Ciegos al amor

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 03/11/2017
Fecha Actualización: 09/01/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 11
Visitas: 33814
Capítulos: 13

 

El multimillonario Edward Cullen había perdido la vista al rescatar a una niña de un coche en llamas y la única persona que lo trataba sin compasión alguna era la mujer con la que había disfrutado de una noche de pasión. ¡Pero se quedó embarazada!

Y eso provocó la única reacción que Isabella no esperaba: una proposición de matrimonio. Él no se creía enamorado, pero Bella sabía que ella sí lo estaba. Y cuando Edward recuperó la vista, Bella pensó que cambiaría a su diminuta y pelirroja esposa por una de las altas e impresionantes rubias con las que solía salir. . .

Cuando pueda verla, ¿seguirá deseándola?

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer, esta historia está adaptada en el libro Ciegos al amor de: Kim Lawrence. Yo solo la adapte con los nombres de Bella y Edward.

Espero sea de su agrado. :D

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Capítulo 4:

Empezó a llover justo cuando el taxi se detuvo. Bella tardó sólo unos segundos en subir al coche, pero cuando cerró la puerta estaba empapada.

Mientras miraba por la ventanilla empezó a pensar en aquel fin de semana en Escocia. . . también había llovido esa noche.

 

 

Bella no había leído nada siniestro en las oscuras nubes, no sabía que su vida estaba a punto de cambiar para siempre mientras conducía el Land Rover por el camino de grava que llevaba al castillo de Hall.

Sencillamente, les estaba haciendo un favor a su hermano y su cuñada y en lo único que pensaba era en un buen baño caliente. No había anticipado que limpiar las casitas de invitados que rodeaban el castillo sería tan agotador. Y tampoco tenía intención de decirlo en voz alta para confirmar la opinión de su hermano de que la vida en la ciudad la había vuelto blanda.

Cuando llegó al castillo inclinó un poco la cabeza para mirar las altas torres. El edificio, de piedra gris, podía verse desde muchos kilómetros y había sido el hogar de su cuñada cuando era pequeña, pero ahora Emmett y Rosalie vivían en una granja cercana y habían convertido el edificio, y las casitas que lo rodeaban, en un hotel rural.

Bella sacó una enorme cesta que contenía los productos de limpieza, pensando que usar un plumero no era precisamente su idea de cómo pasar unas buenas vacaciones. Pero no podía irse de excursión por las montañas cuando una violenta epidemia de gripe tenía a su hermano y a la mitad de los empleados en cama.

Aunque había dicho estar dispuesta a hacer lo que fuera, se había alegrado cuando el «lo que fuera» no consistía en cuidar de los gemelos de su hermano. Adoraba a sus sobrinos, pero la responsabilidad de mantener a la pareja entretenida y a salvo de todo peligro no era algo que le apeteciese en aquel momento.

Afortunadamente, Rosalie le había pedido que limpiase las casitas de invitados y, si tenía tiempo, que fuera a llevar la compra a la cocina del castillo.

Pero cuando le preguntó si también debía limpiar el polvo, su cuñada le había dicho que no. Por lo visto, el hombre que había alquilado el castillo para el verano no quería que lo limpiasen.

De hecho, no quería nada más que estar solo.

—¿Cómo es ese hombre?

—No me preguntes a mí, yo no lo he visto. Y creo que Emmett tampoco. La reserva se hizo por Internet.

—Pero alguien tiene que haberlo visto —dijo Bella. Aquélla era, después de todo, una comunidad pequeña donde todo el mundo conocía a todo el mundo.

—Hamish lo vio, creo, bajando de un helicóptero.

—¿Bajando de un helicóptero? ¿Y cómo era?

—Me dijo que era alto.

—Ah, cuánta información —rió Bella.

—Nadie lo ha visto desde entonces. Se aloja en el castillo y no va al pueblo para nada. Deja la lista de cosas que necesita en la puerta cuando vamos a cambiar las sábanas, pero nada más.

