Una noche deseada (1)

Autor: Lily_cullen
Género: + 18
Fecha Creación: 23/02/2018
Fecha Actualización: 27/04/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 12
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Capítulos: 26

Isabella lo siente nada más entra en la cafetería. Es absolutamente imponente, con una mirada azul tan penetrante que casi se distrae al tomar nota de su pedido. Cuando se marcha, cree que no lo volverá a ver jamás, hasta que descubre la nota que le ha dejado en la servilleta, firmada  «E».

 

Todo lo que él quiere es una noche para adorarla. Sin resentimientos, sin compromiso, sólo placer sin límites. Isabella y Edward. Edward e Isabella. Opuestos como el día y la noche, y aun así tan necesarios el uno para el otro. Él es distante, desagradable y misterioso: sabe siempre lo que quiere y la quiere a ella. Ella es dulce y atenta, una mujer joven de hoy en día que se hace a sí misma y debe encontrar las respuestas a los interrogantes de la vida y de las relaciones a medida que los vive. Quiere ser feliz y amada, pero cuando Edward entra en su vida se da cuenta que ha perdido el control sobre sí misma y sucumbe a la pasión desenfrenada que nace entre ellos dos. ¿Debe escuchar a su corazón o a la razón?

 

“¿Crees que van a saltar chispas?”

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer. La historia le pertenece a Jodi Ellen Malpas del libro Una noche deseada. 

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Capítulo 4: Capítulo 3

 

La extraña sensación que todavía me invadía desde la noche del viernes desapareció al instante al oír a mi abuela pronunciar mis cinco palabras favoritas el sábado por la mañana: «Vamos a dar una vuelta».

 

Paseamos, descansamos, nos tomamos un buen café, paseamos un poco más, comimos algo, tomamos más café, volvimos a pasear y, finalmente, llegamos a casa a la hora de cenar con un menú para llevar de fish and chips de la tienda local. El domingo ayudé a mi abuela a unir los retales de la colcha que ha estado tejiendo para un soldado destinado en Afganistán. No tiene ni idea de quién es, pero todos los jubilados del barrio se escriben con algún soldado, y a ella le pareció que sería bonito que el suyo tuviese algo que lo protegiera del frío… en el desierto.

 

—¿Te has metido el sol en los calcetines, Bella? —pregunta mi abuela cuando entro en la cocina lista para irme a trabajar el lunes por la mañana.

 

Miro mis Converse amarillo canario nuevas y sonrío.

 

—¿A que son chulas?

 

—¡Preciosas! —se ríe, y deja mi cuenco de cereales sobre la mesa del desayuno—. ¿Cómo tienes la rodilla?

 

Me siento, me doy unos golpecitos en la pierna y cojo la cuchara.

 

—Perfectamente. ¿Qué vas a hacer hoy, abuela?

 

—George y yo iremos al mercado a comprar limones para tu pastel.

 

Coloca una tetera sobre la mesa y me sirve dos cucharadas de azúcar en la taza.

 

—¡Abuela, yo no tomo azúcar! —Intento apartar la taza de la mesa, pero las viejas manos de mi abuela son demasiado rápidas.

 

—Tienes que engordar un poco —insiste. Vierte el té y empuja la taza hacia mí—. No discutas conmigo, Bella, o te pondré sobre mis rodillas y te daré unos azotes.

 

Sonrío ante su amenaza. Lleva veinticuatro años diciéndomelo y nunca lo ha hecho.

 

—También hay limones en la tienda del barrio —señalo como si tal cosa, y me meto una cucharada llena en la boca para no seguir hablando. Podría decir muchas más cosas.

 

—Tienes razón. —Me observa brevemente con sus ojos azul marino antes de sorber el té—. Pero quiero ir al mercado, y George se ofreció a llevarme. Y se acabó la conversación.

 

Hago lo imposible por aguantarme la risa, pero sé cuándo es mejor que me calle. El viejo George adora a mi abuela, aunque ella es muy seca con él. No sé cómo no se cansa de que lo mangonee. Ella se hace la dura y finge desinterés, no obstante sé que el cariño que el anciano siente por mi abuela es bastante correspondido. Mi abuelo falleció hace siete años, y George jamás ocupará su lugar, pero a mi abuela le hace mucho bien tener un poco de compañía. Perder a su hija la sumió en una terrible depresión y, a pesar de todo, el abuelo cuidó de ella y sufrió en silencio durante años, asumió su propia pérdida y su dolor en privado hasta que su cuerpo no pudo más. Entonces sólo le quedaba yo, una adolescente que tenía que apañárselas sola…, cosa que no se me dio demasiado bien en un principio.

