Ángel

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 20/09/2016
Fecha Actualización: 01/02/2018
Finalizado: SI
Votos: 3
Comentarios: 18
Visitas: 99815
Capítulos: 38

La hermosa y caprichosa Isabella Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que... ¿cómo se ha metido Bella en este lío?

 

Edward Mase, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Bella de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje a un lugar que ella jamás imagino y se propone domarla.

 

Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad... arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

 

Algunos personajes le pertenecen a Stephanie Meyer la mayoría son propiedad de Susan Elizabeth Phillips. Esta historia es una adaptación del libro Besar A un Ángel de Susan Elizabeth Phillips. 

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Capítulo 22: Yo te amo

 

Bella miró fijamente a su padre.

— Eso es imposible. No te creo.

— Es cierto, Bella. El abuelo de Edward fue el único hijo varón del último zar de Rusia, Edward Romanov.

Bella conocía toda la historia sobre Edward Romanov, el joven hijo de Nicolás II. En 1918, cuando Edward tenía catorce años, sus padres, sus cuatro hermanas y él fueron encerrados por los bolcheviques en el sótano de una mansión en Ekaterinburgo, donde fueron ejecutados. Se lo recordó a su padre.

— Todos fueron asesinados. El zar Nicolás, su esposa Alexandra, los niños. Encontraron los restos de la familia en una fosa común de los Montes Urales en 1993. Se hicieron pruebas de ADN. Charlie tomó un sorbo de té de la taza que le había ofrecido.

— Las pruebas de ADN identificaron al zar, a Alejandra y a tres de las cuatro hijas. Pero faltaba una hija. Muchos creen que era Anastasia, y tampoco fueron encontrados los restos del joven heredero, Edward.

Bella intentó asimilarlo. A lo largo del siglo XX, habían surgido personas que afirmaban ser uno de los hijos asesinados del zar, pero la mayoría habían sido mujeres que creían ser Anastasia. Su padre le había dicho que todas eran unas impostoras. Era un hombre muy meticuloso y no podía imaginarlo dejándose engañar por nadie. ¿Por qué ahora creía que el príncipe heredero había escapado de aquella fría muerte? ¿Acaso su obsesión por la historia rusa lo había hecho perder el juicio?

Le habló con cautela.

— No puedo imaginar cómo el príncipe heredero logró escapar de una masacre tan terrible.

— Fue rescatado por unos monjes que lo escondieron con una familia en el sur de Rusia. Años después, en 1920, un grupo leal al zar lo sacó a escondidas del país. Sabiendo de primera mano lo violentos que podían llegar a ser los bolcheviques, es normal que viviera escondido. Finalmente se casó y tuvo un hijo, el padre de Edward, Edward. Edward conoció a Elizabeth Masen cuando ésta actuaba en Múnich, se enamoró como un tonto y se fugó con ella. Edward apenas era un adolescente. Su padre acababa de morir y él era rebelde e indisciplinado, de otra manera nunca se hubiera casado con alguien inferior a su rango. Tenía sólo veinte años cuando Edward nació. Unos dos años después, Elizabeth y él murieron en un accidente ferroviario.

— Lo siento, papá. Aunque no dudo de tu palabra, simplemente, no puedo creerlo.

— Créeme, Isabella. Edward es un Romanov. Y no un Romanov cualquiera. Ese hombre que se hace llamar Edward Masen es el heredero de la corona de Rusia.

Bella miró a su padre con tristeza.

— Edd trabaja en un circo. Eso es todo. 

— Ya me dijo Amelia que reaccionarías así. —En un gesto inusitado en él, Charlie le palmeó la rodilla. —Te llevará tiempo acostumbrarte a la idea, pero espero que. . . eh conozcas lo suficiente para comprender que nunca afirmaría tal cosa si no estuviera absolutamente seguro. 

— Pero. . .

— Te he contado muchas veces la historia de mi familia, pero es evidente que la has olvidado. Los Swan han estado al servicio de los zares de Rusia desde el siglo XIV, desde el reinado de Alejandro I. Hemos estado vinculados a través del deber y la obligación, pero nunca a través del matrimonio. Hasta ahora.

Bella oyó el ruido de un avión, el rugido de un camión. Poco a poco fue comprendiendo lo que su padre le estaba insinuando.

— Así que lo planeaste todo, ¿no? Has concertado mi matrimonio con Edward por culpa de esa absurda idea que tienes sobre su origen.

— No es una absurda idea. Pregúntale a Edward. 

— Lo haré —dijo poniéndose en pie. —Por fin lo entiendo todo. No soy más que un peón en tu loco sueño dinástico. Querías unir las dos familias como hacían los padres en la Edad Media. Es tan increíblemente cruel que no me lo puedo creer.

— Yo no diría que sea una crueldad estar casada con un Romanov.

Bella se presionó las sienes con los dedos. 

— Nuestro matrimonio sólo durará cinco meses más. ¿Cómo puedes estar tan satisfecho? ¡Un matrimonio de cinco meses no es precisamente el inicio de una dinastía!

Charlie dejó la taza y se acercó lentamente hacia ella. 

— Edward y tú no tenéis por qué divorciaros. De hecho, espero que no lo hagáis. 

— Oh, papá. . .

— Eres una mujer llamativa, Bella. Quizá no tan guapa como tu madre pero, no obstante, atractiva. Si fueras menos frívola, quizá podrías retener a Edward. Ya sabes que una esposa debe adaptarse a determinados roles. Antepone los deseos de tu marido a los tuyos. Sé complaciente. —Miró los sucios vaqueros y la desastrada camiseta de Bella con el ceño fruncido. —Deberías cuidar más tu apariencia. Nunca te había visto tan descuidada. ¿Sabías que tienes paja en el pelo? Quizás Edward no estaría tan ansioso por deshacerse de ti si fueras la clase de mujer que un hombre quiere tener esperándolo en casa.

