Ángel

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 20/09/2016
Fecha Actualización: 01/02/2018
Finalizado: SI
Votos: 3
Comentarios: 18
Visitas: 99823
Capítulos: 38

La hermosa y caprichosa Isabella Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que... ¿cómo se ha metido Bella en este lío?

 

Edward Mase, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Bella de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje a un lugar que ella jamás imagino y se propone domarla.

 

Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad... arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

 

Algunos personajes le pertenecen a Stephanie Meyer la mayoría son propiedad de Susan Elizabeth Phillips. Esta historia es una adaptación del libro Besar A un Ángel de Susan Elizabeth Phillips. 

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Capítulo 20: Debut

 

— ¿Qué coño has hecho aquí? —Edward se quedó paralizado bajo el umbral de la puerta.

— ¿A que queda genial? —Bella contempló con satisfacción la transformación de la caravana en lo que ella consideraba un acogedor y encantador nidito de amor.

Unas fundas en tono crema salpicadas de pensamientos en colores púrpuras, azules y caramelo ocultaban el horroroso estampado a cuadros del sofá; los cojines a juego hacían que los viejos muebles parecieran cálidos y confortables. Había instalado también unas pequeñas barras de latón encima de las ventanas, sustituyendo aquellas horribles cortinas amarillentas por otras de muselina blanca adornadas con cintas azules y lavanda de diversas texturas y anchuras.

Un lazo de seda azul y violeta camuflaba la pantalla rota de la lámpara en la esquina, y varias cestas de mimbre contenían ahora las revistas y los periódicos que antes estaban esparcidos por todas partes. Un surtido de envases desaparejados, desde floreros y tazones de alfarería a jarras azules Wedgwood, llenaban el estante de encima de la cocina donde había clavado con chínchelas una cuerda de colores para que no se cayeran los utensilios cuando la caravana estuviera en movimiento. La mesa estaba dispuesta con mantelitos individuales en la misma gama de colores púrpura y violeta, así como la porcelana china, que aunque no hacía juego entre sí, poseía las mismas tonalidades. Había dos tazas blancas, dos copas de cristal, una de las cuales tenía una fisura, y unos platos de color añil. En el centro de la mesa, un recipiente de barro albergaba un ramillete de flores silvestres que Bella había cogido en el borde del recinto.

— No he podido hacer más con la alfombra —le explicó aún jadeante por haber tenido que prepararlo con prisa. —Pero he quitado las peores manchas y no ha quedado tan mal. Cuando tenga algo de dinero, me ocupare de la cama. Quizá le ponga una de esas colchas indias y más almohadones. No soy buena costurera, pero creo que puedo. . .

— ¿De dónde has sacado el dinero para hacer esto?

— De mi sueldo.

— ¿Te has gastado tu dinero en esto?

— He buscado en tiendas de segunda mano y en los mercadillos de los pueblos que hemos visitado. ¿Sabías que nunca había entrado en un WalMart hasta hace dos semanas? Es asombroso lo que puede dar de sí un dólar si te lo propones. . . —En ese momento Bella vio la expresión en la cara de Edward y su sonrisa se desvaneció.

— No te gusta.

— No he dicho eso.

— No hace falta que lo digas. Se te ve en la cara. 

— No es que no me guste. Es que no tiene sentido que desperdicies tu dinero en este lugar.

— No creo que sea un desperdicio.

— Es una caravana, por el amor de Dios. No vamos vivir aquí tanto tiempo.

Ésa no era la verdadera razón de la reticencia de Edward. Bella lo observó y llegó a la conclusión de que tenía dos opciones: podía marcharse enfadada o podía obligarle a ser sincero con ella.

— Dime exactamente qué es lo que no te gusta.

— Nada.

— Sí, algo no te gusta. Sheba me dijo que habías rechazado una caravana mejor que ésta. —Él se encogió de hombros. — ¿Acaso sólo querías hacerme las cosas más difíciles?

Edward fue a la nevera y cogió una botella de vino que había comprado el día anterior; una botella que ella había considerado demasiado cara para su presupuesto.

Bella se negó a dejar pasar el tema.

— ¿Querías seguir viviendo en este lugar tal y como estaba?

— Estaba bien —repuso él sacando un sacacorchos del cajón.

