La noche del lunes sólo hubo una función, así que Edward invitó a Bella a cenar fuera. La suave música flotaba en el comedor en penumbra de un lujoso restaurante en el centro de Indianápolis, donde la pareja tomó asiento en un reservado de la esquina.
Ahora que ya no estaba preocupada por Glenna, Bella se sentía como si le hubieran quitado un peso de encima. También había contribuido a su bienestar que Brady hubiera regresado del aeropuerto con Heather. El equilibrista no se había mostrado demasiado comunicativo al respecto, más bien se había comportado como un puerco espín cuando Bella le había preguntado qué había sucedido, pero fue evidente que mantuvo a su hija pegada a él durante casi todo el día. Ésta no había estado tan feliz en todo el verano.
De todas maneras, Bella consideraba las últimas dos semanas las mejores de su vida. Edward había sido tan tierno y cariñoso con ella que apenas parecía el mismo hombre. Estaba decidida a contarle lo del bebé esa noche, aunque aún no sabía cómo.
Edward sonrió; estaba tan guapo que el corazón de Bella hizo una pirueta. A los hombres corpulentos no solía sentarles bien el traje, pero él era, definitivamente, una excepción.
— Estás preciosa esta noche.
— Pensé que ya no sabría cómo arreglarme. —Por una vez no se vio impulsada a decirle que su madre habría estado guapísima, tal vez porque a Bella ya no le importaba su apariencia tanto como antes. Se había pasado tanto tiempo en vaqueros, coleta y con la cara lavada que esa noche se sentía muy sofisticada.
— Te aseguro que estás estupenda.
Ella sonrió. Para salir a cenar se había puesto la única ropa de vestir que tenía: un jersey de seda color hueso y una minifalda a juego. Había utilizado como cinturón una larga bufanda dorada y se la había enrollado dos veces a la cintura dejando colgar los flecos de los extremos. Las únicas joyas que llevaba puestas eran la alianza y unos discretos pendientes de oro. Como no había querido malgastar el dinero en ir a la peluquería, tenía el pelo más largo que nunca y, tras tantas semanas de llevarlo recogido, sentía el sensual roce en el cuello y en los hombros.
El camarero dejó dos ensaladas ante ellos, cada una con corazones de alcachofa, vainas de guisante y pepino, regadas con salsa de frambuesa y sazonadas con queso rallado.
En cuanto los dejó solos, Bella susurró:
— Tal vez deberíamos haber pedido la ensalada de la casa, esto parece demasiado caro.
Edward pareció divertirse con su preocupación.
— Incluso los más humildes tenemos derecho a vivir la vida de vez en cuando.
— Lo sé, pero. . .
— No te preocupes por eso, cariño. Podemos permitírnoslo.
Bella decidió para sus adentros que las siguientes semanas haría comidas baratas para compensar el gasto. Aunque Edward no hablaba jamás de dinero, ella no creía que un profesor universitario ganara demasiado.
— ¿No quieres que te sirva vino?
—No, así está bien. —Al beber un sorbo de agua con gas, miró el vino que brillaba en la copa de Edward. Había pedido una de las botellas más caras de la carta y a ella le habría encantado probarlo, pero no pensaba hacer nada peligroso para el bebé.
No deberían tirar el dinero en una cena tan cara con un bebé en camino. Tan pronto como terminara la gira, buscaría un trabajo y trabajaría hasta que llegara el momento del parto, así podría ayudar con los gastos extra. Cuatro meses antes no se le hubiera pasado por la cabeza tal cosa, pero ahora la idea de trabajar duro no le preocupaba. Pensó que le gustaba mucho la persona en la que se había convertido.
— Come. Me encanta verte meter el tenedor en la boca. —La voz de Edward se había vuelto ronca y manifiestamente seductora. —Me recuerda a todas esas otras cosas que haces con ella.
Bella se ruborizó y volvió a concentrarse en la ensalada, pero sentía los ojos de Edward clavados en ella con cada bocado que daba. Un montón de imágenes eróticas comenzó a desfilar por su mente.
— ¡Deja de hacer eso! —Soltó el tenedor con exasperación.
Él acarició el tallo de la copa con aquellos dedos largos y elegantes, luego deslizó el pulgar por el borde.
— ¿Que deje de que hacer qué?
— ¡Deja de seducirme!
— Pensaba que te gustaba que te sedujera.
— No cuando me he arreglado para cenar en un restaurante.
— Entiendo. Ya veo que no llevas sujetador. ¿Llevas bragas?
— Por supuesto.
— ¿Algo más?
— No. Con las sandalias no uso pantis.
— Bien. Pues vas a hacer lo siguiente: levántate y ve al baño. Quítate las bragas y mételas en el bolso. Luego vuelve aquí.