Bella lo miró con consternación.

— ¿Quieres que lo espere en la puerta de la caravana con las zapatillas en la mano?

— Ese es justo el tipo de comentario frívolo que ahuyentaría a alguien como Edward. Es un hombre serio. Como no reprimas ese inapropiado sentido del humor, no tendrás ninguna posibilidad con él.

— ¿Quién dice que quiero tenerla? —Pero mientras lo decía, Bella sintió una dolorosa punzada en su interior.

— Ya veo que no quieres ser razonable. Creo que es hora de irme. —Charlie se dirigió hacia la puerta. —Sólo espero que no tires piedras contra tu propio tejado, Isabella. Recuerda que eres una mujer que no se sabe valer por sí sola. Dejando a un lado el asunto del linaje familiar de Edward, es un hombre sensato y digno de confianza, y no se me ocurre nadie mejor para cuidar de ti.

— ¡No necesito que un hombre cuide de mí!

— Entonces, ¿por qué aceptaste casarte con él?

Sin esperar respuesta, Charlie abrió la puerta de la caravana y salió a la luz del sol. ¿Cómo podía explicarle ella los cambios que habían tenido lugar en su interior? Sabía que ya no era la misma persona que había salido de la casa de su padre un mes antes, pero Charlie no la creería.

Fuera, los niños con los que había hablado antes se agrupaban alrededor de su profesora, listos para regresar al jardín de infancia. Durante el mes anterior, Bella se había acostumbrado a los olores y las imágenes del circo de los Hermanos Vulturi, pero ahora lo miraba todo con nuevos ojos.

Edward y Sheba estaban cerca del circo discutiendo por algo. Los payasos ensayaban un truco de malabarismo mientras Heather practicaba el pino y Brady la miraba con el ceño fruncido. Frankie jugaba en el suelo junto a Jill, que adiestraba a los perros con algunos ejercicios que hacían que Bella se encogiera de miedo. El olor de las hamburguesas que las showgirls asaban a la parrilla inundó sus fosas nasales mientras oía el omnipresente zumbido del generador y veía cómo los banderines ondeaban con la brisa de junio.

Y luego se oyó un grito infantil.

El sonido fue tan ensordecedor que todo el mundo lo escuchó. Edward giró la cabeza con rapidez. Heather dejó de hacer el pino y los payasos soltaron lo que tenían entre manos. Charlie se detuvo en seco, impidiendo que Bella viera lo que pasaba. La joven oyó el grito ahogado que éste emitió y se puso a su lado para ver qué causaba la conmoción. Se le detuvo el corazón.

Sinjun se había escapado de la jaula.

El tigre estaba en la franja de hierba que había entre la casa de fieras y la parte trasera del circo. La puerta de su jaula estaba abierta; se había roto una de las bisagras. El animal tenía las orejas levantadas y sus pálidos ojos azules se habían clavado en algo que estaba a menos de tres metros de él.

La pequeña de las mejillas sonrosadas. La niña se había separado del resto de la clase y había sido su penetrante grito lo que había captado la atención de Sinjun. La pequeña chillaba despavorida aunque permanecía quieta; la mancha que se le extendía por el babi del jardín de infancia indicaba que se había hecho pis.

Sinjun respondía a los gritos, revelando sus afilados y letales dientes, curvos como cimitarras, diseñados para mantener inmóvil a su presa mientras la despedazaba con las garras. La niña volvió a soltar aquel chillido penetrante. Los poderosos músculos de Sinjun se tensaron y Bella palideció. Sintió que el tigre estaba a punto de saltar. Para Sinjun, aquella niña que agitaba los brazos y gritaba sin parar era uno de sus más amenazadores enemigos.

Neeco apareció de la nada y corrió hasta Sinjun. Bella vio la picana en su mano y dio un paso adelante. Quería advertirle que no lo hiciera. Sinjun no estaba acostumbrado a las descargas. No se acobardaría de la misma manera que los elefantes, sólo se enfurecería más. Pero Neeco estaba reaccionando de manera impulsiva, con la intención de contener al tigre de la única manera que sabía, como si Sinjun no fuera más que un elefante revoltoso.

Cuando Sinjun le dio la espalda a la pequeña, girándose hacia Neeco, Edward se acercó con rapidez por el lado contrario. Se acercó a la niña y la cogió entre sus brazos para llevarla a una zona segura.

Y luego, todo pasó en un instante. Neeco presionó la picana en el hombro del tigre. El animal se revolvió enloquecido, rugió lleno de furia y lanzó su enorme cuereo contra Neeco, tirando al domador al suelo; Neeco soltó la picana que rodó fuera de su alcance.

Bella nunca había sentido tanto terror. Sinjun iba a atacar a Neeco y ella no podía detenerlo de ninguna manera.

— ¡Sinjun! —gritó desesperada.

 Para sorpresa de la joven, el tigre alzó la cabeza. Bella no sabía si había respondido a su voz o a otro tipo de instinto. Se acercó a él, a pesar de que le temblaban tanto las rodillas que apenas podía mantenerse en pie. No sabía qué iba a hacer. Sólo sabía que tenía que actuar.

El tigre permaneció encorvado sobre el cuerpo inmóvil de Neeco. Por un momento Bella pensó que el entrenador estaba muerto, pero luego se dio cuenta de que permanecía quieto a la espera de que el tigre se olvidase de él.

Ella oyó la tranquila pero autoritaria voz de Edward.

— Bella, no des un paso más.

Y luego la de su padre, más chillona.

— ¿Qué estás haciendo? ¡Regresa aquí!

