Lo siento, lo siento chicas, ayer se me olvido por completo actualizar, se me fue completamente de la cabeza. :( Lo he recordado ya más tarde, pero ya no me dio ganas de encender mi tablet. Sí, sé que no hay excusa. Pero aquí les traigo el capítulo de ayer. :)
Bella miró su reloj antes de llamar a la puerta del despacho de su editor. . . ¡porras! Llegaba diez minutos tarde.
Eric Gibbs, el editor del Chronicle, era bien conocido por dos cosas: su barba blanca de Santa Claus y su paranoica aversión a la impuntualidad.
Incluso había dejado plantados a varios actores de Hollywood porque llegaban tarde a una cita. . . y ella no era una actriz famosa ni una diva, sino una periodista joven cuyo contrato temporal estaba a punto de terminar.
Unas semanas antes, conseguir aquel contrato había sido el centro de todas sus ambiciones y la posibilidad de que el propio Eric se lo ofreciese la tenía más nerviosa que nunca.
Sin embargo, ahora que la seguridad económica era más importante que nunca, Bella llamó a la puerta del despacho sintiéndose curiosamente. . . distante.
Seguramente aquella reunión no tenía nada que ver con su contrato. Eric Gibbs tenía cosas más importantes que hacer que preocuparse de los contratos de los empleados más jóvenes. En las dos ocasiones en las que se habían encontrado cara a cara ni siquiera recordaba su nombre. . . aunque le habían dicho que no se lo tomara como algo personal. Aparentemente, a Eric no se le daba bien recordar nombres, ya fueran de políticos o de miembros de la realeza.
Pero si no era el contrato, ¿qué más podría explicar que la llamase a su despacho en su día libre?
Podría haberlo intuido si su disciplina mental no se hubiera desintegrado. No podía pensar con claridad sin que la imagen de Edward Cullen apareciese en su cabeza. . .
—¡Olvídate de una vez! —se dijo a sí misma. Si no quería saber nada de su hijo, era problema de Edward—. ¡Peor para él!
—¿Eh?
Bella hizo una mueca de disculpa cuando Eric abrió la puerta.
—Perdona. . .
—Entra —la interrumpió él—. Siéntate. . . iré directamente al grano.
El editor lo hizo y Bella lo escuchó, su ansiedad convirtiéndose en angustia cuando terminó de hablar.
—¿Qué estoy despedida?
Era una sorpresa total, algo absolutamente inesperado. Ella era un poco insegura, pero sabía qué hacía bien su trabajo.
El editor dirigió la miraba hacia una planta colocada en la estantería.
—Tenemos que dejarte ir. Lo siento.
Bella se levantó, indignada.
—No tanto como yo, se lo aseguro.
—Por supuesto, te daremos unas referencias excelentes.
—¿Puede decirme qué he hecho mal?
—Esto no tiene nada que ver contigo. . . ¡maldita sea! —exclamó Eric, golpeando el escritorio con el puño y provocando que un montón de papeles cayeran al suelo.
—¿Entonces?
—Va a haber cambios en el periódico. Una reorganización completa.
Ella aceptó tan vaga explicación encogiéndose de hombros.
—Muy bien, me llevaré mis cosas.
—No hay prisa, no hay prisa —dijo Eric, incómodo.
Bella consiguió recoger sus cosas sin encontrarse con nadie y, mientras volvía a casa, iba pensando en todo lo que podría haberle dicho. Pero cuando logró abrir la puerta, la furia había dejado paso a la angustia y las lágrimas la cegaban mientras se dejaba caer sobre el sofá.
Llevaban media hora en el coche cuando Paolo, sentado frente al volante, tocó su brazo.
—Se acerca una chica, bajita, pelirroja. . . y creo que está llorando. Va a entrar en el edificio.
—La seguiremos —dijo Edward, intentando no pensar en las lágrimas. Aquélla era una situación en la que el fin justificaba los medios.
Paolo respondió con un gruñido de afirmación, pero sin mostrar sorpresa alguna. Llevaba diez años trabajando para Edward Cullen y su trabajo requería cierta flexibilidad.
Después de abrirle la puerta del coche, puso una mano en su brazo para guiarlo hasta el edificio.
