Ángel

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 20/09/2016
Fecha Actualización: 01/02/2018
Finalizado: SI
Votos: 3
Comentarios: 18
Visitas: 93750
Capítulos: 38

La hermosa y caprichosa Isabella Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que... ¿cómo se ha metido Bella en este lío?

 

Edward Mase, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Bella de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje a un lugar que ella jamás imagino y se propone domarla.

 

Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad... arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

 

Algunos personajes le pertenecen a Stephanie Meyer la mayoría son propiedad de Susan Elizabeth Phillips. Esta historia es una adaptación del libro Besar A un Ángel de Susan Elizabeth Phillips. 

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 6: Medalla Rusa

 

— ¿Qué coño haces aquí fuera?

Bella abrió los ojos de golpe y, alzando la vista, vio los mismos ojos azules que plagaban sus pesadillas. Por un momento, no pudo recordar dónde estaba, pero luego le vino todo a la cabeza: Edward, la boda, el látigo de fuego. . .

Fue consciente de las manos de Edward en los hombros, era lo único que le había impedido caerse de la camioneta cuando él había abierto la puerta. Se había escondido allí porque no tenía valor para pasar la noche en aquella caravana donde sólo había una cama y un desconocido de pasado misterioso que blandía látigos.

Intentando escabullirse de sus manos se movió hacia el centro del asiento, alejándose de él todo lo que pudo.

— ¿Qué hora es?

— Algo más de medianoche. —Él apoyó una mano sobre el marco de la puerta y la miró con esos extraños ojos color azules grisáceos que habían plagado las pesadillas de Bella. En lugar del traje de cosaco llevaba unos gastados vaqueros y una descolorida camiseta negra, pero eso no lo hacía parecer menos amenazador.

— Cara de ángel, ocasionas más problemas de lo que vales.

Ella fingió alisarse la ropa intentando ganar tiempo. Después de la última función, había ido a la caravana donde vio los látigos que él había usado durante la actuación sobre la cama, como si los hubiera dejado allí para utilizarlos más tarde. Había procurado no mirarlos mientras estaba de pie frente a la ventana observando cómo desmontaban la carpa.

Edward daba órdenes al tiempo que echaba una mano a los hombres, y Bella se había fijado en los músculos tensos de sus brazos al cargar un montón de asientos en la carretilla elevadora y tirar de la cuerda. En ese momento había recordado las veladas amenazas que él había hecho antes y las desagradables consecuencias que caerían sobre ella si no hacía lo que él quería. Exhausta y sintiéndose más sola que nunca, fue incapaz de considerar los látigos que descansaban sobre la cama como meras herramientas de trabajo. Sentía que la amenazaban. Fue entonces cuando supo que no tenía valor para dormir en la caravana, ni siquiera en el sofá.

— Venga, vamos a la cama.

Los últimos vestigios del sueño se desvanecieron y Bella se puso en guardia de inmediato. La oscuridad era absoluta, no podía ver nada. La mayoría de los camiones habían desaparecido y los trabajadores con ellos.

— He decidido dormir aquí. 

— Creo que no. Por si no te has dado cuenta, estás tiritando.

Estaba en lo cierto. Cuando había entrado en la camioneta no hacía frío, pero la temperatura había descendido desde entonces.

— Estoy muy bien —mintió.

Él se encogió de hombros y se pasó la manga de la camiseta por un lado de la cara.

— Considera esto como una advertencia amistosa. Apenas he dormido en tres días. Primero tuvimos una tormenta y casi perdimos la cubierta del circo, luego he tenido que hacer dos viajes a Nueva York. No soy una persona de trato fácil en las mejores circunstancias, pero soy todavía peor cuando no duermo. Ahora, saca tu dulce culito aquí afuera.

— No.

Él levantó el brazo que tenía al costado y ella siseó alarmada cuando vio un látigo enroscado en su mano. Él dio un puñetazo en el techo.

— ¡Ahora!

Con el corazón palpitando, Bella bajó de la camioneta. La amenaza del látigo ya no era algo abstracto y se dio cuenta de que una cosa era decirse a plena luz del día que no dejaría que su marido la tocara y otra muy distinta hacerlo de noche, cuando estaban solos en medio de un campo, a oscuras, en algún lugar apañado de Carolina del Sur.

Soltó un jadeo cuando Edward la agarró del brazo y la guio a través del recinto. Con la maleza golpeándole las sandalias, supo que no podía dejar que la llevara a donde quería sin oponer resistencia.

— Te advierto que me pondré a gritar si intentas hacerme daño. —Él bostezó. —Lo digo en serio —dijo mientras él la empujaba hacia delante. —No quiero pensar mal de ti, pero me resulta muy difícil no hacerlo sí sigues amenazándome de esta manera.

Edward abrió la puerta de la caravana y encendió la luz, empujándola suavemente por el codo para que entrara.

— ¿Podemos posponer esta conversación hasta mañana?

¿Era sólo la imaginación de Bella o el interior de la caravana había encogido desde la primera vez que lo había visto?

— No, creo que no. Y por favor, no vuelvas a tocarme otra vez.

— Estoy demasiado cansado para pensar en atacarte esta noche, si es eso lo que te preocupa.

