derrotado.

Y llora. Son sollozos de angustia que hacen que su cuerpo se agite.

Nada podría causarme más dolor. Está liberando años de emociones contenidas, y no puedo hacer nada más que mirar, compadeciéndolo. Mi propia ansiedad da paso a la tortura de ver sufrir a este hombre desconcertante. Quiero abrazarlo y consolarlo, pero mis piernas pesan mil toneladas y se niegan a llevarme hasta él. Mi cuerpo no responde. Intento decir su nombre, si bien no consigo nada más que sofocar un grito de angustia.

Pasa una eternidad. Me echo a llorar yo también, aunque lo que Edward está llorando son las lágrimas de toda una vida. Comienzo a preguntarme si parará alguna vez cuando veo que levanta lentamente su mano herida y se la pasa por las mejillas cubiertas por una sombra de barba, reemplazando las lágrimas con manchas de sangre.

Levanta la cabeza y veo su rostro y sus ojos enrojecidos, pero no los fija en mí. Hace todo lo posible por evitar establecer contacto visual conmigo. Agitado, se levanta del suelo y avanza en mi dirección, obligándome a apartarme. Pasa por mi lado, aún evitando mis ojos, y se dirige a su habitación. Después de depositar mi arma sobre la mesa redonda del recibidor, convenzo por fin a mis piernas de que se muevan y lo sigan. Se quita la chaqueta, el chaleco y la camisa y cruza su dormitorio en dirección al baño. Deja caer la ropa, tirándola al suelo. Se detiene en la puerta del baño, se saca los zapatos, los calcetines, los pantalones y los calzoncillos y se queda desnudo. El sudor cubre su espalda haciéndola brillar.

No continúa hacia adelante, sino que permanece en la puerta en silencio, cabizbajo y con sus musculosos brazos extendidos aferrándose al marco de la puerta. No sé qué hacer, pero sé que no puedo soportar seguir viéndolo en ese estado, de modo que me acerco a él con precaución hasta que estoy lo bastante cerca como para oler su fragancia masculina mezclada con el limpio sudor que exuda su cuerpo.

—Edward —digo en voz baja levantando la mano para tocarle el hombro. Sin embargo, cuando apoyo la mano en su piel, tengo que esforzarme por no retirarla al instante. Está ardiendo.

No tengo que soportar el calor abrasador demasiado tiempo. Se aparta con un siseo y me deja angustiada ante su rechazo. Se acerca a la ducha, entra en ella y abre el grifo.

Está agitado. Coge la esponja y la llena de gel de ducha. Tira la botella al suelo sin cuidado y se enjabona. Estoy alarmada, no sólo por su extraño desorden, sino también por la urgencia con la que se limpia el cuerpo. Se está frotando la piel con brusquedad, pasándose la esponja por todas partes, enjuagándola y cargándola con más gel. El vapor pronto envuelve el inmenso espacio, lo que me indica que la ducha está demasiado caliente, aunque a él no parece afectarle.

—Edward. —Avanzo unos pasos, preocupándose cada vez más conforme el vapor aumenta—. ¡Edward, por favor! —Pego la palma al cristal para intentar captar su atención. Tiene el pelo empapado cubriéndole la cara, impidiéndole la visión, pero le da igual. Se frota con movimientos desesperados, con una mezcla de terror y de furia. Se va a hacer ampollas—. ¡Edward, para! —Intento meterme en la ducha vestida, pero salgo corriendo cuando el agua entra en contacto con mi piel—. ¡Joder! —Está ardiendo—. ¡Edward, cierra el grifo!

—¡No puedo soportarlo! —grita, recogiendo la botella del suelo y echándose el gel por todo el pecho—. ¡Me dan asco! ¡Las siento por toda la piel! ¡Las siento en mi ropa!

Me quedo sin palabras. He entendido las suyas perfectamente. Pero ésa es la menor de mis preocupaciones. Se va a hacer mucho daño si no consigo que salga de ahí.

—Edward, escúchame. —Intento parecer calmada, pero mi voz denota mi ansiedad y no puedo evitarlo.

—¡Debo limpiarme! Necesito borrar todo rastro de ellas de mi cuerpo.

Tengo que entrar y apagar la ducha, pero incluso desde fuera el agua me abrasa.

—¡Cierra el grifo! —grito perdiendo la compostura—. ¡Edward! ¡Cierra el puto grifo!

No me hace caso y, cuando pasa de frotarse el pecho a frotarse los brazos, veo unos verdugones rojos formándose en sus pectorales. Me pongo en acción asustada y, sin pensar en el dolor que me causará, me meto en la ducha palpando la pared para buscar los grifos.

—¡Joder, joder, joder! —grito mientras el agua me escalda por todas partes.

Aparto a Edward de mi camino, sacándolo de su locura, y apago la ducha frenéticamente para detener el dolor que el agua nos está infligiendo a él y a mí. Cuando ésta deja de caer sobre nosotros, me apoyo contra la pared, exhausta, con la piel quemada y dolorida, y espero a que el vapor se desintegre y revele el cuerpo desnudo e inmóvil de Edward. Su rostro es inexpresivo. No hay nada en ese rostro capaz de detener mi corazón, ni siquiera una muestra de malestar tras haber estado bajo el agua hirviendo durante mucho más tiempo que yo.

Me acerco a él y alargo la mano para apartarle los mechones de pelo de la cara mientras lleno de aire mis pulmones.

—No te atrevas a apartarme de tu vida otra vez —le advierto con firmeza—. Te quiero, Edward Masen. Te quiero tal y como eres.

Sus apenados ojos azules ascienden lentamente por mi cuerpo húmedo y abatido y me miran con anhelo.

—¿Por qué? —pregunta en un susurro.

Este hombre ha puesto a prueba los límites de mi resistencia. Me ha hecho pasar de la más absoluta desesperación al más absoluto placer. Me ha vuelto insensata, estúpida, ciega... y valiente.