— No te creo. Te gustan las cosas bonitas. He observado cómo miras el paisaje cuando viajamos y siempre me señalas los escaparates cuando ves algo bonito. Ayer, cuando paramos en aquel quiosco al lado de la carretera, dijiste que la cesta con frutas te recordaba a un Cézanne.

— ¿Quieres una copa de vino?

Ella negó con la cabeza y lo estudió. Finalmente se dio cuenta de lo que pasaba.

— He traspasado la línea otra vez, ¿verdad?

— No sé a qué te refieres.

— Me refiero a esa línea invisible que has trazado en tu mente entre un matrimonio de verdad y otro que no lo es. La he cruzado otra vez, ¿no?

— Lo que dices no tiene sentido.

— Claro que lo tiene. Has hecho una lista mental de reglas y preceptos para nuestro matrimonio. Se supone que debo acatar tus órdenes sin rechistar y que debo mantenerme apartada de ti, salvo para acostarnos juntos, claro. Pero lo más importante de todo es que no debemos crear vínculos emocionales. No me está permitido preocuparme por ti, ni por nuestro matrimonio, ni por nuestra vida en común. Ni siquiera puedo ocuparme de que esta fea caravana resulte acogedora.

Por fin consiguió que Edward reaccionara. Él posó con un gesto brusco la copa de vino sobre el mostrador.

— ¡No quiero que hagas un «nidito de amor», eso es todo! No es una buena idea.

— Así que tengo razón —dijo ella en voz baja.

Edward se pasó la mano por el pelo.

— Eres una maldita romántica. Algunas veces, cuando te veo observándome, tengo la sensación de que no me ves cómo soy en realidad, sino como tú quieres que sea. Eso es lo que haces con este acuerdo. . . este vínculo legal que hay entre nosotros. Vas a moldearlo hasta que se ajuste a tus ideas.

— Es un matrimonio, Edward, no un simple vínculo legal. Hemos hecho unos votos sagrados.

— ¡Durante seis meses! ¿No entiendes que estoy preocupado por ti? Intento protegerte para no hacerte daño.

— ¿Protegerme? Ya entiendo. —Bella respiró hondo. — ¿Por eso cuentas mis píldoras anticonceptivas?

La expresión de Edward se volvió fría y distante.

— Eso no significa nada.

— Al principio no entendía por qué sobresalían del estante del botiquín cuando siempre las dejaba al fondo. Luego me di cuenta de que las contabas.

— Sólo me aseguraba de que no te olvidabas ninguna, eso es todo.

— En otras palabras, me has estado espiando.

— No pienso disculparme. Sabes lo importante que es para mí no tener hijos.

Ella lo miró con tristeza.

— No hay nada entre nosotros, ¿verdad? Ni respeto, ni afecto, ni confianza.

— Existe afecto, Bella. Por lo menos por mi parte.

Vaciló.

— Y también te has ganado mi respeto. Nunca pensé que te tomarías el trabajo tan en serio. Eres muy valiente, Bella.

La joven se negó a sentirse agradecida por aquellas palabras.

— Pero no confías en mí.

— Creo que tienes buenas intenciones.

— Aun así crees que soy una ladrona. Eso no habla bien de mis buenas intenciones.

— Estabas desesperada cuando cogiste ese dinero. Estabas cansada y asustada o no lo habrías hecho. Ahora lo sé.

— Yo no cogí el dinero.

— No importa, Bella. No te culpo.

El hecho de que él aún no la creyera no debería dolerle tanto. La única manera de convencerlo sería implicar a Heather y, como ahora sabía, no podía hacerlo.

¿Qué ganaría con ello? No quería ser la responsable del destierro de Heather. Y aquella relación no funcionaría si tenía que demostrarle a Edward su inocencia.

— Si confías en mí, ¿por qué contabas las píldoras?

— No puedo correr riesgos. No quiero tener hijos.

— Eso ya lo has dejado claro. —Quiso preguntarle si lo que encontraba tan repulsivo era tener un hijo o tenerlo con ella, pero le daba miedo la respuesta. —No quiero que vuelvas a contarlas. Te he dicho que las tomaría y lo haré. Pero tendrás que confiar en mí.

La joven percibió la lucha interna de su marido. A pesar de que su propia madre la había traicionado con James Witherdale, Bella no había perdido la fe en la raza humana. Pero Edward no confiaba en nadie salvo en sí mismo.