Sus palabras no la tranquilizaron.

— Si no tienes intención de atacarme, ¿por qué me amenazas con el látigo?

Edward bajó la mirada a la cuerda de cuero trenzado como si se hubiera olvidado que lo tenía en la mano, lo que ella no se creyó ni por un momento. ¿Cómo podía ser tan descuidado con respecto a eso? ¿Y por qué llevaba un látigo por la noche si no era para amenazarla? Un nuevo pensamiento la asaltó, provocándole escalofríos por todo el cuerpo. Había oído bastantes historias sobre hombres que utilizaban los látigos como parte de sus juegos sexuales. Incluso conocía algunos ejemplos casi de primera mano. ¿Sería eso lo que él tenía en mente?

Él masculló algo por lo bajo, cerró la puerta y se acercó a la cama para sentarse. Dejó caer el látigo al suelo, pero el mango aún descansaba sobre su rodilla.

Ella lo miró con aprensión. Por un lado, Bella había prometido honrar sus votos matrimoniales y además él no le había hecho daño. Pero, por otro, no había dudas de que la había asustado. No era demasiado hábil en los enfrentamientos, pero sabía que tenía que hacerlo. Se armó de valor.

— Creo que deberíamos aclarar las cosas. Quiero que sepas que no voy a poder vivir contigo si sigues intimidándome de esta manera.

— ¿Intimidándote? —Él examinó el mango del látigo. —¿De qué estás hablando?

El nerviosismo de la joven aumentó, pero se obligó a continuar.

—Supongo que no puedes evitarlo. Probablemente sea por la manera en que te criaste, aunque no es que me haya creído esa historia de los cosacos —hizo una pausa. —Porque es falsa, ¿verdad?

Él la miró como si se hubiera vuelto loca. 

— Sí, claro que sí—se apresuró a decir ella. —Cuando me refiero a la intimidación, me refiero a tus amenazas y a... —respiró hondo— ese látigo. 

— ¿Qué pasa con él?

— Sé algo de sadomasoquismo. Si tienes ese tipo de inclinaciones, te agradecería que me lo dijeras ahora en vez de soltar indirectas.

— ¿De qué estás hablando?

— Los dos somos adultos y no hay ninguna razón para que finjas que no me entiendes.

— Me temo que tendrás que ser más clara. Ella no podía creer que fuera tan obtuso. 

— Me refiero a esos indicios que muestras de perversión sexual.

— ¿Perversión sexual?

Como seguía mirándola sin comprender, ella gritó frustrada.

— ¡Por el amor de Dios! Si piensas golpearme y luego hacer el amor conmigo, dímelo. «Oye, Bella, me gusta dar latigazos a las mujeres con las que me acuesto y tú eres la siguiente de la lista.» Al menos sabría lo que se te pasa por la cabeza.

Él enarcó las cejas.

— ¿Eso haría que te sintieras mejor?

Ella asintió.

— ¿Estás segura?

— Tenemos que comenzar a comunicarnos.

— Como quieras. —La miró con ojos chispeantes. —Me gusta dar latigazos a las mujeres con las que me acuesto y tú eres la siguiente de la lista. Ahora voy a darme una ducha.

Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Bella se mordisqueó el labio inferior. Aquello no había salido precisamente como había planeado.  

 

 

Edward se rio entre dientes mientras el agua de la ducha caía sobre su cuerpo. Esa bella cabecita hueca le había proporcionado más diversión en las últimas veinticuatro horas de la que había obtenido en todo el año anterior. O puede que incluso más. Su vida era normalmente un asunto muy serio. La risa era un lujo que no se había podido permitir mientras crecía, así que nunca había desarrollado esa costumbre. Pero era normal cuando se había visto obligado a soportar toda clase de agravios para obtener una sonrisa.

Recordó el comentario de Bella sobre la perversión sexual. Si bien no era su tipo de mujer, no podía negar que había tenido pensamientos sexuales sobre ella. Pero no consideraba que fueran pervertidos. Para un hombre era difícil no pensar en el sexo cuando tenía que hacer frente a esos profundos ojos color chocolate y a esa boca que parecía hecha para besar.

Habría estropeado la diversión si le hubiera explicado que siempre llevaba un látigo cuando sabía que los trabajadores habían estado bebiendo. Los circos ambulantes eran como el viejo Oeste a la hora de resolver los problemas —había que prevenirlos antes de que surgieran— y la visión del látigo era una medida muy disuasoria para aplacar el mal genio de algunos y los viejos rencores.

Ella no lo sabía, por supuesto, y él no tenía ninguna prisa en contárselo. Por el bien de los dos, tenía intención de tener a la pequeña señorita ricachona en un puño.

A pesar de cuanto le había divertido el último enfrentamiento con su esposa, tenía el presentimiento de que la diversión no duraría demasiado. ¿En qué había estado pensando Charlie Swan cuando le había ofrecido a su hija en matrimonio? ¿Tanto la odiaba que la había sometido voluntariamente a una vida que iba más allá de su experiencia? Cuando Charlie insistió en ese matrimonio, le había dicho que Bella necesitaba conocer la cruda realidad, pero a Edward le costaba mucho creer que no hubiera pensado en ello como en un castigo.

