Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49580
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


Actualizaciones: Lunes, miércoles y viernes

 

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 3: Capítulo 2

En cuanto termina el pico de trabajo del mediodía en la cafetería, Alice se pega a mí como una lapa.

—Cuenta —dice al sentarse a mi lado en el sofá.

—No hay nada que contar.

—¡Venga ya! Si llevas toda la mañana con la misma cara que un bulldog que está intentando tragarse una avispa.

Con el rabillo del ojo veo sus labios de color rosa chillón formar una fina línea de impaciencia.

—¿Con cara de qué?

—De asco.

—Me ha enviado un mensaje al móvil —mascullo. No voy a contarle el resto—. Para preguntarme cómo estoy.

Se mofa, coge mi lata de Coca-Cola y le da un sorbo ruidoso.

—Cabrón arrogante.

Salto sin pensar.

—¡No es un cabrón! —grito a la defensiva, y cierro la boca en el acto.

Me hundo en el sofá en cuanto veo la mirada de Alice.

—No es un cabrón y tampoco un arrogante —digo con calma. Era atento, cariñoso y considerado..., cuando no estaba siendo un cabrón arrogante. O el chico de compañía más famoso de Londres. Bajo la cabeza con un suspiro. Caer en los brazos de alguien que se dedica a la prostitución es mala suerte. Y cuando te pasa por segunda vez..., en fin, los hados no saben lo que se hacen.

Alice me da un apretón en la rodilla.

—Espero que no te molestaras en responderle.

—No podría ni aunque quisiera —digo levantándome.

—¿Por qué?

—Se me ha roto el móvil.

Dejo a Alice con el ceño fruncido y no le doy más explicaciones.

Lo único que le he contado sobre la ruptura con Edward es que había otra mujer. Así es mucho más fácil. No puedo explicarle la verdad.

Cuando entro en la cocina, Garrett y Paul están riéndose como hienas, cada uno con un cuchillo gigante en una mano y un pepino en la otra.

—¿Qué tiene tanta gracia? —pregunto.

Los dos se callan en el acto y ponen cara de pena al ver mi cuerpo enclenque y mi mirada vacía. Me quedo de pie, en silencio, y los dejo que lleguen a la única conclusión posible: todavía estoy como si me hubiera pasado un camión por encima.

Garrett es el primero en volver a la acción. Me señala con el cuchillo y se obliga a sonreír.

—Que Bella haga de juez —dice—. Ella será justa.

—¿Juez de qué? —pregunto apartándome de la hoja del cuchillo.

Paul baja la mano de Garrett con un gesto de superioridad y me sonríe.

—Estamos haciendo un concurso a ver quién de los dos trocea pepinos más deprisa. El tonto de tu jefe cree que puede ganarme.

No es mi intención, pero me río. Paul y Garrett no se lo esperaban y pegan un brinco. He visto a Paul cortar pepinos, o al menos lo he intentado. Es tan rápido que durante unos segundos su mano no es más que un borrón. Cuando vuelves a verla es porque ha terminado de cortar en perfectas lonchas la verdura en cuestión.

—¡Buena suerte!

Garrett me sonríe con entusiasmo.

—No la necesito, Bella. —Abre las piernas y coloca el pepino en la tabla de cortar—. Cuando quieras.

Paul pone los ojos en blanco y se aparta, cosa que es de sabios, a juzgar por el modo en que Garrett tiene cogido el cuchillo.

—¿Lista para cronometrarnos? —Me entrega un cronómetro.

—¿Hacéis esto a menudo? —pregunto poniéndolo a cero.

—Sí —responde Garrett concentrándose en el pepino—. Me ha ganado con el pimiento, la cebolla y la lechuga, pero el pepino será mío.

—¡Ya! —grita Paul, y pulso rápidamente el botón de inicio mientras Garrett se pone en acción y acuchilla a su pobre pepino.

—¡Listo! —exclama al poco sin aliento, levantando la vista hacia mí. Está sudando—. ¿Cuánto he tardado?

Miro el cronómetro.

—Diez segundos.

—¡Toma! —grita saltando en el aire, y rápidamente Paul le confisca el cuchillo—. ¡Supera eso, señor MasterChef!

—Pan comido —responde Paul.

Toma posición delante de la tabla de cortar y limpia los restos de pepino desmembrado antes de colocar el suyo.

—Cuando quieras —me indica.

Pongo el cronómetro a cero justo a tiempo. Garrett exclama:

—¡Ya!