Para su sorpresa, sintió que la indignación que sentía se desvanecía y la compasión ocupaba su lugar. Qué terrible debía de ser esperar siempre lo peor de la gente. Bella rozó la mano de Edward con la punta de los dedos.

— Nunca te haría daño a propósito, Edward. Me gustaría que al menos creyeras eso.

— No es fácil.

— Lo sé. Pero es necesario que lo hagas.

Él la miró durante un buen rato antes de asentir brevemente con la cabeza.

— Vale. No las contaré más.

Bella sabía lo que esa pequeña concesión le había costado a su marido y se emocionó.

 

 

— ¡Yyyyy ahora, entrará en la pista central del circo de los Hermanos Vulturi, Isabella, la hermosa esposa de Edward el Cosaco!

A Bella le temblaban tanto las rodillas que trastabilló, echando a perder su primera entrada. «¿Qué había sido de lo de la gitanilla salvaje?», se preguntó frenéticamente mientras escuchaba el discurso de Jack por primera vez. Esa mañana, durante el ensayo, había comenzado a contar una historia de una gitana, pero se había marchado lleno de frustración cuando ella soltó el primer grito. Bella se enteró de que el narrador contaría otra historia cuando Sheba le dio el vestido, pero la propietaria del circo se alejó sin dar más explicaciones.

La música de la balalaica resonaba en el circo, situado esta vez en el aparcamiento de un pueblo de verano en Seaside Height, New Jersey. Edward entró en la pista central con el látigo en la mano. Bajo el resplandor carmesí de los focos, resaltaban las brillantes botas negras y las lentejuelas rojas del cinturón centelleaban ante cualquier movimiento.

— ¿Parece nerviosa, damas y caballeros? —preguntó Jack, señalándola con la mano.

— A mí sí que me lo parece. Pero esta joven ha tenido que armarse de mucho valor para entrar en la pista con su marido.

El vestido de Bella susurró mientras se adentraba lentamente en la arena. Era un vestido de noche recatado, con el cuello alto de encaje adornado con pedrería. Edward le había colocado una rosa roja de papel de seda entre sus pechos antes de salir. Le había dicho que formaba parte del vestuario.

Bella sintió los ojos del público en ella. La voz de Jack se mezclaba con la música rusa y con el susurro de la brisa del océano que agitaba los laterales de la carpa.

— Hija de ricos aristócratas franceses, Isabella estuvo apartada del mundo moderno por las monjas que la instruían.

«¿Monjas?» Pero ¿qué estaba diciendo Jack?

Mientras el director de pista continuaba su monólogo, Edward comenzó el lento baile del látigo que siempre daba comienzo a su número, mientras ella se mantenía inmóvil bajo los focos frente a él. La luz se volvió más suave; el público escuchaba la historia de Jack hipnotizado por los gráciles movimientos de Edward.

— Conoció al cosaco cuando el circo actuó en un pueblo cercano al convento donde vivía, y los dos se enamoraron profundamente. Pero los padres de la joven se opusieron a la idea de que su gentil hija se casara con un hombre al que consideraban un bárbaro y la encerraron bajo llave. Isabella tuvo que escapar de su familia.

La música se hizo más dramática y el baile del látigo de Edward pasó de enérgico a seductor.

— Ahora, damas y caballeros, entra en la pista con su marido, algo muy difícil para ella. El látigo aterroriza a esta dulce joven. Por eso os rogamos que estéis lo más quietos posible para que ella pueda enfrentarse a sus miedos. Os recuerdo que si está aquí es sólo por una cosa —el baile del látigo de Edward alcanzó su clímax, —el amor que siente por su feroz marido cosaco.

La música siguió in crescendo y, sin previo aviso, Edward agitó el látigo formando un arco sobre su cabeza. El aliento abandonó el cuerpo de Bella en un grito estrangulado y dejó caer el rollito que acababa de sacar del bolsillo especial que Sheba le había cosido al vestido sólo unas horas antes.

El público contuvo el aliento y ella se percató de que la increíble historia de Jack había funcionado. En lugar de reírse por la reacción de Bella, habían simpatizado con la desvalida joven.