La candidez de Bella y su disparatado sistema de valores de niña rica eran una peligrosa combinación. Realmente le sorprendería que durara mucho con él, pero, por otra parte, había prometido que haría lo mejor para ella y pensaba mantener su palabra. Cuando Bella se fuera, seria por elección propia, no porque la estuviera echando o sobornándola para deshacerse de ella. Puede que no le gustara a Charlie, pero se lo debía.

Éste parecía ser su año para pagar grandes deudas, primero la promesa hecha a Aro Vulturi en su lecho de muerte: hacer una última gira con el circo bajo el nombre de Vulturi. Y luego casarse con la hija de Charlie. En todos esos años, Charlie nunca le había pedido nada a cambio de haberle salvado la vida, pero cuando finalmente lo hizo, le había pedido una barbaridad.

Edward había intentado convencer a Charlie de que podía lograr el mismo objetivo obligando a Bella a vivir con él, pero Charlie había insistido en lo contrario. Al principio Charlie le había pedido que el matrimonio durase un año, pero Edward no sentía tanta gratitud como para aceptarlo. Al final acordaron que serían seis meses, un período que concluiría al mismo tiempo que la gira con el circo de los Hermanos Vulturi.

Mientras se enjabonaba el pecho, Edward pensó en los dos hombres que habían representado fuerzas tan poderosas en su vida, Aro Vulturi y Charlie Swan. Charlie lo había rescatado de una existencia de abusos físicos y emocionales, mientras que Aro lo había guiado a la madurez.

Edward había conocido a Charlie cuando tenía doce años y viajaba con su tío Richard en un maltrecho circo que se pasaba el verano de gira por los pueblos de la costa atlántica, desde Daytona Beach a Bacalao Cape. Nunca olvidaría esa calurosa tarde de agosto cuando Charlie apareció como un ángel vengador para arrebatar el látigo del puño de Richard y salvar a Edward de otra brutal paliza.

Ahora comprendía los actos sádicos de Richard, pero en ese momento no había entendido la retorcida atracción que algunos hombres sentían por los niños y hasta dónde podían llegar para negar esa atracción. En un impulsivo gesto de generosidad, Charlie había pagado a Richard y se había llevado a Edward. Lo había matriculado en la academia militar y le había proporcionado el dinero — que no el afecto— que había hecho posible que Edward sobreviviera hasta que pudo cuidar de sí mismo.

Pero había sido Aro Vulturi quien había dado a Edward lecciones de madurez durante las vacaciones de verano, cuando había viajado con el circo para ganar algo de dinero, y luego, mucho más tarde, en la edad adulta, cuando cada pocos años dejaba atrás su vida y pasaba algunos meses en la carretera. La parte del carácter de Edward que no había sido moldeada por el látigo de su tío se había formado por los sabios sermones de Aro y sus casi siempre astutas observaciones sobre el mundo y lo duro que era sobrevivir para un hombre. La vida era un negocio peligroso para Arog, y no había lugar para la risa o la frivolidad. Un hombre debía trabajar duro, cuidarse de sí mismo y mantener su orgullo.

Edward cerró el grifo y cogió una toalla. Los dos hombres habían tenido sus razones egoístas para ayudar a un niño desvalido. Charlie se veía a sí mismo como un benefactor y se jactaba de sus diversos proyectos caritativos —entre los que estaba incluido Edward Masen— ante sus amigos de alto copete. Por otro lado, Aro tenía un ego enorme y le encantaba tener un público impresionable que esperara babeante sus reflexiones oscuras sobre la vida. Pero a pesar de los motivos egoístas que pudieran haber tenido aquellos dos hombres, habían sido las únicas personas en la joven vida de Edward a los que él había importado algo y ninguno de ellos le pidió nada a cambio, por lo menos no hasta ese momento.

Ahora Edward tenía un maltrecho circo entre las manos y una esposa, sexy pero tonta, que iba camino de volverlo loco. No lo consentiría, por supuesto. Las circunstancias lo habían hecho como era, un hombre rudo y terco que vivía de acuerdo con su propio código y que no se hacía ilusiones sobre sí mismo. Bella Devreaux no tenía ninguna posibilidad de vencerlo.

Se envolvió una toalla en la cintura, cogió otra para secarse el pelo y abrió la puerta del baño.

 

 

Bella tragó saliva cuando la puerta del baño se abrió y salió Edward. Oh, Dios, era impresionante. Mientras él se secaba la cabeza con la toalla, ella aprovechó para mirar a conciencia lo que le parecía un cuerpo perfecto, con músculos bien definidos pero no excesivamente marcados. Edward tenía algo que nunca había visto en ninguno de los jovenzuelos bronceados de Renée, un cuerpo moldeado por el trabajo duro. Aquel ancho pecho estaba cubierto ligeramente de vello dorado donde anidaba alguna clase de medalla de oro, pero Bella estaba demasiado extasiada con la visión como para fijarse en los detalles.

Las caderas masculinas eran considerablemente más estrechas que los hombros; el estómago era plano y duro. Siguió con la mirada la flecha de vello que comenzaba encima del ombligo y continuaba por debajo de la toalla amarilla. De repente, se sintió acalorada mientras se preguntaba cómo sería lo que había más abajo.

