Ángel

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 20/09/2016
Fecha Actualización: 01/02/2018
Finalizado: SI
Votos: 3
Comentarios: 18
Visitas: 99819
Capítulos: 38

La hermosa y caprichosa Isabella Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que... ¿cómo se ha metido Bella en este lío?

 

Edward Mase, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Bella de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje a un lugar que ella jamás imagino y se propone domarla.

 

Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad... arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

 

Algunos personajes le pertenecen a Stephanie Meyer la mayoría son propiedad de Susan Elizabeth Phillips. Esta historia es una adaptación del libro Besar A un Ángel de Susan Elizabeth Phillips. 

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Capítulo 23: Déjame amarte

— Ha sido sagrado.

— No ha sido sagrado. Ha sido sexo.

— Hagámoslo de nuevo.

— Vamos a cien por hora, no hemos dormido más de tres horas y llegamos con retraso a Allentown. 

— Estirado.

— ¿A quién llamas estirado? 

— A ti.

La miró de reojo, con una chispa diabólica en los ojos.

— A ver si te atreves a repetirlo cuando estés desnuda.

— No volverás a verme desnuda hasta que admitas que ha sido sagrado.

— ¿Y si admito que fue especial? Porque fue muy especial.

Ella le dirigió una mirada engreída y lo dejó pasar. La noche anterior había sido más que especial y los dos lo sabían. Bella lo había sentido en la urgencia con la que habían hecho el amor y en la forma en que se habían abrazado después. Cuando se habían mirado a los ojos no se habían ocultado nada, no se habían reservado nada.

Esa mañana, Bella esperaba que él volviera a las nidadas y que actuara de la misma manera hosca y distante de siempre. Pero para su sorpresa, él se había mostrado tierno y cariñosamente burlón. Como si se hubiera rendido. Bella quería creer con cada latido de su romántico corazón que su marido se había enamorado de ella, pero sabía que eso no sería fácil. Por ahora, agradecía que Edward hubiera bajado la guardia.

La lluvia comenzó a caer sobre el polvoriento parabrisas de la camioneta. Era un día frío y gris, y según el pronóstico del tiempo sólo iría a peor. Edward la miró, y Bella tuvo la sensación de que le había leído la mente.

— No puedo resistirme a ti —dijo Edward con suavidad. —¿Lo sabes, no? Y ya me he cansado de fingir lo contrario —adoptó una expresión de profunda preocupación. —Pero no te amo, Bella, y no puedes hacerte una idea de cuánto lo siento, porque si tuviera que amar a alguien, sería a ti.

Ella se obligó a tragar saliva.

— ¿Es por lo de la mutación de la que hablaste?

— No bromees con eso.

— Lo siento. Pero es que es increíblemente. . . —«Estúpido». Porque era una estupidez, aunque se calló la palabra. Si él creía que no podía amarla, lo único que conseguiría discutiendo con él sería que se pusiera de nuevo a la defensiva. A menos que fuera cierto. Tan desafortunado pensamiento cruzó como un relámpago por la mente de Bella. ¿Y si Edward tenía razón? ¿Y si aquella violenta infancia le había dejado una cicatriz tan profunda que nunca sería capaz de amar? ¿Y si simplemente no podía amarla a ella? La lluvia tamborileó con fuerza contra el techo. Bella bajó la mirada a su anillo de boda.

— Dime cómo sería. ¿Cómo sería si me amases?

— ¿Si te amase?

— Sí.

— Es una pérdida de tiempo hablar de algo que no puede ocurrir.

— ¿Sabes qué pienso? Que no creo que fuera mejor que esto. Ahora es perfecto.

— Pero no durará. Dentro de seis meses nuestro matrimonio habrá terminado. No podría vivir conmigo mismo viendo cómo languideces por no darte lo que te mereces. No puedo darte amor. Ni hijos. Y eso es lo que necesitas, Bella. Eres ese tipo de mujer. Te marchitarás como una flor si no lo tienes.

Bella sintió una punzada de dolor al oír aquellas palabras, pero no podía reprocharle su sinceridad. Como sabía que él no admitiría nada más por el momento, cambió de tema.

— ¿Sabes qué es lo que quiero de verdad?

— Supongo que unas semanas en un spa con manicura incluida.

— No. Quiero trabajar en una guardería. 

— ¿En serio?

— Es una tontería, ¿a que sí? Tendría que ir a la universidad y ya soy demasiado mayor. Para cuando me graduara, habría pasado de los treinta.