Bella los ignoró a los dos. El tigre se giró ligeramente y se quedaron mirando fijamente el uno al otro. Los dientes afilados y curvos del animal estaban al descubierto, tenía las orejas aplastadas contra la cabeza y la miraba de una manera salvaje. Bella sintió que estaba aterrorizado.

Sinjun —dijo ella con suavidad. Pasaron unos segundos. Bella vio un destello de pelo rojizo entre Sinjun y la carpa principal; era el pelo llameante de Sheba Vulturi. La dueña del circo corría hacia Edward, que ya había dejado a la niña en los brazos de la maestra. Sheba le dio algo a Edward, pero Bella estaba demasiado aturdida para deducir lo que era.

El tigre pasó por encima del cuerpo de Neeco y centró toda su feroz atención en ella. El animal tenía todos los músculos tensos y preparados para saltar.

— Tengo un arma. —La voz de Edward sólo fue un susurro. —No te muevas.

Su marido iba a matar a Sinjun. Comprendía la lógica de lo que estaba a punto de hacer —con gente en el recinto, un tigre salvaje y aterrorizado era, evidentemente, un peligro, —pero ella no podía consentirlo. Esa magnífica bestia no debía ser ejecutada sólo por seguir los instintos de su especie.

Sinjun no había hecho nada malo, salvo actuar como un tigre. A las personas sólo las encerraban cuando delinquían. A él lo habían arrebatado de su hábitat natural, lo habían encerrado en una jaula diminuta y lo habían obligado a vivir bajo la mirada de sus enemigos. Y ahora, sólo porque Bella no se había dado cuenta de que la puerta de su jaula estaba rota, iban a matarlo.

Se movió lo más rápidamente que pudo para interponerse entre su marido y el tigre.

— Quítate de en medio, Bella. —El tono tranquilo de su voz no suavizaba la autoridad de su orden.

— No dejaré que lo mates —susurró ella en respuesta. Y se acercó lentamente al tigre.

Los ojos azules del animal se clavaron en ella. La atravesaron. Bella sintió cómo el terror de Sinjun penetraba en cada célula de su cuerpo hasta unirse al de ella. Sus almas se fundieron y ella lo oyó en su corazón.  

«Los odio.»

«Lo sé.»

«Detente.»

«No puedo.»

Bella acortó la distancia entre ellos hasta que apenas los separaron dos metros.

— Edward te matará —susurró, mirando fijamente los ojos azules de la bestia.

— Bella, por favor. . . —Ella oyó una desesperada tensión en la súplica de Edward y lamentó el desasosiego que le estaba causando, pero no podía detenerse.

Cuando se acercó al tigre, sintió que Edward cambiaba de posición para poder disparar desde otra dirección. Bella sabía que se le acababa el tiempo.

A pesar del miedo que le oprimía el pecho hasta dejarla sin respiración, se puso de rodillas delante del tigre. Le llegó su olor salvaje mientras lo miraba a los ojos.

— No puedo dejar que mueras —susurró. —Ven conmigo. —Lentamente estiró el brazo para tocarlo.

Una parte de ella esperaba que las poderosas mandíbulas de Sinjun se cerraran sobre su mano, pero había otra parte —su alma tal vez, porque sólo el alma podía resistirse con tal terquedad a la lógica— a la que no le importaba que le mordiera si con eso le salvaba la vida. Le acarició con mucha suavidad entre las orejas.

El pelaje era a la vez suave y áspero. Dejó que se acostumbrara a su contacto, y el calor del animal le traspasó la palma de la mano. Los bigotes del felino le rozaron la suave piel del brazo, y sintió su aliento a través de la delgada tela de algodón de la camiseta. Él cambió de posición y poco a poco se dejó caer en la tierra con las patas delanteras extendidas.

La calma se extendió por el cuerpo de Bella, que dejó de sentir miedo. Experimentó una sensación mística de bienvenida, una paz que jamás había conocido antes, como si el tigre se hubiera convertido en ella y ella en el tigre. Por un momento Bella comprendió todos los misterios de la creación: que cada ser vivo era parte de los demás, que todo era parte de Dios, que estaban unidos por el amor, puestos sobre la tierra para cuidar unos de otros. Sin miedo, enfermedad o muerte. No existía nada salvo el amor.

Y en esa fracción de segundo, Bella entendió que también amaba a Edward de la manera terrenal en que una mujer ama a un hombre.

Rodeó con los brazos el cuello del tigre como si fuera lo más natural del mundo. Tan natural como apretar la mejilla contra él y cerrar los ojos. Pasó el tiempo. Oyó los latidos del corazón de la fiera y, por encima, un ronroneo ronco y profundo.

«Te amo.»

«Te amo.»

— Tengo que encerrarte de nuevo —susurró ella finalmente, con las lágrimas deslizándosele por los párpados cerrados. —Pero no te abandonaré. Nunca.

El ronroneo y el latido del corazón se hicieron uno.

Permaneció arrodillada un rato más, con la mejilla presionada contra el cuello de Sinjun. Bella nunca había sentido tanta paz, ni siquiera cuando había permanecido cobijada entre las patas de Tater. Había muchas cosas malas en el mundo, pero este lugar... este lugar era sagrado.

Poco a poco fue consciente de lo que la rodeaba. Los demás se habían quedado paralizados como estatuas.

Edward todavía apuntaba con el arma a Sinjun, Qué tonto. Como si ella fuera a permitir que hiriera a ese animal. La piel bronceada de su marido había adquirido el color de la tiza, y supo que tenía miedo por ella. Con el retumbar del corazón del tigre debajo de su mejilla, Bella supo que había puesto el mundo de Edward patas arriba de una manera que él no podría perdonar. Cuando todo aquello acabara, ella tendría que afrontar las terribles consecuencias.

Charlie —viejo, flaco y con la tez grisácea— permanecía de pie no muy atrás de Edward, al lado de Sheba. Heather se aferraba al brazo de Brady. Los niños guardaban absoluto silencio.