Él terminó de secarse el pelo y la miró.

— Puedes acostarte conmigo o dormir en el sofá. Ahora mismo estoy demasiado cansado para que me importe lo que hagas.

— ¡Dormiré en el sofá! —Su voz había sonado ligeramente aguda, aunque no sabía si había sido por sus palabras o por lo que veían sus ojos.

Él la privó de la visión de su pecho cuando le dio la espalda y se dirigió a la cama. Enrolló los látigos y los puso en una caja de madera que metió debajo. Con ellos fuera de vista, Bella se dio cuenta de lo mucho que le gustaba la visión de aquella espalda.

De nuevo, él se volvió hacia ella.

— En cinco segundos dejaré caer la toalla.

Edward esperó, y después de que pasaran los cinco segundos, ella se dio cuenta de lo que él había querido decir.

— Ah. Quieres que aparte la vista. 

Él se rio.

— Déjame dormir bien esta noche, cara de ángel, y te prometo que mañana te enseñaré todo lo que quieras.

Ahora sí que lo había hecho. Le había dado una impresión totalmente errónea y tenía que corregirla.

— Creo que me has interpretado mal.

— Espero que no.

— Lo has hecho. Sólo tenía curiosidad. . . Bueno, no curiosidad exactamente, pero. . . bueno, sí, supongo que curiosidad. . . Aunque es natural. No deberías asumir por ello que. . .

— ¿Bella?

— ¿Sí?

— Si dices una palabra más, cogeré uno de esos látigos que tanto te preocupan y veremos si puedo hacer alguna de esas cosas pervertidas que mencionabas.

Ella cogió rápidamente unas bragas limpias y una descolorida camiseta de la Universidad de Carolina del Norte que había sacado del cajón de Edward mientras estaba en la ducha, y entró en el cuarto de baño, cerrando la puerta de un portazo.

Veinte minutos después salió fresca de la ducha con la camiseta de Edward puesta. Había decidido que era preferible ponerse eso antes que el único camisón que había encontrado en la maleta, un minúsculo picardías de seda rosa con mucho encaje que había comprado días antes de que James la traicionara con su madre.

Edward dormía boca arriba, con la sábana cubriéndole las caderas desnudas. No era correcto mirar a una persona mientras dormía, pero no podía dejar de hacerlo. Se acercó a los pies de la cama y lo observó.

Dormido, él no parecía tan peligroso. A Bella le hormiguearon las manos por tocar ese duro vientre plano. Subió la mirada desde al abdomen al pecho de Edward y admiró la perfecta simetría del torso masculino hasta que vio la medalla de oro que colgaba de una cadena alrededor de su cuello. Cuando comprendió lo que era, se quedó paralizada.

Era una bella medalla rusa esmaltada. «. . . vestía harapos y llevaba un colgante esmaltado de valor incalculable en el cuello.»

Se estremeció. Estudió la cara de la Virgen María que apoyaba la mejilla contra la de su hijo, y aunque no sabía mucho sobre iconos, se dio cuenta de que esa Virgen no pertenecía a la tradición italiana. La ornamentación de oro en las túnicas negras era puramente bizantina, así como el elaborado traje que llevaba el Niño Jesús.

Se recordó que sólo porque Edward llevara puesto lo que obviamente era un valioso esmalte, no quería decir que la historia sobre los cosacos fuera cierta. Lo más probable es que fuera una joya familiar heredada. Pero todavía se sentía algo inquieta cuando se dirigió al otro extremo de la caravana.

El sofá estaba cubierto por la ropa que había sacado de su maleta y que había depositado junto a un montón de periódicos y revistas, algunos de los cuales tenían varios años. Apartó todo a un lado e hizo la cama con sábanas limpias. Pero entre que ya había dormido un poco y aquellos lúgubres pensamientos que la asaltaban, no pudo conciliar el sueño, así que leyó un viejo artículo de uno de los periódicos. Eran más de las tres cuando finalmente se durmió. Pensaba que había acabado de cerrar los ojos cuando sintió que la sacudían groseramente para que se despertara.

— Arriba, cara de ángel. Tenemos un largo día por delante.

Ella rodó sobre su estómago. Él tiró de la sábana y Bella sintió el roce del aire frío en la parte trasera de los muslos desnudos. Se negó a moverse. Si lo hacía tendría que enfrentarse a un nuevo día.

— Venga, Bella.

Ella enterró la cara más profundamente en la almohada.

Sintió cómo una mano grande y cálida se posaba sobre la frágil seda de sus bragas y abrió los ojos de golpe. Con un grito ahogado se puso boca arriba y tiró de la sábana para cubrirse con ella.

Él sonreía ampliamente.

— Pensé que eso te despertaría por completo.

Era el diablo en persona. Sólo el diablo estaba vestido y afeitado a esa hora tan impía. Ella le enseñó los dientes.

— No me gusta madrugar. Déjame en paz.

Edward la recorrió lentamente con la mirada, recordándole que de hecho estaba prácticamente desnuda bajo la sábana, sólo vestida con una vieja camiseta suya y unas bragas muy pequeñas.

