Una noche traicionada (2)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/04/2018
Fecha Actualización: 17/06/2018
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 6
Visitas: 49564
Capítulos: 28

La apasionante historia entre Bella y el misterioso E continúa.

E sólo quiere una noche para adorarla y traspasar los límites del placer con ella, pero desde el instante en que sus miradas se cruzaron nació un intenso romance entre estos dos polos opuestos que se necesitan y se rehúyen al mismo tiempo. Cargado de misterios y secretos, E deberá dar un paso adelante para mantener a Bella a su lado. El enigmático E tiene muchas cosas que contar…

«Tengo una petición»

«Lo que quieras»

«Nunca dejes de quererme»

 

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer la historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada.  

 

 


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Capítulo 23: Capítulo 22

—Eleazar —saluda Edward, y me guía de la nuca por delante del encargado de su club sin que parezca importarle la expresión de preocupación de su rostro.

La verdad es que parece intranquilo, y aunque por lo visto él no tiene problemas en pasarlo por alto, yo no puedo.

—¿Bella? —dice Eleazar a modo de pregunta, como si estuviera sorprendido de verme.

Una vez me dijo que Edward era feliz en su pequeño mundo privado y meticuloso. Pero yo sé que no es verdad. Edward no era feliz. Puede que fingiera serlo, pero yo sé, porque me lo ha dicho él mismo, que hoy lo ha pasado de maravilla.

Es evidente que Eleazar no sabe qué pensar del hombre empapado y desaliñado que tiene delante. Yo no digo nada. Sólo le sonrío levemente a modo de saludo mientras desaparecemos de su vista.

—No le gusto —susurro en voz baja, casi de mala gana, planteándome si preguntar el motivo será una pérdida de tiempo.

—Se preocupa demasiado —responde Edward cortante mientras me guía por el laberinto de pasillos que llevan a su despacho.

Sé que Eleazar se opone a lo nuestro, como todos los demás, y no estoy segura de por qué su desaprobación me preocupa más que la del resto de los entrometidos. ¿Por su aspecto? ¿Por sus palabras? Y ¿por qué Edward no se cabrea con él como con los demás?

Introduce el código en el teclado numérico, empuja la puerta y nos encontramos de inmediato con el perfecto orden que reina en su despacho. Todo está como tiene que estar.

Excepto nosotros.

Miro mi cuerpo empapado y después el de Edward y pienso en el aspecto tan desastroso que tenemos. Curiosamente, ahora que estoy rodeada de la familiaridad y la exactitud de su mundo, me siento incómoda e... inapropiada.

—¿Isabella?

Me vuelvo hacia Edward, que está junto al mueble bar sirviéndose un whisky mientras se quita la corbata.

—Perdona, estaba fantaseando.

Me obligo a salir de mi ensoñación y cierro la puerta detrás de mí.

—Siéntate —dice señalando la silla que está detrás de su mesa—. ¿Quieres tomar algo?

—No.

—Siéntate —insiste cuando ve que sigo junto a la puerta unos segundos después—. Vamos.

Miro mi vestido, y después la elegante silla de Edward. Ya me preocupaba bastante sentarme en su coche empapada, y ahora me enfrento a su preciosa silla de piel del despacho.

—Pero estoy toda mojada —digo tirando del dobladillo de mi vestido y soltándolo, dejando que se pegue contra mi muslo para demostrárselo. No sólo estoy mojada: estoy chorreando.

Detiene el vaso frente a sus labios y recorre con la vista todo mi cuerpo, observando el desastre que estoy hecha. O tal vez no. Sus ojos aterrizan en mi pecho y después ascienden hasta los míos. Se han tornado nublados.

—Me gusta verte mojada. —Me señala con el vaso y su mirada feroz acaba con mi sensación de frío y enciende mi latente deseo.

Mi cuerpo se enciende y mi respiración se agita bajo el calor de sus fríos ojos azules.

Empieza a acercarse a mí, tranquilo, pausado, y con un millón de emociones reflejadas en sus ojos. Deseo, lujuria, determinación y muchas más, pero no tengo la ocasión de continuar elaborando mi lista mental porque desliza su brazo libre por debajo de mi culo y me eleva hasta su boca. El olor y el sabor del whisky me traen a la memoria a un Edward ebrio, pero las atenciones con las que me colma su divina boca pronto hacen que lo olvide. Nuestra ropa empapada se pega, y hundo los dedos en su cabello alborotado. Éste es un beso lento, meticuloso y suave. Gime de placer y mordisquea con ternura mi labio inferior cada vez que se aparta para darme piquitos y después vuelve a introducir la lengua en mi boca.

—Necesito desestresarme —farfulla, y me echo a reír. Creo que no lo he visto nunca tan relajado—. ¿Qué te parece tan gracioso?

—Tú. —Me aparto y me tomo mi tiempo palpando su rostro, deleitándome en la aspereza de su incipiente barba—. Tú eres gracioso, Edward.

—¿En serio?

—Sí.

Ladea la cabeza pensativo mientras me lleva hasta su mesa con un solo brazo.

—Nunca me habían llamado gracioso.

Me coloca sobre su silla de piel de cara a su impoluto escritorio. Tengo una absurda sensación de calma cuando veo que todo está en su sitio, concretamente el único objeto que decora siempre su mesa: un teléfono.

—¿No tienes ordenador? —pregunto.

Golpetea la sección de la mesa que oculta todas las pantallas y yo sonrío. Qué... ordenado.

—Te he prometido que no tardaría.

—Es verdad —digo, y me apoyo en el respaldo de la silla—. ¿Qué tienes que hacer?

Ahora empiezo a preguntarme dónde guarda todo el papeleo, los archivos y los documentos.

Se quita la corbata plateada que adorna su cuello y la chaqueta y se queda en chaleco y camisa.

—Tengo que hacer unas llamadas y demás.

—Y demás... —susurro mientras observo cómo deposita su bebida con cuidado sobre la mesa y se arrodilla en el suelo al otro lado.

Apoya los antebrazos sobre la superficie blanca y me mira con aire pensativo. Eso hace que me hunda más todavía en el respaldo. ¿Qué va a decirme?

—Tengo que pedirte algo.

Me pongo en alerta.

—¿El qué?

Sonríe ante mi evidente preocupación y se mete la mano en el bolsillo.