El mundo exterior había irrumpido en la mente de Bella y ya no pudo permanecer más tiempo quieta. Se movió lentamente. Manteniendo la mano sobre el cuello de Sinjun, hundió las puntas de los dedos en su pelaje.

Sinjun volverá ahora a su jaula —anunció a todo el mundo. —Por favor, manteneos alejados de él.

Se puso en movimiento y no se sorprendió cuando el tigre la siguió; sus almas estaban entrelazadas, así que no le quedaba otra elección. El animal le rozaba la pierna con la pata mientras lo guiaba a la jaula. Con cada paso, Bella era consciente del arma de Edward apuntándole.

Cuanto más se acercaban a su destino, mayor era la tristeza del tigre. La joven deseaba que Sinjun entendiera que aquél era el único lugar donde podía mantenerlo a salvo. Cuando llegaron a la jaula, el animal se detuvo.

Bella se arrodilló ante él y lo miró a los ojos.

— Me quedaré un rato contigo.

El felino la miró fijamente. Y luego, para sorpresa de Bella, restregó la cabeza contra la mejilla de la joven. Le rozó el cuello con los bigotes y de nuevo soltó aquel ronroneo profundo y ronco.

Luego Sinjun se apartó y, con un poderoso impulso de sus cuartos traseros, entró en la jaula de un salto.

Bella oyó que todo el mundo comenzaba a moverse detrás de ella y se volvió. Vio que Neeco y Edward se acercaban corriendo a la jaula para coger la puerta rota y ponerla en su lugar.

— ¡Alto! —Bella levantó los brazos para que se detuvieran. —No os acerquéis más.

Los dos hombres se detuvieron en seco.

— Bella, quítate de en medio —la voz de Edward vibraba y la tensión endurecía sus hermosos rasgos.

— Dejadnos solos. —Se volvió hacia la puerta abierta de la jaula dándoles la espalda.

Sinjun la observó. Ahora que estaba encerrado de nuevo, se mostraba tan altivo como siempre: regio, distante, como si lo hubiera perdido todo salvo la dignidad. Bella sabía lo que él quería y no podía soportarlo. Quería que ella fuera su carcelera. La había elegido para que lo encerrara en la jaula.

Bella no se había dado cuenta de que estaba llorando hasta que sintió que las lágrimas se le deslizaban por las mejillas. Los ojos azules de Sinjun brillaron tenuemente mientras la miraba con su acostumbrado desdén, haciéndola sentir un ser inferior.

«Hazlo, debilucha —ordenó con los ojos. —Ya.»

La joven levantó los brazos con esfuerzo y asió la puerta de la jaula. La bisagra rota hacía que pesara más y fuera difícil de mover, pero consiguió cerrarla con un sollozo.

Edward se acercó con rapidez y agarró la puerta para asegurarla pero, en el momento en que la tocó, Sinjun le enseñó los dientes y lanzó un rugido.

— ¡Deja que lo haga yo! —exclamó ella. —Se está enfadando. Por favor. Yo cerraré la puerta.

— ¡Maldita sea! —Edward dio un paso atrás, lleno de rabia y frustración.

Pero cerrar la jaula no era una tarea fácil. La plataforma sobre la que descansaba estaba a un metro de altura y Bella tenía que levantar demasiado los brazos para cerrar la puerta. Neeco cogió un taburete y se lo puso al lado. Luego le dio un trozo de cuerda. Por un momento Bella no supo para qué era. —Pásala entre los barrotes para que haga de bisagra —dijo Edward. —Carga tu peso contra la puerta para sujetarla. Y por el amor de Dios, estate preparada para saltar hacia atrás si decide atacar.

Edward se colocó detrás de ella y le deslizó las manos alrededor de las caderas para sostenerla. Con su ayuda, intentó hacer lo que él había dicho: sujetar la puerta cerrada con el hombro mientras anudaba la cuerda alrededor de la bisagra rota. Comenzó a temblar debido a la tensión de su postura. Sintió el bulto del arma que Edward había metido en la cinturilla de los vaqueros. Su marido la sujetó con más fuerza. 

— Ya casi está, cariño.

El nudo era grande y tosco, pero servía. Bella dejó caer los brazos. Edward la bajó del taburete y la estrecho contra su pecho.

La joven permaneció inmóvil unos instantes, agradeciendo su consuelo antes de levantar la mirada hacia aquellos ojos tan parecidos a los del tigre. Saber que amaba a ese hombre era aterrador. Eran muy diferentes, pero sentía la llamada de su alma tan claramente como si Edward hubiese hablado en voz alta. 

— Siento haberte asustado. 

— Ya hablaremos de eso después. 

La arrastraría a la caravana para fustigarla en privado. Puede que eso fuera la gota que colmara el vaso; lo que haría que Edward se deshiciera de ella. Bella ahuyentó ese pensamiento y se alejó de él.

— No puedo irme aún. Le he dicho A Sinjun que me quedaría un rato con él.

Las líneas de tensión de la cara de Edward se hicieron más profundas, pero no la cuestionó. 

— Vale.

Charlie se acercó a ellos.

— ¡Eres idiota! ¡Es increíble que aún estés viva! ¿En qué diablos estabas pensando? Jamás vuelvas a hacer una cosa así. De todo lo que. . .

Edward le interrumpió.

— Cállate, Charlie. Yo me encargaré de esto. 

— Pero. . .

Edward arqueó una ceja y de inmediato Charlie Swan guardó silencio. Ese sencillo gesto de su marido había sido suficiente. Bella nunca había visto a su dominante padre ceder ante nadie, y ese hecho le recordó la historia que le había contado. Durante siglos los Swan habían tenido el deber de obedecer los deseos de los Romanov.