 

Empieza a llenarme el cuenco con más cereales.

 

—Iré al club de los lunes a las seis, así que no estaré en casa cuando vuelvas de trabajar. ¿Te prepararás tú la cena?

 

—Claro —contesto mientras coloco la mano sobre el cuenco para que no me eche más copos—. ¿George también va?

 

—Bella… —me advierte con tono severo.

 

—Perdón. —Sonrío.

 

Ella me mira enfadada y niega con la cabeza. Sus ondas grises se mueven alrededor de sus orejas.

 

—Qué triste me parece que yo tenga más vida social que mi nieta.

 

Sus palabras me borran la sonrisa. No pienso entrar en eso.

 

—Tengo que irme a trabajar.

 

Me levanto, le doy un beso en la mejilla y hago como que no la oigo suspirar.

 

 

 

 

 

Me bajo de un brinco del autobús, esquivo a la gente y me apresuro entre el caos de la hora punta del tráfico peatonal. Mi estado de ánimo refleja el color de mis Converse: alegre y soleado, como el tiempo.

 

Tras recorrer las calles secundarias de Mayfair, entro en la cafetería, que está repleta, como el lunes pasado cuando empecé a trabajar para Garrett. No tengo tiempo para charlar con Alice ni para disculparme con Garrett de nuevo por el desastre del viernes. Me lanzan el delantal e inmediatamente me pongo en marcha recogiendo las tazas de cuatro mesas vacías que al instante están ocupadas de nuevo. Sonrío y les sirvo rápidamente, y limpio las mesas más rápido todavía. La verdad es que se me da muy bien esto de atender con una sonrisa.

 

A las cinco en punto, mis Converse amarillas ya no me parecen tan alegres. Me duelen los pies, me duelen las pantorrillas y me duele la cabeza. Aun así, sonrío cuando Alice me da una palmada en el trasero al pasar por mi lado.

 

—Sólo llevas aquí una semana y ya no sé qué haría sin ti.

 

Mi sonrisa se intensifica mientras la veo cruzar la puerta de vaivén en dirección a la cocina, pero ésta desaparece al instante cuando me vuelvo y me encuentro de frente con él otra vez. No creo mucho en el destino ni en que las cosas pasen por una razón. Creo que uno es dueño de su propio destino, y que nuestras decisiones y acciones son las que marcan el curso de nuestra vida. Pero por desgracia, las decisiones y las acciones de otros también influyen en este curso, y a veces no se puede hacer nada por evitarlo. Tal vez por eso me he aislado tanto del mundo, me he encerrado en mí misma y he rechazado a toda persona, situación o posibilidad que pudiera arrebatarme el control de mi vida. No tengo problemas en admitirlo. Las decisiones, malas y egoístas, de alguien ya afectaron demasiado a mi vida. Lo que me preocupa es mi repentina incapacidad de continuar con mi sensata estrategia, probablemente en el momento en que más necesidad hay de que lo haga.

 

Y precisamente la causa de este momento de debilidad está justo delante de mí.

 

El corazón se me acelera, y esta sensación familiar debería decirme todo lo que tengo que saber, y lo hace. Me atrae, me atrae muchísimo. Pero ¿qué hace aquí? Mi café no le gustó nada, y, aunque llevo todo el día preparando una infinidad de cafés perfectos, sospecho que eso está a punto de cambiar.

 

Me está mirando. Debería cabrearme, pero no estoy en posición de preguntarle qué coño mira porque yo también lo estoy mirando a él. Luce su expresión impasible de siempre. ¿Sabe sonreír? ¿Tendrá los dientes mal? Tiene pinta de tener unos dientes perfectos. Todo lo que veo es perfecto, y sé que lo que no veo también debe de serlo. De nuevo lleva puesto un traje de tres piezas, esta vez en un azul marino que resalta el color de sus ojos. Tiene un aspecto tan perfecto y caro como siempre.

 

Necesito hablar. Esto es absurdo, pero continúo en trance hasta que Alice sale de la cocina y choca contra mi espalda.

 

—¡Uy! —exclama, y me agarra del brazo. Analiza mi expresión de pasmo, preocupada al ver que no respondo ni hago ademán de moverme. Después desvía la mirada y se queda ligeramente boquiabierta—. Ah… —susurra. Me suelta y me mira de nuevo—. Bueno, voy a…, hum…, tirar la basura.