— ¿Igual que si no vas a la universidad?

— ¿Perdón?

— Los años pasarán igual, vayas o no a la universidad.

— ¿Me estás diciendo en serio que debería hacerlo? 

— No veo por qué no.

— Porque ya he metido la pata demasiadas veces en mi vida y no quiero hacerlo más. Sé que soy inteligente, pero he tenido una educación muy poco convencional y no soy capaz de seguir una rutina. No me imagino compartiendo clase con un puñado de jovencitos de dieciocho años de ojos brillantes recién salidos del instituto.

— Quizás es hora de que empieces a verte con otros ojos. No olvides que eres la dama que domestica tigres. —Le dirigió una misteriosa sonrisa que hizo que Bella se preguntase de qué tigre hablaba: de Sinjun o de sí mismo, pero Edward era demasiado arrogante para pensar que ella lo había domesticado.

Miró hacia delante y divisó una serie de flechas indicando la dirección.

— Gira ahí delante.

Encontrar las flechas que señalaban la ubicación del circo era tan natural para Edward como respirar. Bella sospechó que ya las había visto, pero él asintió con la cabeza. La lluvia arreció y él aumentó la velocidad de los limpiaparabrisas.

— Supongo que no seremos tan afortunados como para instalarnos sobre el asfalto esta vez — dijo ella.

— Me temo que no. Estaremos en un descampado.

— Supongo que ahora sabré de primera mano por qué a los circos como el de los Hermanos Vulturi se les llama circos de barro. Sólo espero que la lluvia no moleste a los animales.

— Estarán bien. Son los empleados los que sufrirán más.

— Y tú. Tú estarás allí con ellos. Siempre lo estás. 

— Es mi trabajo.

— Extraño trabajo para alguien que debería ser zar. —Lo miró de reojo. Si él pensaba que se había olvidado de ese tema, se equivocaba.

— ¿Ya estamos con eso otra vez?

— Si me dices la verdad no volveré a mencionarlo nunca más.

— ¿Me lo prometes?

— Te lo prometo.

— Está bien, pues —respiró hondo.  —Es probable que sea verdad.

— ¿¡Qué!? —Bella volvió la cabeza con tal rapidez que casi se partió el cuello. —Las pruebas dicen que tengo ascendencia Romanov y, por lo que Charlie ha podido averiguar, existen muchas probabilidades de que sea el bisnieto de Nicolás II.

Ella se hundió en el asiento. 

— No me lo creo.

— Bueno. Entonces no hay nada más de lo que hablar.

— ¿Lo dices en serio?

— Charlie tiene pruebas bastante convincentes. Pero dado que no puedo hacer nada al respecto, será mejor que hablemos de otros temas.

— ¿Eres el heredero del trono ruso?

— En Rusia no hay trono. Por si se te ha olvidado, allí no existe la monarquía.

— Pero si la hubiera. . .

— Si la hubiera, saldrían Romanov de cada carpintería de Rusia afirmando ser el heredero.

— Por lo que me dijo mi padre, hay pruebas más que suficientes en tu caso, ¿no?

— Probablemente, pero ¿qué más da? Los rusos odian más a los Romanov que a los comunistas, así que no creo que se restaure la monarquía.

— ¿Y si lo hicieran?

— Me cambiaría de nombre y huiría a alguna isla desierta.

— Mi padre pondría el grito en el cielo.

— Tu padre está obsesionado.

— Sabes por qué concertó este matrimonio, ¿no? Yo pensaba que estaba tratando de castigarme buscándome el peor marido del mundo, pero no es así. Quería que los Swan y los Romanov se unieran y me utilizó para ello. —Bella se estremeció. —Es como una novela victoriana. Todo esto me pone la piel de gallina. ¿Sabes qué me dijo ayer?

— Probablemente lo mismo que a mí. Te habrá enumerado todas las razones por las que deberíamos seguir casados.

— Me dijo que si quería retenerte tendría que reprimir mi carácter. Y estar dispuesta a esperarte en la puerta con las zapatillas en la mano.

Edward sonrió.

— A mí me dijo que ignorara tu carácter y me fijara en tu dulce cuerpo. 

— ¿De veras?

— No con esas palabras, pero ésa era la idea. 

— No lo entiendo. ¿Por qué se molestó en tramar todo esto para un matrimonio de seis meses?