En ese momento, Bella aceptó que lo que su padre le había contado era cierto, pero ahora lo que le importaba era Sinjun, que parecía inquieto y encrespado.

— Amelia se preguntará dónde estoy —dijo su padre a sus espaldas. —Será mejor que me vaya. Adiós, Isabella. —Charlie rara vez la tocaba y Bella se sorprendió al sentir el suave roce de su mano en el hombro. Antes de que ella pudiera responder, su padre se despidió de Edward y se fue.

La actividad del circo había vuelto a la normalidad. Jack hablaba con la profesora mientras la ayudaba a escoltar a los niños hasta el jardín de infancia. Neeco y los demás habían vuelto a su trabajo. Sheba se acercó a ellos.

— Buen trabajo, Bella. —La dueña del circo dijo las palabras de mala gana. Aunque a Bella le pareció ver algo de respeto en sus ojos, tuvo la extraña sensación de que el odio que Sheba sentía hacia ella se había intensificado. La pelirroja evitó mirar a Edward y se alejó dejándolos solos con Sinjun.

El tigre se mantenía en actitud vigilante, pero los miraba con su acostumbrado desprecio. Bella metió las manos entre los barrotes de la jaula. Sinjun se acercó a ellas. La joven notó que Edward contenía el aliento cuando el tigre comenzó a restregar aquella enorme cabeza contra sus dedos.

— ¿Podrías dejar de hacer eso? 

Ella alargó más las manos para rascar a Sinjun detrás de las orejas.

— No me hará daño. No me respeta, pero me quiere.

Edward se rio entre dientes y luego, para sorpresa de Bella, la rodeó con los brazos desde atrás mientras ella acariciaba al tigre.

— Nunca había pasado tanto miedo —dijo él apoyando la mandíbula en su pelo. 

— Lo siento.

— Soy yo quien lo siente. Me advertiste sobre las jaulas y debería haberte hecho caso. Ha sido culpa mía.

— La culpa es mía. Soy yo quien se encarga de las fieras.

— No intentes culparte. No lo permitiré.

Sinjun acarició la muñeca de Bella con la lengua. La joven notó que Edward tensaba los músculos de los brazos cuando el tigre comenzó a lamerla.

— Por favor, ¿podrías sacar las manos de la jaula? —pidió él en voz baja. —Está a punto de darme un ataque.

— En un minuto.

— He envejecido diez años de golpe. No puedo permitirme el lujo de perder más.

— Me gusta tocarle. Además, Sinjun se parece a ti, no ofrece su afecto con facilidad y no quiero ofenderle marchándome.

— Es un animal, Bella. No tiene emociones humanas. —Bella sentía demasiada paz para discutírselo. —Cariño, tienes que dejar de hacerte amiga de los animales salvajes. Primero Tater, ahora Sinjun. ¿Sabes qué? Es evidente que necesitas una mascota de verdad. Lo primero que haremos mañana por la mañana será comprar un perro.

Ella lo miró con alarma.

— Oh, no, no podemos hacerlo.

— ¿Por qué?

— Porque me dan miedo los perros. Él se quedó inmóvil, luego se echó a reír. Al principio sólo fue un ruido sordo en el fondo del pecho, pero pronto se convirtió en un alegre rugido que rebotó contra las paredes del circo y resonó en el recinto.

— Claro, era de esperar—murmuró Bella con una sonrisa. —Para que Edward Masen se ría, tiene que ser a mi costa.

Edward levantó la cara hacia el sol y estrechó a Bella entre sus brazos riéndose con más fuerza.

Sinjun los miró con fastidio, luego apretó la cabeza contra los barrotes de la jaula y lamió el pulgar de Bella. 

 

 

Edward se abrió paso a empujones entre los periodistas y fotógrafos que rodeaban a Bella al término de la última función.

— Mi esposa ha tenido suficiente por hoy. Necesita descansar un poco.

Ignorándole, un periodista metió una pequeña grabadora bajo las narices de Bella.

— ¿En qué pensó cuando se dio cuenta de que el tigre andaba suelto?

Bella abrió la boca para responder, pero Edward la interrumpió sabiendo que su esposa era tan condenadamente educada que respondería a todas las preguntas aunque estuviera muerta de cansancio.

— Lo siento, no tenemos nada más que decir. —Pasó el brazo por los hombros de Bella y la alejó de allí.

Los periodistas se habían enterado enseguida de la fuga del tigre y no habían dejado de entrevistarla desde la primera función. Al principio Sheba se había alegrado por la publicidad que eso suponía, pero luego había oído que Bella comentaba que la casa de fieras era cruel e inhumana, por lo que se había puesto hecha una furia. Cuando Sheba había tratado de interrumpir la entrevista, Bella le había lanzado una mirada inocente y había dicho sin pizca de malicia:

— Pero Sheba, los animales odian estar allí. Son infelices en esas jaulas.

Cuando Edward y Bella llegaron a la caravana, él estaba contento de tenerla sana y salva que no podía concentrarse en lo que le estaba contando. Bella trastabilló y Edward se dio cuenta de que caminaba demasiado rápido. Siempre le estaba haciendo eso. Arrastrándola. Empujándola. Haciendo que se tropezara. ¿Y si hubiera resultado herida? ¿Y si Sinjun la hubiera matado?

Sintió un pánico aplastante mientras se le cruzaban por la cabeza unas imágenes horripilantes de las garras de Sinjun despedazando aquel delgado cuerpo. Si le hubiera ocurrido algo a Bella, jamás se lo hubiera perdonado a sí mismo. La necesitaba demasiado.