Puedo amarlo porque llega hasta mi alma.

—Te quiero —repito sin sentir la necesidad de justificarlo ante nadie, ni siquiera ante él—. Te quiero —murmuro—. No me rendiré sin pelear. Me enfrentaré a todo el mundo y los venceré. Incluso a ti. —Lo cojo de la nuca y acerco su rostro al mío, mirando cómo me observa con ojos vacíos—. Soy lo suficientemente fuerte como para amarte.

Pego los labios a los suyos, forzando nuestra reunión, y mi lengua entra con delicadeza en su boca, lo que hace que deje escapar un gemido antes de apartarse.

—No he podido hacerlo —dice en voz baja—. No podía hacerte eso, Bella.

Me levanta contra su cuerpo y yo rodeo sus caderas con mis piernas mientras mantengo las manos en sus hombros, pero no puedo evitar que mi rostro busque el confort de su cuello.

Apoyo la mejilla en su hombro, inspiro hondo para absorber su aroma y siento cómo el consuelo que me proporciona recorre mi cuerpo a través de nuestro contacto. No ha podido hacerlo.

—Quiero venerarte —digo pegada a su cuello, y mi aliento caliente colisiona con su piel ardiente.

La mezcla de los dos es casi intolerable. Necesito recordarle lo que tenemos. Necesito demostrarle que puedo hacer esto. Que él puede hacerlo.

—Aquí el que venera soy yo.

—Hoy, no.

Me despego de su cuerpo y lo saco de la ducha, lo guío hasta su cama y lo empujo sobre el colchón. Su larga figura se estira y observa cómo coloco sus extremidades hasta que me aseguro de que está cómodo. Entonces beso su rostro impasible y dejo que se relaje mientras preparo un baño. Me aseguro de que el agua está sólo templada y miro en su armarito estúpidamente ordenado, asegurándome de que no muevo sus botellas, tubos y botes perfectamente dispuestos hasta que encuentro unas sales de baño. Probablemente se enfurezca cuando vea el desastre que he montado en su vestidor, pero ya me encargaré de eso más tarde.

No soy tan idiota como para pensar que un picnic en el parque y un beso bajo la lluvia hayan eliminado las costumbres obsesivas de Edward por completo.

Dejo correr el agua, me quito el vestido empapado y regreso al dormitorio. Empiezo a recoger la ropa que ha tirado al suelo, probablemente la única que todavía tiene intacta. La doblo como es debido y la deposito sobre una cómoda. Levanto la vista cuando siento unos ojos azules que me abrasan la piel desnuda.

—¿Qué? —pregunto sobrecogiéndome bajo su minuciosa mirada.

—Sólo estoy pensando en lo preciosa que estás ordenando mi dormitorio. —Se pone de lado y apoya la cabeza en su brazo doblado—. Continúa.

La angustia disminuye un poco más. Sonrío, y mi gesto devuelve algo de brillo a sus orbes azules. Es un brillo familiar y muy agradable.

—¿Quieres tomar algo?

Asiente.

—¿Alguna preferencia?

Niega con la cabeza.

Siento que arrugo la frente y me dispongo a salir de la habitación. Antes de hacerlo, miro por encima del hombro y lo encuentro observando mis pasos de cerca, hasta que desaparece de mi vista. Corro por el pasillo y por el salón hasta el mueble bar.

Cojo un vaso corto, asegurándome de que se parezca a los que he visto que usa. Para elegir el whisky, cierro los ojos, muevo la mano y señalo una botella. Satisfecha con mi elección aleatoria, lleno el vaso hasta la mitad y derramo un poco fuera.

—¡Mierda! —maldigo, y golpeo con la botella las demás al dejarla con demasiada torpeza.

Ahora soy una inútil por una razón muy distinta. El hombre carismático (aunque ahora mismo nadie lo diría) que está en la habitación al otro lado del pasillo ha hecho del refinamiento un arte. Yo, no.

Pongo los ojos en blanco, me llevo el vaso a los labios y doy un buen trago. Y me entran arcadas al instante.

—¡Joder! —Pego los labios y hago una mueca mientras levanto el vaso y observo el líquido oscuro con asco—. Es repugnante— mascullo, y doy media vuelta para regresar con Edward.

Sigue de lado, mirando hacia la puerta cuando entro.

—Whisky.

Levanto la bebida y él desvía la mirada hacia el vaso para volver a posarla sobre mí al instante. No dice nada, simplemente me observa en silencio.

Me acerco a la cama con aire pensativo, sosteniéndole la mirada, y extiendo la mano cuando llego hasta él. Levanta su musculoso brazo lentamente y coge el vaso. Parpadea dolorosamente despacio, obligándome a cruzar las piernas estando de pie para evitar que el pulso que siento al instante se convierta en una fuerte palpitación. El mero hecho de que esos rasgos familiares estén presentes resulta delicioso, lo esté haciendo adrede o no. Mi inmensa mochila de intensidad ha vuelto, dejando a un lado su condición actual. Veo una luz esperanzadora al final del túnel.

—He preparado un baño —le digo mientras observo cómo se lleva el whisky a los labios y bebe lánguidamente—. No está demasiado caliente.

Mira el vaso durante un breve momento y me derrite con un leve movimiento de su preciosa boca.

—Ven aquí.

Mueve la cabeza para que siga su orden y me deslizo junto a él, dejando que me acurruque en su pecho para poder tomarse la bebida con una mano y acariciarme el pelo con la otra.

—Deben de dolerte los nudillos —digo encantada de haber vuelto a mi zona de confort, aunque los acontecimientos que me han llevado hasta aquí nos estén matando.

—Están bien. —Pega los labios a la parte superior de mi cabeza y no dice nada más.