— ¿No es evidente? Espera que cometamos un desliz y te quedes embarazada. —Bella lo miró fijamente. —Quiere garantizar el futuro de la monarquía. Quiere un bebé con sangre Swan y Romanov que ocupe un lugar en la historia. Ése es su plan. Que des a luz a un bebé mítico; si luego seguimos casados o no, no importa. De hecho, probablemente preferiría que nos divorciáramos; en cuanto rompiéramos intentaría hacerse cargo del niño.

— Pero sabe que tomo anticonceptivos. Amelia me acompañó al ginecólogo. Incluso es ella quien se encarga de conseguir las recetas porque no se fía de mí.

— Es evidente que Amelia no está tan ansiosa como él por tener un pequeño Swan-Romanov corriendo por la casa. O simplemente aún no quiere ser abuela. Supongo que él no lo sabe, pero dudo que tu madrastra pueda ocultárselo durante mucho más tiempo.

Ella miró por la ventanilla los cuatro carriles de la autopista. Un letrero de neón de Taco Bell brillaba intermitentemente a un lado. Luego pasaron ante un concesionario de Subaru. Bella experimentó una sensación de irrealidad por el contraste entre los modernos signos de civilización y la conversación que mantenía con Edward sobre antiguas monarquías. Al rato le asaltó un pensamiento horrible.

— El príncipe Edward tenía hemofilia y es hereditaria. Edward, no tendrás esa enfermedad, ¿verdad?

— No. Sólo se transmite a través de las mujeres. Aunque Edward la tenía, no podía pasarla a sus hijos.

— Se pasó al carril izquierdo.

— Sigue mi consejo, Bella, y no pienses en esto. No vamos a seguir casados y no vas a quedarte embarazada, así que mis conexiones familiares no tienen importancia. Sólo te he contado esto para que dejes de darme la lata.

— Yo no te doy la lata.

Edward le recorrió el cuerpo con una mirada lasciva. 

— Eso es como decir que tú no. . . 

— Calla. Como pronuncies esa palabra con «F», lo lamentarás.

— ¿Qué palabra es ésa? Dímela al oído para que sepa de qué hablas.

— No te voy a decir nada.

— Deletréala.

— Tampoco la deletrearé.

Edward siguió bromeando con ella hasta llegar al recinto, pero no consiguió que se la dijera.

 

 

A primera hora de la tarde, la lluvia se había convertido en un diluvio. Gracias al impermeable que le había prestado Edward, Bella no se había mojado la cabeza, pero para cuando terminó de comprobar la casa de fieras y visitar a Tater, tenía los vaqueros cubiertos de lodo y sus deportivas estaban tan duras que parecían zapatos de cemento.

Esa noche, los artistas habían comenzado a hablar con ella antes de la función. Brady se disculpó por la rudeza que había mostrado el día anterior y Jill la invitó a ir de compras esa misma semana. Los Tolea y los Lipscomb la felicitaron por su valentía y los payasos le dieron un ramillete de flores de papel.

A pesar del mal tiempo, la publicidad que había rodeado la fuga de Sinjun había atraído a mucha gente y lograron vender todas las entradas de la función matinal. Jack había narrado la historia heroica de Bella, pero ella lo había echado a perder al soltar un grito cuando Edward le rodeó las muñecas con el látigo.

Cuando acabó la función, Bella volvió a ponerse los vaqueros enlodados en la zona provisional de vestuarios que se había dispuesto junto a la puerta trasera del circo para que los artistas no se mojaran los trajes de actuación. Se abrochó el impermeable, inclinó la cabeza y salió rápidamente bajo las ráfagas de lluvia y viento. Aunque no eran ni las cuatro de la tarde, la temperatura había descendido mucho y para cuando llego a la caravana le castañeteaban los dientes. Se quitó los vaqueros, puso el calentador en marcha y encendió todas las luces para iluminar la estancia.

Cuando la luz llenó el confortable interior y la caravana comenzó a caldearse, Bella pensó que aquel lugar nunca le había parecido tan acogedor. Se puso un chándal color melocotón y unos calcetines de lana antes de empezar a trajinar en la pequeña cocina. Solían cenar antes de la última función y, durante las últimas semanas, había sido ella quien se había encargado de hacer la comida; le encantaba cocinar cuando no tenía que guiarse por una receta.