—Quiero que tengas esto —dice. Coloca algo sobre la mesa pero mantiene la mano encima para que no pueda ver lo que hay debajo.

Miro la mano y lo miro a él, y mi recelo se intensifica.

—¿Qué es?

Sonríe un poco más, y detecto que está nervioso, lo que no hace sino ponerme más nerviosa a mí también.

—Una llave de mi apartamento. —Levanta la palma y revela una llave Yale.

Mis músculos se relajan y mi mente se niega a centrar la atención hacia el lugar donde mis estúpidos pensamientos se estaban dirigiendo.

—Una llave —digo entre risas.

—Puedes quedarte en mi casa siempre que quieras. Entrar y salir a tu antojo. ¿La aceptas? —Parece esperanzado mientras la desliza por la mesa hacia mí.

Pongo los ojos en blanco, y entonces sofoco un grito cuando la puerta se abre de repente y veo entrar a Bree, tambaleándose.

—¡Mierda! —maldigo entre dientes, y el miedo acelera mi corazón.

Edward se levanta al instante y atraviesa la habitación.

—Bree —suspira con aire cansado, y hunde sus anchos hombros cuando se detiene.

—¡Vaya, hola! —dice ella riendo y apoyándose en el marco de la puerta.

Está borracha, pero borracha de verdad, no sólo achispada. Esto pinta mal, pero por muy ebria que esté, sigue teniendo un aspecto asquerosamente perfecto. Fija los ojos en Edward; bueno, lo de fijarlos es un decir, dada su condición. Ni siquiera se ha percatado de que estoy aquí. Soy invisible.

—¿Qué haces aquí?

—Han cancelado mi cita —dice agitando una mano en el aire con indiferencia antes de cerrar la puerta con tanta fuerza que hace temblar las paredes del despacho.

Mi mirada oscila entre ambos, y me alegra ver que lleva sólo un segundo aquí y la paciencia de Edward ya parece haberse agotado. Espero que la eche de la habitación de nuevo.

Lo que no me gusta es la mirada inquisitiva de Bree hacia Edward. Y sé la razón.

—¡Mira qué pinta tienes! —Está estupefacta, y yo me quedo igual cuando se tambalea hasta él y empieza a sobarle el cuerpo con sus manos de manicura. Me cuesta un esfuerzo tremendo no abalanzarme sobre ella y tirarla contra el suelo. Quiero gritarle que le quite las manos de encima—. Uy, Edward, cariño, estás empapado.

«¿Cariño?»

En un intento por distraerme, empiezo a girarme el anillo alrededor del dedo una y otra vez, hasta que estoy convencida de que me he hecho una ampolla. Lo está acariciando, haciendo una escena, como si fuera a morirse por haberse mojado un poco.

«¡Quítale las putas manos de encima!»

—Edward, ¿qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?

—Me lo he hecho yo mismo, Bree —dice ofendido, retirando sus manos del pecho.

Se aparta, y yo me relajo un poco al ver que ha puesto distancia entre ellos. Aunque no por mucho tiempo, porque la zorra implacable se acerca de nuevo. Me pongo tensa y pienso en un montón de improperios que lanzarle desde el otro extremo de la habitación, y me asusto ante mi actitud. Me obligo a tranquilizarme, pero sólo consigo enfurecerme todavía más.

—¿Qué quieres decir? —pregunta con confusión, y empieza a repasarlo con la mirada y a sobarlo por todas partes de nuevo.

—Hemos ido de picnic al parque —intervengo. No estoy dispuesta a seguir aquí sentada viendo cómo Edward se enfrenta solo a la persistente presencia de Bree—. Lo hemos pasado estupendamente —añado para más inri.

Detiene las manos sobre el torso de Edward y ambos me miran; Edward, harto, y Bree, pasmada.

—Isabella —ronronea—. Menuda sorpresa.

No creo que esté siendo sarcástica, pero aunque sus palabras de lagarta no muestran su desconcierto, su rostro sí lo hace. Entonces desvía su mirada de incredulidad hacia Edward, que exhala su creciente frustración.

—¿Qué quieres, Bree? —Le aparta sus insistentes manos del pecho de nuevo y empieza a desabrocharse el chaleco—. No pienso estar aquí mucho rato.

—Pues... —Se acerca al mueble bar y se sirve un vodka largo a palo seco—. Esperaba que me llevases a tomar algo.

Se me eriza el vello y le lanzo una mirada a Edward, que ahora está quitándose el chaleco.

Su camisa mojada transparenta y se pega por todas partes. Me atraganto al verlo. Tiene un aspecto magnífico, y Bree también lo ha advertido. Se están dando toda clase de conflictos: mi insolencia me dice que le arranque la cabeza a Bree, y mi libido que plaque a Edward contra el suelo y lo devore vivo. La situación es muy incómoda. Entonces, Edward se quita la camisa mojada y expone su perfecta y definida musculatura. Me quedo boquiabierta; no por la imponente imagen que tengo ante mí, sino porque la ha ofrecido ante los ojos sedientos de Bree.

Ella se balancea ligeramente en el sitio, con el vaso de vodka pegado a los labios, mientras estudia cómo se contraen y se relajan los músculos húmedos de Edward.

—Creo que ya has bebido suficiente —gruñe Edward mientras se dirige al aseo.

Observo cómo desaparece por la puerta y sé que Bree también lo hace. La furia me invade. Ahora se ha vuelto hacia mí y, aunque sé que probablemente me fulminará con la mirada, no puedo evitar mirarla a la cara.

—¿Qué le has hecho? —me espeta desde el otro extremo del despacho moviendo el vaso de vodka en dirección a la puerta del lavabo.

Tengo que mantener la calma. Me cuesta controlar la furia. Estoy deseando cargar contra ella. Está entrometiéndose, seguramente más que nadie. Pero Edward no se comporta como un energúmeno con ella, como tampoco lo hace con Eleazar. ¿Va a decirme que Bree también está preocupada? Sí, está muy preocupada. Le preocupa que le arrebate a Edward, y tiene motivos.

Apuesto a que esta mujer hace de la malicia un gran arte. Jamás estaré a su altura en eso, no es mi estilo, de modo que continúo observándola y me siento de nuevo en la silla de Edward.

—He hecho que vea la luz a través de su oscuridad —replico.