Como imaginaba, Paul corta el pepino con destreza y elegancia, nada que ver con la masacre de Garrett.

—Listo —proclama muy tranquilo. Ni está sudando ni le falta el aliento, cosa que contrasta con su sobrepeso.

Miro el cronómetro y sonrío.

—Seis segundos.

—¡Venga ya! —grita Garrett acercándose y arrebatándome el reloj de las manos—. Seguro que has empezado a cronometrar tarde.

—¡De eso, nada! —Me echo a reír—. Además, Paul lo ha cortado en rodajas y tú lo has destrozado.

Parpadea incrédulo, y Paul se echa a reír conmigo y me guiña el ojo.

—Pues ya tenemos el pimiento, la cebolla, la lechuga y el pepino.

Paul coge un rotulador y hace una marca junto a un dibujo muy básico de un pepino que cuelga de la pared.

—Qué asco —rezonga Garrett—. Si no fuera por el crujiente de atún, serías historia, aguafiestas.

El mal perder de Garrett hace que aún nos entren más ganas de reír, y nos desternillamos cuando nuestro jefe se marcha malhumorado.

—¡Límpialo todo! —nos grita a lo lejos.

—Estos hombres...

Paul me sonríe con afecto.

—Da gusto volver a verte reír, Bella.

Me da una palmadita en el brazo, sin pararse a charlar más, y se acerca a los fogones a mover una sartén que hay en el fuego. Silba feliz y me doy cuenta de que el cabreo en ebullición que tenía se me ha pasado por completo. Distraerme. Necesito distraerme.

La tarde se me hace eterna, lo que no es un buen augurio. Me toca cerrar la cafetería con Paul. Alice ha tenido que marcharse pronto para ir a su pub habitual a coger sitio para ver a su grupo favorito, que toca esta noche. Me ha perseguido durante media hora intentando engatusarme para que fuera con ella pero, por lo que me ha dicho, el grupo es de heavy metal, y yo ya tengo la cabeza como un bombo.

Paul me da otra palmadita amigable en el hombro, está claro que el hombretón se siente incómodo con mujeres emocionales. Luego echa a andar hacia el metro y yo me marcho en dirección contraria.

—¡Eh, muñeca!

Oigo la voz de Gregory a mi espalda, y me vuelvo. Viene corriendo hacia mí con sus pantalones militares y una camiseta, con aspecto desaliñado.

—Hola. —Lucho contra el impulso de hacerme un ovillo para evitar tener que escuchar otro sermón.

Me alcanza y echamos a andar hacia la parada del autobús.

—He intentado llamarte un millón de veces, Bella —dice entre preocupado y enfadado.

—Mi móvil está k. o.

—¿Y eso?

—No tiene importancia. ¿Estás bien?

—Pues no. —Me mira con reproche—. Me preocupas.

—No hace falta que te preocupes —mascullo sin añadir más.

Al igual que Alice, no sabe nada de chicos de compañía y habitaciones de hotel, y tampoco tiene por qué enterarse. Mi mejor amigo ya odia bastante a Edward Masen. No necesito darle munición extra. Estoy bien.

—Soplapollas —me suelta.

No le sigo el juego, sino que cambio de tema.

—¿Ya has hablado con Benjamin?

Gregory coge aire muy despacio.

—Apenas. Me cogió el teléfono una vez para decirme que lo dejara en paz. El soplapollas que odia tu café le ha metido el miedo en el cuerpo.

—Ya, y ¿quién tuvo la culpa de eso? Dijiste que no permitirías que me ocurriera nada aquella noche, pero justo cuando más te necesitaba, desapareciste con Benjamin.

—Ya lo sé —suspira—. No pensaba con claridad.

—Ya te digo —confirmo, y me regaño mentalmente por ser tan gruñona.

—Y ahora Ben no quiere saber nada de mí —añade.

Alzo la vista y veo una expresión de dolor que no me gusta nada. Se está pillando de un hombre que finge ser lo que no es... Un poco como Edward Masen. ¿Estaría fingiendo todo el tiempo que estuvimos juntos?

—¿Nada de nada? ¿No te habla?

Gregory suspira.

—Aquella noche se llevó a una mujer a casa y le encantó poder restregármelo por la cara.

—Ah. No me lo habías dicho.

Se encoge de hombros para que parezca que no le importa.

—Me dolía el ego. —Me mira fingiendo indiferencia—. Tienes la cara roja. ¿Todavía?

—He ido al gimnasio esta mañana. —Me llevo la mano a la frente. Lleva caliente todo el día.