Le llegó la dulce y picante fragancia de su esposa mezclada con algo más, quizás el olor de la bondad. ¿Cómo había logrado Bella metérsele bajo la piel en tan poco tiempo? No era su tipo, pero le hacía sentir emociones que nunca había imaginado. Esa joven cambiaba las leyes de la lógica y hacía que el negro fuera blanco y el orden se convirtiera en caos. Nada era racional cuando ella estaba cerca. Convertía a los tigres en mascotas y retrocedía con espanto ante un perrito. Le había enseñado a reírse y, también, había conseguido algo que nadie más había logrado desde que era un niño, había destruido su rígido autocontrol. Tal vez fuera por eso que él comenzaba a sentir dolor.

Una imagen le cruzó por la mente, al principio difuso, aunque poco a poco se volvió más nítida. Recordó cuando en los días más fríos de invierno pasaba demasiado tiempo a la intemperie y luego entraba para calentarse. Recordó el dolor en sus manos congeladas cuando empezaban a entrar en calor. El dolor del deslució. ¿Sería eso lo que le ocurría? ¿Estaba sintiendo el deshielo de sus emociones?

Bella volvió la mirada a los reporteros.

— Van a pensar que soy una maleducada, Edward. No debería haberme ido así.

— Me importa un bledo lo que piensen.

— Eso es porque tienes la autoestima alta. Yo, sin embargo, la tengo baja. . .

— No empieces. . .

Tater, atado cerca de la caravana, soltó un barrito al ver a Bella.

— Tengo que darle las buenas noches.

Edward sintió los brazos vacíos cuando ella se acercó a Tater y apretó la mejilla contra su cabeza. Tater la rodeó con la trompa y Edward tuvo que contener el deseo de apañarla antes de que el elefantito la aplastara por un exceso de cariño. Un gato. Quizá podría comprarle un gato. Sin uñas, para que no le arañara.

La idea no lo tranquilizó. Conociendo a Bella, probablemente se asustaría también de los gatos domésticos.

Finalmente Bella se alejó de Tater y siguió a Edward a la caravana, donde comenzó a desvestirse, pero se lo pensó mejor y se sentó a los pies de la cama.

— Venga, échame la bronca. Sé que llevas queriendo hacerlo todo el día.

Edward nunca la había visto tan desolada. ¿Por qué siempre tenía que pensar lo peor de él? Aunque su corazón lo impulsaba a tratarla con suavidad, su mente le decía que tenía que dejar las cosas claras y echarle un sermón que jamás olvidaría. El circo estaba lleno de peligros y él haría cualquier cosa para mantenerla a salvo.

Mientras pensaba en eso, ella lo miró y todos los problemas del mundo se reflejaron en las profundidades chocolate de sus ojos.

— No podía dejar que lo mataras, Edward. No podía.

Las buenas intenciones de Edward se disolvieron.

— Lo sé. —Se sentó a su lado y comenzó a quitarle las hebras de paja del pelo mientras le hablaba con voz ronca: —Lo que has hecho hoy fue lo más valiente que he visto nunca.

— Y lo más estúpido. Venga, dilo.

— Eso, también. —Edward alargó la mano y le apartó un mechón de la mejilla con el dedo índice. Miró su nariz respingona y no pudo recordar haber visto algo que lo conmoviera más profundamente. —Cuando te conocí, pensé que eras una niña mimada, tonta y consentida; demasiado hermosa para su propio bien.

Como era de esperar, ella comenzó a negar con la cabeza.

— No soy hermosa. Mi madre. . .

— Lo sé. Tu madre era bellísima y tú eres feísima —sonrió. —Lamento decirte, nena, que no estoy de acuerdo contigo.

— Eso es porque no la conociste.

Bella lo dijo con tal seriedad que él tuvo que reprimir uno de esos ataques de risa que lo asaltaban cada vez que estaban juntos.

— ¿Tu madre habría conseguido meter al tigre en la jaula?

— Quizá no, pero era muy buena con los hombres. Se desvivían por ella.

— Pues este hombre se desvivirá por ti. Bella abrió mucho los ojos, y él lamentó haber dicho esas palabras porque sabía que habían revelado demasiado. Se había prometido a sí mismo que la protegería de sus sueños románticos, pero acababa de insinuar cuánto le importaba. Conociendo a Bella y su anticuada visión del matrimonio, imaginaría que aquel cariño era amor y empezaría a construir castillos en el aire sobre un futuro juntos; quimeras que la retorcida carga emocional de él no le dejarían cumplir. La única manera de protegerla era hacerle ver con qué cabrón hijo de perra se había casado.

Pero era difícil. De todas las crueles jugarretas que le había hecho el destino, la peor había sido atarlo a esa frágil y decente mujer, con esos bellos ojos y ese corazón tan generoso. El cariño no era suficiente para ella. Bella necesitaba a alguien que la quisiera de verdad. Necesitaba hijos y un buen marido, uno de esos tipos con el corazón de oro y trabajo fijo, que fuera a la iglesia los domingos y que la amara hasta el final de sus días.

Sintió una dolorosa punzada en su interior al pensar que Bella podría casarse con otra persona, pero la ignoró. Sin importar lo que tuviera que hacer, iba a protegerla.

— ¿Qué quieres decir, Edward? ¿Te desvivirías realmente por mí? —A pesar de todas aquellas buenas intenciones, Edward asintió como un tonto. —Entonces siéntate y déjame hacerte el amor.

Edward se tensó, duro y palpitante; deseaba tanto a Bella que no podía contenerse. En el último instante, antes de que el deseo de poseerla lo dominase, la boca de Bella se curvó en una sonrisa tan dulce y suave que él sintió como si le patearan el estómago.

Ella no se reservaba nada. Nada en absoluto. Se ofrecía a él en cuerpo y alma. ¿Cómo podía alguien ser tan autodestructivo? Edward se puso a la defensiva. Si ella no era capaz de protegerse a sí misma, él haría el trabajo sucio.