—Quinta planta, apartamento 17 B.
¿Estaría llorando Bella en el apartamento 17 B?
La expresión de Edward se convirtió en una máscara de resolución. No quería sentirse culpable por esas lágrimas. No, lo que estaba haciendo era lo mejor para todos.
—El ascensor está fuera de servicio —dijo Paolo.
—¿El edificio está en malas condiciones? ¿Le hace falta una mano de pintura al portal?
—Varias manos de pintura, diría yo. O mejor aún, lo podrían tirar abajo.
—Eres un pedante —rió Edward, que conocía los gustos refinados de su conductor. Pero luego su expresión se volvió seria. Un edificio que su fastidioso chófer encontraba inaceptable no era un sitio donde tuviera intención de dejar que se criase su hijo.
Paolo, que tenía un pequeño problema de sobrepeso, estaba jadeando cuando por fin llegaron a la quinta planta. Edward no.
—Tienes que hacer más ejercicio, amigo mío.
El chófer dejó escapar un gruñido antes de darle una rápida explicación de cómo era el descansillo.
—¿Quiere que espere?
—No, te llamaré cuando te necesite.
Bella seguía tumbada en el sofá, con el abrigo puesto, cuando sonó el timbre. Y sólo cuando el vecino de arriba empezó a dar golpes en el suelo y resultó evidente que la visita no iba a marcharse hizo un intento de levantarse.
—Muy bien, muy bien —murmuró, pasándose una mano por la cara mientras iba a abrir la puerta. Tan desolada estaba que olvidó preguntar quién era. . . y se vio empujada contra la pared cuando Edward Cullen entró en el apartamento.
Bella estaba demasiado atónita como para decir nada.
—Di algo o empezaré a pensar que he entrado en el apartamento equivocado.
Era mentira. Podría haber reconocido el aroma de su piel en una habitación llena de gente y estaba seguro de que no tenía nada que ver con que su sentido del olfato se hubiera desarrollado desde que perdió la vista.
Bella suspiró ruidosamente mientras lo miraba de arriba abajo. Tenía un aspecto increíble, el compendio de la belleza masculina, y estaba tan cerca que podría tocarlo. Pero no iba a hacerlo porque aún le quedaba un gramo de sentido común y la pasada experiencia le había enseñado que cualquier forma de contacto físico con aquel hombre era altamente peligrosa.
Bajo la chaqueta de ante llevaba una camisa blanca y unos vaqueros negros que destacaban sus largas piernas y sus delgadas caderas.
Bella intentó apartar los ojos, pero no podía hacerlo. Sospechaba que era un hombre que hacía huir a mucha gente. . . y si ella lo hubiera hecho, no estaría metida en aquel lío. Aunque seguramente se habría quedado sin trabajo de todas formas.
Por fin, consiguió hablar:
—¿Cómo sabes dónde vivo? ¿Y qué haces aquí? No me apetece hablar con nadie ahora mismo. . .
Edward se dio cuenta de que estaba intentando hacerse la dura.
—Estás llorando.
Se sintió avergonzado, pero no era momento para sentimentalismos; estaba haciendo lo que debía hacer.
—¿Quieres marcharte, por favor?
—No, no podría irme aunque quisiera —Edward se pasó una mano por los ojos—. Estoy ciego, ¿recuerdas?
—Sí, lo recuerdo —dijo ella, aunque seguía siendo difícil de creer.
—En caso de que no te hayas dado cuenta, era humor negro.
—No, era una broma de mal gusto.
—Soy famoso por ello.
—Mira. . . —Bella se detuvo, sin saber cómo llamarlo—. Mira, Edward. . .
—¿Tan difícil ha sido eso?
—¿Qué?
—Llamarme por mi nombre.
—Sí, lo ha sido —suspiró ella. ¿Y por qué no? Todo lo que tuviera que ver con él era difícil—. Edward, el asunto es que he tenido un mal día y la última persona a la que me apetece ver es a ti.
Incapaz de contenerlas, sintió que las lágrimas empezaban a rodar por su rostro una vez más, pero las secó con el dorso de la mano.
—A veces ayuda hablar de los problemas.
—Por favor, no te hagas el comprensivo.