Se echa hacia atrás y exhala en silencio. La he dejado pasmada y sin palabras. Es una gran sensación, pero oigo pasos cerca, de modo que dejo a Bree y su cara de asombro y desvío tranquilamente los ojos por la habitación hasta que lo encuentro. Se está pasando una toalla por la cabeza, mirándome con sus ojos azules brillantes.

—Ven aquí —dice en voz baja, con la cabeza ladeada.

Me levanto de la silla y atravieso la estancia para reunirme con él de inmediato. Conozco ese resplandor en su mirada. Bree está a punto de ser testigo de una pequeña muestra del estilo de veneración de Edward. Esto superará cualquier barbaridad que yo pueda decirle. Una cálida palma reclama mi nuca y unos cálidos labios demandan mi boca un instante después. Es un beso breve, pero dotado de las características de siempre, y provoca las mismas reacciones de siempre en mí, y estoy segura de que oigo una exclamación sofocada de sorpresa a mi espalda. Sí, Edward deja que lo bese, y en un patético ataque de propiedad, apoyo las manos en su pecho desnudo para que Bree vea que yo también lo toco.

—Ven. —Me envuelve los hombros con la toalla y utiliza las esquinas para secarme la frente mojada—. Ve a secarte al baño.

Vacilo. No estoy dispuesta a dejar la habitación con una Bree ebria y ahora callada al acecho.

—Estoy bien —digo sabiendo que no las tengo todas conmigo.

Él sonríe. Me da un breve beso en la mejilla y luego se acerca al armario oculto y abre las puertas. Busca entre las hileras de camisas pijas y saca una dándole un tirón a la manga.

Bree ahoga un grito de horror; Edward la mira mal... y yo no quepo en mí de gozo.

—Ponte esto. —Me pasa la camisa, me vuelve y me da un empujoncito en la espalda—. Dame tu vestido y haré que alguien lo ponga debajo de los secadores de manos durante un rato.

—Puedo hacerlo yo misma —protesto. Sería un buen modo de pasar el rato mientras Edward hace lo que tenga que hacer.

—De eso, nada —resopla, y me empuja hacia adelante.

Me vuelvo cuando llego al baño y veo que Edward cierra la puerta y Bree sigue mirando su espalda boquiabierta.

—Cinco minutos.

Asiente muy serio y desaparece de mi vista cuando la madera se interpone entre nosotros.

Frunzo el ceño en dirección a la puerta mientras los fuegos artificiales de mi interior se apaciguan y dejan paso a un poco de desconcierto. Acabo de permitir que me saque de su despacho sin protestar. Ahora no tengo la sensación de que el hecho de que acabe de coger una de sus valiosas camisas y me la haya dado para que me la ponga sea un avance. Más bien parece que intentase distraerme. Me río en voz alta. Qué idiota soy. Y con esa conclusión, abro la puerta y me planto de nuevo en el despacho. Ambos se vuelven, y ambos parecen agitados.

Están demasiado cerca, probablemente para que yo no oyera su conversación.

—¡Por el amor de Dios! —exclama Bree, y bebe un buen trago de vodka—. ¿No puedes deshacerte de eso?

Lanzo un grito ahogado de indignación, y Edward se vuelve con violencia y le quita el vaso de la mano.

—¡A ver si aprendes a cerrar la puta boca! —grita, y deja el vaso sobre la mesa de un golpe que hace que Bree dé un brinco y se tambalee. Ahora veo su rabia, y eso es lo único que evita que empiece a decirle de todo. No necesito poner a esta mujer en su sitio porque Edward está a punto de hacerlo por mí. Acerca su rostro al de ella—. De lo único que voy a deshacerme será de ti —la amenaza con fiereza—. No me provoques, Bree.

Ella se agarra al mueble bar para apoyarse y tarda un instante en recobrar la compostura.

Su mirada se desvía en mi dirección brevemente.

—Te van a crucificar —dice con conocimiento de causa. Lo sé porque los hombros desnudos de Edward se tensan.

—Por algunas cosas vale la pena arriesgarse —susurra él con tono de incertidumbre.

—Nada merece ese riesgo —replica Bree. Su voz despide cierto temor, y ese temor recorre la habitación y se instala dentro de mí. Profundamente.

—Te equivocas. —Edward inspira hondo para calmarse, se aleja de ella y vuelve unos ojos inexpresivos hacia mí—. Ella lo merece. Quiero dejarlo.

Bree sofoca un grito, y si yo pudiese apartar mis ojos inundados de Edward, sé que vería una expresión de sorpresa reflejada en su perfecto rostro.

—Edward..., no... No puedes hacerlo —tartamudea. Coge de nuevo el vaso y bebe con la mano temblorosa.

—Sí que puedo.

—Pero...

—Lárgate, Bree.

—¡Edward! —Le está entrando el pánico.

Él tensa la mandíbula y sus ojos siguen fijos en mi cuerpo inmóvil en la puerta mientras se saca el móvil del bolsillo del pantalón, pulsa un botón y se lo pega a la oreja—. Eleazar, ven a por Bree.

Lo que sucede a continuación me deja con los ojos como platos y la boca abierta.

—¡No!

Bree se abalanza sobre él y lo estampa contra el mueble bar. Los vasos y las botellas se estrellan contra el suelo del despacho. Me encojo ante el estrépito, pero mis piernas se niegan a trasladarme al otro lado de la habitación para intervenir. Lo único que puedo hacer es observar estupefacta cómo Edward intenta agarrarle las manos, que agita contra él mientras le grita, lo araña y le suplica: —¡No lo hagas! ¡Por favor!

Las señales que denotan la amenazadora ira de Edward inundan la sala. Su pecho agitado, sus ojos de loco y el sudor hacen acto de aparición. Detesto pensar en el daño que podría causarle a esta mujer. Detesto a Bree, odio todo cuanto tiene que ver con ella, pero me preocupa lo que pueda ocurrirle.

Edward está a punto de perder los papeles.

Dejo caer la camisa al suelo y corro por la habitación sin pensar en el peligro en el que me estoy poniendo. Sólo necesito hacer que me vea, que me oiga, que me sienta. Lo que sea con tal de apartarlo de la dirección a la que sé que se dirige.

—¡Edward! —grito, aceptando muy a mi pesar que esto no funcionará. Le grité reiteradamente frente a la casa de mi abuela y no sirvió de nada—. ¡Mierda! —maldigo cerca de ellos, observando el frenético forcejeo.

