Alice y yo somos las últimas en salir de la cafetería. Mientras ella cierra, yo arrastro la basura hasta el callejón y la tiro en el contenedor grande.
—Voy a darme un baño bien largo —dice Alice cruzando su brazo con el mío cuando comenzamos a caminar por la calle—. Con velas.
—¿No sales esta noche? —pregunto.
—No. Los lunes son una mierda, pero los miércoles por la noche son una pasada. Deberías venir. —Sus ojos brillan de esperanza, aunque se apagan al instante al ver que niego con la cabeza—. ¿Por qué no?
—No bebo. —Cruzamos la calle para esquivar el tráfico de la hora punta y nos pitan por no usar el paso de peatones.
—¡Que te den por el culo! —grita Alice atrayendo un millón de miradas.
—¡Alice! —Tiro de ella, muerta de vergüenza.
Ella se echa a reír y le hace la peineta al conductor.
—¿Por qué no bebes?
—No me fío de mí misma. —Las palabras se me escapan de los labios, sorprendiéndome y sorprendiendo claramente a Alice, porque me mira con sus ojos castaños como platos… y después sonríe maliciosamente.
—Creo que me gustaría conocer a la Bella borracha.
Resoplo mi desacuerdo.
—Yo me quedo aquí —anuncio señalando la parada del autobús mientras pongo un pie en la calzada, preparada para cruzar de nuevo.
—Nos vemos mañana. —Se inclina para darme un beso en la mejilla, y ambas damos un brinco cuando nos pitan otra vez.
Hago caso omiso del idiota impaciente, pero Alice no.
—¡Joder! Pero ¡¿qué coño le pasa a esta gente?! —exclama—. ¡Ni siquiera le obstaculizamos el paso a tu flamante AMG, capullo del Mercedes! —Se dirige hacia el coche justo cuando la ventanilla del acompañante empieza a bajar. Presiento una bronca. Ella se inclina—. ¡A ver si aprendes a…! —De repente se detiene, se pone derecha y se aparta del Mercedes negro.
Presa de la curiosidad, me agacho para ver qué la ha hecho callar, y mi corazón se salta unos cuantos latidos al ver al conductor.
—Bella. —Apenas oigo a Alice con el ruido del tráfico y de los cláxones. Se aparta de la calzada—. Me parece que te estaba pitando a ti.
Sigo parcialmente inclinada mientras mis ojos pasan de la espalda de Alice al coche, donde él está sentado, relajado, cogiendo el volante con una mano.
—Sube —ordena escuetamente.
Sé que voy a montarme en el coche, así que no sé por qué miro a Alice como pidiendo consejo. Ella niega con la cabeza.
—Bella, yo que tú no lo haría. No lo conoces.
Me pongo derecha y abro la boca para decir algo, pero no me sale ninguna palabra. Tiene razón, y no sé qué hacer. Mi mirada pasa del coche a mi nueva amiga. Nunca hago estupideces, hace mucho tiempo que dejé de hacerlas, aunque todos los pensamientos que me vienen a la cabeza en estos momentos indican lo contrario. No sé cuánto tiempo me paso plantada deliberando, pero salgo de mi estado de ensimismamiento cuando la puerta del conductor del Mercedes se abre y él rodea el coche, me agarra del brazo y abre la puerta del acompañante.
—¡Eh! —exclama Alice intentando reclamarme—. ¿Qué coño te crees que haces?
Él me empuja hacia el asiento y luego se vuelve hacia mi desconcertada amiga.
—Sólo quiero hablar con ella. —Se saca un bolígrafo y papel del bolsillo interior, anota algo y se lo entrega a Alice—. Es mi número. Llámame.
—¿Qué? —Alice le quita el papel de las manos y lo lee.
—Llámame.
Mirándolo con reproche, saca el móvil de su bolso y marca el número. Entonces, un teléfono empieza a sonar. Él extrae un iPhone del bolsillo interior y me lo entrega.