 

Se marcha y deja que lo atienda yo. Quiero gritarle que vuelva pero, una vez más, me quedo sin palabras y sigo mirándolo.

 

Él apoya las manos en el mostrador, se inclina hacia adelante y un mechón de pelo rebelde le cae sobre la frente, lo que hace que desvíe la mirada un poco más arriba de la suya.

 

—No paras de mirarme —murmura.

 

—Tú a mí tampoco —señalo, recuperando por fin el habla. Me observa con auténtica intensidad—. No se te está dando muy bien lo de mantenerte alejado.

 

Hace caso omiso de mi observación.

 

—¿Cuántos años tienes? —Recorre lentamente mi cuerpo con la mirada antes de volver a centrarse en mis ojos.

 

No contesto, pero frunzo el ceño al ver que enarca una ceja con expectación.

 

—Te he hecho una pregunta —insiste.

 

—Veinticuatro —me apresuro a contestar, cuando lo que en realidad quiero decirle es que eso no es asunto suyo.

 

—¿Sales con alguien?

 

—No —respondo para mi sorpresa. Siempre digo que estoy con alguien cuando algún hombre muestra interés en mí. Es como si estuviese bajo algún hechizo.

 

Asiente pensativamente.

 

—¿Vas a preguntarme qué deseo?

 

Se referirá a qué desea beber, o al menos eso espero. ¿O no? ¿Querrá seguir donde lo dejamos la otra noche? Empiezo a hacer girar el viejo anillo de eternidad de zafiros que el abuelo le compró a la abuela, un signo evidente de que estoy nerviosa. Lleva en el mismo sitio desde que ella me lo regaló el día que cumplí la mayoría de edad, a los veintiuno y, desde entonces, siempre jugueteo con él cuando estoy nerviosa.

 

—¿Qué desea?

 

Mi seguridad del viernes por la noche ha desaparecido. Estoy hecha un flan.

 

Sus penetrantes ojos azules se oscurecen ligeramente.

 

—Un americano, con cuatro expresos, dos de azúcar y lleno hasta la mitad.

 

Me siento totalmente decepcionada, lo cual es absurdo. Lo que también es absurdo es que haya vuelto después de escribir que mi café era el peor que había probado en la vida.

 

—Creía que no le gustó mi café.

 

—Y no me gustó. —Se aparta del mostrador—. Pero querría darte la oportunidad de redimirte, Bella.

 

Me pongo colorada.

 

—¿Le gustaría redimirse? —digo.

 

Su rostro es serio e inexpresivo.

 

Debería esforzarme en encontrar esa mala leche de la que la abuela siempre me habla y mandarlo a freír espárragos, pero no lo hago.

 

—De acuerdo —respondo, y me vuelvo hacia la maldita cafetera, que sé que va a dejarme mal. Estoy segura de que me saldría mejor si no me sintiera tan observada.

 

Rezo mentalmente a los dioses del café y empiezo a preparar los cuatro expresos, esforzándome por regular mi respiración entrecortada. Desempeño la tarea de forma lenta pero segura, sin importarme si tardo toda la noche. Por absurdo que parezca, quiero que éste le guste.

 

Con el rabillo del ojo veo la cabeza curiosa de Alice asomándose por la puerta de vaivén, y sé que se muere por saber qué está pasando. Noto cómo sonríe con malicia, aunque no la esté viendo. Ojalá saliera e interrumpiera este embarazoso silencio para poder conversar con ella cómodamente, pero al mismo tiempo no quiero que lo haga. Quiero estar a solas con él. Me siento atraída por él, y no puedo hacer nada por evitarlo.

 

Cuando termino, lleno el vaso para llevar hasta la mitad y le pongo una tapa antes de entregárselo. Está sentado de nuevo, y entonces me doy cuenta de mi error. Todavía no lo ha probado y ya la he cagado.

 

Fija la vista en el vaso de cartón, pero me adelanto antes de que diga nada.

 

—¿Lo quiere en una taza normal?

 

—No hace falta. —Levanta la vista hacia mis ojos—. Tal vez así esté más bueno. —No sonríe, pero tengo la sensación de que quiere hacerlo.

 

Camino lentamente, aunque con la tapa puesta el riesgo de que se derrame el contenido del vaso es mínimo, me acerco a él y le ofrezco el café.

 

—Espero que le guste.