— El sexo es algo más que dos cuerpos —le dijo con dureza. —Eso fue lo que me dijiste. Que tenía que ser sagrado, pero no hay nada sagrado entre nosotros. Entre nosotros no hay amor, Bella. Es sólo sexo. No lo olvides.  

Para absoluta sorpresa de Edward, ella le brindó una tierna sonrisa, teñida por un poco de piedad.

— Eres tonto. Por supuesto que hay amor. ¿Acaso no lo sabes? Yo te amo.

Él sintió como si le hubieran golpeado a traición.

Ella tuvo el descaro de reírse.

— Te amo, Edward, y no hay necesidad de hacer una montaña de un grano de arena. Sé que te dije que no lo haría, pero no he podido evitarlo. He estado negando la verdad, pero hoy Sinjun me hizo comprender lo que siento.

A pesar de todas las advertencias y amenazas, de todos sus sermones, Bella había decidido que estaba enamorada de él. Pero era él quien tenía la culpa. Debería haber mantenido más distancia entre ellos. ¿Por qué había paseado por la playa con ella? ¿Por qué le había abierto su corazón? Y lo más reprobable de todo, ¿por qué no la había mantenido alejada de su cama? Ahora tenía que demostrarle que lo que ella pensaba que era amor no era más que una visión romántica de la vida. Y no iba a ser fácil.

Antes de que pudiera señalarle su error, ella le cubrió la boca con la suya. Edward dejó de pensar. La deseaba. Tenía que poseerla.

Bella le recorrió los labios con la punta de la lengua, luego profundizó el beso con suavidad. Él le cogió la cabeza entre las manos y hundió los dedos en su suave pelo. La joven se acomodó entre sus brazos, ofreciéndose a él por completo.

Bella gimió con dulzura. Vulnerable. Excitada. El sonido atravesó la embotada conciencia de Edward y lo trajo de vuelta a la realidad. Tenía que recordarle a Bella cómo eran las cosas entre ellos. Por su bien tenía que ser cruel. Mejor que ella sufriera un pequeño dolor en ese momento que uno devastador más adelante.

Se apartó bruscamente de ella. La hizo tumbarse en la cama con una mano y se ahuecó la protuberancia de los vaqueros con la otra.

— Lo mires como lo mires, un buen polvo es mejor que el amor.

Edward dio un respingo para sus adentros ante la expresión de sorpresa que cruzó por la cara de Bella antes de que se ruborizara. Conocía a su esposa y se preparó para lo que vendría a continuación: iba a levantarse de la cama de un salto y a hacer que le saliera humo por los oídos con un sermón sobre la vulgaridad.

Pero no lo hizo. El rubor de la cara de Bella se desvaneció y fue sustituido por la misma expresión de pesar que había adoptado antes.

— Sabía que te pondrías difícil con esto. Eres tan previsible.

«¿Previsible? ¿Así lo veía? ¡Maldita fuera, estaba tratando de salvarla y ella se lo pagaba burlándose de él. Pues bien, se lo demostraría con hechos.»

Se obligó a esbozar una sonrisa cruel.

— Quítate la ropa. Me siento un poco violento y no quiero desgarrártela.

— ¿Violento?

— Eso es lo que he dicho, nena. Ahora desnúdate.

 

 

Bella tragó saliva.

— ¿Quieres que me desnude?

Sabía que parecía idiota, pero Edward la había cogido por sorpresa. ¿Qué quería decir exactamente con que «se sentía violento»? Miró al otro lado de la caravana el látigo que él había dejado enrollado sobre el brazo del sofá. Sabía que le había asustado muchísimo al decirle que lo amaba, pero ella no se había esperado esa reacción. Aun así, sabiendo que aquél era un tema delicado para Edward, debería haber imaginado que reaccionaría de manera exagerada.

— Deja de perder el tiempo. —Edward se quitó la camiseta. Los vaqueros le caían a la altura de las caderas, haciéndole parecer oscuro y peligroso. Estaba medio desnudo y mostraba esa flecha de vello bronce que le dividía el estómago plano en dos y que indicaba el camino del peligro con la misma sutileza que un letrero de neón. —Cuando dices que te sientes violento... —Quiero decir que es el momento de mostrarte algo diferente.

— Para ser sinceros, no creo que aún esté preparada para eso.

— Pensaba que habías dicho que me amabas, Bella, demuéstramelo. —Definitivamente Ed la estaba retando, y Bella contó mentalmente hasta diez. —No soy de esos hombres románticos que regalan flores. Lo sabes. Me gusta el sexo. Me gusta practicarlo a menudo y no me gusta contenerme.

«¡Dios! Sí que le había asustado.» Bella se mordisqueó el labio inferior. A pesar de lo que ella había dicho antes, Edward no era previsible, así que debía ser cautelosa. Por otra parte, Tater y sus compañeros le habían enseñado una regla básica para tratar con bestias grandes. Si retrocedes, te aplastan.

— Muy bien —dijo. — ¿Qué quieres que haga?

— Ya te lo he dicho. Desnúdate.

— Te he dicho que quería hacerte el amor, nada más.

— Quizá yo no quiera hacer el amor. Quizá sólo quiera follar.

Era un cebo; uno que, evidentemente, Edward quería que picara. Bella tuvo que morderse la lengua para no caer en la trampa. Si perdía la calma le estaría siguiendo el juego, que era justo lo que él quería. Tenía que hacerle frente de alguna manera y tenía que ser ella la que dictara las normas. Lo amaba demasiado para dejar que la intimidara.

Consideró sus opciones, luego se levantó de la cama y comenzó a desnudarse. Él no dijo nada; se limitó a observarla. Bella se quitó los zapatos y se deshizo del maillot, pero cuando se quedó en bragas y sujetador, se detuvo indecisa. Edward estaba muy excitado, un hecho que revelaban los ceñidos vaqueros, y su estado de ánimo era tan volátil que ella no sabía qué esperar. Quizá lo mejor sería distraerlo. Puede que de esa manera lograra ganar un poco de tiempo.