Canturreó mientras cortaba una cebolla y varios brotes de apio antes de empezar a saltearlos con ajo en una pequeña sartén; luego añadió un poco de romero. Encontró un paquete de arroz silvestre y lo añadió junto con más hierbas aromáticas. Sintonizó la radio portátil del mostrador en una emisora de música clásica. Los olores hogareños de la cocina y los exuberantes acordes del Preludio en do menor de Rachmaninov inundaron la caravana. Hizo una ensalada, añadió pechuga de pollo a la sartén y agregó el vino blanco que quedaba en una botella que habían abierto hacía varios días.

Se empañaron las ventanas y regueros de condensación se deslizaron por los cristales. La lluvia repiqueteaba contra el techo metálico, mientras los olores, la música suave y la acogedora cocina la mantenían en un cálido capullo. Puso la mesa con la descascarillada vajilla de porcelana china, las soperas de barro, las desparejadas copas y un viejo bote de miel que contenía unos tréboles rojos que había recogido en el campo el día anterior, antes de la fuga de Sinjun. Cuando finalmente miró a su alrededor, pensó que ninguna de las lujosas casas en las que había vivido antes le había parecido tan perfecta como aquella caravana destartalada.

La puerta se abrió y entró Edward. El agua se le deslizaba por el impermeable amarillo y tenía el pelo pegado a la cabeza. Ella le pasó una toalla mientras él cerraba la puerta. El estallido distante de un trueno sacudió la caravana.

— Huele bien aquí dentro. —Él echó un vistazo a su alrededor, al interior cálidamente iluminado, y Bella observó en su expresión algo que parecía anhelo. ¿Había tenido alguna vez un hogar? Por supuesto no cuando era niño, pero, ¿y de adulto?

— Tengo la cena casi lista —dijo ella. —¿Por qué no te cambias?

Mientras Edward se ponía ropa seca, ella llenó las copas de vino y revolvió la ensalada. En la radio sonaba Debussy. Cuando él regresó a la mesa con unos vaqueros y una sudadera gris, ella ya había servido el pollo con arroz.

Edward se sentó después de que Bella tomara asiento. Cogió su copa y la levantó hacia ella en un silencioso brindis.

— No sé cómo estará la comida. He utilizado los ingredientes que tenía a mano. 

Edward la probó. 

— Está buenísima.

Durante un rato comieron en un agradable silencio, disfrutando de la comida, la música y la acogedora caravana bajo la lluvia.

— Te compraré un molinillo de pimienta con mi próximo sueldo —dijo ella, —así no tendrás que condimentar la comida con lo que contiene esa horrible lata.

— No quiero que te gastes tu dinero en un molinillo para mí.

— Pero si te gusta la pimienta.

— Eso no viene al caso. El hecho es. . .

— Si fuese a mí a quien le gustase la pimienta, ¿mi comprarías un molinillo?

— Si quisieras. . .

Ella sonrió.

Edward pareció quedarse perplejo. 

— ¿Es eso lo que quieres? ¿Un molinillo de pimienta? 

— Oh, no. A mí no me gusta la pimienta. 

Él curvó la boca.

— Me avergüenza admitirlo, Bella, pero parece que empiezo a entender estas conversaciones tan complejas que tienes.

— Pues a mí no me sorprende. Eres muy brillante. 

Le dirigió una sonrisita traviesa.

— Y tú, señora, eres la bomba.

— Y además sexy.

— Eso por supuesto.

— ¿Podrías decirlo de todas maneras?

— Claro. —Edward la miró con ternura y le cogió la mano por encima de la mesa. —Eres sin duda la mujer más sexy que conozco. Y la más dulce. . .  

A Bella se le puso un nudo en la garganta y se perdió en las profundidades azules de los ojos de Edward. ¿Cómo había podido pensar que eran fríos? Bajó la cabeza antes de que él pudiese ver las lágrimas de anhelo.

Él comenzó a hablarle de la función y pronto se reían del lío que se había formado entre uno de los payasos y una señorita muy bien dotada de la primera fila. Compartieron los pequeños detalles del día: los problemas de Edward con uno de los empleados o la impaciencia de Tater por estar atado todo el día. Planearon un viaje a la lavandería para el día siguiente y Edward mencionó que tenía que cambiar el aceite de la camioneta. Podrían haber sido un matrimonio cualquiera, pensó Bella, hablando del día a día, y no pudo evitar sentir la esperanza de que, después de todo, pudieran resolverse las cosas entre ellos.