— Tenemos casi tres horas de viaje por delante y nos marchamos en diez minutos. Vístete y haz algo útil. —Se apartó de ella y se dirigió al fregadero.

Bella entrecerró los ojos ante la grisácea luz matutina que entraba por las pequeñas y sucias ventanas.

— Todavía es de noche.

— Son casi las seis. —Se sirvió una taza de café y ella esperó a que se la diera. Pero él se limitó a llevar la taza a los labios.

Ella se recostó en el sofá.

— No he logrado conciliar el sueño hasta las tres. Me quedaré aquí dentro mientras tú conduces.

— Va contra la ley. —El dejó la taza de café sobre la mesa, luego se agachó para recoger rápidamente la ropa del suelo. La examinó con ojo crítico. 

— ¿No tienes vaqueros?

— Por supuesto que tengo vaqueros.

— Pues póntelos.

Ella lo miró con aire de satisfacción.

— Están en la habitación de invitados de la casa de mi padre.

— Cómo no. —Le tiró las ropas que había recogido del suelo. —Vístete.

Bella quiso decir algo imperdonablemente rudo, pero estaba segura de que a él no le haría gracia, así que se metió a regañadientes en el baño. Diez minutos después salió vestida de manera ridícula con unos pantalones de seda color turquesa y una camiseta de algodón azul marino con un estampado de racimos de cerezas rojos. Cuando Bella abrió la boca para protestar por la elección de ropa, reparó en que él estaba frente al armario abierto de la cocina y parecía a la vez enojado y peligroso.

La mirada de la joven cayó sobre el látigo negro que llevaba enroscado en el puño y el corazón comenzó a latirle con fuerza. No sabía qué había hecho, pero sabía que estaba metida en problemas. Allí estaba. En el tiroteo del Cosaco Corral.

— ¿Te has comido mis Twinkies? 

Ella tragó saliva.

— ¿Exactamente de qué Twinkies estamos hablando? —preguntó con los ojos fijos en el látigo.

— De los Twinkies que estaban en el mueble que está encima del fregadero. De los únicos Twinkies que había en la caravana. —Apretó los dedos en torno al mango del látigo.

«Oh, Señor —pensó ella. —Azotada hasta morir por culpa de unos pastelitos de crema.»

— ¿Y bien?

— Esto, eh..., te prometo que no volverá a ocurrir. Pero no estaban marcados ni nada parecido, en ningún sitio decía que fueran tuyos —los ojos de la joven siguieron fijos en el látigo— y normalmente no me los habría comido. . . Pero esta noche tenía hambre y, mirándolo bien, tendrás que admitir que te hice un favor, porque atascarán mis arterias en vez de las tuyas.

— Jamás vuelvas a tocar mis Twinkies. Si los quieres, los compras, —La voz de Edward había sonado suave. Demasiado suave. En su imaginación Bella oyó el aullido de un cosaco bajo la luna rusa.

Se mordisqueó el labio inferior.

— Los Twinkies no son un desayuno muy nutritivo.

— ¡Deja de hacer eso!

Ella dio un paso atrás, levantando la mirada rápidamente hacia la de él.

— ¿Que deje de hacer qué?

Él levantó el látigo, y la apuntó con él.

— De mirarme como si me dispusiera a arrancarte la piel del trasero. Por el amor de Dios, si ésa fuera mi intención te habría quitado las bragas, no te habría obligado a vestirte.

Ella soltó aire.

— No sabes cuánto me alegra oír eso.

— Si decido darte latigazos, no será por un Twinkie.

De nuevo volvía a amenazarla.

— Deja ya de amenazarme o lo lamentarás.

— ¿Qué vas a hacer, cara de ángel? ¿Apuñalarme con el lápiz de ojos? —La miró con diversión. Luego se dirigió hacia la cama de dónde sacó la caja de madera que había debajo para guardar el látigo dentro.

Be se irguió en todo su metro sesenta y cinco y lo fulminó con la mirada.

— Para que lo sepas, Chuck Norris me dio clases de kárate. —Por desgracia, hacía diez años de eso y no se acordaba de nada, pero Edward no lo sabía.

— Si tú lo dices.

— Además, Arnold Schwarzenegger en persona me asesoró sobre un programa de ejercicios físicos. —Ojalá le hubiera hecho caso.

— Te he entendido, Bella. Eres una chica muy fuerte. Ahora muévete.

Apenas hablaron un minuto durante la primera hora de viaje. Como él no le había dado tiempo suficiente para arreglarse, Bella tuvo que terminar de maquillarse en la camioneta y peinarse sin secador, por lo que tuvo que sujetarse el pelo con unas horquillas art noveau que, aunque eran bonitas, no le quedaban demasiado bien. En lugar de apreciar la dificultad de la tarea y cooperar un poco, él la ignoró cuando le pidió que disminuyera la velocidad mientras se pintaba los ojos y además protestó cuando la laca le salpicó la cara.