El calor se extendió por los lugares más secretos del cuerpo de Bella.
— ¡No pienso hacer eso!
— ¿Sabes qué pasó la última vez que un Swan desafió a un Romanov?
— No, y no sé si quiero saberlo.
— Perdió la cabeza. Literalmente.
— Entiendo.
— Pues te doy diez segundos.
Aunque mantenía una expresión desaprobadora, a Bella se le había disparado el pulso ante la idea.
— ¿Es una orden?
— Apuesta tu dulce trasero a que sí.
Aquellas palabras fueron como una caricia erótica que casi la hizo disolverse, pero logró apretar los labios y levantarse de la mesa con aparente renuencia.
— Señor, es usted un tirano y un déspota.
Salió del comedor con la ronca risa de Edward resonando en sus oídos.
Cuando regresó cinco minutos después, se acercó apresuradamente al reservado. Si bien las luces eran tenues, estaba segura de que todos podían darse cuenta de que estaba desnuda bajo la delgada tela de seda. Edward la estudió con atención mientras se acercaba. Había tal arrogancia en su postura que no cabía duda de que era un Romanov de los pies a la cabeza.
Cuando Bella se acomodó a su lado, él le pasó un brazo por los hombros y le deslizó un dedo por la clavícula.
— Pensaba decirte que abrieras el bolso y me mostraras tu ropa interior para estar seguro de que habías seguido mis órdenes, pero me parece que no será necesario.
— ¿Se nota? —Miró a los lados, alarmada. —Ahora todos saben que estoy desnuda debajo de la ropa y es culpa tuya. Nunca debí dejar que me convencieras de esto.
Edward le deslizó la mano bajo el pelo y la cogió por la nuca.
— Tal y como yo lo recuerdo, no tenías otra opción. Fue una orden real, ¿recuerdas?
Él había aprovechado todas las oportunidades que se le presentaban para tomarle el pelo desde el domingo, y ella disfrutaba de cada minuto. Le lanzó una mirada reprobatoria.
— Yo no obedezco órdenes reales.
Él se acercó más y le rozó la oreja con los labios.
— Cariño, con un chasquido de dedos puedo hacer que te encierren en una mazmorra. ¿Seguro que no quieres reconsiderar tu postura?
La llegada del camarero la salvó de responder. Había retirado los restos de la ensalada mientras ella estaba en el baño y ahora les sirvió el plato principal. Edward había pedido salmón ahumado y ella pasta. Los linguini olían a sabrosas hierbas y a los camarones que se escondían entre las verduras. Mientras probaba el delicado manjar, Bella intentó olvidarse de que estaba medio desnuda, pero Edward no la dejó.
— ¿Bella?
— ¿Mmm?
— No quiero ponerte nerviosa, pero. . .
Él levantó la servilleta que cubría el pan caliente y estudió atentamente la cesta y su contenido. Ya que todos los panecillos eran iguales, ella no entendía por qué tardaba tanto tiempo en elegir uno como no fuera para ponerla nerviosa.
— ¿Qué? —lo azuzó. —¿Qué decías?
Edward partió el pan y lo untó lentamente de mantequilla.
— Si no me satisfaces por completo esta noche. . . —la miró, y sus ojos estaban llenos de fingido pesar— me temo que tendré que cederte a mis hombres.
— ¡Qué! —Bella casi se levantó de un salto de los cojines.
— Es sólo para inspirarte. —Con una sonrisa diabólica, hundió con firmeza los dientes blancos en el trozo de pan.
¿Quién podía haber imaginado que ese hombre tan complicado sería un amante tan imaginativo? Pensó que ese pícaro juego podían jugarlo los dos y sonrió con dulzura.
— Entiendo, Su Alteza Imperial. Le aseguro que estoy demasiado aterrada por su real presencia para osar decepcionarle.
Edward arqueó una ceja diabólicamente mientras pinchaba un camarón del plato de Bella y se lo acercaba a los labios de la joven.
— Abre la boquita, cariño.
Bella se tomó su tiempo para comer el camarón y, mientras, deslizó los dedos por el interior de la pantorrilla de Edward, agradeciendo la intimidad y la escasa luz del reservado que los resguardaban de miradas curiosas. Tuvo la satisfacción de sentir cómo a su marido se le tensaban los músculos de la pierna y supo que él no estaba tan relajado como parecía.
— ¿Tienes las piernas cruzadas? —preguntó él.
— Sí.
— Sepáralas. —Ella casi soltó un grito ahogado. —Y mantenías así el resto de la velada.
La comida se volvió insípida de repente y todo en lo que Bella pudo pensar fue en salir del restaurante y meterse en la cama con él.
Separó las piernas unos centímetros. Él le tocó la rodilla bajo el mantel, y su voz ya no sonó tan segura como antes.