 

—Yo también —dice. Lo acepta y señala el sofá de enfrente con un gesto de la cabeza—. Acompáñame.

 

Quita la tapa y empieza a soplar lentamente el vapor de su bebida. Sus labios, ya de por sí apetecibles, parecen estar invitándome. Todo lo que hace con esa boca es lento, desde hablar hasta soplar para enfriar el café. Es todo muy deliberado, y hace que me pregunte qué otras cosas hará. Es guapo a rabiar, aunque algo estirado. Seguro que va llamando la atención allá adónde va.

 

Levanta una ceja y señala el sofá de enfrente de nuevo. Mis piernas se desplazan por voluntad propia y toman asiento.

 

—¿Cómo está el café? —pregunto.

 

Da un sorbo lento al americano, y yo me pongo toda tensa y me preparo para que lo escupa. No lo hace. Asiente a modo de aprobación y da otro sorbo. Me relajo aliviada al ver que no le disgusta. Levanta la vista.

 

—Habrás notado que yo también me siento bastante fascinado por ti.

 

—¿«También»? —pregunto perpleja.

 

—Es evidente que te fascino.

 

Menudo capullo arrogante.

 

—Supongo que debes de fascinar a muchas mujeres —respondo—. ¿Las invitas a todas a tomar café?

 

—No, sólo a ti. —Se inclina hacia adelante y su mirada casi me deja sin aliento. Nunca había sido el centro de una atención tan intensa. Esto es demasiado.

 

Rompo el contacto visual y aparto la mirada, pero entonces recuerdo algo y me obligo a enfrentarme a su intensidad.

 

—¿Quién era la mujer de la fiesta? —pregunto sin ningún pudor.

 

Él me ha preguntado directamente cuál es mi estado sentimental, así que yo tengo todo el derecho del mundo a conocer el suyo. Había demasiada confianza entre ellos como para que sea sólo una socia. No las tengo todas conmigo, pero espero que responda que está soltero. La idea de que este hombre esté disponible es absurda, al igual que el hecho de que yo quiera que lo esté. Quiero que esté disponible… para mí.

 

—Mi socia —responde, y me observa detenidamente. Su tono suave acaricia mi piel ardiente.

 

—¿Estás soltero? —inquiero exigiendo una aclaración completa, aunque no sé muy bien con qué fin. Me pregunto qué planes tiene mi subconsciente, porque yo no tengo ni idea…, ni me preocupa, y eso sí que debería preocuparme.

 

—Sí.

 

—Vale —me limito a decir mientras sigo observándolo. Su respuesta me deja bastante satisfecha.

 

Ahora quiero saber qué edad tiene. Parece mayor, y siempre que lo veo lleva ropa de la mejor calidad, lo que indica que tiene mucha pasta.

 

—Vale —responde, y vuelve a sorber el café lentamente mientras lo observo. Es como una masa gigante de intensidad que me incita a… algo.

 

—Me ha gustado el café —dice, y deja el vaso sobre la mesa y le da la vuelta antes de levantarse del sofá.

 

Lo sigo con la vista hasta que me siento pequeña bajo la penetrante mirada de sus potentes ojos azules.

 

—¿Te marchas? —suelto desconcertada. ¿A qué ha venido todo esto? ¿Qué pretendía?

 

Con un gesto incómodo, me ofrece la mano.

 

—Ha sido un placer conocerte.

 

—Ya nos conocíamos —señalo—. Estuviste a punto de besarme, pero te largaste.

 

Hace descender ligeramente la mano ante mis mordaces palabras, pero se recompone y vuelve a levantarla.

 

—Y después te largaste tú.

 

¿Qué es esto, un juego? ¿Está enfadado porque lo dejé tirado y ahora quiere devolvérmela para quedar él por encima? Acerca más la mano y yo me aparto. Me da miedo tocarlo.

 

—¿Crees que van a saltar chispas? —pregunta tranquilamente.

 

Abro unos ojos como platos. Sé que habrá chispas porque ya las he sentido. Su tono burlón me infunde algo de valentía y alargo mi minúscula mano para unirla a la suya. Y ahí están otra vez. Chispas. No es la clase de electricidad que recorre toda la cafetería y nos hace lanzar un grito ahogado y dar un salto hacia atrás de la impresión, pero aquí hay algo, y en lugar de emanar hacia afuera, me atraviesa por dentro, y rebota por todo mi cuerpo, acelerando mis latidos y obligándome a separar los labios. No quiero soltarlo, pero él extiende la palma y me insta a hacerlo.