Edward compró el desayuno de Bella en Orangeburg, Carolina del Sur. Detuvo la camioneta en un lugar decorado con un caldero de cobre rodeado por barras de pan brillantes. Después de desayunar, Bella se metió en el baño y se fumó los tres cigarrillos que le quedaban. Cuando salió se dio cuenta de dos cosas. Una atractiva camarera coqueteaba con Edward, y él no hacía nada para desalentarla.

Bella lo observó ladear la cabeza y sonreír por algo que había dicho la chica. Experimentó una punzada de celos al ver que parecía gustarle la compañía de la camarera más que la suya. Se disponía a ignorar lo que estaba ocurriendo cuando recordó la promesa que había hecho de honrar sus votos matrimoniales. Con resignación, enderezó los hombros y se acercó a la mesa donde dirigió a la empleada su sonrisa más radiante.

— Muchas gracias por hacerle compañía a mi marido mientras estaba en el baño.

La camarera, en cuya placa identificativa se leía Kimberly, pareció algo sorprendida por la actitud amistosa de Bella.

— Ha sido muy amable por tu parte —Bella bajó la voz a un fuerte susurro. —Nadie se ha portado bien con él desde que salió de prisión.

Edward se atragantó con el café.

Bella se inclinó para darle una palmadita en la espalda mientras le dirigía una sonrisa radiante a la estupefacta Kimberly.

— No me importan todas las pruebas que presentó el fiscal. Nunca he creído que asesinara a aquella camarera.

Ante aquella declaración Edward volvió a atragantarse. Kimberly retrocedió con rapidez.

— Lo siento. Ya ha terminado mi turno.

— Pues hala, vete —dijo Bella alegremente.

— ¡Y que Dios te bendiga!

Edward controló finalmente la tos. Se levantó de la mesa con una expresión todavía más enojada de lo que era habitual en él. Antes de que tuviese oportunidad de abrir la boca, Bella extendió la mano y le puso un dedo en los labios.

— Por favor, no me estropees este momento, Edward. Es la primera vez desde nuestra boda que te gano por la mano y quiero disfrutar de cada precioso segundo.

Él la miró como si fuese a estrangularla, pero se limitó a arrojar varios billetes sobre la mesa y a empujarla fuera del restaurante.

— ¿Vas a ponerte gruñón? —Las sandalias de Bella resbalaban en la grava mientras él la arrastraba hacia la camioneta y la fea caravana verde. —Ya lo decía yo. Eres el hombre más gruñón que he conocido nunca. Y no te sienta bien, nada bien, Edward. Tanto si lo aceptas como si no, estás casado y por lo tanto no deberías. . .

— Entra antes de que te zurre en público. 

Allí estaba otra vez, otra de sus enloquecedoras amenazas. ¿Quería decir eso que no la zurraría si lo obedecía o simplemente que no pensaba zurrarla en público? Todavía cavilaba sobre esa cuestión tan desagradable cuando él puso en marcha la camioneta. Momentos después estaban de nuevo en la carretera.

Para alivio de Bella, el tema de zurrarla no volvió a salir a colación, aunque lo cierto era que casi lo lamentaba. Si él la hubiera amenazado físicamente, podía haberse liberado de sus votos sagrados sin dejar de estar en paz con su conciencia.

La mañana era soleada. El aire cálido que entraba por la ventanilla entreabierta aún no era asfixiante. Bella no encontraba ninguna razón para que él se pasara enfurruñado una mañana tan perfecta y bonita, así que finalmente rompió el silencio. 

— ¿Adónde vamos?

— Tenemos una cita cerca de Greenwood. 

— Supongo que es demasiado esperar que «con una cita» te refieras a ir a cenar y bailar. 

— Me temo que sí. 

— ¿Cuánto tiempo estaremos allí? 

— Sólo una noche.

— Espero que mañana no tengamos que madrugar tanto.

— Más aún. Tenemos un largo viaje por delante.

— No me digas.

— La vida en los circos es así.

— ¿Y dices que tendremos que hacer esto todas las mañanas?

— En algunos lugares nos quedaremos un par de días, pero no más. 

— ¿Hasta cuándo?

— El circo tiene programadas funciones hasta octubre.

— ¡Pero si faltan seis meses! —Bella podía ver cómo el futuro se extendía como un borrón oscuro ante ella. Seis meses. Justo lo que duraría su matrimonio.

— ¿Por qué te preocupas? —preguntó él. — ¿De verdad crees que vas a aguantar hasta el final?

— ¿Y por qué no?

— Van a ser seis meses —dijo él sin ambages. —Recorreremos montones de kilómetros. Tenemos funciones tan al norte como Jersey y tan al oeste como Indiana.

«En una camioneta sin aire acondicionado.»

— Ésta será la última temporada del circo de los Hermanos Vulturi —dijo él. —Así que lo haremos lo mejor posible.

— ¿A qué te refieres con que será la última temporada?

— El dueño murió en enero. 

— ¿Aro Vulturi? ¿El nombre que está escrito en los camiones?

— Sí. Su esposa, Sheba, ha heredado el circo y lo ha puesto a la venta.

«¿Había sido su imaginación o Edward había apretado casi imperceptiblemente los labios?»

— ¿Llevas mucho tiempo en el circo? —preguntó ella, decidida a saber más de él.

— Voy y vengo.

— ¿Tus padres pertenecían al circo?