—A lo mejor es un fugitivo —murmuró Bella—. A lo mejor está huyendo de la ley. O es una estrella de cine en medio de un escándalo.

—No, seguramente será un ejecutivo estresado que ha venido a pescar. Pero sea quien sea ha alquilado el castillo durante seis meses y ha pagado por adelantado, así que puede ser todo lo invisible que quiera —contestó su cuñada.

—¿Y ese hombre misterioso tiene un nombre?

—No me acuerdo. . . es extranjero, italiano, me parece.

Cuando Bella llegó al castillo para dejar las cosas en la cocina, su interés por el extraño había desaparecido. Estaba agotada. Había hecho veinte camas y pasado la aspiradora por diez habitaciones. . . por no mencionar los cristales y los cuartos de baño. Lo único que quería era volver a la granja y tumbarse en el sofá.

No había ni rastro del cliente antisocial y ninguna respuesta cuando asomó la cabeza en la cocina. Claro que estaba a oscuras, las persianas bajadas. Bella dejó la bolsa con la compra en el suelo y encendió la luz. . .

—¡Dios mío! —exclamó, horrorizada. Aquello era un completo desastre, una zona de guerra llena de platos y vasos sucios. No había una sola superficie limpia. Un rápido examen a la nevera, donde Rosalie le había dicho que dejase las cosas, reveló que la mayoría de los productos frescos estaban pasados de fecha. . . algunos criando brotes incluso.

Bella, pensando con pena en el baño caliente y el sofá con los que había soñado, se remangó la blusa. Ella no era una fanática de la limpieza, pero aquello era intolerable.

Si el cliente no quería que limpiasen el castillo, era su problema, pero no iba a dejarlo así. Por higiene.

Media hora después, la cocina no haría sonreír a un inspector de Sanidad, pero había mejorado bastante. Cruzando los brazos, Bella asintió, satisfecha, mientras dejaba la última botella vacía en el contenedor de reciclaje.

—Espero que me lo agradezca.

—¿Quién demonios es usted y qué está haciendo aquí?

Ella dejó escapar un grito cuando dos manos se posaron sobre sus hombros para darle la vuelta. Encontrándose cara a cara con el botón de una camisa de pana, levantó los ojos para ver a la persona cuyos dedos se clavaban en su carne y que, evidentemente, no le estaba agradecido en absoluto. Y se encontró mirando al hombre más guapo que había visto en toda su vida.

Sabía que estaba mirándolo como una tonta, pero no hubiera podido evitarlo aunque su vida dependiera de ello.

Era alto, mucho más de metro ochenta y cinco, y parecía fuerte; pero no como esos hombres que iban al gimnasio todos los días para presumir de músculos. No, era más bien fibroso. Tenía un color de piel mediterráneo y el cabello castaño dorado, ondulado, un poco demasiado largo. La estructura ósea de su cara era perfecta, con pómulos altos, nariz aquilina y una sombra de barba que le daba aspecto de pirata. En resumen, un hombre muy masculino.

Lo menos masculino eran esas pestañas larguísimas y la curva de sus labio inferior, compensada por la firmeza del superior; el efecto tan sensual que le provocó un estremecimiento.

Y cuando lo miró a los ojos tuvo que buscar aire. Eran tan verdes que parecían esmeraldas y, mirándolos, sentía como si estuviera cayendo en un profundo mar. . .

Pero se recordó a sí misma el desbarajuste de la cocina.

—Debería estarme agradecida —le espetó, girando la cabeza para mirar fijamente las manos que seguían sobre sus hombros. Él, sin embargo, no pareció entender la indirecta y no era gratitud lo que había en sus facciones, sino furia—. ¿Le importaría soltarme de una vez?

Un segundo después el extraño aflojó la presión, aunque no apartó las manos.

—¿Quién es usted?

Bella tragó saliva. Lo que sabía era quién no era. No era una mujer que se quedara mirando a un hombre de esa forma. Y, definitivamente, no era una mujer que se sintiera atraída por el peligro. Pero si algún hombre representaba un peligro, era aquél.