Edward le dijo que fregaría los platos si se quedaba a hacerle compañía, después se quejó, naturalmente, por el número de utensilios que ella había utilizado. Mientras él bromeaba con ella, a Bella se le ocurrió una idea.

Aunque Edward le había hablado abiertamente de su linaje Romanov, no le había revelado nada sobre su vida actual, algo que para ella era mucho más importante. Hasta que él le dijera a qué se dedicaba cuando no viajaba con el circo no existiría entre ellos una verdadera comunicación. Pero no se le ocurría otra manera de averiguar la verdad más que engañándolo. Decidió que quizá no había nada malo en decir una pequeña mentirijilla cuando era la felicidad de su matrimonio lo que estaba en juego.

— Edward, creo que tengo una infección de oído. —Él dejó lo que estaba haciendo y la miró con tal preocupación que a Bella le remordió la conciencia.

— ¿Te duele el oído?

— Un poquito. No mucho. Sólo un poquito nada más.

— Iremos al médico en cuanto termine la función.

— Para entonces todas las consultas estarán cerradas.

— Te llevaré a urgencias.

— No quiero ir a urgencias. Te aseguro que no es nada serio.

— No voy a dejar que viajes con una infección de oído.

— Supongo que tienes razón. —Bella vaciló; sabía que ahora tocaba poner el cebo. —Tengo una idea —dijo lentamente. —¿Te importaría mirármelo tú?

Él se quedó quieto.

— ¿Quieres que te examine yo el oído? —Bella se sintió culpable. Ladeó la cabeza y jugueteó con el borde de la arrugada servilleta de papel. Al mismo tiempo, recordó la manera en que él le había preguntado si estaba vacunada del tétanos o cómo había administrado los primeros auxilios a un empleado. Tenía derecho a saber la verdad.

— Supongo que, sea cual sea tu especialidad, estarás cualificado para tratar una infección de oído. A menos que seas veterinario.

— No soy veterinario.

— Vale. Entonces hazlo.

Él no dijo nada. Bella contuvo los nervios mientras recolocaba los tréboles y alineaba los botes de sal y la pimienta. Se obligó a recordar que aquello era por el bien de Edward. No podría conseguir que su matrimonio funcionara si él insistía en mantener tantas cosas en secreto.

Lo oyó moverse. 

— Vale, Bella. Te examinaré. 

La joven alzó la cabeza con rapidez. ¡Lo había conseguido! ¡Por fin lo había pillado! Con astucia, había logrado que admitiera la verdad. Su marido era médico y ella había logrado que confesara.

Sabía que se enfadaría cuando la examinara y descubriera que no tenía nada en el oído, pero ya se las arreglaría después. Sin duda alguna podría hacerle entender que había sido por su bien. No era bueno para él ser tan reservado.

— Siéntate en la cama —dijo. —Y acércate a la luz para que pueda ver. 

Ella lo hizo.

Edward se demoró secándose las manos delante del fregadero antes de dejar a un lado la toalla y acercarse a ella.

— ¿No necesitas el instrumental?

— Está en el maletero de la camioneta y preferiría no tener que mojarme otra vez. Además, hay más de una manera de diagnosticar una infección de oído. ¿Cuál de ellos te duele?

Bella vaciló una fracción de segundo, luego señaló la oreja derecha. Edward le retiró el pelo a un lado y luego se inclinó para examinarla.

— No veo bien con esta luz, acuéstate.

Bella se recostó en la almohada. El colchón se hundió cuando él se sentó a su lado y le puso la mano en la garganta.

— Traga.

Lo hizo.

Edward apretó con la punta de los dedos. 

— Otra vez.

Bella tragó por segunda vez.

— Mmm. Ahora abre la boca y di «ah».

— Ahhh. . .

Edward inclinó la cabeza de Bella hacia la luz. 

— ¿Qué opinas? —preguntó ella finalmente.

— Pues parece que sí tienes una infección, pero no creo que sea en el oído.

«¿Tenía una infección?»

Edward bajó la mano a su cintura y le presionó el abdomen.

— ¿Te duele aquí? 

— No.

— Bien. —Le cogió un tobillo y lo separó del otro. —Estate quieta mientras compruebo el pulso alterno.

Ella se mantuvo en silencio con la frente arrugada de preocupación. «¿Cómo era posible que tuviera una infección?» Se encontraba bien. Luego recordó que había tenido un leve dolor de cabeza hacía un par de días y que a veces se sentía un poco mareada cuando se levantaba demasiado rápido. Tal vez estaba enferma y no lo sabía.