Noto y oigo cómo bebe frecuentes sorbos y, aunque estoy feliz pegada a su pecho, me gustaría cuidarlo e intentar sonsacarle cuidadosamente una explicación.

Me aparto a regañadientes de la firme y cálida seguridad de su pecho y le cojo la mano.

Edward frunce el ceño pero deja que lo ayude a levantarse y que lo guíe hasta el baño, trayendo su bebida consigo. La inmensa bañera ya está bastante llena, de modo que cierro el grifo y le hago una señal para que se meta. Deja la bebida sobre una superficie cercana sin decir nada y finalmente me parece apropiado pasar unos cuantos momentos en silencio, absorbiendo su desnudez mientras se da la vuelta. Los definidos músculos de su espalda resaltan bajo las luces del techo, y las nalgas de su bonito trasero son duras y terminan en unos muslos largos y fuertes y unas pantorrillas perfectamente formadas. Hago caso omiso de las marcas de arañazos. En este hombre magnífico, hasta los defectos son perfectos. Está herido, más que yo, y cree que está destinado a vivir un infierno. Necesito saber por qué es tan insistente con respecto a su destino. Quiero ser la persona que lo cambie.

Edward se vuelve, y mi mirada, que estaba felizmente centrada en sus bizcochitos, se enfrenta ahora a otra cosa firme, suave y... preparada. Levanto la vista y me encuentro con unos ojos azules brillantes, pero una cara seria. Y me ruborizo. ¿Por qué me ruborizo? Me arden las mejillas cuando me mira, y empiezo a mover los pies como si estuviera recibiendo una descarga de puro e inexorable deseo. He perdido el aplomo por completo. Mi determinación anterior está siendo abatida por su embriagadora presencia.

—Quiero venerarte —exhalo.

Me llevo las manos temblorosas a la espalda para desabrocharme el sujetador. Dejo que se deslice por mis brazos y que caiga sobre mis pies. Su mirada desciende hasta mis bragas. Hago lo que me ordena en silencio y me las quito lentamente. Ahora estamos los dos desnudos, y su deseo mezclado con el mío está creando un cóctel embriagador que flota en el mudo ambiente que nos rodea. Señalo en dirección al baño con un gesto de la cabeza. Es eso o postrarme de rodillas y rogarle que me venere a su manera al instante, pero necesito demostrarle que soy fuerte, que puedo ayudarlo.

Se pasa la lengua por los labios en un último intento de doblegarme. Me resisto a duras penas, pero consigo mantenerme firme e indico la bañera de nuevo. Su boca no sonríe, pero sus ojos sí. Asciende los escalones y se mete en el agua burbujeante.

—¿Me harías el honor de acompañarme? —pregunta en voz baja.

Respondo subiendo los escalones tranquilamente, tomándome tiempo para evaluar mi mejor posición, y al final me coloco detrás de él. Con un gesto de la cabeza, le indico que se mueva hacia adelante, y lo hace enarcando ligeramente una ceja, dejándome sitio detrás para que me meta. Me abro de piernas y deslizo las manos sobre sus hombros para atraerlo contra mi pecho. Sus rizos oscuros y mojados me cosquillean en la mejilla, y su cuerpo pesa un poco, a pesar de que el agua lo aligera, pero estoy enroscada a su alrededor, abrazándolo, dándole «lo que más le gusta».

—Esto es muy agradable —dice con voz suave, tranquila.

Murmuro para indicarle que estoy de acuerdo y le rodeo los hombros con los brazos restringiendo su movimiento, pero no se queja. Responde a mi constricción relajando la cabeza hacia atrás y tocándome las piernas allí donde reposan sobre su estómago.

—Esto no va a ser fácil —declara casi con dolor. Sus palabras me confunden. No me dice nada nuevo.

—Tampoco era fácil ayer, ni anteayer, pero estabas dispuesto a luchar. ¿Qué ha cambiado?

—Un golpe de realidad.

Quiero verle la cara, pero me preocupa lo que pueda encontrar en sus ojos si lo hago.

—¿Qué quieres decir?

—No tengo libertad para tomar ciertas decisiones —masculla lentamente, con vacilación.

Mi cuerpo se tensa sin que pueda hacer nada por evitarlo, y sé que se ha dado cuenta, porque me aprieta las pantorrillas como si quisiera infundirme seguridad. No me da la impresión de que Edward se sienta muy seguro, de modo que el hecho de que intente que yo lo haga me parece un poco absurdo.

Trato de pensar en qué puede estar queriendo decir, y no hallo ninguna respuesta evidente.

—Explícate —le ordeno con severidad, lo que provoca que se vuelve hacia mi mejilla y me dé un ligero mordisco.

—Si es lo que deseas...

—Así es —confirmo.

—Estoy atado a esta vida, Isabella.

No me mira cuando pronuncia esa chocante declaración, de modo que lo agarro de las rasposas mejillas y le levanto la cara para poder mirarlo a los ojos mientras las palabras de Eleazar resuenan en mi mente.

—Explícate —le pido, y beso con ternura su preciosa boca con la esperanza de que me devuelva la fortaleza que siempre me infunde. Nuestros labios se mueven lentamente, pegados, y sé qué hará que este beso dure eternamente si no lo detengo, de modo que lo hago, a regañadientes—. Habla.

—Estoy en deuda con ellos.

Intento mostrarme tranquila, pero esas palabras me llenan de temor. Hay dos preguntas que necesito formular en respuesta a esa afirmación, y no sé cuál debería plantearle primero.

—¿Por qué estás en deuda con ellos?

Edward parpadea incómodo. Veo que se vuelve más reacio a hablar conforme progresa la conversación y empieza a proporcionarme información. Sus escuetas respuestas son muestra de ello. Está obligándome a preguntarle en lugar de compartirlo conmigo abiertamente.

—Me proporcionaron control.