Para su sorpresa, Edward se acercó a ella, recogió el rollito del suelo y se lo ofreció como si fuera una rosa, luego inclinó la cabeza y le rozó los labios con los suyos.

El gesto fue tan romántico que Bella oyó suspirar a una mujer en la primera fila. Ella misma también habría suspirado si no hubiera sabido que él sólo jugaba con las emociones del público. A Bella le temblaron los dedos cuando sostuvo el rollito de papel tan alejado de su cuerpo como pudo.

Logró mantener la compostura cuando él se alejó, pero cuando llegó el momento de ponérselo en la boca, comenzaron a temblarle las rodillas de nuevo. Deslizó ligeramente el rollito entre los labios, cerró los ojos y se puso de perfil.

Sonó el chasquido del látigo y el extremo del rollito cayó al suelo. Bella cerró los puños a los costados. Si había pensado que tener audiencia haría que aquello resultara más fácil, estaba equivocada.

Edward chasqueó el látigo dos veces más hasta que sólo quedó el cabo entre los labios de su esposa. Bella tenía la boca tan seca que no podía tragar.

La voz de Jack surgió entonces, susurrante y dramática.

— Damas y caballeros, necesitamos su colaboración mientras Edward intenta hacer el último corte al pequeño rollo de papel que su mujer sujeta entre los labios. Necesita silencio absoluto. Les recuerdo que el látigo pasará tan cerca de la cara de la joven que la más mínima equivocación por parte de su marido podría marcarla de por vida.

No gimió. Se clavó las uñas en las palmas de las manos con tanta fuerza que temió haberse hecho daño.

El chasquido resonó en sus oídos cuando el látigo cortó la última sección del rollito que sostenía en la boca.

El público estalló en vítores. Bella abrió los ojos, sintiéndose tan mareada que temió desmayarse. Edward le hizo indicaciones con la mano, señalándole lo que iba a hacer a continuación. Lo único que ella pudo hacer fue alzar la barbilla.

Cuando levantó la cabeza, la punta del látigo voló hacia ella y la roja flor que llevaba entre los pechos explotó en un despliegue de frágiles pétalos de papel.

Ella dio un respingo y dejó escapar un siseo que el público acalló con sus aplausos. Edward hizo otro gesto, indicándole que levantara las manos y cruzara las muñecas. Temblando, ella siguió sus indicaciones.

El látigo restalló de nuevo y la multitud soltó un grito ahogado cuando el látigo se enroscó alrededor de las muñecas de Bella. Él esperó un momento, luego la liberó. Un murmullo indescifrable surgió de las gradas. Edward la miró con el ceño fruncido y ella recordó que debía sonreír. Consiguió curvar los labios y mostrar las muñecas para que vieran que estaba ilesa. Mientras hacía eso, él volvió a chasquear el látigo.

Bella dio un respingo. Miró hacia abajo y vio que el látigo le rodeaba los tobillos. Edward no había hecho eso antes y ella le dirigió una mirada preocupada. La liberó y arqueó una ceja indicándole que saludara. Ella le dirigió al público otra sonrisa falsa. A continuación Edward le indicó que levantase los brazos. Con una sensación de fatalidad, Bella hizo lo que le ordenaba.  

«¡Zas!»

 A Bella se le escapó un gritito cuando el látigo se curvó en torno a su cintura. Ella esperaba que él aliviara la presión de la cuerda, pero Edward se limitó a tirar con fuerza del látigo, obligándola a acercarse a él. Sólo cuando la falda del vestido rozó los muslos de Edward, él sustituyó el látigo por sus brazos para darle un beso arrebatador que habría hecho justicia a la portada de un libro romántico.

La multitud soltó una ovación.

Bella se sentía mareada, y aunque estaba enfadada con Edward, no pudo evitar sentirse feliz. Su marido silbó y Misha resolló con furia al volver a la arena. Edward la soltó sólo un momento y montó a lomos del caballo de un salto mientras el equino trotaba por la pista. Un escalofrío de inquietud se deslizó por la espalda de Bella. Sin duda alguna él no iba a. . .

Bella sintió que sus pies dejaban de tocar el suelo cuando Edward se inclinó sobre el lateral del caballo para subirla en sus brazos. Antes de saber qué sucedía, estaba sentada en su regazo.