Lo miró con preocupación. 

— ¿Tengo el pulso normal?

— Shh. . . —Le desplazó el otro tobillo para que mantuviera las piernas separadas y le apretó las rodillas sobre la tela del chándal. — ¿Te ha dolido algo últimamente?

«¿Le había dolido algo?»

— Creo que no.

Edward le subió la parte superior del chándal y le tocó un pecho.

— ¿Sientes algo aquí? 

— No.

Le rozó el pezón con los dedos y, aunque su toque pareció impersonal, Bella entrecerró los ojos con suspicacia. Luego se relajó al notar la intensa concentración en la cara de Edward. Estaba portándose como todo un profesional; no había indicio de lujuria en lo que estaba haciendo.

Le tocó el otro pecho.

— ¿Y aquí? —preguntó.

— No.

Edward bajó la parte superior del chándal, cubriéndola con modestia, y ella se sintió avergonzada por haber dudado de él.

Parecía preocupado.

— Me temo que. . .

— ¿Qué?

Cubrió la mano de Bella con la suya y le dio una palmadita consoladora.

— Bella, yo no soy ginecólogo, y normalmente no haría esto, pero me gustaría examinarte. ¿Te importaría?

— ¿Si me importaría. . .? —Bella vaciló. —Bueno, no, supongo que no. Es decir, estamos casados y ya me has visto. . . pero ¿qué tienes que hacer? ¿Crees que me pasa algo?

— Estoy prácticamente seguro de que no es nada, pero los problemas glandulares pueden complicarse y sólo quiero asegurarme de que no es así. —Edward deslizó los pulgares hasta la cinturilla de los pantalones de Bella. Ella levantó las caderas y dejó que se los quitara junto con las bragas.

Cuando él tiró la ropa al suelo, las sospechas de Bella regresaron de nuevo, pero las ignoró cuando se dio cuenta de que él no estaba mirándola. Parecía distraído, como si estuviera ensimismado. ¿Y si en realidad tenía una enfermedad rara y él estaba pensando la mejor manera de decírselo?

— ¿Prefieres que te cubra con la sábana? —preguntó él.

A la joven le ardieron las mejillas.

— Er..., esto. . . No es necesario. Es decir, dadas las circunstancias. . .

— Vale. Entonces. . . —Le apretó con suavidad sus rodillas. —Dime si te duele.

No le dolió. Ni un poquito. Mientras la examinaba, a Bella se le cerraron los ojos y comenzó a flotar. Edward tenía un toque de lo más asombroso. Controlado. Exquisito. Un roce aquí. Otro allá. Era delicioso. Esos dedos dejaron un rastro suave y húmedo. Su boca. . . ¡Era su boca!

Bella levantó de golpe la cabeza de la almohada. 

— ¡Eres un pervertido! —chilló ella. 

Él soltó una risotada y la inmovilizó, agarrándola con firmeza.

— ¡No eres médico!

— ¡Ya te lo había dicho! Eres muy ingenua. —Edward se rio más fuerte. Ella intentó soltarse y él la sujetó con una mano mientras se bajaba la cremallera con la otra. —Pequeña farsante, has intentado engañarme con una falsa infección de oídos.

Bella entornó los ojos cuando él se bajó los vaqueros.

— ¿Qué estás haciendo?

— Sólo hay una cura para lo que te pasa, cariño. Y yo soy el único hombre que puede proporcionártela.

Los ojos de Edward chispearon de risa y pareció tan satisfecho de sí mismo que la irritación de Bella se aplacó y le resultó difícil mantener el ceño fruncido.

— ¡Me las pagarás!

— No hasta que me cobre la consulta. —Los vaqueros de Edward cayeron al suelo en un suave susurro junto con los calzoncillos. Con una amplia y lobuna sonrisa, cubrió el cuerpo de Bella con el suyo y entró en ella con un suave envite.

— ¡Degenerado! Eres un horrible..., ahh..., un horrible. . . Mmm. . .

Edward esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

— ¿Decías?

Bella luchó contra la creciente excitación que la inundaba, decidida a no ceder a él con demasiada facilidad.

— ¡Creí que me pasaba algo! Y. . . y durante todo ese tiempo estabas. . . ahhh. . . ¡estabas buscando un polvo!