Otra respuesta confusa que suscita un montón de preguntas más.

—Explícate —digo con impaciencia, aunque estoy esforzándome al máximo por no parecerlo.

Me aparta la mano y apoya la cabeza hacia atrás.

—¿Recuerdas que te expliqué lo de mi talento?

Me quedo mirándole la coronilla, queriendo recordarle sus modales.

—Sí —respondo alargando la palabra y con cautela. Mi tono hace que se revuelva ligeramente.

—Mi talento me proporcionó cierta cantidad de libertad.

—No lo entiendo. —Cada vez estoy más confundida.

—Era un prostituto normal y corriente, Bella. No tenía ningún control y nadie me respetaba —explica haciendo que me encoja—. Hui del orfanato con quince años. Me pasé cuatro en la calle. Así fue como conocí a Bree. Me colaba en casas vacías en busca de cobijo. —Me trago mi sorpresa para no interrumpir su discurso, pero entonces se vuelve y me pilla con cara de pasmo—. Apuesto a que jamás habrías pensado que tu hombre era un experto abriendo cerraduras.

¿Qué quiere que responda a eso? No, jamás lo habría imaginado, pero tampoco se me habría pasado por la cabeza que fuera un chico de compañía, un drogadicto... Decido no seguir con esa línea de pensamiento. Podría llevarme horas. Y en cuanto a Bree..., ¿ella también era una indigente?

Edward sonríe ligeramente y aparta la vista de mi cara de estupefacción.

—Ellos nos encontraron. Nos dieron trabajo. Pero yo era guapo y, además, era bueno. De modo que me sacaron de la calle y me utilizaron para obtener el máximo partido de mí.

Glamour y sexo. Conmigo ganan una fortuna. Yo soy «el chico especial».

Me quedo helada, y siento cómo la vida escapa de mi cuerpo. Unos horribles escalofríos me ponen el húmedo vello de punta. Está pasando con demasiada frecuencia. Me he quedado sin palabras. ¿Lo sacaron de la calle?

—Tú eres mi chico especial. —No se me ocurre nada más que decir aparte de reafirmar mis sentimientos por él, de hacerle sentir que es algo más que una máquina de placer parlante y andante—. Eres mi chico especial, pero eres especial porque eres precioso y adorable, no porque me proporciones orgasmos que me dejan sin sentido.

Lo beso en la nuca y lo estrecho contra mí.

—Pero eso ayuda, ¿verdad? —replica.

—Bueno... —No puedo negarlo. Lo que me hace sentir físicamente es increíble, pero no tiene nada que ver con cómo me hace sentir emocionalmente.

Se ríe ligeramente y me enfado, no porque me parezca inapropiado que le vea la gracia a eso, sino porque yo no se la veo.

—Puedes decir que sí, Bella.

Tiro de su cara hacia la mía y lo veo sonriendo con picardía.

—Vale, sí, pero te quiero por razones que van más allá de tus habilidades sexuales.

—Pero soy bueno. —Su sonrisa se intensifica.

—El mejor.

La sonrisa se le borra de inmediato.

—Eleazar me ha llamado —dice entonces.

Me pongo tensa de nuevo. De los pies a la cabeza. Las cámaras estaban desconectadas, pero Eleazar me vio. ¿Se lo habrá contado a Edward? No estoy segura, aunque después de ver cómo perdió el control fuera de Ice aquella vez, Eleazar debería preferir callar. Me observa evaluando mi reacción. Debo de parecer totalmente culpable.

—Yo...

—No me lo digas. —Aparta la vista de mí—. Podría matar a alguien.

Me pongo a mirar a todas partes, dando gracias a todos los dioses porque Edward decidiera apagar las cámaras. Detesto haber reaccionado así, y detesto que él lo predijera. En un intento de desviar mi culpabilidad y los pensamientos de Edward, preparo mi siguiente pregunta.

—¿Y Bree?

—Los convencí para que la dejaran venir conmigo.

Quiero enfadarme con él por haberles pedido eso, pero la compasión me lo impide.

—Ser el chico especial tiene sus ventajas. —Suspira—. Yo elegía a mis clientas, decidía las fechas que me venían bien y establecía mis propias normas. Lo de no tocarme era condición sine qua non. No necesitaban tocarme para conseguir lo que querían, y estaba harto de que me utilizaran como un objeto. Besarse es algo demasiado íntimo.

Aparta mis piernas de su cuerpo y se vuelve despacio, de manera que queda tumbado de cara a mi torso, mirándome. Alargo la mano y le acaricio el mechón de pelo rebelde que le cae sobre la frente.

—Saborear a alguien es algo íntimo. —Se eleva deslizándose por mi cuerpo y hunde su lengua en mi boca, gimiendo y mordiéndome suavemente los labios—. Una vez que te probé a ti, supe que me estaba metiendo en algo que no debía. Pero, joder, es que sabes tan bien...

Rodeo de nuevo su firme cintura con las piernas y mi deseo se dispara al sentirlo fuertemente encerrado entre mis muslos y hace que me pregunte si seré capaz de liberarlo alguna vez. Creo que ahora lo entiendo un poco mejor. Sin contar con nuestro espantoso encuentro en el hotel, no ha hecho nada más que adorarme. Deja que lo toque y que lo bese.

Quiere intimidad conmigo.

—¿Quiénes son? —pregunto contra su boca.

De repente entiendo claramente las confusas palabras de Eleazar. Él lo sabe. Él sabe quiénes son «ellos».

—Moriría antes de exponerte a ellos. —Me muerde el labio y tira de él entre sus dientes—. Por eso necesito que confíes en mí mientras soluciono esto. —Me mira con ojos suplicantes—. ¿Lo harás?

—¿Qué tienes que solucionar? —No me gusta cómo suena eso.