—¿Ah, sí? —pregunta sorprendido—. Qué bien. ¿Qué has hecho? —Empieza a bailar a mi alrededor—. ¿Entrenamiento de resistencia? ¿Yoga? —Pone la postura más obscena posible y me mira sonriente—. ¿El perro que mira al suelo?

No puedo evitar devolverle la sonrisa cuando lo enderezo.

—Le he dado una paliza a un saco lleno de piedras.

—¿De piedras? —se burla—. En realidad, los sacos están llenos de granos de arena.

—Pues pesaban como piedras —refunfuño mirándome los nudillos, llenos de ampollas.

—¡Joder! —Gregory me coge las manos—, le has dado bien, veo. ¿Te ha hecho sentirte mejor?

—Sí —confieso—. Y, oye, no dejes que Ben te maree.

Se atraganta a media carcajada.

—Perdóname si no hago caso de tu consejo, Isabella. Y ¿qué hay de ti? ¿Sabes algo del cabrón que odia tu café?

Resisto el impulso de volver a defender a Edward y de contarle a mi amigo lo del mensaje de móvil.

—No —miento—. Mi teléfono está roto, así que nadie puede hablar conmigo.

De repente me encanta la idea, y no cabe duda de que ayudará en caso de que Edward decida volver a escribirme.

—Ésa es mi parada —digo señalándola.

Gregory se agacha y me besa en la frente. Me mira con simpatía.

—Esta noche ceno con mis padres, ¿te vienes?

—No, gracias.

Los padres de Gregory son encantadores, pero mantener una conversación requiere de más voluntad de la que tengo ahora.

—¿Nos vemos mañana? —suplica—. Por favor, salgamos mañana.

—Vale, mañana.

Ya encontraré el entusiasmo que necesito para un análisis completo mañana; sólo espero que la conversación verse sobre la loca vida amorosa de Gregory y no sobre la mía.

Su sonrisa de felicidad es contagiosa.

—Nos vemos, muñeca.

Me pasa la mano por el pelo y se va al trote. Yo me quedo esperando el autobús y, como si los dioses supieran que estoy de mal humor, abren los cielos para que se me derramen encima.

—¡Lo que me faltaba! —exclamo cubriéndome la cabeza con la chaqueta.

Qué suerte la mía: la parada no es de las que tienen un banco y una marquesina. Y, para más inri, todos los que están esperando el autobús conmigo llevan paraguas y me miran como si fuera tonta. Lo soy, pero no es sólo por no llevar paraguas.

—¡Mierda! —maldigo mientras busco un portal o cualquier otro sitio en el que guarecerme de la lluvia.

Miro a un lado y a otro, pero nada. Suspiro, dándome por vencida. Toca mojarse bajo la lluvia. Este día no podría ser peor ni más largo.

Pero me equivocaba. De repente ya no siento la lluvia que golpea mi piel ni el estridente sonido que produce al caer con fuerza contra el asfalto porque tengo la cabeza saturada de palabras. Sus palabras.

El Mercedes negro aminora y se acerca a la parada de autobús. Es el Mercedes de Edward.

Por instinto, porque sé que no querrá mojar su traje perfecto, doy media vuelta y echo a correr en dirección contraria al caos de la hora punta de Londres, que va a juego con mi estado mental.

—¡Bella! —grita, aunque apenas si lo oigo, puesto que la lluvia cae atronadora—. ¡Bella, espera!

No me queda otra que pararme cuando llego al final de la acera. El semáforo está verde y los coches pasan a toda velocidad. Estoy rodeada de peatones que esperan para poder cruzar y todos llevan paraguas. Frunzo el ceño al ver que los que tengo a los lados dan un salto hacia atrás pero, para cuando averiguo por qué, ya es demasiado tarde. Un camión pasa zumbando por encima de un charco de barro y levanta olas marrones contra mí.

—¡No! —Se me cae la chaqueta del susto cuando el agua helada me cala hasta los huesos—. ¡Mierda!

El semáforo cambia de color y todo el mundo echa a andar. Parezco una rata mojada en la cuneta, temblando y con el rostro bañado en lágrimas.

—Bella. —Oigo la voz de Edward a lo lejos, pero no sé si se oye tan bajito por la distancia o porque la lluvia ahoga sus palabras.

No tardo en sentir su mano cálida en mi brazo empapado y me sorprende que se haya atrevido a aventurarse fuera del coche, a pesar del terrible efecto que el agua va a tener en su traje.

Lo aparto de un empellón.

—Déjame en paz.