 

Entonces da media vuelta y se marcha, sin una palabra o una mirada que me indique que él también ha sentido algo. ¿Lo habrá sentido? ¿A qué ha venido eso? ¿Quién es ese hombre? Me llevo las manos a las mejillas y me las froto con furia, intentando recuperar el sentido común. Me intriga demasiado, y ningún paseo ni ninguna colcha conseguirán distraerme de hacia adonde se dirigen mis pensamientos, no después de esta breve pero esclarecedora conversación. Me estoy adentrando en terreno desconocido, en terreno peligroso. Después de todos estos años evitando a los hombres, incluso a los decentes, me encuentro incitando a uno que tiene pinta de que es mejor dejarlo estar.

 

Pero hay atracción. Una atracción muy intensa.

 

 

 

 

 

Llevo toda la semana distraída. Cada vez que la puerta de la cafetería se abre, espero que sea él, pero nunca aparece. En los últimos cuatro días, una docena de hombres me han preguntado mi nombre, me han pedido el teléfono o me han dicho qué ojos más bonitos tengo. Y deseaba que todos ellos fuesen Edward.

 

He estado ocupada preparando una infinidad de cafés perfectos, y el martes trabajé de camarera para otro acto pijo organizado por Garrett con la esperanza de que él estuviera allí. No estaba.

 

Siempre he intentado no complicarme la vida, pero ahora estoy ansiosa por complicármela, por complicármela con ese hombre alto y misterioso de cabello oscuro.

 

Es sábado, y el pesado de Gregory me ha acompañado a dar un paseo por los Parques Reales. Sabe que algo me ronda por la cabeza. Le propina una patada a un montón de hojas conforme vagamos por el centro de Green Park hacia el palacio de Buckingham. Quiere preguntarme, y sé que no podrá resistirse mucho más tiempo. No ha parado de hablar, mientras que yo sólo he contestado con monosílabos. No me voy a librar de esto por mucho más tiempo. Está claro que estoy ausente, y seguramente podría esforzarme en fingir que no me pasa nada, pero creo que no quiero. Creo que quiero que Gregory me presione para poder compartir lo de Edward con él.

 

—He conocido a alguien. —Las palabras brotan de mi boca interrumpiendo el incómodo silencio que se había formado entre ambos.

 

Gregory parece sorprendido, y es normal porque yo también lo estoy.

 

—¿A quién? —pregunta tirando de mí para detenernos.

 

—No lo sé. —Me encojo de hombros, me siento sobre el césped y empiezo a arrancar hojitas—. Ha aparecido en la cafetería varias veces, y estaba en una fiesta de gala donde trabajé.

 

Gregory se sienta a su vez, y en su atractivo semblante se forma una amplia sonrisa.

 

—¿Isabella Taylor, interesada en un hombre?

 

—Sí, Isabella Taylor está definitivamente interesada en un hombre. —Siento un gran alivio al compartir mi carga—. No dejo de pensar en él —admito.

 

—¡Aaahhh! —Gregory levanta los brazos—. ¿Está bueno?

 

—Como un tren —sonrío—. Tiene unos ojos impresionantes. Azules como el cielo.

 

—Cuéntamelo todo —ordena mi amigo.

 

—No hay nada más que contar.

 

—Vale, y ¿qué te ha dicho?

 

—Me preguntó si estaba saliendo con alguien —digo como restándole importancia, pero sé lo que viene a continuación.

 

Gregory abre unos ojos como platos y se inclina hacia adelante.

 

—Y ¿qué le contestaste?

 

—Que no.

 

—¡Aleluya! —canturrea—. ¡Gracias a Dios, por fin ha sucedido!

 

—¡Gregory! —lo reprendo, pero no puedo evitar reírme también. Tiene razón, ha sucedido, y ha sucedido a base de bien.

 

—Ay, Bella. —Se sienta muy erguido y adopta una expresión muy seria—. No te imaginas cuánto tiempo llevo esperando este momento. Tengo que verlo.

 

Resoplo y me coloco el pelo por encima del hombro.

 

—Eso es poco probable. Aparece y desaparece con bastante velocidad.

 

—¿Cuántos años tiene?