—Muchas cosas. Por favor, te lo ruego, no te rindas. Quiero estar contigo. Para siempre. Solos tú y yo. Nosotros. Es lo único que sé ahora mismo, Isabella. Es lo único que quiero. Pero sé que harán todo lo posible para evitar que te tenga. —Levanta la mano, me acaricia la mejilla con la punta de un dedo y me pasa el pulgar por el labio inferior. Responde ante alguien; alguien desagradable—. Les debo mucho.

—¿Qué les debes? —inquiero. «¡Esto es absurdo!»

—Me sacaron de la calle, Bella. Para ellos, les debo la vida. Conmigo ganan mucho dinero.

No tengo ni la menor idea de qué decir, y sigo sin entender cómo «ellos», sean quienes sean, pueden mantenerlo en este mundo toda la vida. Una deuda de por vida me parece algo irracional. No pueden esperar eso de él.

—No he practicado sexo con nadie desde que te conocí, Isabella. Dime que me crees.

—Te creo —digo sin vacilar. Confío en él.

—Conozco a esas mujeres. No puedo permitir que la gente vaya haciendo preguntas. No puedo permitir que descubran lo tuyo, de ninguna manera.

De repente todo cobra sentido y el pánico se apodera de mí.

—Y ¿qué hay de aquella mujer de Quaglino’s? —Recuerdo su cara, primero de sorpresa, después de satisfacción, y por último de suficiencia. Dijo que no era una chismosa, pero no la creí.

—Conozco muchos trapos sucios sobre Bianca, y lo sabe. Ella no me preocupa.

No voy a molestarme en preguntar qué trapos sucios son ésos. No quiero saberlo.

—¿Y Eleazar y Bree? —le recuerdo. No confío en Bree lo más mínimo.

—No me preocupan —responde con firmeza, y no estoy segura de si eso me hace sentir mejor o peor.

¿Atado? ¿Engrilletado? ¿Moriría antes de exponerme a esa gente? Bree y Eleazar conocen a esa gente, y también conocen las consecuencias de nuestra relación.

Pero ¿cuánta gente nos ha visto juntos? Hemos estado en el club, de compras, en el parque.

Empiezo a mirar a todas partes.

—Podría habernos visto cualquiera. —Mi voz suena preocupada, y no me importa, porque lo estoy.

—He puesto en práctica una estrategia de control de daños donde era necesario.

—¡Espera! —Vuelvo a mirar a Edward—. ¿Recuerdas la noche en que acabé en el hospital?

Lo recuerda, y lo sé porque una expresión incómoda se dibuja en su rostro mojado, pero no le doy la oportunidad de confirmarlo o negarlo.

—Nos estaban siguiendo, ¿verdad? Dejaste allí tu coche y fuimos en metro porque nos estaban siguiendo. —¿Cuántas veces nos habrán seguido? ¿Cuántas veces me habrán seguido a mí?—. ¿Ya saben lo mío?

Edward suspira.

—Hay señales que indican que sí. Fui muy poco cuidadoso. Te he expuesto. Pensaba... —Se toma unos instantes pero no se le ocurre ninguna excusa.

¿«Señales»? No hace falta que me explique nada. Empiezo a darle vueltas a mi inocente cabeza.

—Me he ocupado de todos los que podían suponer un problema —añade.

—¿Cómo?

—No preguntes, Isabella.

Me pongo muy seria.

—Aquella mujer me vio en tu apartamento.

—Lo sé.

—¿Qué le has dicho?

De repente evita mis ojos, de modo que le tiro de la barbilla y arrugo los labios.

—Le dije que habías pagado.

—¿Qué? —Sofoco un grito—. ¿Le dijiste que soy una clienta?

—No sabía qué otra cosa decir, Isabella.

Sacudo la cabeza sin poder creer lo que me está diciendo. ¿Tengo pinta de pagar a cambio de sexo? Hago una mueca de dolor mientras las imágenes de billetes de mil dólares tirados sobre una mesa se proyectan en mi mente torturada.

—¿Qué pasó después de que Irina se fuera anoche? ¿Qué te hizo cambiar desde que volviste a la cama hasta que te has despertado esta mañana?

Se cerró completamente en banda, sin previo aviso ni razón.

—Me dijo algunas cosas y me hizo cavilar. —Parece avergonzado, y debería estarlo después de todas las veces que me ha regañado por hacer precisamente eso—. Me recordó mis obligaciones.

¿Obligaciones? Me va a estallar el maldito cerebro.

—Y ¿qué ha pasado hoy?

Tengo que saberlo. Me parece que hay demasiados testigos, aunque Edward parece seguro de que guardarán silencio.

Baja la vista.

—Me asusté.

—¿Por qué razón?

—Si antes ya castigaba a esas mujeres, ahora podría ser peligroso. Podría hacerles daño.

Frunzo el ceño, lo obligo a mirarme y veo temor en sus ojos, lo que no hace sino aumentar el mío.

—¿Por qué?

Toma aire de manera lenta y controlada y a continuación lo exhala acompañado de sus palabras.

—Porque, cuando las miro, veo un motivo por el que no puedo estar con mi dulce niña. —Deja que asimile sus palabras durante unos instantes. Entiendo lo que quiere decir—. Veo entrometidas.

Aprieto los labios con fuerza y las lágrimas inundan mis ojos doloridos.

—No puedo arriesgarme a tomarlas cuando lo único que veo es eso. Acabarán muertas. Pero, lo que es más importante: no puedo hacernos eso a nosotros.

Se me escapa un pequeño sollozo, y Edward se pega a mi cuerpo cubriéndome por todas partes. Mis brazos se aferran a su espalda mojada con fuerza.

—Tienes que esconderme —sollozo, detestando la cruda realidad que implica la vida de Edward.

—No quiero hacerlo. —Pega la boca a mi cuello y me chupa suavemente—. Pero van a ponerme esto difícil y tengo que protegerte. He intentado alejarme de ti, y sé que debería hacerlo, pero la fascinación que siento por ti es demasiado grande.