Edward, que sabía bien que ni el más generoso de los críticos diría eso de él, alargó una mano para tocar su cara. Ella la apartó, pero no antes de que un escalofrío la recorriese de arriba abajo.
—La ventaja de estar en compañía de un ciego, cara, es que no tienes por qué preocuparte de tu aspecto.
—He intentado hablar contigo y lo único que conseguí fue un dolor de cabeza. Mira, lo siento. Sé que sólo estabas intentando ser caballeroso al sugerir que nos casáramos. . . eres italiano y la familia es importante para ti. . .
Bella no pudo terminar la frase, sus hombros sacudiéndose por el esfuerzo de contener los sollozos. Y eso afectó a Edward como las lágrimas de una mujer no lo habían afectado nunca.
Dio un paso adelante para abrazarla, pero lanzó una maldición al chocar contra un obstáculo imprevisto.
—Lo siento, no tiene nada que ver contigo. Y no te preocupes, enseguida se me pasará.
Edward se había dicho eso mismo cien veces aquel día: ya se le pasaría.
—No, tienes que desahogarte.
De repente, Isabella se echó en sus brazos, enterrando la cara en su pecho.
—No digas nada, abrázame.
Edward tardó un segundo en reaccionar. No debería sentirse culpable cuando estaba haciendo lo que debía hacer y él, que en circunstancias normales no era un hombre afligido por las dudas, sabía que estaba haciendo lo correcto.
Había visto la situación con total objetividad. La habilidad de hacer eso, combinada con la suerte y el talento, era lo que lo había convertido en un hombre muy rico. Pero no era tan fácil mantener la objetividad cuando la tenía entre sus brazos.
Un sentimiento fuerte y poco familiar despertó a la vida mientras le quitaba el abrigo mojado y movía las manos arriba y abajo por su espalda. Luego apoyó la barbilla en su cabeza e intentó mantener las cosas en perspectiva.
Habría otros trabajos.
Pero ése no era el asunto y lo sabía. Lo había sabido cuando llamó al propietario del Chronicle para pedirle un favor, pero había racionalizado sus actos. Ahora, al ver las consecuencias de cerca, eso era más difícil.
Se había enfadado con ella cuando lo llamó «segundo plato» y seguía deseando que lo retirase; un deseo extraño para un hombre a quien jamás le había importado un bledo la opinión de los demás.
Lo que pensara de él no era relevante, aunque estaría más cómodo casado con alguien que no lo odiase.
Porque tenían que casarse.
Aquella mañana había llamado a Mark James, el propietario del Chronicle, para pedirle un favor. Y, aunque seguramente no le había gustado nada, Mark se lo hizo de todas formas.
No iban a ofrecerle una renovación del contrato a Isabella.
A Edward le parecía razonable suponer que, estando sin trabajo, la independiente Isabella se daría cuenta de que lo necesitaba. Y, por supuesto, su proposición le parecería más interesante o, al menos, no la rechazaría de inmediato.
La ironía del asunto no se le escapaba. Había pasado toda su vida escapando de las garras de mujeres que querían casarse con él por su dinero y ahora se veía obligado a recurrir a trucos sucios para venderse como un buen partido.
Pero había decidido no tener escrúpulos sobre el asunto y haría lo que fuera, incluso venderse a sí mismo para asegurarse de que su hijo no creciera sin un padre. Para que su hijo no sintiera nunca que no tenía una familia. Los padres querían para los hijos lo que ellos no habían tenido, y Edward no era una excepción.
Bella no se daba cuenta de nada salvo del refugio que los brazos de Edward le ofrecían. Debería haberse apartado en cuanto notó la dureza y el calor de su cuerpo, el aroma masculino de su piel. Pero se quedó allí, con los ojos cerrados, deseando que el momento no terminase nunca.
Edward no era la solución a sus problemas y eso hacía que sentirse segura entre sus brazos fuera aún más incomprensible.
Estaba perdiendo la cabeza, pensó, poniendo una mano en su pecho.
—Lo siento. Me temo que estás en el sitio equivocado en el momento menos oportuno.
Él arqueó una ceja.
—Verás las cosas mejor por la mañana. ¿No es eso lo que dicen?
—En este caso, no. Me he quedado sin trabajo.
¿Por qué estaba contándoselo?