— Ese lenguaje. . .

Ella gimió y apresó las caderas de Edward entre las manos.

— Y lo dice alguien que ha violado el juramento hipocrático. . .

Él soltó una carcajada que envió vibraciones de placer al interior de la joven. Cuando Bella le miró a los ojos, vio que el desconocido tenso y peligroso con quien se había casado había desaparecido. En su lugar había un hombre que no había visto nunca: joven, alegre y despreocupado. A Bella le dio un vuelco el corazón.

Se le empañaron los ojos. Edward le mordisqueó el labio inferior.

— Oh, Edward. . .

— Calla, amor. Cállate y deja que te amé. Dijo las palabras con el ritmo que marcaban sus embestidas. Ella le respondió y se unió a él con los ojos llenos de lágrimas. En un par de horas tendrían que enfrentarse en la pista, pero por ahora no había peligro, sólo el placer que atravesaba sus cuerpos, inundaba sus corazones y estallaba en un manto de estrellas.

 

 

 

Cuando Bella estaba en el cuarto de baño aplicándose el maquillaje para la función, la sensación de bienestar se evaporó. No importaba lo que ella quisiera creer, no habría verdadera intimidad entre ellos si Edward  guardaba tantos secretos.

— ¿Quieres tomar un café antes de que salgamos a mojarnos? —gritó él.

Bella guardó el lápiz de labios y salió del cuarto de baño. Edward estaba apoyado en el mostrador con sólo los vaqueros y una toalla amarilla colgando del cuello. Ella metió las manos en los bolsillos del albornoz.

— Lo que quiero es que te sientes y me digas a qué te dedicas cuando no viajas con el circo.

— ¿Ya estamos con eso otra vez?

— Más bien seguimos con ello. Ya basta, Edward. Quiero saberlo.

— Si es por lo que acabo de hacer. . .

— Eso ha sido una tontería. Pero no quiero más misterios. Si no eres médico ni veterinario, dime, ¿qué tipo de doctor eres?

— Puede que sea dentista.

Edward parecía tan esperanzado que Bella casi sonrió.

— No eres dentista. Ni siquiera utilizas la seda dental todos los días. 

— Sí que lo hago.

— Mentiroso, como mucho cada dos días. Y, definitivamente, no eres psiquiatra, aunque estás neurótico perdido.

Él cogió la taza de café del mostrador y se quedó mirando el contenido.

— Soy profesor universitario, Bella. 

— ¿Que eres qué? 

Edward la miró.

— Soy profesor de historia del arte en una pequeña universidad privada de Connecticut. Ahora mismo he cogido una excedencia.

Bella se había imaginado muchas cosas, pero no ésa. Aunque, si lo pensaba bien, tampoco debería asombrarse tanto. Él había dejado caer pistas sutiles. Recordó que Heather le había dicho que Edward la había llevado a una exposición y le había comentado los cuadros. Y había muchas revistas de arte en la caravana, aunque ella había pensado que se las habían dejado los anteriores inquilinos. Además, estaban las numerosas referencias que Edward había hecho a pinturas famosas. Se acercó a él.

— ¿Y por qué tanto misterio? 

Edward se encogió de hombros y tomó un sorbo de café.

— A ver si lo adivino. Es por el mismo motivo por el que usamos esta caravana, ¿no? ¿La misma razón por la que escogiste vivir en el circo en vez de otro sitio? Sabías que estaría más cómoda con un profesor universitario que con Edward el Cosaco, y no querías que estuviese a gusto.

— Quería que te dieras cuenta de lo diferentes que somos. Trabajo en un circo, Bella. Edward el Cosaco es una parte muy importante de mi vida.

— Pero también eres profesor universitario.

— En una universidad pequeña.

Bella recordó la raída camiseta universitaria que a veces se ponía ella para dormir.

— ¿Estudiaste en la Universidad de Carolina del Norte?

— Hice prácticas allí, pero me licencié y doctoré en la Universidad de Nueva York.

— Me cuesta imaginarlo.

Edward le rozó la barbilla con el pulgar.

— Esto no cambia nada. Todavía diluvia, tenemos una función que hacer y estás tan hermosa que lo único que quiero es quitarte el albornoz y volver a jugar a los médicos.

Bella se obligó a dejar de lado las preocupaciones y a vivir el presente, al menos de momento.

Capítulo 22: Yo te amo Capítulo 24: Dónde está?

 
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