Sonrío a pesar de mi tristeza.

—Yo estoy demasiado fascinada por ti como para permitírtelo.

—Voy a solucionar esto, Isabella. No te rindas.

Me siento fuerte y decidida, y voy a infundirle esas sensaciones a Edward.

—Jamás. Y ahora voy a venerarte —declaro, y vuelvo el rostro hacia el suyo.

No sé qué futuro nos aguarda, y eso me asusta, pero me aterra la idea de una vida sin él. No tengo más opción que confiar en Edward y en que hace lo que considera más correcto. Él conoce a esta gente. No es sólo de las mujeres de quienes debo preocuparme.

—Voy a saborearte despacio —susurro.

Acerca el rostro lentamente al mío.

—Gracias —murmura, y entonces me absorbe con un beso largo, delicado y sin prisa.

Nuestras lenguas se enroscan con suavidad mientras él se pone de rodillas y me coloca sobre su regazo.

—Quiero venerarte yo a ti —farfullo contra su boca, sintiendo cómo intenta ponerse al mando.

—Tu petición ha sido recibida —me asegura, pero no cesa en el beso en el que tiene el control absoluto, y recorre con las manos cada milímetro de mi espalda—, y desoída.

Se levanta de la bañera sosteniéndome pegada a su cuerpo con firmeza. Baja los escalones y me transporta por el baño, parando a coger un condón del armario antes de dirigirse al dormitorio. Pero no se detiene en la cama, cosa que me extraña, y continúa dándome deliciosos lametones. Nos encontramos en el pasillo brevemente, antes de que Edward abra la puerta de su estudio. Entramos. Sonrío. El desorden y el caos de la habitación hacen que me sienta cómoda. Coge un dispositivo negro mientras me sostiene y pulsa unos cuantos botones y casi me echo a llorar cuando Demons de Imagine Dragons empieza a sonar desde todas partes.

—Joder, Edward —sollozo contra su boca, y dejo que la letra llegue a lo más profundo de mi ser.

—Pintemos algo perfecto —exhala, y apoya mi trasero húmedo sobre el borde de la mesa que ocupa toda la longitud de la pared.

Siento que golpeo objetos con mi cuerpo, pero él no parece estar horrorizado ni tener prisa por colocarlos en su sitio. Detiene nuestro beso y me deja jadeando en su cara cuando sus labios se alejan y me tumba sobre la mesa. Mi piel ardiente y mojada apenas siente el frío de la superficie. Estoy ardiendo. Me abro de piernas y él se coloca entre ellas.

—¿Te parece? —pregunta, y estira el brazo para acariciarme un pezón. La sangre de mi cuerpo se concentra al instante en mi sexo. Realmente es especial. Podría correrme ya.

Asiento y exhalo sonoramente cuando retuerce una de mis erectas protuberancias con suavidad, pero tengo los pechos sensibles, ansiosos por recibir su tacto.

—Te lo he preguntado una vez —dice con voz severa, muy serio, mientras saca el condón y lo desliza por su miembro con la mandíbula tensa.

Arqueo la espalda y aprieto los talones contra su culo, acercándolo hasta mí.

—Por favor —le ruego, olvidando todos mis planes de venerarlo.

Me aferro al borde de la mesa y cierro los ojos con fuerza.

—Me estás privando de ellos, Isabella. —Me coge el pezón y me lo retuerce suavemente entre sus dedos índice y pulgar—. Ya sabes cómo me hace sentir eso.

Lo sé, pero me está dejando sin sentido. La cabeza empieza a darme vueltas. Mis manos abandonan el borde de la mesa y se hunden en mi pelo empapado. Me estoy volviendo loca, y cuando desciende la mano hasta la parte interna de mi muslo y empieza a trazar provocadores círculos cerca de mi sexo palpitante, le expreso mi desesperación.

—¡Edward!

Los músculos de mi estómago se contraen, haciendo que mis hombros se despeguen de la mesa, y estiro los brazos hacia los lados y tiro recipientes de pinceles y paletas de pintura por todas partes, pero estoy demasiado extasiada como para preocuparme por ello, y a Edward no parece importarle un poco de desorden más. Sus ojos brillan y rezuman victoria. Me estoy retorciendo de placer y me cuesta respirar, y eso que todavía no me ha tocado en mi parte más sensible. Todo esto es demasiado: su tacto, mis pensamientos..., la profunda letra de la canción.

—Hago que te sientas viva —dice.

Hunde dos dedos en mí, y su acción hace que expulse todo el aire de los pulmones. Me dejo caer de nuevo sobre la mesa y lo miro directamente a la cara. Puede que el placer que me proporciona me ciegue, pero nada distorsionaría la visión de sus penetrantes ojos azules mientras observan cómo me retuerzo cuando me toca. Los tiene entornados, pero ejecuta cada parpadeo tan despacio como siempre, tomándose su tiempo en cerrarse antes de abrirse de nuevo.

—Hago que te preguntes cómo sobrevivirías sin mis atenciones hacia este cuerpo tan exquisito —prosigue. Saca los dedos lentamente y acaricia mi palpitante clítoris con el pulgar antes de hundirlos de nuevo—. Grita mi nombre, Isabella —ordena.

Me resulta casi imposible no cerrar los ojos, pero lo que sí que no puedo evitar es contener un alarido. Alcanzo el orgasmo. Mi cuerpo entra en shock. Intento aferrarme a algo pero no lo consigo, y el aire sale despedido de mi boca con un sonoro y ensordecedor alarido de su nombre muerta de placer. Él me mira. Su rostro permanece impasible y sus ojos victoriosos mientras mi sexo se contrae persistentemente alrededor de los dedos que mantiene profundamente hundidos dentro de mí. Los deja ahí y desciende el torso sobre mí, acercando la cara a la mía.