Desde la charla que había mantenido con su padre, Bella no había tenido oportunidad de hablar con Edward sobre su asombroso origen. Si ahora sacaba el tema a colación, puede que le pillara desprevenido. Una conversación sobre sus orígenes familiares podría calmar el imprevisible humor de su marido.

— Mi padre me ha dicho que tu padre era un Romanov.

— Quítame los vaqueros.

— Y no cualquier Romanov. Me ha dicho que eres el nieto del zar Nicolás II.

— No quiero tener que repetírtelo. Edward la miró con tal arrogancia que no le resultó difícil imaginarlo sentado en el trono de Catalina la Grande mientras le ordenaba a alguna de las obstinadas mujeres Swan que se lanzara al Volga.

— Dice que eres el heredero de la corona rusa. 

— Calla y haz lo que te digo. 

Bella contuvo un suspiro. «Señor, qué difícil estaba siendo.» Parecía que no había nada como una declaración de amor para que ese ruso se lanzara al ataque. A Bella le costó trabajo sostenerle la mirada con algo de dignidad cuando sólo llevaba puesta la ropa interior y él parecía tan alarmantemente omnipotente, pero lo hizo lo mejor que pudo. Estaba claro que ése no era el momento adecuado para obtener las respuestas que deseaba de él.

— Y cuando me quites los vaqueros, hazlo de rodillas —le dijo Edward con desdén.

«¡Mamón insufrible!» 

Él apretó los labios. 

— Ahora.

Bella respiró hondo tres veces. Nunca hubiera imaginado que él la presionaría de esa manera. Le sorprendía cómo reaccionaba un hombre bajo los efectos del miedo. Y ahora tenía intención de presionarla para que ella retirara aquella declaración de amor. ¿Cuántos tigres tenía que domesticar en un día?

Al estudiar los arrogantes ojos entornados de Edward, la llamarada insolente de sus fosas nasales, Bella sintió una inesperada oleada de ternura. Pobrecito. Se enfrentaba al miedo de la única manera que sabía y castigarlo sólo lo pondría más a la defensiva. «Oh, Edward, ¿qué te hizo el látigo de tu tío?»

Lo miró a los ojos y se puso de rodillas. La inundó una oleada de sensaciones al ver lo excitado que estaba. Ni siquiera el miedo podía evitarlo. Edward cerró los puños. 

— ¡Maldita sea! ¿Y tú orgullo? 

Bella se sentó sobre los talones y miró aquella cara dura e inflexible; esa combinación eslava de pómulos prominentes y profundas sombras, así como las pálidas líneas de tensión que le enmarcaban la boca.

— ¿Mi orgullo? Está en mi corazón, por supuesto. 

— ¡Estás permitiendo que te humille! 

Ella sonrió.

— Tú no puedes humillarme. Sólo yo puedo rebajarme. Y me arrodillo ante ti para desnudarte porque eso me excita.

Un traidor silencio se extendió entre ellos. Edward parecía muy torturado y a Bella le dolió verlo así. Se inclinó hacia él y apretó los labios contra aquel duro abdomen, justo encima de la cinturilla de los vaqueros. Le dio un ligero mordisco, luego tiró del botón hasta que cedió bajo sus dedos y le bajó la cremallera.

A Edward se le puso la piel de gallina.

— No te comprendo en absoluto. —Su voz sonó áspera.

— Creo que a mí sí. Es a ti mismo a quien no comprendes.

Edward la agarró por los hombros y la hizo ponerse en pie. Sus ojos parecían tan oscuros e infelices que ella no podía soportar mirarlos.

— ¿Qué voy a hacer contigo? —dijo él.

— ¿Quizá corresponder a mi amor?

Edward respiró hondo antes de cubrirle la boca con la suya. Bella sintió su desesperación, pero no sabía cómo ayudarle. El beso los capturó a los dos. Los envolvió como un ciclón.

Bella no supo cómo se despojaron de la ropa, pero antes de darse cuenta estaban desnudos sobre la cama. Una sensación cálida y ardiente comenzó a extenderse por su vientre. La boca de Edward estaba en su hombro, en sus pechos, rozándole los pezones. La besó en el vientre. Bella abrió las piernas para él y permitió que le subiera las rodillas.

— Voy a tocarte por todas partes —le prometió él contra la suave piel del interior de sus muslos. Y lo hizo. Oh, cómo lo hizo. Puede que no la amara con el corazón, pero la amaba con su cuerpo, y lo hizo con una desenfrenada generosidad que la llenó de deseo. Bella aceptó todo lo que él quiso darle y se lo devolvió a su vez, usando las manos y los pechos, la calidez de su boca y el roce de su piel.

Cuando finalmente él se hundió profundamente en su interior, Bella lo envolvió con las piernas aferrándose a él.

— Sí —susurró ella. —Oh, sí.

Las barreras entre ellos desaparecieron y mientras buscaban juntos el éxtasis, ella comenzó a murmurar:

— Oh, sí. Me gusta eso. Me encanta. . . Sí. Más profundo. Oh, sí. Justo así. . .

Bella siguió susurrando aquellas palabras, guiada, por el instinto y la pasión. Si dejaba de hablar, él trataría de olvidar quién era ella y la convertiría en un cuerpo anónimo. Y eso no podía consentirlo. Era Bella. Era su esposa.

Así que habló, se aferró a él y juntos alcanzaron el éxtasis.

Finalmente, la oscuridad dejó paso a la luz.   

 

 

 

Capítulo 21: Te necesito Capítulo 23: Déjame amarte

 
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