— Muy bien. Sabes acatar las órdenes. —Introdujo la mano debajo de la falda y la deslizó hacia arriba por el interior del muslo.
Tal audacia la dejó sin aliento y, en ese momento, se sintió como una esclava bajo el yugo del zar. La fantasía la hizo sentirse débil de deseo.
Aunque ninguno de los dos mostró señales de apresuramiento, acabaron de comer en un tiempo récord y rehusaron tomar el café y el postre. Pronto estuvieron de regreso en el circo.
Edward no le dirigió la palabra hasta que estuvieron dentro de la caravana, donde lanzó las llaves en el mostrador antes de volverse hacia ella.
— ¿Has tenido suficiente diversión por esta noche, cariño?
El roce de la seda en su piel desnuda y su flirteo público habían hecho que Bella abandonara sus inhibiciones, pero aun así se sintió un poco tonta cuando bajó la vista e intentó mostrarse sumisa.
— Lo que Su Alteza Imperial desee.
Él sonrió.
— Entonces desnúdame.
Ella le quitó la chaqueta y la corbata, y le desabotonó la camisa al mismo tiempo que presionaba la boca contra el torso que dejaba al descubierto. El roce sedoso del vello cosquilleó en sus labios poniéndole la piel de gallina. Lamió una de las oscuras y duras tetillas. Sintió los dedos torpes al forcejear con la hebilla del cinturón y, cuando por fin consiguió abrirlo, comenzó a bajarle la cremallera.
— Desnúdate tú primero —dijo él, —pero antes dame la bufanda.
A Bella le temblaron las manos cuando se desató la bufanda dorada de la cintura y se la dio. Se quitó los pendientes y se deshizo de las sandalias. Con un grácil movimiento se pasó el jersey por la cabeza mostrando los pechos. La cinturilla de la falda cedió bajo los dedos y la frágil seda se le deslizó por las caderas. La apartó con el pie y se quedó desnuda ante él.
Edward la acarició con la mano, desde el hombro a la cadera, desde las costillas a los muslos, como si estuviera marcando una propiedad. El gesto licuó la sangre de Bella en sus venas, enardeciéndola hasta tal punto que apenas era capaz de mantenerse en pie. Satisfecho, él cogió la bufanda y dejó que el extremo se deslizara lentamente entre sus dedos.
Había una amenaza erótica en el gesto y Bella no pudo apartar la vista de la tela. ¿Qué iba a hacer Edward con ella?
Contuvo el aliento cuando él le pasó la bufanda alrededor del cuello dejando que los extremos colgasen sobre sus pechos. Tomando los flecos en las manos, Edward levantó primero un extremo y luego el otro, deslizándolos de un lado a otro. Los dorados hilos de seda le rozaron los pezones con suavidad. La sensación, cálida y pesada, se extendió por el vientre de Bella.
A Edward se le oscurecieron los ojos hasta adquirir el color de un día de tormenta.
— ¿A quién perteneces?
— A ti —susurró ella.
Él asintió con la cabeza.
— ¿Ves qué sencillo es?
Terminó de desnudarlo. Entonces, Bella deslizó las palmas de las manos por los muslos de Edward, sintiendo las duras texturas de la piel y los músculos. Estaba majestuosamente excitado. Ella sintió los pechos pesados y consideró que tenía más que suficiente, pero siguió con la fantasía.
— ¿Qué quieres ahora de mí? —preguntó.
Él apretó los dientes y emitió un profundo sonido inarticulado mientras la empujaba por los hombros hacia abajo.
— Esto.
A Bella se le paró el corazón. Acató su orden silenciosa y lo amó como quería. El tiempo perdió su significado. A pesar de estar en aquella postura sumisa, nunca se había sentido tan poderosa. Edward le enredó los dedos en el pelo, mostrándole sin palabras lo que necesitaba. Los ahogados gemidos de placer de Edward incrementaron la excitación de Bella.
La joven sintió la rígida tensión de los músculos bajo las palmas de las manos y la película de sudor que cubría aquella dura piel masculina. En ese momento Edward la puso bruscamente en pie y la tendió en la cama.
Retrocedió un paso para mirarla a los ojos.
— Ábrete para mí y dejaré que me sirvas otra vez.
Oh, Santo Dios. Edward debió de sentir el estremecimiento que la recorrió porque sus ojos se entornaron con satisfacción. Bella separó las piernas.
— No tan rápido. —Él le atrapó el lóbulo de la oreja entre los dientes y lo mordisqueó con suavidad. —Primero tengo que castigarte.
— ¿Castigarme? —Ella se quedó rígida pensando en los látigos guardados bajo la cama, justo debajo de sus caderas.
— Me has excitado, pero no has terminado lo que empezaste.
— Eso fue porque tú. . .