Me agacho para recoger la chaqueta empapada del suelo mientras lucho por contrarrestar el nudo que tengo en la garganta y las chispas que ha producido su mano en mi piel helada y húmeda.

—Isabella.

—¿De qué conoces a Charlie Swan? —le suelto mirándolo a la cara.

Ah, está seco y a salvo bajo un paraguas gigante. Debería haberlo imaginado. Mi propia pregunta me ha pillado por sorpresa y es evidente que a Edward también, porque retrocede. Hay miles de preguntas que debería hacerle, pero mi mente ha decidido empezar por ésa.

—Eso no importa.

La evasiva me hace insistir.

—Discrepo —le espeto.

Lo sabía. Lo ha sabido desde entonces. Es posible que sólo mencionara el nombre de pila de Charlie cuando le abrí mi corazón y le conté a Edward todo sobre mi madre, pero él sabía exactamente de quién estaba hablando, y ahora estoy segura de que ésa fue la principal causa de su sorpresa y de su reacción violenta.

Debe de haber visto mi determinación, porque su expresión impasible se torna de reproche.

—Conoces a Swan y me conoces a mí —dice tensando la mandíbula. Quiere decir que sé a qué se dedican los dos—. Nuestros caminos se han cruzado a lo largo de los años.

Por la amargura que emana de su cuerpo, llego rápidamente a la siguiente conclusión:

—No le caes bien.

—Ni él a mí.

—¿Por qué?

—Porque mete las narices donde no lo llaman.

Me río para mis adentros. No podría estar más de acuerdo. Bajo la vista, las gotas de lluvia salpican la acera. Lo que Edward acaba de decir confirma mis miedos. Estaría engañándome a mí misma si pensara por un instante que Charlie va a desaparecer por donde vino sin intentar descubrir qué clase de relación tengo con Edward. Aprendí muchas cosas sobre Charlie Swan, y una de ellas es que le gusta estar al corriente de todo. No quiero tener que explicarme ante nadie, y mucho menos ante el antiguo chulo de mi madre. Tampoco le debo ninguna explicación.

Los zapatos de color tostado de Edward aparecen en mi campo de visión.

—¿Cómo estás, Isabella?

Me niego a mirarlo. Esa pregunta ha vuelto a cabrearme.

—¿A ti cómo te parece que estoy, Edward?

—No lo sé. Por eso he estado intentando contactar contigo.

—¿De verdad no lo sabes? —Lo miro sorprendida. Sus rasgos perfectos me hacen daño en los ojos. Bajo la mirada al instante. Si lo observo durante demasiado tiempo es posible que no consiga olvidarlo nunca.

Demasiado tarde.

—Me hago una idea —musita—. Te dije que me aceptaras tal y como soy, Bella.

—Pero yo no sabía quién eras —mascullo sin apartar la vista de las gotas de lluvia que caen en mis pies, furibunda porque se ampare en esa pobre excusa para salir del paso—. Lo único que acepté fue que eras diferente, con tus modales inflexibles y tu obsesión por tenerlo todo más que perfecto. Puede resultar muy molesto pero lo acepté, y hasta empezaba a considerarlo adorable.

Debería haber elegido cualquier otra palabra —atractivo, encantador, tierno...— excepto adorable.

—No soy tan malo —protesta débilmente.

—¡Lo eres! —Lo miro. Está muy serio. No es nada nuevo—. ¡Mírate! —Paso el dedo por su traje seco—. Estás aquí, bajo la lluvia, con un paraguas que podría mantener seco a medio Londres porque quieres proteger tu pelo perfecto y tu traje caro.

Parece un poco abatido cuando mira primero el traje y luego a mí. A continuación arroja el paraguas sobre la acera y la lluvia lo empapa en un instante. Los mechones ondulados caen sobre su cara y por sus mejillas, y el traje caro se le pega al cuerpo.

—¿Contenta?

—¿Crees que basta con que te mojes un poco para arreglar las cosas? ¡Te ganas la vida follándote a mujeres, Edward! ¡Y me follaste a mí! ¡Me convertiste en una de ellas!

Me tambaleo hacia atrás, mareada por la rabia y las imágenes de lo que pasó en la habitación de hotel. El agua que baja por sus mejillas está hirviendo.

—No hace falta que te pongas soez, Isabella.

Retrocedo intentando contenerme.

—¡Que os jodan a ti y a tu moral retorcida! —grito, y a Edward se le tensa la mandíbula—. ¿Has olvidado lo que te conté?

—¿Cómo iba a olvidarlo?