—Tiene mi teléfono. Si quieres llamarla, contestará.
—Podría llamarla al suyo —señala Alice al tiempo que cuelga la llamada—. ¿Qué coño demuestra eso? Podrías quitárselo en cuanto arranques el coche.
—Supongo que vas a tener que fiarte de mi palabra. —Cierra la puerta y rodea de nuevo el Mercedes, dejando a Alice en la acera con la boca abierta.
Debería saltar del vehículo, pero no lo hago. Debería protestar e insultarlo, pero no lo hago. Miro a mi amiga en la acera y levanto el iPhone que Edward acaba de entregarme. Tiene razón, esto no prueba nada, pero eso no evita que haga algo tremendamente irresponsable. Aunque no le tengo miedo. No me va a hacer daño, excepto, tal vez, a mi corazón.
Más pitidos de claxon empiezan a resonar a nuestro alrededor cuando él se mete en el coche y se aparta del bordillo con brusquedad sin decir ni una palabra. No estoy nerviosa. Prácticamente me han secuestrado en plena calle y en hora punta en Londres, y en mi interior no siento ni el más mínimo temor. Más bien siento otro tipo de revoloteo. Lo miro discretamente y veo su traje oscuro y su magnífico perfil. Nunca había visto a nadie como él. El espacio cerrado que nos envuelve es silencioso, pero algo se expresa, y no somos ni Edward ni yo. Es el deseo. Y me está diciendo que estoy a punto de vivir algo que va a cambiarme la vida. Quiero saber adónde me lleva, quiero saber de qué quiere hablar conmigo, pero mi deseo de saber no me incita a hablar, y él no parece tener intención de ofrecerme ningún tipo de información en estos momentos, de modo que me relajo contra la piel suave de mi asiento y permanezco en silencio. Entonces la radio se enciende y de repente me encuentro escuchando fascinada Boulevard of Broken Dreams, de Green Day, una canción que jamás habría relacionado con este hombre tan misterioso.
Pasamos una media hora larga en el coche, parando y arrancando siguiendo el ritmo del tráfico de la hora punta hasta que se detiene en un aparcamiento subterráneo. Parece estar devanándose los sesos mientras apaga el motor y da unos golpecitos con la mano en el volante antes de bajarse y acercarse hasta mi puerta. Al abrirla, se encuentra con mi mirada, y yo veo seguridad en sus ojos cuando me ofrece la mano.
—Dame la mano.
Mi respuesta es totalmente automática. Alzo la mano para aceptar la suya y me levanto del asiento mientras disfruto de la familiar sensación de que unos rayos internos me atraviesan por dentro, una sensación que se vuelve más increíble cuanto más la experimento.
—Ahí está otra vez —murmura mientras cambia la mano de posición para poder cogerme mejor. Él también lo siente—. Dame tu mochila.
Le entrego mi bolsa inmediatamente de manera involuntaria, sin pensarlo. Tengo puesto el piloto automático.
—¿Has cogido mi móvil? —pregunta mientras cierra la puerta del coche suavemente y tira de mí hacia la escalera.
—Sí —contesto, y levanto el dispositivo.
—Llama a tu amiga y dile que estás en mi casa. —Abre la puerta—. Y llama a todo el que pueda estar preocupado por ti.
Sube la escalera lentamente, todavía agarrado de mi mano, y yo lo sigo sin remedio.
—Debería hacerlo desde mi teléfono —digo peleándome con su iPhone.
La espabilada de mi abuela verá que la llamo desde un número extraño y empezará a hacerme preguntas. Preguntas que no quiero o que no sé cómo responder.
—Como quieras. —Encoge sus definidos hombros y sigue tirando de mí.
Cuando pasamos el tercer piso, empiezan a arderme los gemelos y abro la boca para tomar aliento.
—¿En qué piso vives? —pregunto jadeando, avergonzada por mi baja forma. Ando mucho, pero normalmente no subo tantos escalones.