Bree está llorando, y su pelo perfecto está ahora despeinado y revuelto.

—¡No te atrevas a dejarme! —aúlla—. ¡No pienso permitírtelo!

Abro los ojos alarmada. Entre estos dos hay algo más que asuntos de negocios. Bree ha perdido los estribos y, aunque temo por ella, también estoy preocupada por Edward. Esas uñas son como garras y no paran de atacarlo mientras él intenta refrenarla y ella continúa gritando sin parar. Está enloquecida, y a Edward poco le falta.

Trato de que me vea, trato de acercarme y tocarlo, pero a cada intento tengo que retroceder para evitar ser golpeada por alguna furiosa extremidad. El pánico empieza a devorarme viva, pero antes de decidir mi mejor movimiento, Eleazar irrumpe en el despacho.

Su teatral llegada desvía mi mirada del forcejeo, pero no detiene a Edward y a Bree.

—¡Eleazar, haz algo! —le ruego, acercándome de nuevo hacia ellos y sintiéndome insignificante e impotente—. ¡Edward, para!

Alargo el brazo cuando veo un espacio despejado hacia su torso. Mi cuerpo se aproxima, desesperado por detenerlos.

—¡Bella, no! —brama Eleazar, pero su tono no me detiene.

Me estoy acercando, lo tengo a mi alcance, pero entonces un abrasador latigazo me recorre la mejilla y me envía hacia atrás al tiempo que lanzo un grito de dolor. Me llevo la mano al rostro al instante y las lágrimas inundan mis ojos.

El golpe que he recibido en la cara me ha dejado aturdida.

—¡Mierda!

No encuentro dónde agarrarme para mantener el equilibrio, de modo que me rindo ante lo inevitable y dejo que mi cuerpo caiga contra el suelo.

Todo se nubla a mi alrededor: la visión, los sonidos..., y la cara me arde de dolor. Intento aclarar mis pensamientos, o al menos recuperar la claridad de visión, pero hasta que siento unas manos fuertes sobre mis hombros no regreso a la habitación.

Todo está en silencio; un silencio sepulcral.

Levanto la vista y veo unos ojos azules traumatizados inspeccionando mi rostro, hasta que se centran en la zona que me arde. Bree está junto al mueble bar, temblando por la impresión y con una expresión de recelo en su rostro estupefacto. Acerca sus manos temblorosas hasta la botella de vodka y, en lugar de servirse un vaso, se lleva la botella a los labios. No estoy segura de quién me ha golpeado, pero al cabo de unos segundos observando a Bree a través de mi visión borrosa, llego a la conclusión de que ha sido ella, y ahora se está preparando para... algo.

—Eleazar —dice Edward con la voz cargada de ira.

—Estoy aquí, hijo. —El gerente se acerca y me mira con lástima.

Me siento estúpida, como una carga, y débil.

—Saca a esa zorra de mi puto despacho. —Edward me ayuda a levantarme y me acuna en sus brazos antes de volverse hacia Bree. Prácticamente se ha terminado la botella entera.

—Puedo ponerme de pie —protesto, y tengo la garganta irritada tras mi grito de alarma.

—Shhh —susurra, y pega sus suaves labios contra mi sien al tiempo que fulmina a Bree con la mirada.

Ella está recelosa y se agita a pesar de su estado de embriaguez, pero aún conserva su aire de superioridad.

—No debería haberse entrometido —espeta quitándole importancia al incidente y apurando el resto del vodka.

Eleazar interviene y agarra a Bree del brazo.

—Vamos —ordena. Le quita la botella de las manos y la apoya con fuerza sobre el mueble.

—¡No!

—¡Largo! —grita Edward—. ¡Llévatela antes de que la mate!

—¡Sé que no me harías daño! —ríe ella—. ¡No serías capaz!

Eleazar empieza a arrastrarla hasta la puerta, pero ella se resiste. Es implacable.

—¡Joder, Bree! Deja que se te pase la borrachera y ya solucionaréis esto más tarde.

—¡Estoy bien! —replica ella. Consigue soltarse de Eleazar, se tambalea hasta la mesa y se deja caer sobre la silla de Edward.

Aunque acabo de recuperar la visión, veo claramente que me mira con el ceño fruncido.

¿Incluso ahora? Acaba de golpearme, ha atacado a Edward, y sigue mostrándose hostil. ¿Es que no ve la agresividad que emana cada uno de los poros de mi caballero a tiempo parcial? ¿Es idiota?

—Dadme un puto respiro —gruñe, y se lleva la mano a la cruz de diamantes incrustados que siempre lleva colgada al cuello. Juguetea con ella y maldice entre dientes.

—Bree —le advierte Edward. Siento su pecho agitado debajo de mí—. No.

—¡Vete a la mierda!

Eleazar corre a su lado y se agacha para estar a su altura, con las palmas apoyadas en la mesa de Edward.

—No lo permitiré, Brithany.

Ella se vuelve hacia Eleazar con la barbilla levantada y se acerca a su rostro hasta que sus narices se tocan y continúa jugueteando con su cruz.

—Vete... a... la... mierda.

—¡Bree!

—¡Quiere dejarlo! —exclama ella—. ¿Alguna vez habías oído algo tan gracioso? Jamás lo permitirán.

Quiero gritar que todas esas mujeres no tienen elección, que ahora es mío, pero Edward me estrecha contra su cuerpo. Es un apretón para infundirme confianza.

Bree se echa a reír.

—Es desternillante.

El metal de su colgante se divide en dos y observo horrorizada cómo un polvo blanco se esparce sobre el impoluto escritorio de Edward. Sofoco un grito, Eleazar maldice y Edward se tensa de la cabeza a los pies.

¿Cocaína?

De no haber visto cómo las finas partículas se derramaban de la preciosa joya de Bree probablemente nunca me habría dado cuenta de que estaba ahí; el residuo se camufla perfectamente en la blanca y brillante superficie. Me quedo sin habla mientras observo cómo se saca una tarjeta de crédito del sujetador, junto con un billete, y empieza a recoger el polvo formando una línea larga y perfecta. Es una experta.