— ¿Cuáles? ¿Mis padres cosacos o los que me abandonaron en Siberia? —Él ladeó la cabeza y ella vio que le brillaban los ojos.

— ¡No te criaron los cosacos!

— ¿Pero no lo oíste anoche?

— Eso es como uno de esos cuentos de P. T. Barnum para el circo —dijo refiriéndose al popular artista circense que se inventaba fantásticas historias para hacer más emocionantes los espectáculos. —Sé que alguien tuvo que enseñarte a cabalgar y usar el látigo, pero no creo que fueran los cosacos. —Hizo una pausa. —¿O sí?

Él se rio entre dientes.

— ¿Algo más, cara de ángel?

No iba a dejar que se le escapara otra vez.

— ¿Cuánto llevas en el circo?

— He viajado con el circo de los Hermanos Vulturi desde la adolescencia hasta que cumplí los veinte. Desde entonces voy y vengo.

— ¿Qué haces el resto del tiempo?

— Ya sabes la respuesta a eso. Estoy en prisión por asesinar a una camarera.

Ella entrecerró los ojos, haciéndole saber que lo tenía bien calado.

— ¿No trabajas de gerente en el circo todo el tiempo? 

— No.

Puede que si dejaba de presionarlo un rato, le sacase más información personal.

— ¿Quiénes eran los Hermanos Vulturi?

— Sólo era Aro Vulturi. Se llama así por seguir la tradición de los Hermanos Ringling. La gente del circo considera que es mejor que todos crean que el circo es de una familia aunque no sea así. Aro fue el propietario del circo durante veinticinco años y, un poco antes de morir, me pidió que terminara la temporada por él.

— Menudo sacrificio para ti. —Ella lo miró expectante y, en vista de que él no respondía, lo aguijoneó un poco más.

— Dejar de lado tu vida normal..., tu trabajo de verdad. . .

 

 

 

— Mmm. —Ignorando el interrogatorio de Bella, Edward hizo que se fijara en una señal de la carretera. —Avísame si ves más indicaciones como esa, ¿vale?

Ella vio tres flechas rojas de cartón. Cada una de ellas tenía impresas unas letras azules y señalaban hacia la izquierda.

— ¿Para qué son?

— Nos guían hasta el recinto donde daremos la próxima función. —Desaceleró al acercarse a un cruce y giró a la izquierda. —Dobs Murria, uno de nuestros hombres, sale una noche antes que nosotros y las va colocando. Es para indicar la ruta.

Ella bostezó.

— Tengo muchísimo sueño. En cuanto lleguemos, voy a echar una buena siesta.

— Vas a tener que conformarte con dormir de noche. El circo no mantiene a inútiles; todos trabajamos, incluso los niños. Vas a tener que hacer cosas.

— ¿Esperas que trabaje?

— ¿Acaso temes romperte una uña?

— No soy la niña mimada que crees.

Él le dirigió una mirada de incredulidad, pero Bella intentaba evitar otra discusión e ignoró el cebo que él le estaba tendiendo.

— Sólo quería decir que no sé nada del mundo del circo.

— Aprenderás. Bob Thorpe, el tipo que normalmente se encarga de la taquilla, tiene que ausentarse durante un par de días. Ocuparás su lugar hasta que vuelva, suponiendo, claro está, que sepas contar lo suficiente como para devolver bien el cambio.

— Con las monedas de curso legal, sí —respondió ella con un deje de desafío.

— Después tendrás que encargarte de algunas tareas domésticas. Puedes comenzar por poner algo de orden en la caravana. Y agradecería una comida caliente esta noche.

— Y yo. Tendremos que buscar un buen restaurante.

— Eso no es lo que tenía en mente. Si no sabes cocinar, puedo enseñarte lo básico.

Ella reprimió su enfado y adoptó un tono razonable.

— No creo que intentar que me encargue yo sola de todas las tareas domésticas sea la mejor manera de empezar con buen pie este matrimonio. Deberíamos repartirnos el trabajo equitativamente.

— De acuerdo. Pero si quieres un reparto equitativo, tendrás que hacer también otras cosas. Actuarás en la presentación.

— ¿En la presentación?

— En el espectáculo. En el desfile con el que se inicia la función, y es obligatorio.

— ¿Quieres que actúe en la función?

— Todos, menos los obreros y los candy butchers salen en el desfile.

— ¿Qué son los candy butchers?

— El circo tiene su propio lenguaje, ya lo irás pillando. Los que atienden los puestos del circo recibieron el nombre de butchers¹ porque, en el siglo XIX, un hombre que era carnicero abandonó su trabajo para trabajar en uno de los puestos ambulantes del circo de John Robinson Show. En los puestos de algodón de azúcar se venden perritos calientes además de golosinas, por eso se llaman candy butchers. La carpa principal es lo que se conoce como circo en sí, nunca la llames «carpa» a secas. Sólo se llama así a la de la cocina y a la de la casa de fieras. El recinto se divide en dos: la parte trasera, donde dormimos y aparcamos los remolques, y la parte delantera, o zona pública. Las representaciones tienen también un lenguaje distinto. Ya te irás acostumbrando —hizo una pausa significativa, —si te quedas lo suficiente. 