Se apagaron las luces, dejando la pista sumida en la oscuridad. Los aplausos fueron ensordecedores. Edward aflojó uno de los brazos mientras ella se agarraba frenéticamente a su cintura. Un momento después, sonó una explosión y el gran látigo de fuego danzó por encima de sus cabezas.  

 

 

Bella cruzó la estrecha carretera asfaltada que separaba el aparcamiento donde estaba instalado el circo de la playa vacía. A la izquierda las luces multicolores de la feria, en el paseo marítimo de Jersey Shore, destellaban en el caos de la noche: la noria, los coches de choque, los tiovivos y los puestos de chucherías.

El debut de Bella había tenido lugar en la primera representación del circo en ese pequeño pueblo costero y ahora estaba demasiado excitada para dormir. El público de la segunda función había reaccionado con más entusiasmo aún y una maravillosa sensación de realización le impedía sentirse cansada. Incluso Brady Pepper había abandonado su acostumbrado silencio para brindarle una gélida inclinación de cabeza.

Inhaló el olor del mar y comenzó a pasear por la arena, que había perdido el calor del día y le enfriaba los pies al metérsele en las sandalias. Le encantaba estar junto al océano y se alegraba de que el circo fuera a permanecer allí más de una noche.

— ¿Bella? —Se volvió y vio a Edward en lo alto de las escaleras, una alta y delgada silueta recortada contra el tenue resplandor de la noche. La brisa le revolvía el pelo y le pegaba la camisa al cuerpo. — ¿Te importa si paseo contigo o prefieres estar sola?

— ¿Vas armado?

— Ya he guardado los látigos por esta noche.

— Entonces ven. —Bella sonrió y le tendió la mano.

Edward vaciló un momento y ella se preguntó si el gesto habría sido demasiado personal para él. Decía mucho de su relación el hecho de que cogerse de la mano fuera más íntimo que mantener relaciones sexuales. Aun así, no bajó el brazo. Aquello sólo era un reto más que ella debía vencer.

Las botas de Edward resonaron en los escalones de madera cuando se acercó. Le cogió la mano y las callosidades de su palma le recordaron a Bella que era un hombre acostumbrado al trabajo duro. Aquella cálida y firme mano envolvió la suya.

La playa estaba desierta, pero aún quedaban restos que había dejado la gente que había acudido al lugar adelantándose a la temporada veraniega: latas vacías, plásticos, la tapa rota de un vaso térmico. Se dirigieron hacia el mar.

— Al público le ha gustado el número.

— Estaba tan asustada que me temblaban las rodillas. Si no hubiera sido por el giro que Jack le dio a la historia, mi actuación hubiera resultado un desastre. Cuando intenté agradecérselo me dijo que había sido idea tuya. —Lo miró y sonrió. —¿No crees que te has pasado un poco con lo de las monjas francesas?  

—Conozco de primera mano tus creencias morales, cariño. A menos que me equivoque, estoy seguro de que las monjas formaron parte de esa extraña educación que recibiste.

Bella no lo negó.

Pasearon durante un rato en un cómodo silencio. La brisa agitaba el cabello de Bella y el vaivén de las olas acallaba los lejanos ruidos de la feria, al otro lado de la carretera, dándoles la sensación de que estaban solos en el mundo. Bella esperaba que él le soltara la mano en cualquier momento, pero seguía manteniéndola agarrada.

— Has hecho un buen trabajo esta noche, Bella. Trabajas duro.

— ¿De veras? ¿De verdad crees que trabajo duro?

— Claro.

— Gracias. Nunca me habían dicho eso. —Soltó una risita irónica. —Y si lo hubiesen hecho, seguramente no me lo habría creído. 

— Pero a mí me crees.

— No eres un hombre que diga las cosas a la ligera. 

— ¿Estoy oyendo un cumplido? 

— No estoy segura. 

— No es justo. 

— ¿Qué?

— Te he dicho algo agradable. Al menos podrías decir una cosa buena de mí.

— Por supuesto que puedo. Haces un chile de muerte.

Para sorpresa de Bella, él frunció el ceño. 

— Estupendo. Olvídalo.

Atónita, Bella se dio cuenta de que, sin querer, había herido los sentimientos de su marido. Pensaba que él estaba bromeando, pero tratándose de Edward debería saber que eso no era posible. Aun así era toda una sorpresa que a él le importara su opinión.