Eleazar se pasea por la habitación maldiciendo sin parar, y Edward se limita a observarla mientras me mantiene agarrada con fuerza. La tensión se palpa en el ambiente, y me pregunto, nerviosa, quién hará el próximo movimiento. Siento la acuciante necesidad de liberarme de Edward, pero si lo hiciera perdería los papeles. Todo el mundo está más seguro mientras permanezco en sus brazos. Entonces, de repente, ya no lo estoy. Edward me sienta sobre un sofá en un rincón y se dirige a Bree, aunque ella no se ha dado cuenta. Está demasiado ocupada aspirando el polvo sobre el escritorio con un billete enrollado.

—Cálmate, hijo —lo tranquiliza Eleazar, y me mira con preocupación.

El dolor de mi rostro ha sido sustituido por una tremenda aprensión. Todas las personas presentes en la sala, excepto yo, son como cartuchos de dinamita. Y la mecha de Edward es la que arde más rápido.

Golpea el escritorio con las palmas de las manos e inclina hacia adelante su pecho desnudo acercándose a Bree. Ella está esnifando y limpiándose la nariz, con una sonrisa maliciosa en el rostro.

—Te lo he pedido más de una vez. Como tenga que pedírtelo otra, no me hago responsable de mis actos.

Ella resopla su falta de preocupación y se acomoda en el respaldo de la silla. Veo cómo la arrogancia se dibuja en su rostro. No le tiene miedo.

—Sonríe —se limita a contestar, y cruza una pierna por encima de la otra... sonriendo.

Frunzo el ceño extrañada. ¿Qué sonría? ¿Qué motivos tiene para sonreír? Ninguno.

—Vamos, Edward. —Eleazar hace todo lo posible para rebajar la tensión, y espero que lo consiga.

Bree levanta sus cejas perfectas.

—¿Quieres un poco?

—No —escupe Edward.

Ella hace pucheros y deja que sus labios se transformen lentamente en una sonrisa maliciosa.

—Sería la primera vez.

Sofoco un grito, incapaz de evitar que mis reacciones de desconcierto salgan de mi boca.

¿Se droga? Además de todo lo demás, ¿ahora tengo que añadir su adicción a las drogas a la lista?

—Te odio con todas mis fuerzas —silba Edward acercándose.

—Te está arruinando la vida.

Se inclina más hacia ella, amenazante, y sus palmas tiemblan sobre la blanca superficie.

—Me está salvando.

La risa de Bree es fría y mordaz mientras también se acerca a él.

—Nada puede salvarte —replica.

Estoy completamente aturdida, intentando procesar toda esta explosión de información al tiempo que trato desesperadamente de aferrarme a las fuerzas que necesito para ayudar a Edward. Miro a Eleazar, rogándole con la mirada que intervenga.

Pero es demasiado tarde.

Edward se lanza desde el otro lado de la mesa y agarra a Bree del cuello.

Dejo escapar un grito.

Esto es una locura. Es surrealista. Edward ha perdido el control, y la perturbada que está sentada al otro lado de la mesa, en lugar de temer por su vida, está riéndose en su cara.

—¡Joder! —Eleazar corre hacia ellos y recibe un puñetazo en la mandíbula, pero en lugar de ceder, le pone más empeño. Sabe tan bien como yo que esto sólo puede acabar de una manera, que es con Bree en el hospital—. ¡Suéltala!

—¡Es un puto parásito! —ruge Edward—. ¡La vida ya es bastante miserable sin su ayuda!

—¡Edward! —Eleazar lo golpea en las costillas. Edward grita y yo hago una mueca de dolor—. ¡Déjala!

Edward se aparta del escritorio y se vuelve con violencia.

—¡Sácala de aquí y métela otra vez en rehabilitación!

—¡No necesito ayuda! —espeta Bree con maldad—. Eres tú quien necesita la puta ayuda. —Se quita a Eleazar de encima y empieza a arreglarse el vestido, colocándose el dobladillo de nuevo sobre la rodilla—. ¿Estás dispuesto a arriesgarlo todo por eso? —dice agitando el brazo en mi dirección.

¿«Eso»? ¿Otra vez? Puede que esté aturdida por todo lo que está sucediendo en mi presencia, pero su persistente insolencia y sus constantes insultos están empezando a cabrearme.

—¡¿Quién coño te crees que eres?! —le grito levantándome, y me doy cuenta al instante de que Edward se ha detenido—. ¿Crees que con unas pataletas y echando veneno por la boca vas a conseguir que cambie de opinión? —Doy un paso adelante, sintiendo cómo aumenta mi confianza, sobre todo cuando veo que Bree cierra la boca de golpe—. No puedes evitarlo.

—No es por mí por quien deberías preocuparte. —Arruga los labios. Son sólo más palabras, pero su manera de pronunciarlas me pone los pelos de punta.

—Ya basta —interviene Eleazar, agarra a Bree del brazo y la lleva hasta la puerta del despacho—. Eres tu peor enemigo, Brithany.

—Siempre lo he sido —asiente ella riendo mientras se deja conducir hacia la salida sin resistirse ni protestar. Sin embargo, al llegar al umbral, se detiene y se vuelve sin prisa, sorbiendo por la nariz—. Ha sido un placer conocerte, Edward Masen.

Sus palabras de despedida enfrían las caldeadas emociones que imperan en el ambiente del despacho de Edward y dejan el aire cargado de tensión. La puerta se cierra de golpe, por cortesía de un Eleazar encolerizado, y Edward y yo nos quedamos a solas.

Él está nervioso.

Yo inquieta.

Ambos permanecemos en silencio durante lo que parece una eternidad. En mi mente se repiten constantemente los últimos diez minutos hasta que empiezo a darme cuenta de que estoy empapada y de que me duele la cara. Empiezo a temblar y me rodeo el cuerpo con las manos en un acto reflejo. Es un mecanismo de defensa. No tiene nada que ver con el frío que siento.

Tengo la mirada fija en el suelo, y no me atrevo o no quiero torturar a mis ojos viendo a Edward  en su modo cien por cien psicópata. Ya han visto suficiente durante los últimos dos días. Estos ataques se están volviendo demasiado frecuentes. Necesita ayuda. La cruda realidad de la vida de Edward no hace sino volverse más y más oscura.

—No me prives de tu rostro, Isabella Taylor.

La suavidad de su voz es forzada, un intento por tranquilizarme, aunque no estoy segura de que vaya a funcionar. No creo que nada lo haga. Vuelvo a cuestionar mi capacidad de espantar los demonios de Edward, porque ahora veo que lo único que hago es echar más leña al fuego. Y lo detesto. Detesto mis dudas constantes a causa de todas estas personas que se entrometen en nuestra relación.