Sin esperar respuesta. Bella entró en el salón y se dejó caer sobre una silla. Pero cuando levantó la mirada vio que Edward la había seguido y estaba tocando la pared. . .
Avergonzada, se levantó para guiarlo. No podía ni imaginar algo más aterrador que entrar en un sitio que no conocía sin poder verlo con sus propios ojos.
Pero él no parecía asustado en absoluto. Edward Cullen era un hombre increíble, por irritante que fuera.
—Con que me indiques hacia dónde debo ir, es suficiente.
—Siéntate ahí —dijo Bella, guiándolo hasta una silla.
—¿Por qué has perdido tu empleo? —Edward tocó el respaldo un momento antes de sentarse.
—Por lo visto, no estaba haciendo tan buen trabajo como yo creía —suspiró ella—. ¿Te gustan más los periodistas malos que los competentes?
—¿Eso es lo que te dijeron, que no eras competente?
—No, en realidad me han dicho que era un problema de reorganización. Pero es lo mismo.
Edward tuvo que tragar saliva. Él había manipulado la situación porque quería que fuese vulnerable, pero no tan vulnerable como para aceptar la derrota con tal resignación. Isabella era una luchadora. . . ¡llevaba luchando desde el día que se conocieron! Y le parecía horrible oírla tan resignada, tan derrotada.
—O sea, que vas a abandonar.
—¿Y qué quieres que haga?
—No sabía que fueras una derrotista.
—No lo soy, soy realista —Bella lo miró y se dio cuenta de que seguía sin saber por qué estaba allí.
Suponía que tenía algo que ver con el niño, pero ¿qué? De repente, una sospecha empezó a formarse en su menta. Si se atrevía a decir que no tuviera el niño. . .
—¿Qué vas a hacer, quedarte en casa de tus padres?
—Mi padre murió cuando yo tenía diez años, mi madre el año pasado.
—Lo siento.
Su compasión parecía genuina, pero sus ojos, su boca, la distraían. Sintiéndose culpable, Bella apartó la mirada. Mirarlo así cuando él no podía verla le parecía una intrusión. Estaba invadiendo su privacidad como una voyeur.
—No fue totalmente inesperado. Estuvo mal muchos años y su enfermedad incluso llegó a estar en remisión, pero la última vez. . . —Bella tuvo que hacer un esfuerzo para seguir hablando— no se pudo hacer nada.
Edward no podía ver su cara, pero sabía que estaba conteniendo las lágrimas.
—Lo siento, de verdad.
—¿Tus padres viven?
—Sí.
—Supongo que estás preocupado por lo que pensarán. . . sobre el niño, quiero decir.
—No, mis padres están muy ocupados viviendo su vida —contestó Edward.
Su padre había descubierto la alegría de la paternidad el año anterior, cuando cumplió los sesenta. Su nueva esposa tenía veintidós años. Y su madre se dedicaba a cuidar de sus hijas adolescentes, hermanastras de Edward, y a mantenerse guapa y joven para su segundo marido. No admitía haber pasado por el quirófano, pero sus arrugas desaparecían como por arte de magia.
—¿Vas a decírselo?
Él hizo un gesto con la mano, como diciendo que no quería hablar del tema.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Buscar un trabajo —respondió Bella—. Tengo que pagar el alquiler. Y nunca se sabe, mi experiencia como limpiadora me podría venir bien. Puede que te pida referencias.
—Las referencias que yo podría darte quizá no te conseguirían el tipo de trabajo que tú buscas, cara.
Ella sabía que estaba intentando insultarla, no seducirla. Y, sin embargo, no pudo evitar un escalofrío de. . . no sabía qué.
—Si lo único que sabes hacer es emitir comentarios groseros como ése, te puedes marchar ahora mismo. A menos que tengas alguna sugerencia.
—La verdad es que sí.
—¿No me digas?
—Sobre lo que dijiste ayer, que ser ciego no tenía nada que ver con que no aceptaras mi proposición de matrimonio. . .
—Es verdad.
—Demuéstralo.
El reto hizo que Bella arrugase el ceño.
—¿Cómo?
—Di que sí.
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Bueno chicas, nos vemos el viernes! Esta vez sin falta. :D
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