—En el décimo —responde como si tal cosa.
La idea de que aún queden siete pisos por subir hace que mis pulmones se vacíen por completo y me tiemblen las piernas.
—¿No hay ascensor?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué…? —Me quedo sin aliento y jadeo para coger aire.
En ese momento me coge en brazos y sigue subiendo. No me queda más remedio que colgarme de sus hombros, y la sensación es fantástica. Mi vista y mi olfato se deleitan con la cercanía.
Cuando llegamos a la décima planta y abre la puerta que da al pasillo vacío, me deja en el suelo e inserta la llave en la cerradura de una puerta negra reluciente.
—Adelante. —Se aparta a un lado, me hace un gesto para que pase, y lo hago, sin pensar, sin protestar y sin preguntarle cuál es el motivo por el que me ha traído hasta aquí.
Siento la palma de su mano sobre mi cuello, cálida y reconfortante. Cruzo lentamente la entrada y rodeo una enorme mesa redonda. El recibidor da a un espacio amplio repleto de mármol con un techo abovedado y gigantescas obras de arte por todas partes, todo cuadros de arquitectura londinense. Pero no es la grandiosidad del apartamento ni el océano de mármol de color crema lo que me deja sin habla. Son esas pinturas; seis, para ser exactos, todas perfectamente colgadas en sitios estratégicos donde más destacan. No son típicas ni tradicionales, sino abstractas, y te obligan a entornar los ojos para ver qué representan exactamente. Sin embargo, conozco esos edificios y lugares emblemáticos perfectamente, y al mirar a mí alrededor soy capaz de identificarlos todos sin entornar los ojos.
Me guía cortésmente hacia un sofá de cuero de color crema, el más grande que he visto en mi vida.
—Siéntate. —Me empuja suavemente hacia abajo y deja mi mochila a mi lado—. Llama a tu amiga —ordena, y me deja que busque mi teléfono mientras él se acerca a un mueble bar y saca un vaso en el que vierte un líquido oscuro.
Llamo a Alice y sólo da un tono antes de que su voz asustada me perfore el tímpano.
—¿Bella?
—Soy yo —respondo con voz tranquila, y observo cómo Edward se vuelve, se apoya contra el mueble y da un lento trago a su bebida.
—¿Dónde estás? —Parece que haya ido a correr, está casi sin aliento.
—En su casa. Estoy bien. —Me siento incómoda dando explicaciones mientras él me observa detenidamente, pero no puedo escapar de su mirada de acero.
—¿Quién coño se cree que es? —pregunta mi amiga con incredulidad—. Y tú estás tonta perdida por haberte ido con él, Bella. ¿En qué pensabas?
—No lo sé —respondo con sinceridad, ya que lo cierto es que no tengo ni idea.
He dejado que se me llevara, que me metiera en el coche y que me trajera a un apartamento extraño. Soy una irresponsable, pero incluso ahora, mientras escucho la bronca que me está echando mi amiga por teléfono, él me está mirando sin expresión, y yo no estoy asustada.
—Joder —resopla Alice—. ¿Qué estás haciendo? ¿Qué te ha dicho? ¿Qué quiere?
—No lo sé. —Observo cómo da otro sorbo a su bebida.
—No tienes ni puta idea de nada, ¿no? —me espeta, y su respiración se relaja.
—La verdad es que no —admito—. Te llamo cuando llegue a casa.
—Más te vale —me dice con tono amenazante—. Si no me has telefoneado antes de medianoche, avisaré a la policía. Tengo su matrícula.
Sonrío para mis adentros agradeciendo su preocupación, pero en el fondo sé que no es necesaria. No va a hacerme daño.
—Te llamaré —le aseguro.
—Hazlo. —Sigue agitada—. Y ten cuidado —añade con más suavidad.
—Vale.
Cuelgo, y al instante llamo a casa, ansiosa por terminar y descubrir para qué me ha traído aquí. No necesito dar muchas explicaciones a mi abuela. Tal y como me imaginaba, se pone contentísima cuando le digo que me voy con unos compañeros del trabajo a tomar un café.