—Isabella...

Oigo el leve impacto de unos pasos que se acercan, pero mantengo la vista baja.

Sacudo la cabeza y mi barbilla empieza a temblar.

—Deja que vea esos ojos brillantes.

La calidez de su mano conecta con mi dolorida mejilla y siento un tremendo malestar. Me aparto con un siseo y vuelvo la cara para que no me vea. Ya sé que debo de estar toda colorada por el golpe que acabo de recibir, y eso, sin duda, lo pondrá más furioso todavía. Parece estar calmándose. Necesito que siga así. Aparta la mano ligeramente y la mantiene en el aire, justo en mi campo de visión.

—¿Puedo? —pregunta en voz baja.

Me derrumbo, por dentro y por fuera, con el corazón hecho pedazos. Él me coge en silencio, como si esperara que mi cuerpo cediera, y se sienta en el suelo meciéndome en sus fuertes brazos. La familiaridad de su pecho desnudo contra mí no ejerce su efecto de siempre.

Sollozo, y es un llanto desgarrador que procede de lo más hondo de mi ser. Todo esto es demasiado. La fuerza que Edward me infunde parece haberse agotado y me ha dejado hecha un despojo vacío. No le hago ningún bien. No puedo sacarlo de la oscuridad porque mi propio mundo se está volviendo oscuro en el proceso. Charlie tiene razón: una relación con Edward Masen es imposible. Además, esto no funciona. Juntos, estamos muertos e increíblemente vivos al mismo tiempo. Lo nuestro no puede ser.

—Por favor, no llores —me ruega estrechándome contra sí con su tono grave ahora sincero y nada forzado—. No soporto verte así.

No digo nada, no sé qué decir, y aunque lo supiera, los sollozos no me dejan hablar. La mejor parte de mi existencia ha consistido en evitar un mundo cruel. Pero Edward Masen me ha arrastrado y me ha puesto justo en el centro de ese mundo.

Y sé que nunca escaparé.

Entierra el rostro en mi pelo y empieza a tararear esa reconfortante melodía. Es un intento desesperado de animarme. Intuye mi abatimiento, está preocupado y, cuando lleva tarareando unos minutos y yo todavía no he dejado de llorar, gruñe suavemente, se levanta conmigo en brazos y me lleva tranquilamente hasta el cuarto de baño.

Me coloca sobre el retrete y me aparta el pelo enmarañado de la cara con mucho cuidado de evitar tocarme la mejilla dolorida. Finalmente dejo que mis ojos irritados se eleven para mirarlo. Los suyos reflejan pánico al posarse sobre mi rostro e inspira hondo para calmarse.

—Espera —ordena con brusquedad. Coge una toalla de una pila que hay junto al lavabo y la empapa con agua fría. Al instante lo tengo arrodillado a mis pies, con la toalla en la palma de la mano—. Tendré cuidado.

Asiento mi aceptación y hago una mueca antes incluso de que la fría tela haya tocado mi cara.

—Shhh. —El frío impacta contra mi sensible mejilla y me aparto sofocando un grito de dolor—. Eh, eh, eh... —Me agarra del hombro con la otra mano para estabilizarme—. Deja que se acostumbre. —Inspiro hondo y me preparo para la presión que sé que está a punto de aplicar—. ¿Mejor? —pregunta buscando consuelo en mis ojos.

No tengo fuerzas para hablar, de modo que asiento patéticamente, privando a Edward de mis ojos cuando los cierro con fuerza por el dolor. Siento que todo me pesa: los ojos, la lengua, el cuerpo, el corazón...

Levanto las manos y me froto los ojos cansados con la base, masajeando las cuencas con frenesí, esperando borrar de este modo las visiones que se repiten en mi mente, no sólo de lo acontecido esta tarde, sino de todos los últimos ataques de ira de Edward y de la horrible imagen de él metiéndose cocaína por la nariz. Estoy siendo ingenua y ambiciosa.

—Voy a por hielo —murmura Edward, sonando tan mísero como yo me siento.

Me coge la mano y reemplaza la suya con la mía para sostener la toalla en mi mejilla antes de levantarse.

—No. —Lo agarro de la muñeca para evitar que se marche—. No te vayas.

La esperanza que ilumina sus ojos vacíos se tiñe de culpa. Se agacha de nuevo y apoya las manos sobre mis rodillas.

—Consumes cocaína —digo sin plantearlo como una pregunta. Es absurdo que lo niegue.

—No desde que te conocí, Isabella. Hay muchas cosas que no he hecho desde que te conocí.

—¿Lo has dejado así como así? —Sé que sueno cínica, pero no puedo evitarlo.

—Así como así.

—¿Con qué frecuencia?

—¿Importa eso? Lo he dejado.

—A mí me importa. ¿Con qué frecuencia consumes?

—Consumía. —Su mandíbula se tensa y cierra los ojos con fuerza—. De vez en cuando.

—¿De vez en cuando?

Sus ojos azules aparecen lentamente de nuevo, cargados de arrepentimiento, de dolor... y de vergüenza.

—Me ayudaba a superar...

Sofoco un grito.

—Joder...

—Bella, nunca he tenido ningún motivo para dejar de hacer las cosas que hacía. Así de simple. Ya no necesito nada de eso. No ahora que te tengo a ti.

Bajo la mirada confundida, estupefacta y dolida.

—¿Quién te va a crucificar?

—Mucha gente. —Se ríe nervioso, obligando a mis ojos a mirarlo de nuevo—. Pero jamás renunciaré a nosotros. Haré lo que quieras que haga —promete.

—Ve al médico —espeto sin pensar—. Por favor.

No puede enfrentarse a todos esos problemas solo. Seguro que tiene solución. Me da igual que le hayan dicho lo contrario.

—No necesito ir al médico. Necesito que la gente deje de meterse en nuestra vida. —Su mandíbula se tensa. La mera mención de los entrometidos provoca una ira muy preocupante en él—. Necesito que la gente deje de hacer que caviles tanto.

Sacudo la cabeza con una sonrisa triste en los labios. No lo entiende.

—Yo puedo aprender a enfrentarme a los entrometidos, Edward. —Tengo que hacerlo. Él se tomará todas las intromisiones como algo personal. Quizá sea paranoia. Las drogas hacen que la gente se vuelva paranoica, ¿no? No tengo ni idea, pero es un problema, y estoy segura de que puede solucionarse—. Eres tú quien me pone triste.