Mirándolo sentía algo que hubiera preferido no sentir. Nunca en su vida un hombre había provocado una reacción así en ella.

La asustaba y la repelía pero, al mismo tiempo, sentía una vergonzosa excitación. Nunca en sus veinticuatro años había experimentado algo tan primario.

—Hable o. . .

—¡Suélteme! —gritó Bella, empujándolo.

¡Dio mio! —exclamó él—. ¿Quiere dejar de moverse? ¿Se puede saber qué hace aquí?

—Había venido a dejar las cosas en la cocina y a cambiar las sábanas. . .

—¿Es la chica de la limpieza? —la interrumpió él.

No parecía convencido, pero era un alivio comprobar que, aunque seguía mirándola con desconfianza, parte de la hostilidad había desaparecido.

Bella dio un paso atrás, sus piernas chocando contra la mesa que había en el centro de la habitación y en la que tuvo que apoyarse, nerviosa.

—No, soy una ladrona de joyas de renombre internacional y suelo anunciar mi llegada cambiando las sábanas de los clientes —replicó, sarcástica.

Incluso a un metro, aquel hombre era demasiado impresionante. Sabía que no estaba en peligro físico, pero su estabilidad emocional era otra cosa. Cada vez que lo miraba tenía que tragar saliva y lo que le pasaba a su cuerpo no podía ni examinarlo porque se sentía avergonzada de su reacción ante aquel hosco y antipático italiano con boca de pecado.

«Por favor, muestra un poco de dignidad», se dijo a sí misma.

—Pues claro que he venido a limpiar. ¿Le parece que vengo vestida para ir a una fiesta?

El hombre clavó en ella su mirada, sin parpadear.

—No hueles como una chica de la limpieza.

—¿Y cómo huelen las chicas de la limpieza?

—No lo sé, como tú, seguramente. Nunca había abrazado a una como si fuera una amante.

El comentario hizo que Bella carraspease, nerviosa.

—Pues entonces es que no ha vivido nada.

—Un pensamiento tentador —dijo él.

—No era una invitación —replicó Bella.

—Entonces, ¿no es usted parte de los servicios que ofrece el castillo?

—No, yo no cobro por mis besos, sólo por pasar la escoba. Y sólo beso a la gente que me gusta.

El extraño miró hacia la ventana, aparentemente aburrido con la conversación. Bella estaba acostumbrada a que los hombres no la encontrasen particularmente atractiva en el aspecto sexual, pero la mayoría no actuaban como si fuera invisible.

El silencio se alargó y, cuando el extraño habló por fin, Bella se llevó un sobresalto.

—No está bien despertar expectativas en un hombre para luego aplastarlas —le dijo—                     . Así que, señorita de la limpieza, puede tomar su escoba y su plumero e irse a casa. Los gerentes del castillo han sido informados de que no necesito servicio de habitaciones.

Bella estuvo tentada de marcharse, pero Emmett y Rosalie ya tenían bastantes problemas como para enfrentarse con las quejas de un cliente.

—Me lo habían dicho, pero está equivocado.

—¿Estoy equivocado?

—Usted me necesita.

—Parece muy segura de su habilidad para satisfacer mis necesidades. . .

—No tiene por qué ser grosero —lo interrumpió ella—. Y, además, prefiero no pensar en sus necesidades. Lo que quería decir es que necesita el servicio de habitaciones. . . a menos que piense comer con los dedos, porque la cocina estaba hecha un desastre.

—¿Y debo darle las gracias? Yo sabía dónde estaba todo.

—Ah, ya veo. ¿Quiere que tire las botellas vacías por la habitación para que se sienta como en casa?

—Puedo alargar la mano y tocar todo lo que necesito —el extraño hizo un gesto circular con las manos y, sin darse cuenta, rompió uno de los vasos recién fregados que Bella había dejado en la encimera. El inesperado estruendo de cristal sobresaltó tanto a Bella que dejó escapar un grito.

Y luego se quedó boquiabierta al darse cuenta de que lo había hecho deliberadamente.