Cualquiera pensaría que está impasible, pero yo veo el tic en la mejilla y la ira en su mirada, he aprendido a interpretarla bien. Creo que tiene razón, que emocionalmente no está disponible, pero yo he experimentado emociones con él, emociones increíbles, y ahora me siento estafada.

Me aparto el pelo mojado de la cara.

—La impresión que te llevaste cuando confié en ti, cuando te conté mi historia, no era porque me pusiera en aquella situación ni tampoco por mi madre. Era porque lo que describí era tu vida, con la bebida y la gente rica, aceptando regalos y dinero. Y porque conocías a Charlie Swan.

Estoy conteniendo mis emociones de maravilla. En realidad, lo que quiero es gritarle sin parar y, si no me contesta pronto, es posible que empiece a hacerlo. Esto es lo que debería haberle dicho antes. No debería haberlo manipulado para que me follara ni haberme puesto en el lugar de esas mujeres para demostrar nada... Todavía no he digerido lo que quería demostrar. En ocasiones la rabia nos hace cometer estupideces, y yo estaba muy enfadada.

—¿Por qué me invitaste a cenar? —inquiero.

—Porque no sabía qué otra cosa hacer.

—No hay nada que puedas hacer.

—Entonces ¿por qué viniste? —pregunta.

Me pilla por sorpresa.

—¡Porque estaba furiosa contigo! ¡Los coches caros y los objetos de lujo no lo justifican! —grito—. ¡Porque hiciste que me enamorara del hombre que no eres!

Estoy helada, pero no tiemblo de frío. Estoy cabreada. Me hierve la sangre en las venas.

—Eres mi hábito, mi vicio, Isabella Taylor. —Lo dice sin emoción alguna—. Me perteneces.

—¿Te pertenezco?

—Sí.

Da un paso adelante y yo doy uno hacia atrás para guardar una mínima distancia de seguridad entre nosotros. No es fácil cuando lo tengo tan cerca.

—Creo que te equivocas. —Levanto la barbilla y procuro mantener la voz firme—. El Edward Masen que conozco aprecia y valora sus pertenencias.

—No digas eso. —Me coge del brazo pero lo aparto de un tirón.

—Querías continuar con tu vida secreta, follándote a una mujer detrás de otra, y querías que yo estuviera siempre disponible para follarme cuando volvieras a casa. —Me corrijo mentalmente. Sus palabras fueron para desestresarse. Lo llame como lo llame, sigue siendo lo mismo.

Me deja petrificada con su mirada.

—Nunca te he follado, Bella. Lo único que he hecho ha sido venerarte. —Da un paso adelante—. A ti siempre te he hecho el amor.

Cojo aire, con calma.

—En aquella habitación de hotel no me hiciste el amor.

Cierra los ojos un momento y, cuando los abre, son un mar de angustia.

—No sabía lo que hacía.

—Hacías lo que mejor sabes hacer, Edward Masen —le espeto.

Odio el veneno que destilan mis palabras y la expresión de susto que cruza su rostro perfecto al escucharlas. Muchas mujeres pensarían que eso es lo que mejor sabe hacer el chico de compañía más famoso de Londres, pero yo sé que no es así. Y, en el fondo, Edward también.

Me observa un momento. Su mirada es un remolino de cosas que nunca me ha dicho. Es entonces cuando lo comprendo.

—Crees que soy una hipócrita.

—No —dice sin convicción—. Acepto lo que hiciste cuando te escapaste de casa y te entregaste... —Se detiene, no puede terminar la frase—. Acepto la razón por la que lo hiciste. Lo odio. Hace que todavía odie más a Swan. Pero lo acepto y te acepto a ti.

La vergüenza me corroe y por un instante me fallan las fuerzas.

Me acepta y, leyendo entre líneas, quiere que yo lo acepte a él: «Acéptame tal y como soy, Bella».

No debería. No puedo.

Pasa una eternidad en la que mentalmente he repasado todas las razones por las que debería salir corriendo. Le sostengo la mirada y pronuncio mi versión de sus palabras:

—No quiero que otras mujeres te saboreen.

Se relaja y exhala derrotado.

—No es tan fácil dejarlo —dice.

Es como si me hubiera pegado un tiro en la frente y, como no hay nada más que añadir, doy media vuelta, echo a andar y dejo atrás a mi perfecto Edward Masen, que sigue igual de perfecto bajo la incesante lluvia.

Capítulo 2: Capítulo 1 Capítulo 4: Capítulo 3

 
14439838 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10757 usuarios