— Basta. —Edward se levantó de nuevo y la miró con toda la noble arrogancia heredada de sus antepasados Romanov.
Bella se relajó. Él jamás le haría daño.
— Cuando quiera tu opinión, mujer, te la pediré. Hasta entonces, será mejor que controles la lengua. Mis cosacos llevan demasiado tiempo sin una mujer.
Ella le lanzó una mirada afilada.
A Edward le tembló la comisura de los labios, pero no sonrió. Se limitó a inclinar la cabeza y rozarle con los labios el interior del muslo.
— Sólo hay un castigo adecuado para una esclava que no sabe guardar silencio. Una severa y cruel reprimenda.
El techo dio vueltas mientras él cumplía su amenaza y la llevaba a un reino de ardiente placer, a un éxtasis tan antiguo como el tiempo. El cuerpo de Edward se volvió resbaladizo por el sudor y tensó los músculos de los hombros bajo las manos de Bella, pero no se detuvo. Sólo al final, cuando ella le rogó que forzara la dulce penetración que necesitaba con tanta desesperación.
Edward la penetró profundamente y toda diversión desapareció de sus ojos.
— Quiero amarte —susurró.
A ella le ardieron los ojos por las lágrimas cuando él dijo las palabras que tanto había deseado oír. Edward se pegó a su cuerpo, y se dejaron llevar por un ritmo tan eterno como el latido de sus corazones. Se movieron como si fueran uno. Bella sintió cómo su amado la llenaba por completo, llegando al mismo centro de su alma.
Se perdieron en un torbellino de pasión; hombre y mujer, cielo y tierra. Todos los elementos de la creación convergiendo en una perfecta combinación.
Cuando todo terminó, Bella experimentó una dicha que nunca había sentido antes y tuvo la certeza de que todo iría bien entre ellos. «Quiero amarte», había dicho él. No había dicho, «quiero hacer el amor contigo», sino «quiero amarte». Y lo había hecho. No podía haberla amado más intensamente aunque hubiera repetido las palabras cien veces.
Lo miró por encima de la almohada. Estaba de cara a ella, con los ojos medio cerrados y somnolientos. Extendiendo el brazo, Bella le acarició la mejilla y él volvió la cabeza para besarle la palma de la mano.
Ella le recorrió la mandíbula con el pulgar, disfrutando de la suave aspereza de su piel.
— Gracias.
— Soy yo quien debería darte las gracias.
— ¿Quiere eso decir que no vas a compartirme con tus cosacos?
— No te compartiría con nadie.
El juego erótico que habían estado jugando la había hecho olvidarse de la promesa que se había hecho interiormente de decirle lo del bebé esa noche.
— Llevas días sin hablar del divorcio.
Edward se puso en guardia de inmediato y rodó sobre la espalda.
— No he pensado en ello.
Bella se sintió desanimada por su retirada, pero ya sabía que iba a ser difícil y continuó presionándolo, aunque con toda la suavidad que pudo.
— Me alegro. No es algo agradable en lo que pensar.
La observó con una mirada preocupada.
— Sé lo que quieres que diga, pero aún no puedo. Dame un poco más de tiempo, ¿vale?
Con un nudo en la garganta, Bella asintió con la cabeza.
Parecía tan nervioso como un animal salvaje obligado a vivir bajo el yugo de la civilización.
— Nos lo tomaremos día a día.
Bella comprendió que no debía seguir presionándolo. Pero el hecho de que él no hubiera mencionado que su matrimonio finalizaría en apenas dos meses le daba la suficiente esperanza como para retrasar un poco más la noticia del bebé.
— Eso haremos.
Él se incorporó y se reclinó contra las almohadas apoyadas contra el cabecero.
— Sabes que eres lo mejor que me ha pasado en la vida, ¿verdad?
— Sin lugar a dudas.
Él se rio entre dientes y dio la impresión de que lo abandonaba parte de la tensión. Bella se puso boca abajo, se apoyó en los codos y le acarició el vello del pecho con la yema de los dedos.
— ¿Catalina la Grande fue una Romanov?
— Sí.
— He leído que era una mujer muy lujuriosa.
— Tenía un montón de amantes.
— Y mucho poder. —Bella se inclinó hacia delante y le mordisqueó el pectoral. Edward se estremeció, así que lo mordisqueó otra vez.
— ¡Ay! —la cogió por la barbilla. — ¿Qué es lo que está tramando exactamente esa retorcida mente tuya?
— Sólo pensaba en todos esos hombres tan fuertes bajo el yugo de Catalina la Grande...
— Aja.
— . . . obligados a servirla. . . a someterse a ella.
— Aja.
Ella le acarició con los labios.
— Te toca ser el esclavo, machote.
Por un momento él pareció alarmado, luego soltó un profundo suspiro.
— Creo que he muerto y he ido al cielo.
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