—Supongo que ahora esperará que lo limpie. Pues si es así, está muy equivocado.

—No necesito que haga nada —replicó él, con los dientes apretados—. Yo soy más que capaz de. . . —furioso, dio un golpe sobre la encimera con la palma de la mano.

—Sí, desde luego, se nota que es muy capaz —dijo Bella, irónica—. ¡Dios mío, se ha cortado! —Exclamó entonces—. Será tonto, mire lo que ha hecho. . .

—No es nada.

—Ha golpeado los cristales. . . ¿está ciego o qué?

—Lo estoy.

—Muy gracioso —empezó a decir Bella. Pero cuando levantó la cabeza comprobó que él estaba mirando la pared. Y su exasperación fue reemplazada por el horror al darse cuenta de la verdad: no era una broma absurda, era cierto.

—No puede ver. . . es usted ciego. Lo siento, no me había dado cuenta —se disculpó.

Pero él apartó su mano cuando intentó tocarlo.

—Déjeme, no necesito su compasión.

Bella miró las gotas de sangre que estaban cayendo al suelo y tuvo que apretar los dientes.

—Lo entiendo.

—¿Qué es lo que entiende?

—Que está enfadado conmigo porque lo he visto. . . vulnerable. No se preocupe, no voy a contárselo a nadie. Es evidente que está enfadado con el mundo, pero el hecho es que está ciego. . .

—¿Cree que necesito que una chica de la limpieza me lo recuerde?

Bella apretó los dientes y siguió como si no la hubiera interrumpido groseramente:

—Puede seguir ignorándolo si quiere pero, igual que los platos sucios, eso es algo que no va a desaparecer. Así que, si me permite que haga una sugerencia: ¿por qué no deja de actuar como un tonto y acepta la realidad? Sí, ya sé que no es justo, pero, oh, horror, la vida no es justa.

—Esto no es asunto suyo.

—No, ya lo sé. Y a mí me da igual. Pero no creo que su familia y sus amigos, la gente que le quiere, piense lo mismo. Ahora mismo estarán preocupados por usted. . .  

Habría una esposa o una amante en alguna parte, seguro. Un hombre con su aspecto, un hombre que proyectaba una especie de campo de fuerza y sexualidad como él, no podría vivir como un monje.

El estúpido seguramente pensaría que estaba siendo noble y fuerte apartándose de todo para alojarse solo en un castillo medieval en medio de ninguna parte. Era demasiado testarudo y orgulloso como para admitir que necesitaba ayuda.

—Y mientras tanto —siguió Bella— usted está aquí solo lamiéndose las heridas. Es un egoísta y un cobarde.

Había un gesto de total incredulidad en las facciones del extraño mientras inclinaba a un lado la cabeza para clavar sus ojos en ella.

A Bella le parecía imposible que no pudiese verla.

—¡Cobarde!

Ella estuvo a punto de dar un paso atrás. Porque sabía que los animales heridos solían ser los más peligrosos. Y había algo impredecible y amenazador en aquel hombre.

Si tuviera una onza de sentido común, saldría por la puerta para no volver, pero no lo hizo. ¿Por qué le importaba tanto?, se preguntó. La adrenalina que recorría sus venas podía ser una pista. Bella arrugó el ceño porque no le gustaba nada esa conclusión. . . ni los sentimientos que el extraño despertaba en ella.

De modo que levantó orgullosamente la barbilla, aunque sabía que él no podía ver el gesto.

—No me importa por qué esté aquí, pero no hay que ser un genio para ver que no ha venido a pasear o a pescar. Y tampoco parece alguien en busca de paz espiritual.

Si lo era, había tomado el camino equivocado, pensó.

—Habla con mucha pasión para ser alguien que no tiene interés en el asunto. ¿Sabe una cosa? En mi experiencia, la gente que necesita meterse en la vida de los demás frecuentemente es que carece de una vida propia.

—Ah, ya veo. Dicen que el ataque es la mejor defensa —replicó ella, irónica—. Pero yo soy muy feliz. No todo el mundo necesita un hombre para llenar su vida.