— Sólo me estaba reservando lo mejor —dijo ella.

— No es importante. De verdad, déjalo.

Pero tenía importancia y a ella le encantaba.

— Mmm, déjame pensar. . .

— Olvídalo.

Bella le apretó la mano.

— Siempre haces lo que crees que es correcto, incluso si la gente lo desaprueba. Es algo por lo que te admiro. Admiro tu integridad, pero. . . —Bella  le rodeó los dedos con los suyos. — ¿Quieres que sea sincera?

— Eso he dicho, ¿no?

Ella ignoró el beligerante gesto de su mandíbula. 

— Tienes una sonrisa maravillosa. 

Edward pareció algo aturdido y relajó la mano bajo la de ella.

— ¿Te gusta mi sonrisa?

— Sí, muchísimo.

— Nadie me lo había dicho nunca.

— No muchas personas consiguen verla. —Bella contuvo una sonrisa mientras observaba el gesto serio con el que Edward consideraba lo que ella había dicho. —Y hay otra cosa más, pero no sé cómo vas a tomártelo.

— Suéltalo.

— Tienes un cuerpo de infarto.

— ¿Un cuerpo de infarto? ¿Sí? ¿Ésa es la segunda cosa que más te gusta de mí?

— No he dicho que fuera la segunda. Te estoy diciendo cosas que me gustan de ti y ésa en concreto me encanta.

— ¿Mi cuerpo?

— Tienes un cuerpo estupendo, Edward. En serio. 

— Gracias. 

— De nada.

El embate de las olas llenó el silencio que se extendió entre ellos.

— Tú también —dijo él. 

— ¿También qué?

— Tienes un cuerpo estupendo. Me gusta.

— ¿De veras? Pero si no es gran cosa. Tengo los hombros demasiado estrechos en comparación con las caderas y los muslos demasiado gruesos. Y mi estómago. . .

Él negó con la cabeza.

— La próxima vez que oiga a una mujer decir que los hombres somos unos neuróticos, recordaré esto. Tú me dices que te gusta mi cuerpo, ¿y qué hago yo? Te doy las gracias. Luego te digo que me gusta el tuyo, ¿y qué escucho? Una larga lista de quejas.

— Es culpa de las Barbies. —La mueca de desagrado de Edward la complació de sobremanera. —Gracias por el cumplido, pero sé sincero. ¿No crees que tengo los pechos demasiado pequeños?

— Ésa es una pregunta con trampa, seguro.

— Solo quiero que me digas la verdad.

— ¿Estás segura?

— Sí.

— Vale. Veamos. —La tomó por los hombros y la hizo girar de cara al océano, luego se puso detrás de ella. La rodeó con los brazos y le ahuecó los pechos. La piel de Bella se erizó de deseo cuando Edward apretó y moldeó los montículos, recorriéndole las suaves pendientes y rozando las endurecidas cimas con los pulgares.

A Bella se le entrecortó la respiración. Edward le acarició la oreja con los labios y le murmuró al oído:

— Creo que son perfectos, Bella. Exactamente del tamaño adecuado.

Ella se volvió y no había nada en el mundo que pudiera haber evitado que lo besase. Le rodeó el cuello con los brazos, se puso de puntillas y apretó su boca contra la de él, con labios suaves y flexibles. La lengua de Edward jugueteó con la suya y ella respondió a la provocación. Bella perdió la noción del tiempo y ni se le pasó por la cabeza separarse de él. Los dos cuerpos se habían fundido en uno.

— ¡Mira, Dwayne! Es la pareja del circo.

Bella y Edward se separaron de golpe, como dos adolescentes pillados in fraganti por la policía.

La dueña de la estridente voz era una mujer de mediana edad, con un vestido de flores verde lima y un enorme bolso negro colgado del hombro. Su marido llevaba puesta una gorra azul que cubría lo que, casi con toda seguridad, sería una calva. El hombre tenía los pantalones enrollados en las pantorrillas y la camiseta de deporte se le ceñía a la prominente barriga.

La mujer les brindó una alegre sonrisa.

— Hemos asistido a la función. Éste es Dwayne. No se ha creído que estuvierais enamorados de verdad. Me aseguró que todo era falso, pero le dije que nadie podía fingir algo así. —Dio una palmadita en la barriga de su marido. —Dwayne y yo llevamos casados treinta y dos años, así que sé reconocer el amor verdadero cuando lo veo.