—Y yo me pregunto constantemente cómo podría sobrevivir sin el privilegio de colmarte de atenciones. —Me besa con dulzura en los labios—. Especialmente cuando llegamos a esta parte en concreto.

Dejo que me devore mientras me mete y me saca los dedos lentamente, ayudándome a recuperarme de mi estado de éxtasis mientras trabaja en mi boca con constantes gemidos de gratitud. Yo jamás podría venerarlo tan bien. Estoy segura de que no podría hacer que se sintiera tan a gusto y tan seguro.

—Ahora voy a tomarme mi tiempo haciéndote el amor. —Hunde la nariz en mi pelo y despega el torso del mío, exponiendo mi piel mojada al aire fresco del estudio—. Voy a demostrarte lo mucho que me fascinas.

Mis ojos buscan los suyos y nos quedamos mirando mientras él retira los dedos y los desliza sobre mi labio inferior para después lamerlos lentamente. Después se limita a observarme durante mucho rato. Su riguroso examen no me hace sentir incómoda pero, como siempre, hace que me pregunte qué pasa por esa compleja mente suya.

—¿En qué estás pensando? —pregunto en voz baja, y soy incapaz de resistirme a pasar un dedo por los definidos músculos de su estómago.

Él sigue su trayectoria y deja que lo palpe durante un momento antes de apartarme la mano y llevársela a los labios. Me besa todos los dedos de uno en uno, con la palma abierta, y después me coloca la mano con cuidado sobre mi pecho.

—Estoy pensando en lo preciosa que estás sobre mi mesa de pintura.

Sonrío ligeramente y él comienza a moverme la mano, animándome a seguir sus instrucciones y a masajear mi pecho. Un gemido escapa de mis labios y lanzo un suspiro largo de relajación.

—Estás preciosa en todas partes. —Se lleva la mano libre hasta la entrepierna y sofoca un pequeño grito cuando envuelve su erección por la base con la palma. Su mandíbula se tensa—. Joder, eres demasiado preciosa.

Mira hacia abajo, se guía hacia mi abertura y roza mi entrada. Empiezo a jadear, motivándolo a acariciarme nuevamente de manera tentadora. Esto es demasiado.

—¡No! —Me sorprendo a mí misma con mi repentina exclamación, y Edward me mira alarmado también—. ¡No me vuelvas loca, por favor!

Y entonces, su mirada de sobresalto se convierte en complicidad.

—Sé que te encanta pero, por favor, no me tortures.

Estoy desesperada y no me importa mostrarlo. Después de lo de hoy y de todo lo que ha pasado, no necesito que me atormente ni me mortifique.

Sin decir nada, se introduce lentamente dentro de mí, transfiriendo las manos a mis caderas y elevándome ligeramente. Mi preocupación disminuye y es sustituida inmediatamente por una agradable sensación de serenidad y calma. Me agarro el otro pecho, me relajo y dejo que me lleve al éxtasis, ese lugar en el que nuestros problemas y complicaciones no existen. Ese lugar en el que quiero perderme para siempre con Edward Masen.

Su veneración. Su boca. Sus ojos. Lo que más le gusta.

Su figura, larga y potente, me bombea lentamente de manera controlada. Sus músculos se contraen con cada movimiento de sus caderas y sus labios se separan mientras me observa. No hay tensión, no hay nada más que placer, pero su talento para proporcionar tal exquisita sensación no tarda en dejarme sin sentido, y la presión que noto entre las piernas empieza a abrirse camino hacia mi epicentro. Quiero que esto dure. Quiero seguir y seguir, de modo que aprieto los dientes y contraigo los músculos para intentar detener lo inevitable, o al menos retrasarlo de alguna manera.

Su mirada de concentración no ayuda. Ni tampoco la imagen de la perfección de su cuerpo.

Todas las cualidades adictivas de Edward son poderosas por separado. Pero combinadas, son letales.

—Me encanta ver cómo tu cuerpo lucha contra lo inexorable.

Me suelta la cintura, apoya la mano en mi garganta y empieza a descender por el centro de mi pecho hasta mi estómago. Gimo de placer y arqueo la espalda mientras él sigue entrando y saliendo de mí. Parece resultarle fácil mantener un ritmo constante, mientras que yo estoy al borde de dejar de resistirme.

—Me encanta sentir cómo se tensa todo tu cuerpo. —Traza suaves círculos sobre los tirantes músculos de mi estómago y yo gimoteo, esforzándome por seguir mirándolo, cuando lo único que quiero es echar la cabeza atrás y gritar su nombre—. Especialmente aquí. —Sale de mí y vuelve a entrar con determinación. Su mano regresa a mi cadera y sus movimientos se detienen mientras controlo mis gritos. Él también jadea ahora, y su cabello ondulado está empapado en sudor—. ¿Está funcionando, Bella? —pregunta con engreimiento, sabiendo perfectamente la respuesta.

—Nada funciona. —Me retuerzo bajo sus manos. Las mías abandonan mis pechos y empiezo a agitarlas hacia los lados. Golpeo algo de nuevo, pero esta vez siento una humedad distinta de la nuestra. Miro a un lado y veo mi mano cubierta de pintura y un bote con agua volcado junto a éste. La turbia solución avanza por la mesa en mi dirección—. ¡Joder! ¡Edward!

Levanto las manos y me aferro a sus antebrazos, clavándole las uñas en la carne. Su mandíbula se tensa, se le descompone el rostro e inclina la cabeza hacia atrás, pero sus ojos no se mueven. Contengo el aliento. Las chispas vencen y se abren paso hacia mi sexo.

Me gratifica con su ritmo constante y continuado. Entra lentamente. Sale lentamente. Me agarra con suavidad. Todo lo hace de manera relajada y decidida.