Bella se mordió los labios al darse cuenta de que había hablado más de la cuenta.

—Además, no estamos hablando de mi vida.

—Aunque seguro que es fascinante —dijo él.

Ese comentario desdeñoso hizo que Bella tuviera que luchar para controlar su antipatía, que crecía por segundos.

—Si sigue sangrando así, a usted no le va a quedar mucho de vida. Emmett tiene un botiquín en el Land Rover, voy a buscarlo.

—No necesito una enfermera.

—Le aseguro que no lo soy, pero haré lo que pueda.

—¿Quién es Emmett?

Con la mano en el picaporte, Bella lo miró por encima del hombro.

—El propietario del castillo.

—¿Llama a su jefe por el nombre de pila?

—Aquí nos llevamos todos muy bien —Bella se encogió de hombros. El tono del extraño sugería que él no trataría a sus subordinados con tanta familiaridad. A pesar de su aspecto descuidado, parecía un hombre acostumbrado a dar órdenes—. Y usted se llevaría bien con Emmett. También él piensa que no tengo vida propia.

Las tácticas casamenteras de su hermano nunca habían sido nada sutiles, pero lo que Emmett y otras personas preocupadas por el asunto no tenían en cuenta era que no se había lanzado de cabeza al trabajo porque su prometido la hubiera dejado por otra mujer.

Se había lanzado de cabeza al trabajo, olvidándose de todo lo demás, porque le gustaba.

Ya había olvidado a Mike. Ni siquiera estaba enfadada con él. Estaba enfadada consigo misma porque, en el fondo, siempre había sabido que no la quería. No era el respeto lo que impedía que se acostase con ella antes de casarse, como decía, sino una total falta de interés.

Y cuando había visto la clase de mujer que le gustaba entendió por qué, Gisela, la belleza nórdica a la que había conocido y con la que se había casado en el espacio de dos semanas, medía un metro ochenta y tenía un cuerpo por el que se volvería loco cualquier hombre.

Aun mirando por encima del hombro, Bella vio al italiano tomar un paño para limpiarse la herida.

—A mí me da igual que quiera esconderse aquí como un recluso barbudo —le dijo, con aparente indiferencia. Claro que, si él hubiera podido ver su cara, se habría dado cuenta de que no era verdad.

Pero no podía.

De nuevo, sintió una ola de compasión por el extraño. Pero se había dado cuenta de que esa compasión sólo lo haría más obstinado y menos colaborador, de modo que intentó disimular.

—Voy a limpiar esa herida le guste o no.

—¿Recluso barbudo?

Bella casi sonrió cuando él levantó una mano para tocarse la cara, como sorprendido al comprobar que tenía barba de varios días. Era irónico en realidad. Había tantos hombres por ahí que buscaban esa imagen de barba descuidada, y aquel hombre la conseguía sin intentarlo siquiera.

—Llámeme egoísta, pero sería malo para el negocio que volviera a casa en un ataúd y este castillo es el único sitio que ofrece puestos de trabajo en muchos kilómetros a la redonda.

—Entonces quiere limpiarme la herida para que no afecte a la economía local, no porque sea un ángel.

—Si esa mala educación es un mecanismo de defensa para mantener a la gente a distancia, debo decirle que funciona —replicó Bella.

Y entonces el italiano hizo algo que la dejó totalmente sorprendida: sonrió. Una sonrisa que revelaba unos dientes blanquísimos y unas preciosas arruguitas alrededor de los ojos.

Se quedó sin aliento al ver la transformación. Era guapísimo.

Él completó la transformación echando hacia atrás la cabeza para lanzar una sonora carcajada. El sonido era profundo, masculino y muy atractivo.

—Tiene la lengua muy sucia, jovencita.

Había cierta admiración en su tono y a Bella le pareció más turbadora que su hostilidad. Consternada, abrió la puerta y sólo cuando llegó al patio se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

Capítulo 3: Capítulo 5:

 


 


 
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