Al lado de Bella, Edward estaba rígido y ponía cara de póquer, dejando que fuera ella quien sonriera al matrimonio.

— Seguro.

— Nada me gusta más que un matrimonio con los pies en el suelo.

Edward saludó a la pareja con una brusca inclinación de cabeza y agarró el brazo de Bella para alejarla de allí. Bella se volvió y les gritó:

— ¡Espero que disfruten de otros treinta y dos años ¡Juntos!

— Y vosotros también, tesoro.

Dejó que Edward la arrastrara, sabiendo que no conseguiría nada protestando. El tema del amor lo ponía tan nervioso que ella sintió el absurdo impulso de consolarlo. Cuando llegaron a los escalones que conducían a la carretera, se detuvo y se volvió hacia él.

— Edward, no pasa nada. No voy a enamorarme de ti.

En cuanto las palabras salieron de su boca, Bella notó una pequeña punzada en el corazón. Eso la asustó, porque sabía que sería una catástrofe enamorarse de él. Eran demasiado diferentes. Él era duro, serio y cínico, mientras que ella era justo lo contrario.

Entonces, ¿por qué él provocaba algo tan elemental en su interior? ¿Y por qué ella parecía comprenderle tan bien cuando Edward no le había contado nada de su pasado ni sobre su vida fuera del circo? A pesar de todo, Bella sabía que Edward la había ayudado a encontrarse a sí misma. Gracias a él era más independiente de lo que nunca lo había sido. Por primera vez en su vida, se sentía bien consigo misma.

Edward subió los escalones.

— Eres una romántica, Bella. No es que me considere un ser irresistible, bien sabe Dios que no lo soy, pero llevo años observando que cuanto más indiferente se muestra un hombre, más interesada se vuelve la mujer.

— Bah.

Cuando llegaron arriba, él apoyó las caderas en la barandilla y la observó.

— Lo he visto muchas veces. Las mujeres anhelan lo que no pueden tener, incluso aunque no sea bueno para ellas.

— ¿Es así como te consideras? Malo para las personas que te rodean.

— No quiero hacerte daño. Por eso me molestó el cambio que hiciste en la caravana. Ahora es más acogedora y será más fácil vivir en ella, pero no quiero jugar a las casitas. A pesar de que nuestro matrimonio sea un acuerdo legal, esto no es más que un simple rollo. Una cana al aire. Sólo eso.

— ¿Un rollo?

— Un lío. Una aventura. Llámalo como quieras. Sólo es algo pasajero. 

— Eres imbécil.

— ¿Ves cómo tengo razón?

Ella intentó controlar la cólera.

— ¿Por qué te casaste conmigo? Al principio pensé que mi padre te había pagado, pero ahora sé que no fue así.

— ¿Y qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión?

— Ahora te conozco.

— ¿Y crees que no me dejo comprar?

— Sé que es imposible que te dejes comprar.

— Todo el mundo tiene un precio.

— Pues dime, ¿cuál fue el tuyo?

— Le debía un favor a tu padre y tenía que pagárselo. Eso es todo.

— Debía de ser un favor muy grande.

La expresión de Edward se volvió fría y Bella se sorprendió cuando, después de un largo silencio, añadió:

— Mis padres murieron en un accidente ferroviario en Austria cuando yo tenía dos años. Se hizo cargo de mí el pariente más cercano, el hermano de mi madre, Richard. Era un sádico hijo de puta al que le daba placer pegarme.

— Oh, Edward. . .

— No quiero ganarme tu simpatía. Sólo quiero que comprendas cómo soy. —Él se sentó en un banco y parte de su rabia desapareció. Se inclinó hacia delante y se frotó el puente de la nariz con el pulgar y el índice. —Siéntate, Bella.

Ahora que ya no tenía remedio, Bella se preguntó si no debería haber dejado las cosas tal y como estaban, pero había llegado demasiado lejos como para retroceder ahora, y se sentó a su lado. Él se quedó mirando hacia delante; parecía cansado y vacío.