—¡¿Cómo?!... —grito. El misterio me enoja a pesar de mi estado de desenfreno—. ¿Cómo puedes controlarte tanto?

Se mueve, cambia la posición de los pies para disfrutar de más estabilidad y me coge las manos. Entrelaza los dedos con los míos y se acerca a mi rostro.

—Por ti. —Utiliza los brazos a modo de palanca, elevando mi cuerpo ligeramente con cada suave embestida. Me muerdo el labio, aceptando todas y cada una de sus delicadas arremetidas—. Quiero atesorar cada momento que puedo disfrutar de ti. —Tira con ímpetu con sus fuertes brazos y me incorpora, hundiéndose más en mí. Lanza un grito, y yo respondo con un alarido. Nuestros pechos chocan y él se detiene para dejar que me adapte a su penetración inconcebiblemente profunda. Respira contra mi rostro, con jadeos cortos, agitados y cargados de placer—. Te saboreo y quiero deleitarme en cada momento que paso contigo. —Sus labios atacan los míos con un beso voraz. Su entrepierna comienza a menearse de nuevo, ajustándose a su ritmo anterior—. Joder, Isabella, ojalá pudiera dedicar cada momento del día y de la noche a adorarte.

Su exquisita boca pierde algo de ternura cuando se hunde más en mí, y su beso se transforma en un beso lujurioso.

Mi ansia por mi caballero a tiempo parcial se intensifica. Pero nuestra cruda realidad la contiene. No puede dedicarme cada momento del día y de la noche. Está encadenado, y eso me hace sentir tremendamente impotente.

—Algún día —digo a través de nuestro beso sensual, moviendo la boca y mordiéndole el labio antes de hundir mi lengua de nuevo dentro de la suya y pegando los senos contra su pecho.

—Pronto —responde él, ladeando mi cabeza y descendiendo para chupar la piel húmeda de mi garganta—. Te lo prometo. No te decepcionaré —susurra besando suavemente el hueco antes de animarme a apartarme de la seguridad de su torso. Me mira y me colma de determinación y de fuerza—. No nos decepcionaré.

Asiento, y entonces dejo que me baje de nuevo hasta la mesa. Libera mis manos, alarga el brazo hacia un lado de mi cuerpo, coge algo y vuelve a posar las manos en mi vientre. Bajo la vista y veo la punta de su dedo índice cubierta de pintura roja. Ligeramente desconcertada, lo miro a los ojos y veo que está centrado en mi barriga. Entonces arrastra un dedo por mi piel mientras empieza a penetrarme suavemente de nuevo, reanimando el persistente clímax.

Comienzo a notar un cosquilleo y siento una tremenda satisfacción al ver a Edward concentrado en su tarea mientras deja que su miembro entre y salga sin esfuerzo dentro de mí.

De manera lenta y pausada, desempeña ambas funciones: pintar en mi vientre y hacerme el amor. Pero a mí se me agota el tiempo.

—Edward —jadeo arqueando la espalda y formando una bola con el puño. Estoy a punto, efervescente.

—Me encanta sentirte —susurra, y corcovea las caderas un poco, lo que provoca que deje escapar un alarido al tiempo que él emite un grito grave—. Siento tus palpitaciones alrededor de mí —jadea—. ¡Joder, Isabella!

—¡Por favor! —ruego, y empiezo a sacudir la cabeza mientras me sumo en un torbellino de sensaciones intensas. No hay vuelta atrás. Voy a estallar en mil pedazos. Me agarra de los muslos con las dos manos y empieza a tirar de mí contra él, no con una fuerza extrema, pero bastante más potente de lo que suele hacerlo—. ¡Vaya!

Intento desesperadamente contenerlo, mantener un poco el control en medio de mi absurdo placer para poder verle la cara mientras se corre. Lo miro y me vuelvo loca cuando compruebo que echa la cabeza atrás, con la mandíbula a punto de romperse por la presión de sus dientes apretados. Ahora nuestros cuerpos chocan sonoramente y con cada golpe aumenta nuestro placer.

Y entonces sucede.

Para los dos.

Edward se hunde en mí, lanza un rugido y se detiene profundamente. Yo grito su nombre y estallo. Pierdo la capacidad de visión, mis músculos internos se contraen espasmódicamente al igual que mi cuerpo.

—Joder —digo exhalando satisfecha y lentamente, recuperando por fin algo parecido a la visión normal y encontrando su pecho hinchándose y deshinchándose y su rostro empapado de sudor.

Miro mi vientre y veo unas cuantas líneas, pero él cubre rápidamente con la mano las letras y las emborrona extendiendo la pintura por todas partes. Ahora las palabras no son más que una gran mancha de tinte rojo.

Su cuerpo cae sobre mí y sus labios buscan los míos.

—No he podido controlarme más. Lo siento. Lo siento muchísimo.

Prestando especial atención a mi boca, me cubre de besos. El cuerpo. La boca... El corazón.

Sonrío y lo abrazo, sosteniéndolo entre mis brazos y devolviéndole el beso.

—Había sentimiento —digo en voz baja contra su boca.

La ausencia de éste durante mi encuentro en aquel hotel con su yo castigador era el problema, no necesariamente la violencia con la que me tomó. Fue lo poco cariñoso y lo frío que se mostraba.

Edward entierra el rostro en el hueco de mi cuello.

—¿Te he hecho daño?

—No —le aseguro—. Únicamente siento dolor cuando estamos separados.

Se incorpora lentamente, revelando su pecho cubierto de pintura.

—Acabamos de pintar un cuadro perfecto, mi dulce niña.

Sonrío y exhalo.

—Tararéame.

Él sonríe a su vez y me regala una de sus cualidades más maravillosas.

—Hasta que no me quede más aliento en los pulmones.

Capítulo 25: Capítulo 24 Capítulo 27: Capítulo 26

 
14439754 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10757 usuarios