Ella decidió no picar el cebo.

— ¿Qué es un donnicker? Recuerdo que ayer usaste esa palabra.

— Es la marca de los retretes de las caravanas, cara de ángel.

— Ah. —Continuaron viajando varios kilómetros en silencio mientras ella cavilaba sobre lo que él le había dicho. Pero era lo que no había dicho lo que más le preocupaba.

— ¿No crees que deberías hablarme un poco más de ti? Contarme algo sobre tu vida que sea verdad, claro.

— No veo por qué.

— Porque estamos casados. A cambio te contaré cualquier cosa que quieras saber de mí.

— No hay nada que me interese saber de ti.

Eso hirió los sentimientos de Bella, pero de nuevo no quiso darle más importancia de la que tenía.

— Nos guste o no, ayer hicimos unos votos sagrados. Creo que lo primero que deberíamos hacer es preguntarnos qué esperamos de este matrimonio.

Él meneó la cabeza lentamente. Ella nunca había visto a un hombre que pareciera más consternado.

— Esto no es un matrimonio, Bella.  

— ¿Perdón?

— No es un matrimonio de verdad, así que quítate esa idea de la cabeza.

— ¿De qué estás hablando? Por supuesto que es un matrimonio de verdad.

— No, no lo es. Es un acuerdo legal.

— ¿Un acuerdo legal?

— Exacto.

— Ya entiendo.

— Bien.

La obstinación de Edward la enfureció.

— Bueno, pues ya que soy la única involucrada en este acuerdo legal por el momento, intentaré que funcione, tanto si quieres como si no.

— No quiero.

— Edward, hicimos unos votos. Unos votos sagrados.

— Eso no tiene ningún sentido, y tú lo sabes. Te dije desde el principio cómo iban a ser las cosas. No te respeto, ni siquiera me gustas, y te aseguro que no tengo ni la más mínima intención de jugar a las casitas.

— Estupendo. ¡Tú tampoco me gustas! 

— Veo que nos entendemos.

— ¿Cómo podría gustarme alguien que se ha dejado comprar? Pero eso no quiere decir que vaya a ignorar mis obligaciones.

— Me alegra oírlo. —Él la recorrió lentamente con la mirada. —Me aseguraré de que tus obligaciones sean agradables.

Ella sintió que se sonrojaba y que esa inmadura reacción la enfadaba lo suficiente como para desafiarlo.

— Estás refiriéndote al sexo, ¿por qué no hablas claro?

— Por supuesto que me refiero al sexo. 

— ¿Con o sin tu látigo? —Ella se arrepintió en cuanto las impulsivas palabras salieron de su boca. 

— Tú eliges.

Bella fue incapaz de seguir soportando sus bromas. Se dio la vuelta y se puso a mirar por la ventanilla. 

— ¿Bella?

—No quiero hablar de eso. 

— ¿De sexo?

Ella asintió con la cabeza.

— Tenemos que ser realistas —dijo él, —los dos somos personas saludables, y a pesar de tus diversos desórdenes de personalidad, no eres precisamente un adefesio.

Ella se volvió hacia él para dirigirle su mirada más desdeñosa, pero lo que vio fue cómo una comisura de esa boca masculina se curvaba en lo que en otro hombre hubiera sido una sonrisa.

— Tú tampoco eres precisamente un adefesio —admitió ella a regañadientes, —pero tienes muchos más desórdenes de personalidad que yo.

— No, creo que no. 

— Te aseguro que sí. 

— ¿Como cuáles?

— Pues bien, para empezar. . . ¿Estás seguro de que quieres oírlos?

— No me lo perdería por nada del mundo.

— Bueno, pues eres cabezota, terco y dominante.

— Pensaba que ibas a decir algo malo.

— No eran cumplidos. Y siempre he creído que un hombre con sentido del humor es más atractivo que uno sexy y machista.

— Bueno, pues avísame cuando llegues a la parte mala, ¿vale?

Ella lo fulminó con la mirada y optó por no mencionar los látigos que tenía debajo de la cama. 

— Es imposible hablar contigo. 

Él ajustó la visera solar.

— Lo que estaba tratando de decirte antes de que me interrumpieras con la lista de mis cualidades es que ninguno de nosotros va a poder mantenerse célibe durante los próximos seis meses.

Bella bajó la mirada. Si él supiera que ella llevaba así toda la vida. . .

— Vamos a vivir en un lugar pequeño —continuó él, —estamos legalmente casados y es natural que tarde o temprano echemos un polvo.

«¿Echemos un polvo?» Su rudeza le recordó que eso no significaría nada para él y que, contra toda lógica, ella quería algo de romanticismo.

— En otras palabras, esperas que haga las tareas domésticas, trabaje en el circo y «eche polvos» contigo —dijo bastante mosqueada.

Él lo pensó detenidamente.

— Supongo que es más o menos eso.

Ella giró la cabeza y miró con aire sombrío por la ventanilla. Hacer que ese matrimonio tuviera éxito iba a ser todavía más difícil de lo que pensaba.

 

Capítulo 5: Edward el Cosaco Capítulo 7: Sorpresa!

 
14437826 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10756 usuarios