Cuelgo y dejo los dos teléfonos sobre la inmensa mesita de cristal que tengo delante; entonces empiezo a juguetear con el anillo que tengo en el dedo, sin saber qué decir. Nos limitamos a mirarnos el uno al otro, él dando frecuentes sorbos, y yo perdiéndome en su potente mirada.
—¿Quieres tomar algo? —pregunta—. ¿Vino, coñac…?
Niego con la cabeza.
—¿Vodka?
—No. —El alcohol es una debilidad de la que no tiene por qué enterarse, aunque me parece que no necesito beber para acabar haciendo estupideces con este hombre—. ¿Qué hago aquí? —pregunto finalmente. Creo que sé la respuesta, pero quiero que él pronuncie las palabras.
Golpetea con los dedos el lado del vaso con aire pensativo, separa su alto cuerpo del mueble y empieza a caminar lentamente hacia mí. Se desabrocha el botón de la chaqueta, desciende hasta sentarse en la mesita que tengo delante y deja la bebida. Interrumpe el contacto visual un instante para ver dónde ha dejado el vaso. Lo hace girar un poco y ordena nuestros móviles. El pulso se me acelera, y lo hace más todavía cuando me mira y me agarra por debajo de las rodillas, incitándome a inclinarme hacia adelante hasta que sólo unos centímetros separan nuestros rostros. No dice nada, y yo tampoco. Nuestra respiración entrecortada impacta contra nuestras bocas cerradas y dice todo lo que hace falta decir. Estamos los dos a punto de estallar de deseo.
Su rostro avanza y el mechón de pelo rebelde le cae sobre la frente, pero no busca mis labios, sino mi mejilla. Respira de manera agitada y deliberada junto a mi oído. Pego la cara a la suya de manera involuntaria y siento que una presión se instala entre mis muslos.
—No puedo dejar de pensar en ti —susurra, y me agarra por debajo de las rodillas con más ansia—. Lo he intentado con todas mis fuerzas, pero te veo en todas partes, a todas horas.
Inspiro profundamente y mis manos se elevan por voluntad propia buscando sus densos rizos. Hundo los dedos en ellos y cierro los ojos.
—Dijiste que no podías estar conmigo —le recuerdo, sin saber si hago bien o no. No debería mencionar su anterior reticencia, porque si se aparta ahora me volveré loca.
—Y no puedo. —Desliza el rostro por mi rostro confuso hasta que apoya la frente contra la mía.
Espero que no me haya traído hasta aquí sólo para reafirmar su declaración anterior. No puede cogerme así, hablarme así y después no hacer nada.
—No lo entiendo —murmuro, rogando a todos los santos que no pare esto.
Traza círculos con la frente contra la mía lenta y cuidadosamente.
—Tengo una propuesta. —Debe de notar mi confusión, porque se aparta y analiza mi expresión. Inspiro hondo y me preparo—. Todo lo que puedo ofrecerte es una noche.
No necesito preguntar a qué se refiere. El leve dolor que siento en el estómago me lo dice exactamente.
—¿Por qué?
—No estoy disponible emocionalmente, Bella. Pero necesito tenerte. —Alarga la mano para sostenerme la mejilla y empieza a acariciarme la sien con suavidad utilizando el pulgar.
—¿Me quieres para una noche y nada más? —pregunto, y el leve dolor que siento se transforma en una punzada intensa.
¿Sólo una noche? Aunque, en realidad, sería absurdo por mi parte esperar otra cosa. «El mejor polvo salvaje de mi vida». Eso dijo. Nada más.
—Una noche —confirma—. Y te ruego que me la concedas.
Me pierdo en sus ojos azules y deseo ardientemente que diga algo más, algo que haga que me sienta mejor, porque ahora mismo me siento engañada, lo cual es absurdo. Apenas lo conozco, pero la idea de poder pasar tan sólo una noche con este hombre me desgarra el alma.