— Habrás leído historias sobre niños maltratados, niños a los que mantienen encerrados durante años. —Ella asintió con la cabeza. —Los psicólogos dicen que incluso después de haber sido liberados de esa tortura, estos niños no se desarrollan de la misma manera que los demás. No tienen las mismas actitudes sociales. Y si no los rescatan a tiempo, ni siquiera aprenden a hablar. Supongo que eso es lo que me pasa con el amor. No llegué a experimentarlo en la infancia y ahora no puedo sentirlo.

— ¿A qué te refieres?

— No soy uno de esos cínicos que cree que el amor no existe, porque lo he visto en otras personas. Pero yo no puedo sentirlo. Ni por una mujer ni por nadie. Nunca he amado.

— Oh, Edward.

— No es que no lo haya intentado. He conocido algunas mujeres maravillosas a lo largo de mi vida pero, al final, sólo he conseguido herirlas. Por eso te he contado las píldoras. Por eso no quiero tener hijos.

— ¿Crees que nunca podrás mantener una relación duradera? ¿Te refieres a eso?

— Sé que no puedo. Pero es más profundo que todo eso.

— No entiendo. ¿Qué es lo que te pasa? 

— ¿No has oído nada de lo que he dicho? 

— Sí, pero. . .

— No puedo sentir las mismas emociones que los demás hombres. Por nadie. Ni siquiera por un niño. Cualquier niño merece que su padre lo ame, pero yo no podría.

— No te creo.

— ¡Créelo! Me conozco a mí mismo y sé que no podría hacerlo. Mucha gente se toma a la ligera tener hijos, pero yo no. Los niños necesitan amor y, si no lo tienen, algo se muere en su interior. No podría vivir conmigo mismo sabiendo que un niño sufre por mi culpa.

— Todo el mundo es capaz de amar, y más cuando se trata de su propio hijo. Te ves a ti mismo como una especie de. . . de monstruo.

— Más bien como una mutación. No tuve una educación normal y es por eso que soy distinto. No puedo tolerar la idea de tener un hijo y que crezca sabiendo que no le amo. No pienso hacerle a nadie lo que me hicieron a mí.

Era una noche calurosa, pero Bella se estremeció al darse cuenta del terrible legado que aquel violento pasado le había dejado a Edward. Ese legado también la afectaba a ella y se abrazó a sí misma. Nunca se había imaginado teniendo un hijo con Edward, pero quizá la idea ya había germinado en su subconsciente porque sentía como si acabara de sufrir una profunda pérdida.

Bella observó el perfil de su marido recortado contra el tiovivo que giraba a lo lejos. La imagen la llenó de pena. Los caballos de madera, de brillantes colores, parecían representar la inocencia, mientras que Edward, con aquellos ojos sombríos y el corazón vacío, era como un condenado a muerte. Durante todo el tiempo Bella había pensado que era ella la que más amor necesitaba, pero él tenía heridas mucho más profundas.

Guardaron silencio mientras volvían caminando a la caravana; no había nada más que decir. Tater se había escapado otra vez y la estaba esperando. Trotó hacia ella saludándola con un barrito.

— Lo ataré de nuevo —dijo Edward. 

— No te preocupes, ya lo hago yo. Necesito estar sola un rato.

Él asintió con la cabeza y le pasó el pulgar por la mejilla mientras le dirigía una mirada tan desolada que Bella no pudo soportarlo, así que se volvió y acarició la trompa de Tater.

— Vamos, cariño.

Lo llevó con los demás elefantitos y lo ató con la correa; luego cogió una vieja manta de lana y la puso en el suelo a su lado. Se sentó y se rodeó las rodillas con los brazos, Tater se acercó a ella. Por un momento pensó que la pisaría y se puso tensa, pero el animal se limitó a colocar sus patas delanteras a ambos lados y a rodearla con la trompa.

Bella se encontró sumergida en una cálida cueva. Presionó la mejilla contra el áspero cuerpo del animal, protegida entre las patas de Tater mientras oía el fuerte latido de su dulce y travieso corazón. Sabía que debería moverse, pero a pesar de estar bajo una tonelada de elefante, nunca se había sentido más segura. Allí sentada, pensó en Edward y deseó que fuera lo suficientemente pequeño para estar donde ella estaba, justo debajo del corazón de Tater.

 

Capítulo 19: Entrenando Capítulo 21: Te necesito

 
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