Sus manos dejan de frotarme las rodillas para infundirme calma.

—¿Yo? —pregunta en voz baja.

—Sí, tú. Tu temperamento. —El odio de Bree es desagradable y desconcertante, pero no ha hecho que me sienta tan desesperanzada como esto. Esto es obra suya—. Yo puedo ayudarte, pero necesitas ayudarte a ti mismo. Tienes que ver a un médico.

Sus ojos azules se oscurecen mientras inspeccionan mi rostro, y pasa de estar en cuclillas a arrodillarse. Lo miro, y me sumo en la tranquilidad que siempre me ofrece su expresiva mirada, como ahora; a pesar de la situación en la que nos encontramos, a pesar de cómo se siente, el consuelo que me transmite es enorme. Me aprieta los muslos antes de cogerme las manos y se lleva mis nudillos hasta sus suaves labios, manteniendo en el proceso el contacto visual.

—Isabella, ¿comprendes lo profundos que son mis sentimientos por ti? —Cierra los ojos con fuerza, privándome del consuelo con el que sobrevivo en parte—. ¿Lo comprendes?

—Abre los ojos —le ordeno suavemente, y, tras coger aire para recobrar fuerzas, los abre despacio—. Comprendo lo profundos que son mis sentimientos por ti —replico—. Si tú sientes lo mismo por mí, entonces sí, lo entiendo. Lo entiendo, Edward. Pero yo no voy por ahí atacando a todo el que amenaza lo nuestro. Nuestra unión es suficiente. Deja que hablemos por nosotros mismos.

Un dolor emocional invade su rostro perfecto, haciendo que junte los labios y que cierre los ojos con fuerza.

—No puedo evitarlo —admite, y hunde su rostro en mi regazo.

Se está escondiendo, avergonzado de su confesión. Sé que en esos momentos pierde los cabales, pero tiene que intentar dejar de hacerlo. Corto el contacto de nuestras manos y hundo los dedos en su pelo húmedo mientras observo cómo le masajeo la nuca. Sus palmas se deslizan alrededor de mi trasero y se aferra a mí con desesperación, girando la cara hasta que su mejilla descansa ahora sobre mis muslos. Tiene la mirada perdida. Transfiero mis caricias a su mejilla y trazo con suavidad los contornos de su perfil con la esperanza de que mi tacto tenga el mismo efecto en él que el suyo en mí.

Paz.

Consuelo.

Fuerza.

—Cuando era niño me arrebataban todo lo que tenía —susurra, y me roba el aliento con lo que parece una predisposición a hablarme de su infancia—. No tenía muchas posesiones, pero las que tenía las apreciaba, y eran mías, sólo mías. Pero siempre me las quitaban. Nada tenía valor.

Sonrío con tristeza.

—Eras huérfano —digo como si fuera un hecho, porque Edward acaba de decírmelo a su manera. No es necesario que le mencione la foto.

Asiente.

—Viví en un orfanato desde lo que me alcanza la memoria.

—¿Qué les pasó a tus padres?

Suspira, e inmediatamente me doy cuenta de que esto es algo que jamás le ha contado a nadie.

—Mi madre era una joven irlandesa que huía de Belfast.

—Irlandés —exhalo, y ahora veo los ojos azules y brillantes y el pelo oscuro de Edward como lo que son: típicamente irlandeses.

—¿Has oído hablar de los asilos de las Magdalenas? —pregunta.

—Sí —digo sofocando un grito, horrorizada.

Las hermanas de la Magdalena pertenecían a la Iglesia católica y decían trabajar en nombre de Dios para purificar a las jóvenes que tenían la desgracia de caer en sus garras, o cuyos parientes avergonzados las enviaban allí, generalmente embarazadas.

—Parece ser que consiguió fugarse. Vino hasta Londres para darme a luz, pero mis abuelos la siguieron y se la llevaron de vuelta a Irlanda.

—Y ¿qué hicieron contigo?

—Me abandonaron en un orfanato para poder volver a casa, libres de la desgracia. Nadie tenía por qué enterarse de que yo existía. Nunca he sido una persona sociable, Isabella. Siempre he sido un solitario. No me llevaba bien con los demás y, como consecuencia, pasaba mucho tiempo encerrado en un armario oscuro.

Abro los ojos como platos. Me siento indignada pero, sobre todo, triste. Más que nada porque detecto lo avergonzado que se siente. No tiene de qué avergonzarse.

—¿Te encerraban en un armario?

Asiente ligeramente.

—No sabía relacionarme.

—Lo siento —digo sintiéndome culpable. Todavía no sabe relacionarse; sólo conmigo.

—No te preocupes. —Me acaricia la espalda—. No eres la única a la que han abandonado, Isabella. Sé lo que se siente, y ésa es sólo una pequeña parte de por qué no te dejaré jamás. Una pequeñísima parte.

—Y porque soy tu posesión —le recuerdo.

—Y porque eres mi posesión. La posesión más preciada que he tenido jamás —confirma, y luego levanta la cabeza para buscar mis ojos abatidos. Se lo arrebataron todo. Lo entiendo. Edward sonríe con ternura ante mi tristeza—. Mi dulce niña, no te entristezcas por mí.

—¿Por qué?

Por supuesto que me entristezco por él. Es una historia tremendamente triste, y eso es sólo el principio de la miserable vida que ha tenido hasta ahora. Todo es inconexo: el huérfano, el indigente, el chico de compañía. Hay cosas que conectan esas fases con la vida de Edward, y me asusta conocerlas. Cuando me las ha contado, tanto verbal como emocionalmente, siempre me ha invadido una tremenda angustia y una gran tristeza. Lo que une esos puntos podría ser una información que me partiría el corazón sin remedio.

El calor desciende por mi espalda húmeda hasta mis caderas y asciende por mis costados hasta que se aferra a mis clavículas y me agarra del cuello.

—Si mis veintinueve años de miserias me han llevado hasta ti, eso hace que hasta la parte más insoportable de la historia haya valido la pena. Volvería a repetirlo sin pensar, Isabella Taylor. —Se inclina hacia adelante y me besa en la mejilla con dulzura—. Acéptame como soy, mi dulce niña, porque es mucho mejor de cómo era antes.