—Creo que no puedo hacerlo. —Mi mirada y mi corazón se ensombrecen—. No es justo que me pidas algo así.
—Nunca he dicho que yo sea justo, Bella. —Me agarra de la barbilla y acerca mi rostro al suyo—. He visto algo, y lo deseo. Suelo tomar todo lo que quiero, pero esta vez te estoy dando a elegir.
—Y ¿qué gano yo? —pregunto—. ¿Qué saco de todo esto?
—Que te venere durante veinticuatro horas. —Entreabre la boca y su lengua se desliza suavemente por todo su labio inferior, como si intentase mostrarme cómo podrían ser esas veinticuatro horas. Está malgastando energías. Me hago una idea bastante clara de cómo serían esas horas.
—Antes has dicho que sólo podías ofrecerme una noche.
—Veinticuatro horas, Bella.
Quiero aceptar, pero empiezo a negar con la cabeza. Mi integridad toma el control. Si me acuesto con un hombre, no será así. Todos mis esfuerzos por evitar seguir los pasos de mi madre serían en vano si aceptara hacer esto, y no puedo decepcionarme de esta manera.
—Lo siento, no puedo aceptarlo.
No debería disculparme por negarme a su irracional petición, pero es verdad que lo siento. Quiero que me venere, pero no puedo exponerme a sufrir una devastación, porque ése sería el resultado. Ya empiezo a sufrirla, y ni siquiera me ha besado todavía.
Abatido, se aparta y rompe todo el contacto entre nosotros. Me siento un poco perdida, lo cual debería reforzar mi decisión de rechazar su oferta. Una noche no sería suficiente.
—Estoy decepcionado —suspira—. Pero respeto tu decisión.
A mí me decepciona que la respete. Quiero que luche más, que me convenza para que diga que sí. No pienso con claridad.
—No sé nada de ti.
Coge su bebida y le da un trago, atrayendo mis ojos hasta sus labios.
—Si supieses más, ¿reconsiderarías tu decisión?
—No lo sé.
Estoy frustrada y enfadada, enfadada porque me haya puesto en este brete. Negarse a aceptar semejante propuesta de un extraño debería ser una decisión sencilla, pero cuanto más tiempo pasó con él, por raro y disparatado que parezca, más quiero retirar mi respuesta y aceptar su oferta de las veinticuatro horas.
—Bueno, ya sabes mi nombre. —Sus labios se curvan ligeramente, pero no llegan a formar una sonrisa.
—Eso es lo único que sé —respondo—. No sé tú apellido, ni tu edad, ni a qué te dedicas.
—Y ¿necesitas saber todo eso para pasar una noche conmigo? —Enarca las cejas y sus labios se curvan un poco más.
Ojalá sonriese del todo, así sentiría que lo conozco mejor. Aunque, ¿debería aumentar mi fascinación si eso significa que sólo voy a colgarme más de él? No lo creo, de modo que me encojo de hombros sin comprometerme a nada y bajo la cabeza dejando que mi cabello caiga sobre mi regazo.
—Me llamo Edward Masen —empieza, atrayendo de nuevo mi mirada—. Tengo veintinueve…
—¡Para! —Levanto la mano y lo interrumpo—. No me lo digas. No necesito saberlo.
Inclina a un lado la cabeza, ligeramente divertido, aunque sigue sin demostrarlo con la boca.
—¿No lo necesitas o no quieres saberlo?
—Las dos cosas —espeto tajantemente, y siento que una extraña ira se apodera de mí de nuevo. Ya hizo que me sintiera irritada antes de sugerir algo tan absurdo, pero ahora estoy furiosa.
Me levanto y él se inclina hacia atrás en la mesa y me mira.
—Gracias por la oferta, pero la respuesta es no.
Cojo la mochila y mi móvil y me dirijo hacia la puerta, pero antes de llegar al extremo del sofá, me agarra con suavidad y me empuja de cara contra la pared. La bolsa se me cae al suelo de mármol y cierro los ojos.