 

Jamás había visto a Gregory tan emocionado. Le he alegrado el día, y probablemente el mes, o puede que incluso el año. Siempre está intentando arrastrarme a bares, incluso a bares de heteros, si así acepto ir. Nos conocemos desde hace ocho años, sólo ocho, aunque parece que sea de toda la vida. Era el chico de moda del instituto, todas las chicas revoloteaban a su alrededor, y él salió con todas ellas, pero tenía un pequeño secreto, un secreto que lo convirtió en un marginado cuando salió a la luz. El chico más guay del centro era gay. O un ochenta por ciento gay, como solía decir él. Nuestra amistad comenzó cuando lo encontré en el cobertizo de las bicicletas después de que unos chicos le dieran una paliza.

 

—Supongo que ronda el final de la veintena, aunque aparenta más. Parece muy maduro. Siempre lleva trajes con pinta de ser muy caros.

 

—Perfecto. —Se frota las manos—. ¿Cómo se llama?

 

—E —respondo tranquilamente.

 

—¿«E»? —Gregory arruga la cara con un gesto de desaprobación—. ¿Quién es? ¿El jefe de James Bond?

 

Me echo a reír a carcajadas, y sonrío para mis adentros al ver a mi amigo ansioso, esperando que le confirme que mi adonis tiene un nombre más allá de una letra del abecedario.

 

—Firmó con una «E».

 

—¿«Firmó»? —Su confusión aumenta y frunce el ceño todavía más.

 

No estoy segura de si debo revelar esa parte.

 

—No le gustó mi café, y decidió hacérmelo saber por escrito en una servilleta. Firmó el mensaje con una «E», pero después descubrí que se llama Edward.

 

—¡Aaaahhhh! ¡Qué sexy! ¡Pero qué descarado!

 

Gregory está desconcertado y reacciona de una manera similar a como lo hice yo, pero entonces se pone muy serio y me mira con ojos de sospecha.

 

—Y ¿cómo te hizo sentir eso?

 

—Inútil —contesto sin pensar, y no me detengo ahí—: Estúpida, enfadada, irritada.

 

Mi amigo sonríe.

 

—¿Consiguió una reacción? —pregunta—. ¿Te pusiste furiosa?

 

—¡Sí! —exclamo completamente exasperada—. ¡Me cabreé como una mona!

 

—¡Qué fuerte! No lo conozco y ya me encanta. —Gregory se pone de pie y me ofrece la mano para ayudarme a levantarme—. Seguro que está prendado de ti, como la mayoría de los hombres en este mundo de Dios.

 

Acepto su ayuda y dejo que tire de mí.

 

—Eso no es verdad.

 

Suspiro al recordar nuestro breve intercambio de palabras, especialmente una frase en concreto: «Yo también me siento fascinado por ti». ¿Con fascinado quiere decir atraído?

 

—Créeme, sí lo es.

 

De repente siento la necesidad de escupirlo todo para ver qué opina Gregory de este asunto.

 

—Estuve a un milímetro de sus labios.

 

Mi amigo se queda muerto.

 

—¿Qué quieres decir? —Se pone todo tieso y me mira de reojo—. ¿Lo rechazaste?

 

—No, yo quería —digo sin el menor pudor—. Pero él dijo que no podía y me dejó tirada en el cuarto de baño de las chicas sintiéndome como una idiota desesperada.

 

—¿Te cabreaste?

 

—Me puse furiosa.

 

—¡Bien! —Da una palmada y tira de mí para abrazarme—. Eso es genial. Cuéntame más.

 

Se lo suelto todo, lo de la bandeja en el suelo, lo de la supuesta socia de Edward, y cómo se me acercó después para advertirme que no me conviene.

 

Cuando termino, Gregory se mantiene pensativo. No es la reacción que esperaba o que buscaba.

 

—Le gusta jugar. Ese hombre no te conviene, Bella. Olvídalo.

 

Me quedo perpleja, y la manera en que me aparto de él y la mirada de reproche que le lanzo se lo hacen saber.

 

—¿Que lo olvide? ¿Estás loco? Gregory…, me mira de una manera que… Quiero que me miren siempre de esa manera. —Hago una breve pausa—. Quiero que él me mire siempre de esa manera.

 

—Ay, muñeca.

 

Suspiro.

 

—Ya.

 

—Necesitas distraerte —decide, y observa mis Converse naranja—. ¿Qué color compramos hoy?

 

La mirada se me ilumina.

 

—He visto unas de color azul cielo en Carnaby Street.

 

—Azul cielo, ¿eh? —Me pasa el brazo por encima del hombro y empezamos a caminar hacia la estación de metro—. Muy bien.

 

 

Capítulo 3: Capítulo 2 Capítulo 5: Capítulo 4

 
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