El nudo que tengo en la garganta aumenta de tamaño y casi me impide respirar. Es demasiado tarde. Mi corazón ya está roto, y el de Edward también.

—Te quiero —digo lastimosamente—. Te quiero muchísimo.

La herida de mi corazón se desgarra todavía más cuando veo temblar, aunque sólo sea un poco, la mandíbula sin afeitar de Edward. Sacude la cabeza sin poder creérselo antes de levantarse y reclamar mi cuerpo entero, pegándome contra él y ofreciéndome la cosa más intensa de la historia de las cosas: —Doy gracias a Dios por eso, y no soy un hombre religioso.

Respirando pegada al pelo mojado que se le pega al cuello, cierro los ojos y me hundo en los músculos de su cuerpo, aceptando todo lo que me ofrece y devolviéndoselo. Mi fuerza ha vuelto, con más potencia que nunca, y la determinación corre violentamente por mis venas. No ha accedido a ver a un terapeuta ni a un médico, pero la nueva información recibida sobre este hombre desconcertante y sus confesiones son un buen comienzo. Ayudarlo, sacarlo de ese viaje al infierno autoimpuesto será más fácil ahora que cuento con los datos que necesito para entenderlo.

Las intromisiones serían irrelevantes de no ser por las extremas reacciones de Edward con los entrometidos. Me considera su posesión, y siente que ellos se la quieren arrebatar. En un mundo ideal, todos estos idiotas metomentodo desaparecerían con sólo chasquear los dedos, pero dado que no vivimos en un mundo mágico, tendremos que explorar otras opciones. Y la más evidente es que Edward controle su temperamento, ya que ha quedado claro que esos idiotas no sólo son entrometidos, sino también persistentes. Siempre considerará su intromisión como que la gente intenta arrebatarle su posesión, su posesión más preciada. Es natural que reaccione de esa manera.

Me estrecha con tanta fuerza que creo que se me van a partir los huesos, y casi no puedo respirar. Disfruto de «lo que más le gusta» y lo saboreo, pero mi cuerpo agotado y mi mente exhausta también necesitan descansar desesperadamente. Todavía estamos en Ice, los entrometidos merodean por aquí, ambos seguimos mojados y desaliñados, y Edward aún no ha hecho nada de lo que tenía que hacer.

Me retuerzo un poco en sus brazos para que me suelte y poder mirarlo. Sus ojos reflejan que está tan cansado como yo.

—Quiero que me metas en tu cama —digo en voz baja, y beso con delicadeza sus suaves labios.

Se pone en marcha al instante. Me suelta y se asegura de que no me caigo. Sale a su despacho y vuelve antes de que me dé tiempo a seguirlo, abrochándose una camisa seca con todos los botones en los ojales incorrectos.

—¿Quieres una camisa? —pregunta tras hacerme un repaso rápido—. Sí —responde por mí, y da media vuelta y desaparece de nuevo. Suspiro y lo sigo. Esta vez me lo encuentro en la puerta—. Ponte esto —me ordena agitando una en el aire.

—No tengo parte de abajo.

—Ah. —Arruga la frente observando mi vestido y mira la camisa con vacilación.

No saldría de aquí vestida sólo con una de las camisas de Edward ni aunque él lo permitiera, cosa que, por otra parte, dudo que hiciera.

Cojo la camisa y la dejo en un aparador cercano.

—Llévame a casa y ya está. —Estoy a punto de desmayarme.

Suspira y me agarra de la nuca como de costumbre.

—Como prefieras.

Me guía hasta la salida del club, y somos conscientes de que Bree y Eleazar nos observan, pero nuestra clara cercanía habla por sí sola, no hay necesidad de decir nada ni de esbozar una sonrisa victoriosa.

Edward me coloca en el asiento de su Mercedes. Sube la calefacción, con la misma temperatura a ambos lados del coche, y me lleva a su apartamento en silencio. Me toca prácticamente durante todo el camino. No está preparado para perder el contacto hasta que llegamos al parking subterráneo de su bloque de apartamentos y tiene que soltarme para salir del vehículo. Yo me quedo donde estoy, calentita y acurrucada en el asiento del pasajero, hasta que Edward me coge en brazos y me sube los diez pisos hasta la puerta negra brillante que nos llevará a la intimidad.

—Llama a tu abuela —me dice mientras me sienta sobre un taburete—. Después nos daremos un baño.

Mi esperanza se disipa ante esa sugerencia. Bañarme con Edward es una bendición, pero también lo es que me abrace en su cama, y ahora mismo prefiero la segunda opción.

—Estoy muy cansada —suspiro, y saco mi teléfono de la bandolera. Apenas tengo energía para hablar con mi abuela.

—¿Demasiado cansada como para bañarte? —pregunta, y la decepción se refleja en su rostro. Ni siquiera tengo energías como para sentirme culpable.

—¿Nos bañamos por la mañana? —intento, y pienso en que mi pelo estará hecho una maraña al día siguiente después de dormirme dejándomelo mojado, y el de Edward también. La imagen mental dibuja una sonrisa en mi rostro sin vida.

Lo considera durante unos momentos, y me pasa la almohadilla del pulgar por la ceja mientras sigue sus movimientos.

—Por favor, deja que te lave. —Su rostro es suplicante.

—De acuerdo —accedo. ¿Cómo podría negarme?

—Gracias. Te daré un poco de privacidad para que llames a tu abuela mientras preparo el baño. —Me besa en la frente y se vuelve para marcharse.

—No necesito privacidad —protesto, preguntándome qué se cree que voy a decirle. Mi declaración detiene su huida, y veo que se mordisquea el labio pensativo—. ¿Por qué piensas que necesito privacidad?

Encoge sus hombros perfectos, y en sus ojos perfectos disminuye el cansancio y deja espacio para una mirada traviesa. Sonrío con recelo ante los signos de un Edward juguetón.

—No lo sé —responde—. A lo mejor queréis hablar de mis bizcochitos.

Una sonrisa tonta se extiende hasta mis mejillas.

—Eso lo haría en tu compañía.

—No deberías. Me da vergüenza.

—¡Qué mentiroso!

Sonríe alegremente, borrando cualquier posible pesar que pudiera seguir sintiendo y aturdiéndome.

—Llama a tu abuela, mi dulce niña. Quiero que nos bañemos y meter a mi hábito bajo las sábanas.

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