—No pareces muy convencida —susurra con su barbilla en mi hombro y su boca junto a mi oreja mientras me separa las piernas con la rodilla.
—No lo estoy —confieso, maldiciéndome por mi debilidad.
La sensación de tener su cuerpo pegado a mi espalda es demasiado maravillosa, aunque quiero desesperadamente que no lo sea. Todo indica que esto no está bien, pero esta absurda e increíble sensación me impide escuchar las señales de advertencia.
—Y ésa es precisamente la razón por la que no voy a dejar que te marches hasta que aceptes. Me deseas. —Me da la vuelta y pega las manos contra la pared a ambos lados de mi cabeza—. Y yo te deseo a ti.
—Pero sólo durante veinticuatro horas —respondo jadeando con un hilo de voz e intentando controlar mi agitada respiración.
Él asiente y hace descender lentamente su boca hasta la mía. No está seguro. Vacila. Lo veo en sus ojos. Pero entonces se aventura a mordisquearme el labio inferior. Lo besa con cautela y susurra unas palabras que parecen infundirle valor para tomar mi boca con la lengua hasta que me relajo y acepto su delicada invasión. Comienzo a gemir sin poder evitarlo, me pierdo en su beso y me aferro a sus hombros. Estoy en el cielo, tal y como me había imaginado, aunque sé que esto va en contra de toda sensatez. Sin embargo, relego las dudas a un rincón de mi mente y me dejo llevar. Me está venerando, y la idea de pasar veinticuatro horas así casi me obliga a interrumpir nuestro beso para gritar de alegría, pero no lo hago. A pesar de lo que me gusta, y de mi creciente deseo, me centro en recrearme en el único beso que recibiré de Edward Masen. Y es un beso que recordaré durante el resto de mi vida.
Gruñe y pega su entrepierna contra mi vientre. Siento el palpitar de su erección.
—Joder, sabes de maravilla. Di que sí —murmura en mi boca mientras me mordisquea el labio—. Por favor, di que sí.
Quiero retrasar mi respuesta, sólo para alargar este beso exquisito, pero mi fuerza de voluntad cae en picado con cada segundo que pasa seduciendo mi boca.
—No puedo —jadeo, y aparto la cara para interrumpir el contacto de nuestras bocas—. Querría más.
Sé que querría más, por absurdo que pueda parecer. Nunca he pretendido tener esa conexión con nadie, pero si la tuviera, querría que fuese así; algo tremendamente bueno, arrollador…, algo especial y fuera de control; algo que hiciera que me retractara de mis conclusiones previas sobre la intimidad. Me he topado con esto por casualidad, cuando menos lo esperaba, pero ha sucedido y no puedo seguir sabiendo que después de estas veinticuatro horas no habrá nada más que dolor.
Emite un gruñido de frustración y se aparta de la pared.
—Mierda —maldice alejándose y mirando al cielo—. No debería haberte traído aquí.
Recupero la cordura y la compostura, pero sigo pegada a la pared para evitar desplomarme.
—No, no deberías haberlo hecho —coincido, orgullosa de sonar convencida de ello—. Tengo que irme.
Recojo mi mochila del suelo y me apresuro hacia la puerta sin mirar atrás.
Una vez a salvo en la escalera, me dejo caer contra la pared, respirando con dificultad y temblando. Estoy haciendo lo correcto. Necesito repetirme esta idea una y otra vez. De esto no podría haber salido nada bueno, aparte del recuerdo de un día increíble y una noche que jamás reviviré. Sería una tortura, y me niego a permitírmelo, me niego a probar algo fantástico, que sé que lo será, sólo para que me lo arrebaten. Jamás. Me niego a ser como mi madre. Resuelta y satisfecha con mi decisión, desciendo por la escalera y me dirijo a la estación de metro. Por primera vez en muchos años, necesito tomarme un trago.
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